8

El Señor de la Montaña de Sugarloaf usaba tarros de grasa de oso para predecir el tiempo, perfeccionando una técnica tradicional con un meticuloso y científico archivo de datos. Criaba vacas para que dieran mejor leche, y corderos para conseguir una lana de más calidad. Sus invernaderos, calentados con metano biogenerado, producían verduras frescas todo el año, incluso en los inviernos más crudos.

George se mostró especialmente orgulloso al mostrar su cervecería, con fama de producir la mejor cerveza de cuatro condados.

Los muros de su gran refugio, la sede de su imperio, estaban bellamente cubiertos de colgaduras tejidas y trabajos artísticos de niños exhibidos con orgullo. Gordon esperaba ver armas y trofeos de batalla, pero no había ninguno. En efecto, cuando se cruzaba la alta empalizada apenas se veían señales de la larga guerra.

Aquel primer día, Powhatan no habló de negocios. Lo pasó entero mostrando a sus invitados el entorno y supervisando los preparativos para un festejo en su honor. Después, entrada la tarde, cuando les hubo indicado cuáles eran sus habitaciones para descansar, el anfitrión se esfumó.

—Creo que lo he visto dirigirse hacia el oeste —respondió Bokuto cuando Gordon le preguntó—. Hacia ese promontorio de allí.

Gordon le dio las gracias y se encaminó en aquella dirección por un sendero cubierto de grava que discurría entre los árboles. Durante horas Powhatan había evitado con habilidad cualquier conversación seria, distrayéndolos con algo nuevo que ver o con su reserva aparentemente infinita de sabiduría campesina.

La noche podía transcurrir de idéntica manera, pues llegaba mucha gente para conocerlos. Podría no presentarse la oportunidad de tratar la cuestión que los había llevado allí.

Desde luego sabía que no era oportuno mostrarse tan impaciente. Pero no deseaba reunirse con más gente. Quería hablar con George Powhatan a solas.

Encontró al hombre alto sentado, de cara al borde de un pronunciado declive. Mucho más abajo, las aguas rugían al confluir los afluentes del Coquille con el propio río. Al oeste, las montañas de la cadena costera rielaban en una neblina púrpura que se oscurecía rápidamente fundiéndose en un crepúsculo anaranjado y ocre. Las nubes siempre presentes, ardían con matices otoñales.

George Powhatan estaba sentado con las piernas cruzadas ante sí sobre una sencilla estera de juncos; sus manos, con las palmas hacia arriba, descansaban sobre las rodillas. Gordon había visto algunas veces aquella expresión, antes de la guerra. La había llamado, a falta de otro nombre, «La Sonrisa de Buda».

Bueno, parece el último de los neohippies —pensó—. ¿Quién lo hubiera creído?

La túnica sin mangas del hombre de la montaña dejaba ver un descolorido tatuaje azul en su enorme hombro: un puño poderoso con un dedo extendido con delicadeza sobre el cual estaba posada una paloma. Debajo podían leerse cuatro palabras, LLEVADA POR EL AIRE.

La yuxtaposición no sorprendió verdaderamente a Gordon. Ni la pacífica expresión del rostro de Powhatan. De alguna manera parecían adecuadas.

Sabía que la cortesía no lo obligada a marcharse, sólo a no interferir en la situación del otro hombre. En silencio, limpió un sitio a pocos metros a la derecha de Powhatan y se sentó en el suelo mirando en la misma dirección que él. Gordon ni siquiera intentó la postura del loto. No había practicado esa técnica desde los diecisiete años. Pero se sentó con la espalda erguida y trató de despejar su mente mientras los colores resplandecían y cambiaban en la dirección del mar.

Al principio sólo pudo pensar en lo envarado que se sentía. En lo penoso que era cabalgar y dormir sobre el duro y frío suelo. Cuando el calor del sol se escondió tras las montañas, las ráfagas de viento lo helaron. Sus pensamientos eran una mezcla confusa de sonidos, preocupaciones y recuerdos.

Pronto, sin quererlo, sus párpados se hicieron más pesados. Se estabilizaron, microscópicamente, y se pararon a medio camino, incapaces de subir o bajar más.

Si no hubiera sabido lo que estaba ocurriendo, seguramente lo habría invadido el pánico. Pero aquello no era más que un apacible éxtasis de meditación; reconoció las sensaciones. Qué demonios, pensó, y dejó que prosiguiera.

¿Hacía esto por un sentimiento de rivalidad con Powhatan? ¿O para demostrarle que él no era el único hijo del renacimiento que todavía recordaba?

¿O se debía simplemente a que estaba muy cansado y la puesta de sol era hermosa?

Gordon experimentó una sensación de vacío en su interior, como si una cavidad de cada uno de sus pulmones estuviera cerrada y lo hubiese estado durante muy largo tiempo. Trató de inspirar enérgica y profundamente, pero su ritmo respiratorio no se alteró lo más mínimo, como si su cuerpo poseyera una sabiduría de la que carecía él. La calma que le cruzó el rostro con la adormecedora brisa pareció rezumar y resbalarle por la garganta como dedos de mujer, recorriéndole los tensos hombros y acariciándole los músculos hasta que se relajaron por decisión propia.

Los colores…, pensó, viendo sólo el cielo. El corazón le mecía el cuerpo suavemente.

¿Había transcurrido toda una vida desde que se sentó allí?

Ellos son…

En un sosiego que de ninguna forma podía haber sido forzado, la sensación de obstrucción en sus pulmones pareció diluirse y respiró. Escapó el aire viciado y fue arrastrado por el viento del oeste. La siguiente bocanada le supo tan dulce que volvió a salir como un suspiro.

—Los colores…

Hubo un movimiento a su izquierda, una agitación. Se oyó una voz tranquila.

—Solía preguntarme si estos crepúsculos son el último don de Dios…, algo semejante al arco iris que dio a Noé, sólo que esta vez era su forma de decir… «Hasta luego»… a todos nosotros.

Gordon no respondió a Powhatan. No era preciso.

—Pero después de muchos años de contemplarlos, supongo que la atmósfera se está purificando lentamente. Ya no son lo que eran después de la guerra.

Gordon asintió. ¿Por qué la gente de la costa siempre quería tener el monopolio de los crepúsculos? Recordó cómo habían sido en la pradera después del Invierno de los Tres Años, cuando los cielos estaban lo bastante claros para que se viera el sol. Parecía que el Cielo hubiera derramado su paleta en una deslumbrante lluvia de colores, gloriosos aunque letales en su belleza.

Sin volverse para mirar, Gordon supo que Powhatan no se había movido. Se hallaba en la misma posición, sonriendo levemente.

—Una vez —dijo el hombre canoso—, hace diez años quizás estaba sentado aquí, exactamente igual que ahora, recuperándome de una herida reciente y contemplando el ocaso, cuando entreví algo, o a alguien, moviéndose junto al río, muy abajo. Al principio creí que eran hombres. Dejé la meditación rápidamente y bajé para verlo desde más cerca. Y sin embargo algo me decía que no era el enemigo, incluso a esta distancia.

»Me acerqué con tanto sigilo como pude, hasta encontrarme a unos centenares de metros, y utilicé el pequeño monocular que suelo llevar en la bolsa.

»No eran seres humanos. Imagina mi sorpresa cuando los vi vagando por la orilla del río de la mano; él la ayudaba en las zonas pedregosas, ella murmuraba suavemente y llevaba una especie de envoltorio.

»Una pareja de chimpancés, santo Cielo. O puede que uno fuese un chimpancé y el otro un simio más pequeño o incluso un mono. Desaparecieron en el bosque, bajo la lluvia, antes de que pudiera asegurarme.

Por primera vez en diez minutos, Gordon pestañeó. La imagen era tan nítida en su imaginación como si estuviese mirando por encima del hombro de Powhatan dentro de sus recuerdos de aquel lejano día. ¿Por qué me cuenta esto?

Powhatan continuó.

—Debían de haberse escapado del zoológico de Portland, junto con esos leopardos que ahora corren libres por las Cascadas. Era la explicación más sencilla… que llevaban años caminando hacia el sur, comiendo lo que encontraban y escondiéndose, ayudándose el uno al otro mientras se dirigían a lo que esperaban que fuese un territorio más cálido.

»Me di cuenta de que bajaban por el afluente sur del Coquille, directamente hacia territorio holnista.

»¿Qué podía hacer? Pensé seguirlos. Tratar de cogerlos, o al menos de desviarlos. Pero era dudoso que lograra hacer algo más que darles un susto. Y de todas formas, si habían llegado hasta tan lejos, ¿qué necesidad tenían de que les advirtiese de los peligros que entrañaba el estar cerca del hombre?

»Habían estado enjaulados, ahora estaban libres. Oh, no era tan estúpido como para pensar que eran más felices, pero al menos ya no estaban sujetos a la voluntad de otros.

La voz de Powhatan bajó de tono.

—Eso puede ser algo importante, yo lo sé.

Hubo otra pausa.

—Los dejé ir —añadió, terminando su historia—. Con frecuencia, al sentarme aquí a contemplar estos crepúsculos, me pregunto qué fue de ellos.

Al fin, Gordon cerró los ojos completamente. El silencio se extendió. Tomó aire y con cierto esfuerzo se desprendió del entumecimiento. Powhatan había intentado decirle algo con esa extraña historia. Él, a cambio, tenía algo que decirle a Powhatan.

—El deber de ayudar a los demás no es necesariamente lo mismo que estar sujeto a la voluntad de…

Se interrumpió al sentir que algo había cambiado.

Abrió los ojos y, cuando se giró, vio que Powhatan se había ido.

Aquella noche llegó gente de todas partes, más hombres y mujeres de los que Gordon había creído que vivieran aún en los desparramados asentamientos del valle. Organizaron una gran fiesta familiar para el cartero que los visitaba y sus acompañantes. Los niños cantaron y pequeños grupos representaron ingeniosas sátiras.

Al contrario de lo que ocurría en el norte, donde las canciones populares eran con frecuencia las que se recordaban de los días de la radio y la televisión, allí no había estribillos comerciales cariñosamente repetidos, y pocas melodías de rock and roll hacían vibrar el banjo y la guitarra fónica. En vez de ello, la música había retrocedido a una tradición más antigua.

Hombres barbudos, mujeres con vestidos largos sirviendo la mesa, cantos junto al fuego y a la luz de las velas. Aquella podía haber sido una reunión de hacía casi dos siglos, cuando el valle se pobló por primera vez de hombres blancos que se congregaban para hacerse compañía y para quitarse de encima el intenso y desapacible frío del invierno.

Johnny Stevens representó a los del norte en la fiesta. Había llevado su valiosa guitarra y deslumbre a la gente con su talento, animándoles a batir palmas y seguir el ritmo con los pies.

En situación normal habría sido una diversión maravillosa y Gordon habría podido colaborar alegremente con piezas de su viejo repertorio, antes de adoptar el papel de «cartero», cuando era un juglar errante que había cambiado canciones e historias por comida a lo largo de medio continente.

Pero él había escuchado jazz y a Debussy la noche antes de partir de Corvallis. No pudo evitar preguntarse si por última vez.

Gordon sabía lo que George Powhatan intentaba de llevar a cabo con aquella fiesta. Estaba retrasando la confrontación… haciendo que los de Willamette se sentaran y se expresaran… para calibrarlos.

La impresión que le había causado a Gordon en el risco no había cambiado. Con sus largos rizos y sus bromas siempre a punto, Powhatan era la imagen auténtica del neohippy envejecido. El movimiento de los noventa, muerto mucho tiempo atrás, parecía encajar con el estilo de liderazgo del Hacendado.

Por ejemplo, en Camas Valley estaba claro que todos eran independientes e iguales.

Sin embargo, cuando George reía, todos los demás lo imitaban. Era algo natural. No daba órdenes. Nadie parecía pensar que lo hiciese. En el refugio no ocurría nada que le disgustara lo bastante siquiera para enarcar una ceja.

En lo que en otra época había sido denominado artes «blandas», las que no requerían ni metales ni electricidad, aquella gente estaba tan avanzada como los atareados artesanos de Willamette. En ciertos aspectos, quizá, más aún. Ese, sin duda, era el motivo de que Powhatan hubiera insistido en mostrarles su granja, dejando que vieran que no estaban tratando con una sociedad de retrasados, sino con gente que a su modo era tan civilizada como ellos. Parte del plan de Gordon consistía en demostrar que Powhatan estaba equivocado.

Por fin llegó el momento de presentar los «regalos de Cíclope» que habían llevado consigo.

La gente miró con ojos muy abiertos a Johnny Stevens cuando probó un juego gráfico en una pantalla de color que había sido amorosamente reparada por los técnicos de Corvallis. Les proporcionó un espectáculo de marionetas en vídeo sobre un dinosaurio y un robot. Las brillantes imágenes y sonidos pronto deleitaron a todos, a los adultos tanto como a los niños.

Y sin embargo Gordon detectó una vez más ese algo misterioso en su comportamiento. La gente exclamaba y reía, pero parecía que aplaudían en honor de un truco ingenioso. Les habían llevado las máquinas para abrirles el apetito, para hacerles desear alta tecnología nuevamente. Pero Gordon no vio ningún brillo codicioso en los espectadores, ningún ansia reavivada de volver a poseer aquellos prodigios.

Algunos hombres se incorporaron cuando le llegó el turno a Bokuto. El exmarine negro se adelantó con una maltrecha maleta de cuero y extrajo de ella muestras de las nuevas armas.

Mostró las bombas de gas y las minas, y les explicó cómo podían ser utilizadas para proteger las plazas fuertes en un ataque. Philip describió los visores nocturnos, disponibles en breve, salidos de los talleres de Cíclope. Una oleada de incertidumbre inundó a aquellos veteranos de una prolongada guerra contra un enemigo terrible. Mientras Bokuto hablaba, miraban al hombre corpulento que se había situado en un rincón.

Powhatan no dijo ni hizo nada. Era la viva imagen de la cortesía; sólo bostezó en una ocasión, disimuladamente, cubriéndose la boca. Sonreía con indulgencia cada vez que un arma era exhibida, y Gordon quedó asombrado al ver cómo, sólo con su actitud física, aquel hombre parecía indicar que aquellos regalos eran curiosos, incluso ingeniosos quizá… pero en realidad inútiles.

Qué bastardo. Gordon no sabía cómo contraatacar. Pronto aquella sonrisa se propagó por la estancia, y se dio cuenta de que era el momento de que la situación cambiara.

Dena le había insistido para que llevase su propia lista de regalos. Agujas e hilo, jabón de base neutra, muestras de esa nueva línea de ropa interior de semialgodón que habían empezado a tejer de nuevo en Salem, justo antes de la invasión.

Convencerán a las mujeres, Gordon. Darán mejores resultados que todas tus pirotecnias. Confía en mí.

La última vez que había confiado en Dena se había encontrado un esbelto y trágico cadáver bajo un cedro cubierto de nieve. Gordon ya había tenido más que suficiente de pseudofeminismo en versión de Dena.

Sin embargo, ¿habría sido peor que esto? ¿Me precipité? Tal vez deberíamos haber traído algunas de aquellas cosas. Polvo dentífrico, compresas higiénicas, alfarería y sábanas de lino.

Meneó la cabeza; todo eso era agua pasada. Hizo un gesto a Bokuto para que guardara las armas y recurrió a su tercer as. Cogió su alforja y se la entregó a Johnny Stevens.

La multitud se calmó. Gordon y Powhatan se miraron a través de la estancia mientras Johny se situaba, orgulloso de su uniforme, frente al vacilante fuego. Barajó sobres y empezó a leer nombres en voz alta para repartir el correo.

La llamada a todos los lugares aún civilizados de Willamette había llegado. A cualquiera que hubiese conocido a alguien en el sur se le pidió que le escribiese. La mayoría de los pretendidos destinatarios llevarían mucho tiempo muertos, por supuesto. Pero era probable que algunas cartas llegaran a las manos adecuadas, o a las de sus familiares. Era posible que se reanudaran viejas relaciones, continuaba la teoría. La petición de ayuda debería convertirse en algo menos abstracto, más personal.

Había sido una buena idea, pero una vez más su resultado no fue el que se esperaba. El montón de cartas sin entregar iba aumentando. Y mientras Johnny pronunciaba nombre tras nombre sin que nadie contestara, una nueva lección quedó clara: a las gentes de Camas se les estaba recordando cuántos habían muerto. Qué pocos habían sobrevivido a los amargos tiempos.

Y ahora que por fin la paz parecía haber llegado a ellos, era fácil ver que se resentían de que unos casi desconocidos que habían tenido una vida menos dura durante años les pidieran que se sacrificaran de nuevo. Los pocos que recibieron cartas parecieron cogerlas con desgana, guardándolas sin leerlas.

George Powhatan se mostró sorprendido cuando fue anunciado su nombre. Pero su perplejidad se desvaneció al instante cuando se encogió de hombros y cogió un paquete y un delgado sobre.

Gordon era consciente de que las cosas no estaban yendo bien en absoluto. Johnny terminó su tarea y dirigió a su jefe una mirada que parecía decir: ¿Y ahora qué?

A Gordon sólo le quedaba una carta, la que más detestaba, y la que mejor sabía utilizar.

Maldita sea. Pero no tengo elección.

Se situó frente a la chimenea, de cara a la gente enmudecida y con el fuego a la espalda. Respiró hondo y… empezó a mentirles.

—He venido a contaros una historia —dijo—. Quiero hablaros de un país de otro tiempo. Quizás os resulte familiar, pues muchos de vosotros nacisteis allí. Pero no obstante, la historia os asombrará. A mí siempre me asombra.

»Es un extraño relato de una nación de doscientos cincuenta millones de habitantes que una vez llenaron el cielo e incluso los espacios entre los planetas con sus voces, al igual que vosotros habéis llenado este hermoso salón con vuestras canciones esta noche.

»Era un pueblo fuerte, el más fuerte que el mundo había conocido. Pero eso apenas parecía importarles. Cuando tuvieron ocasión de conquistar el mundo entero, se limitaron a dejar pasar la oportunidad, como si tuviesen cosas mucho más interesantes que hacer.

»Estaban maravillosamente locos. Reían, construían cosas y discutían… Les encantaba acusarse de terribles crímenes como pueblo: una práctica que resulta extraña hasta que se comprende que su finalidad oculta era hacerse mejores, mejores unos para otros, mejores para la Tierra, mejores que las precedentes generaciones de hombres.

»Todos sabéis que mirar a la Luna por la noche o a Marte, es ver las huellas donde unos pocos de esos hombres caminaron. Algunos recordáis haber estado sentados cómodamente en casa contemplando cómo dejaron esas huellas.

Por primera vez aquella noche, Gordon percibió que captaba toda su atención. Vio que el público tenía los ojos fijos en las insignias de su uniforme y en el jinete de latón de la visera de su gorra de cartero.

—Los habitantes de esa nación estaban locos, de acuerdo —les dijo—. Pero estaban locos de una manera magnífica… con unas características que jamás se habían dado antes.

El rostro lleno de cicatrices de un hombre se destacó entre la muchedumbre. Gordon reconoció viejas heridas de cuchillo mal cicatrizadas. Miró al hombre mientras hablaba.

—Hoy vivimos matando —dijo—. Pero en esa tierra de fábula, la mayor parte de la gente solía zanjar sus diferencias pacíficamente.

Se volvió a las mujeres, hundidas en sus asientos, cansadas de cocinar, de limpiar, de servir comida para tanta gente. A la luz del fuego sus arrugados rostros eran como riscos vacilantes. Algunas tenían marcas de viruelas, de las Grandes Paperas, de enfermedades producidas por la guerra o simplemente de viejas plagas que habían vuelto con nueva fuerza a causa de la falta de higiene.

—Ellos consideraron que tenían garantizada una vida limpia y saludable —agregó, haciéndoles recordar—. Una vida más suave y placentera de lo que ninguna había sido hasta entonces.

»O, tal vez —siguió, quedamente—, más placentera que ninguna de las que vendrán jamás.

La gente ahora le miraba a él, no a Powhatan. Y los ojos húmedos no brillaban únicamente en los rostros de más edad. Un muchacho de apenas quince años sollozaba audiblemente.

Gordon extendió las manos.

—¿A quiénes se parecían esas personas, esos americanos? Recordáis cómo se criticaban a sí mismos, a menudo con razón. Eran arrogantes, discutidores, con frecuencia cortos de miras…

»¡Pero no merecían lo que les sucedió!

«Habían comenzado a poseer poderes de dioses, a crear máquinas pensantes, a dotar a sus cuerpos de nuevas facultades, a moldear la misma Vida; pero no fue el orgullo por sus logros lo que los hizo caer.

Sacudió la cabeza.

—¡No puedo creer eso! No puede ser cierto que fuésemos castigados por soñar, por alargar la mano.

Su puño apretado se tornó blanco.

—¡No estaba escrito que los hombres y las mujeres debieran vivir siempre como animales! Ni que aprendiesen tanto en vano…

Completamente sorprendido, Gordon sintió que se le quebraba la voz, a media frase. Le falló justo en el momento en que debía empezar a contar la mentira… de darle a Powhatan una historia de su propiedad.

Pero el corazón le latía con fuerza y la boca de repente se le quedó demasiado seca para hablar. Parpadeó. ¿Qué estaba sucediendo? Háblales —pensó—. ¡Háblales ahora!

—En el este… —empezó Gordon, consciente de que Bokuto y Stevens lo miraban—. En el este, al otro lado de las montañas y desiertos, renaciendo de las cenizas de esa gran nación…

Se detuvo de nuevo, jadeando. Era como si una mano le estuviese asiendo el corazón, amenazando con apretar si proseguía. Algo le estaba impidiendo iniciar su muy practicado discurso, su cuento de hadas.

Todos esperaban. Los tenía en las manos. ¡Estaban maduros!

Fue entonces cuando vio el semblante de George Powhatan, sus facciones marcadas e impenetrable como una superficie rocosa a la vacilante luz del fuego. Y supo entonces, por una súbita intuición, cuál era el problema.

Por vez primera estaba intentando transmitir su mito de unos «Estados Unidos Restablecidos» ante un hombre que, evidentemente, era mucho más fuerte que él.

Gordon comprendió que no sólo estaba en juego la credibilidad de una historia, sino también la personalidad que había tras ella. Podía convencerlos a todos de la existencia de una nación que resurgía, en algún lugar más allá de las montañas del este, y eso no importaría al final… no si George Powhatan podía ponerlo todo en entredicho con una sonrisa, un gesto de asentimiento indulgente, un bostezo.

Se convertiría en algo de una época pasada. Un anacronismo. Inútil.

Gordon cerró la boca que tenía entreabierta. Hileras de rostros lo miraban expectantes. Pero meneó la cabeza, abandonando la fábula y, con ella, la batalla perdida.

—El este queda muy lejos —dijo con voz suave.

Luego levantó la cabeza y su voz recobró parte de su fuerza.

—Lo que está ocurriendo allí puede afectarnos a todos, si vivimos lo suficiente. Pero entre tanto está el problema de Oregón. Oregón, que se sustenta por sí misma, como si sólo ella fuese América todavía.

»La nación de la cual hablo es un rescoldo bajo las cenizas y está dispuesta, si la ayudáis, a difundir su luz de nuevo. A conducir un mundo silencioso de nuevo a la esperanza. Creedlo, y el futuro se decidirá aquí, esta noche. Porque si América fue grande una vez, se debió a las personas que supieron superarse en los malos tiempos y se ayudaron unos a otros cuando fue necesario.

Gordon se volvió y miró directamente a George Powhatan. Bajó el tono de voz, pero no por debilidad.

—Y si habéis olvidado eso, si nada de lo que he dicho os importa, sólo me queda decir que os compadezco.

Ese instante pareció flotar en una solución supersaturada de tiempo. Powhatan permanecía inmóvil, semejaba la imagen tallada de un atribulado patriarca. Los tendones del cuello le sobresalían, rígidos, como nudosas cuerdas.

Cualquiera que fuese el conflicto que tenía en su mente, lo resolvió en segundos. Powhatan sonrió tristemente.

—Comprendo —dijo—. Y puede que tenga razón, señor Inspector. No logro encontrar ninguna respuesta fácil, sólo puedo decir que la mayoría de nosotros hemos servido y servido hasta el punto que no tenemos nada más que dar. Puede volver a pedir voluntarios, por supuesto. No se lo prohibiré a nadie. Aunque dudo que haya muchos.

Meneó la cabeza.

—Espero que nos crea cuando decimos que lo lamentamos. Lo hacemos, profundamente.

»Pero pide demasiado. Nos hemos ganado nuestra paz. Ahora esta es, para nosotros, más valiosa que el honor, e incluso que la compasión.

Todo este camino —pensó Gordon—. Hemos recorrido todo este camino para nada.

Powhatan alzó dos hojas de papel de su regazo y se las tendió a Gordon.

—Esta es la carta que he recibido de Corvallis esta noche, traída por ustedes mismos. Aunque lleva mi nombre en el sobre, no va dirigida a mí. Fue escrita para que se la entregara a usted…, eso dice en la parte superior de la primera cuartilla.

»Sin embargo, espero que me perdonará, me he tomado la libertad de leer el texto.

Había simpatía en la voz del hombre cuando Gordon extendió la mano para coger las amarillentas hojas. Por vez primera oyó a Powhatan hablar consigo mismo en un tono demasiado bajo para que lo oyeran los demás.

Estoy apenado —dijo—. Y también estoy muy sorprendido.