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Los preparativos ocuparon tres días. Gordon estuvo irritado todo el tiempo, deseando estar ya fuera de allí.

Pero aquello se había convertido en una expedición. El Consejo insistió en que Bokuto y otros cuatro hombres lo acompañaran al menos hasta Cottage Grove. Johnny Stevens y uno de los voluntarios del sur les precederían para preparar el camino. Después de todo, era conveniente que el Inspector fuese bien anunciado.

Para Gordon todo esto era una sarta de sinsentidos. Una hora con Johnny, repasando un mapa de carreteras de antes de la guerra, habría sido suficiente para indicarle cómo llegar al lugar a donde se dirigía. Un caballo veloz y otro de repuesto lo protegerían tanto como un escuadrón completo.

A Gordon le fastidiaba particularmente tener que llevar a Bokuto. El hombre era necesario allí. Pero el Consejo fue implacable. Tenía que aceptar sus condiciones o no le autorizarían a partir.

El grupo salió de Corvallis por la mañana temprano; los caballos echaban vapor debido al crudo frío mientras dejaban atrás la vieja pista de atletismo de la UEO. Pasó un columna de reclutas en marcha. Aunque iban embozados, no era difícil deducir por las voces que cantaban que se trataba de las chicas soldado de Dena.

Oh, no me casaré con un hombre que fume,

Que raspe, eructe o cuente chistes malos.

Puede que no me case con nadie, que no me case,

¡Puede que no me case!

Oh, preferiría sentarme a la sombra,

Y ser una solterona remilgada y quisquillosa,

Oh, puede que no me case con nadie, que no me case,

¡Puede que no me case!

La tropa volvió la vista a la derecha cuando pasaron los hombres. La expresión de Dena quedó desdibujada por la distancia; pero pese a ello él sintió su mirada.

Su despedida había sido físicamente apasionada y emocionalmente tensa. Gordon no estaba seguro de que en la América de antes de la guerra, con todas sus variantes sexuales, hubiera existido un nombre para la clase de relación que mantenían. Era un alivio alejarse de ella. Sabía que la perdería.

Mientras las voces de las mujeres iban alejándose Gordon sentía un nudo en la garganta. Trató de atribuirlo al orgullo que le producía su valor. Pero no le era posible descartar por completo el miedo.

El grupo cabalgó veloz ante huertos estériles y campos escarchados para llegar a la empalizada de Rowland al atardecer. Así de cerca estaban las líneas, a un día de viaje del frágil centro de lo que se consideraba civilización. A partir de allí, entrarían en el territorio de los bandidos.

En Rowland oyeron nuevos rumores: un contingente de holnistas había establecido ya una avanzadilla en las ruinas de Eugene. Los refugiados hablaron de bandas de bárbaros camuflados de blanco que erraban por la campiña, quemando aldehuelas y robando comida, mujeres y esclavos.

Si aquello era cierto, Eugene presentaba un problema. Tenían que cruzar la destruida ciudad.

Bokuto insistió en no correr riesgos. Gordon lo miró hoscamente y apenas habló mientras la expedición malgastaba tres días en carreteras de asfalto heladas y embrozadas, desviándose muy al este de Springfield y luego hacia el sur de nuevo para llegar al fin a la ciudad fortificada de Cottage Grove.

Había transcurrido poco tiempo desde que unas cuantas ciudades al sur de Eugene se reunieran con las más prósperas comunidades del norte. Ahora los invasores casi las habían separado otra vez.

En el mapa mental de Gordon del que fuera el gran Estado de Oregón, las dos terceras partes orientales eran yermos, desiertos, ríos de antigua lava y las murallas montañosas de las Cascadas.

El gris Pacífico bordeaba al oeste la cordillera costera amortajada por la lluvia.

Los límites nordeste y sudeste del Estado eran también, en apariencia, zonas tranquilas. En el norte de Columbia Valley se veían los estragos causados por las bombas que habían arrasado Portland y destrozado las presas del gran río.

La otra zona se internaba unos ciento cincuenta kilómetros en el extremo sur del Estado desde la desconocida California y confluía en el cañón montañoso conocido como el Rogue.

Incluso en tiempos más felices, el área en torno a Medford había tenido fama de poseer un cierto elemento «extraño». Antes de la guerra Fatal se estimaba que Rogue River Valley guardaba más escondrijos secretos y más ametralladoras ilegales que cualquier otro lugar fuera de los pantanos.

Mientras la autoridad civil luchaba aún para permanecer como tal, hacía dieciséis años, fue la plaga supervivencialista la que asestó el golpe final sobre todo el mundo civilizado. En el sur de Oregón los partidarios de Nathan Holn habían sido especialmente violentos. El destino de los pobres ciudadanos de esa región nunca se conoció.

Entre el desierto y el mar, entre la radiación y los dementes holnistas, dos pequeñas zonas habían superado el Invierno de los Tres Años y les quedó lo suficiente para hacer algo más que escarbar como animales… Willamette al norte y los pueblos en torno a Roseburg al sur. Pero al principio, la zona sur parecía condenada a la esclavitud o a algo peor en manos de los nuevos bárbaros.

Sin embargo, en alguna parte entre el Rogue y el Umpqua sucedió algo imprevisto. El cáncer fue controlado. El enemigo fue detenido. La desesperada esperanza de Gordon era descubrir cómo se había podido lograr, antes de que la enfermedad trasplantada invadiera totalmente el vulnerable Willamette Valley.

En el mapa mental de Gordon una horrenda incursión roja se había extendido tierra adentro desde las cabezas de playa establecidas al oeste de Eugene. Y Cottage Grove estaba ahora casi aislada.

Tuvieron un primer atisbo de lo mal que habían ido las cosas a menos de un kilómetro del pueblo: los cuerpos de seis hombres colgados junto a la carretera, crucificados sobre rotos postes de teléfonos. No habían dejado de marcar los cuerpos.

—Bajadlos —ordenó.

El corazón le latía con fuerza y su boca estaba seca; era la reacción exacta que el enemigo había deseado provocar en este ejercicio de terror calculado. Evidentemente, los hombres de Cottage Grove ya ni siquiera llegaban tan lejos con sus patrullas. No era un buen augurio.

Una hora después vio cuánto había cambiado la ciudad desde su última visita. Había vigilantes en las esquinas de nuevas murallas de adobe. En el exterior, edificios anteriores a la guerra habían sido demolidos para hacer una amplia zona de cortafuego.

La población se había triplicado a causa de los refugiados, la mayor parte de los cuales vivían en atestadas chabolas junto a la entrada principal. Los niños se aferraban a las faldas de mujeres de rostro demacrado y miraban pasar a los jinetes del norte. Los hombres formaban grupos, calentándose las manos en fogatas al aire libre. El humo se mezclaba con las emanaciones de los sucios cuerpos formando una neblina desagradable y pestilente.

Algunos de los hombres daban la impresión de estar habituados a aquellas condiciones. Gordon se preguntó cuántos de ellos serían holnistas que se hacían pasar por refugiados. Había ocurrido antes.

Las noticias que les aguardaban eran aún peores. Por el Consejo del Pueblo supieron que el alcalde Peter von Kleek había muerto en una emboscada sólo unos días atrás, cuando encabezaba una patrulla en auxilio de una aldea sitiada. La pérdida era incalculable y afectó mucho a Gordon. También contribuía a explicar el preocupado silencio reinante en las frías calles.

Aquella noche pronunció su mejor arenga, a la luz de una antorcha en la plaza llena de gente. Pero esta vez las aclamaciones de la multitud fueron hastiadas y escasas. Su discurso fue interrumpido dos veces por el eco de detonaciones de escopetas, contra los muros, procedentes de las boscosas colinas exteriores.

—No les doy dos meses, después de que se funda la nieve —susurró Bokuto al día siguiente cuando cabalgaban alejándose de Cottage Grove—. Dos semanas, si los malditos supervivencialistas se esfuerzan.

Gordon no supo qué responder. El pueblo era el cerrojo del sur de la alianza. Cuando fuera destruido, no habría nada que se opusiera a que las fuerzas del enemigo dieran un giro hacia el norte hasta el corazón del valle y Corvallis mismo.

Cabalgaron hacia el sur bajo una leve nevisca, remontando la confluencia costera del río Willamette hacia su origen. El verde oscuro de los pinos del bosque resplandecía bajo su blanco manto. De vez en cuando la brillante corteza roja de la madera del mirto se destacaba sobre las grises orillas del río semihelado.

Sin embargo, unos cuantos obstinados gallipatos pescaban en las heladas aguas, tratando de sobrevivir por sus propios medios hasta la primavera.

Al sur de la abandonada ciudad de Londres se separaron del reducido río. Allí había una gran extensión deshabitada, marcada únicamente por las granjas en ruinas y una gasolinera desmantelada.

Hasta el momento había sido una jornada silenciosa. Pero ahora, al fin, se sintieron seguros e incluso el suspicaz Philip Bokuto se convenció de que se hallaban fuera del probable alcance de las patrullas holnistas. Pudieron hablar. Hasta reír.

Todos los hombres tenían más de treinta años, así que se dedicaron al Juego del Recuerdo… contando viejos chistes que no tendrían significado alguno para nadie perteneciente a la nueva generación y discutiendo con despreocupación sobre antiguos deportes que recordaban vagamente. Gordon estuvo a punto de caerse de la montura a causa de la risa que le provocó Aaron Schimmel al imitar con voz nasal a personajes populares de la televisión de los noventa.

—Es asombroso cómo gran parte de nuestra juventud queda almacenada, lista para ser recordada —le comentó a Philip—. Solían decir que una de las señales de que se estaba envejeciendo era recordar cosas ocurridas veinte años atrás con más facilidad que hechos recientes.

—Sí —repuso Bokuto, sonriendo, y su voz adoptó un quejumbroso tono de falsete—. ¿De qué estábamos hablando?

Gordon le dio una palmadita en la cabeza.

—¿Eh? No te oigo, colega… Demasiado rock and roll.

Los hombres se acostumbraron a las frías dentelladas de las mañanas invernales y a la suave pisada de los cascos de los caballos por la interestatal cubierta de hierba. La tierra se había recuperado, los ciervos pastaban en los bosques una vez más, pero los hombres serían demasiado escasos durante largo tiempo para regresar y tomar todas las aldeas abandonadas. Los afluentes de la confluencia costera quedaron lejos al fin. Los viajeros cruzaron una estrecha línea de colinas y un día más tarde se hallaron junto a un nuevo río.

—El Umpqua —identificó el guía.

Los del norte lo contemplaron. Este helado torrente no desembocaba en el plácido Willamette, ni por consiguiente en el gran Columbia. En vez de ello se abría su propio y montaraz camino en dirección oeste hacia el mar.

—Bienvenidos al soleado sur de Oregón —murmuró Bokuto, otra vez deprimido.

El cielo se mostraba amenazador. Incluso los árboles parecían más salvajes que en el norte.

Esa impresión se repitió cuando volvieron a encontrar pequeños asentamientos amurallados. Hombres silenciosos de ojos desconfiados los observaban desde sus elevados puestos en las vertientes de las colinas y los dejaban pasar sin hablarles. La noticia de su llegada les había precedido, y estaba claro que aquellas gentes no tenían nada en contra de los carteros. Pero también resultaba obvio que sentían muy poco aprecio por los extranjeros.

Durante una noche que pasaron en la aldea de Sutherlin, Gordon vio de cerca cómo vivían los sureños.

Sus casas eran sencillas y austeras, con pocas de las comodidades que aún poseían las del norte. No había apenas nadie que no mostrase señales visibles de enfermedades, malnutrición, exceso de trabajo o lucha.

Aunque no hicieron ni dijeron nada descortés, no era difícil imaginar lo que pensaban de los habitantes de Willamette.

Blandos.

Sus líderes expresaron simpatía, pero sus pensamientos ocultos eran evidentes. Si los holnistas están abandonando el sur, ¿por qué habríamos de intervenir?

Un día más tarde, en el centro comercial de Roseburg, Gordon se reunió con un comité de jefes del área circundante. Las ventanas agujereadas por las balas presidían perspectivas que recordaban la terrible guerra contra los bárbaros del Rogue River que duró siete años. Un Denny’s quemado, con su letrero de plástico amarillo colgado de un ángulo y fundido, mostraba el lugar donde se había hecho retroceder al enemigo en su incursión más profunda, casi una década atrás.

Desde entonces los salvajes supervivencialistas nunca habían llegado tan lejos. Gordon estaba seguro de que el lugar del encuentro había sido elegido deliberadamente.

La diferencia de actitud y personalidad era inconfundible. Había poca curiosidad por el legendario Cíclope, o por el vacilante renacimiento de la tecnología. Incluso la historia de una nación que renacía de sus cenizas en tierras lejanas del este provocaba escaso interés. No era que pusiesen en duda las historias. Los hombres de Glide, Winston y Lookinglass no daban la impresión de estar tan interesados.

—Esto es una pérdida de tiempo —dijo Philip a Gordon—. Estos palurdos han estado haciendo su propia guerra durante tanto tiempo que sólo les preocupa la subsistencia diaria.

¿Los hace más listos, quizá?, se preguntó Gordon.

Pero Philip tenía razón. En realidad, lo que los jefes, alcaldes o comisarios pensaran carecía de importancia. Fanfarroneaban, jactándose de su autonomía, pero estaba claro que en aquellos lugares sólo contaba la opinión de un hombre.

Dos días más tarde, Johnny Stevens llegó del oeste sobre una humeante montura. No miró ni a izquierda ni a derecha; saltó del caballo y corrió hacia Gordon, sin aliento. Esta vez el mensaje constaba de tres palabras:

«Venga a verme».

George Powhatan había accedido a sus ruegos.