—Cómo demostrará el joven Mark, incluso un niño puede usar nuestro nuevo visor nocturno de infrarrojos, combinado con un rayo láser localizador, para captar un objetivo en una oscuridad casi absoluta.
El Consejo de Defensa de Willamette Valley se hallaba sentado a una larga mesa, sobre el estrado de la mayor sala de lectura en el viejo recinto de la Universidad Estatal de Oregón, observando cómo Peter Aage exhibía la última «arma secreta» salida de los laboratorios de los Funcionarios de Cíclope.
Gordon apenas pudo distinguir al larguirucho técnico cuando se apagaron las luces y se cerraron las puertas. Pero la voz de Peter Aage era estentóreamente clara.
—En la parte trasera de la sala hemos colocado un ratón en una jaula, que representará a un enemigo infiltrado. Mark conecta ahora el disparador del visor. —Se oyó un leve chasquido en la oscuridad—. Ahora busca la radiación térmica emitida por el ratón…
—¡Lo veo! —silbó la voz del niño.
—Buen muchacho. Ahora, Mark hace oscilar el láser para que caiga sobre el animal…
—¡Lo conseguí!
—… y una vez que el rayo está en la posición correcta, nuestro localizador cambia las frecuencias láser para que un punto visible nos muestre a los demás… el ratón.
Gordon escrutó la oscura zona del final de la sala.
Nada había sucedido. Seguía habiendo solamente una densa oscuridad.
Alguien soltó una risita.
—¡Tal vez se lo han comido! —dijo una voz.
—Sí. ¡Quizá sus técnicos deban afinar esa cosa para que busque un gato! —Alguien profirió un ronroneante «miau».
Aunque el Presidente del Consejo estaba golpeando con su martillo, Gordon se unió a los tipos listos de atrás en sus risas. Estuvo tentado de efectuar alguna observación propia, pero todos conocían su voz. Su papel allí era irrelevante, y probablemente heriría los sentimientos de alguien.
Un bullicio a la izquierda indicó una reunión de técnicos, que hablaban en susurros con nerviosismo. Al fin, alguien pidió que encendieran las luces. Los fluorescentes parpadearon y los miembros del Consejo de Defensa pestañearon mientras sus ojos se readaptaban a la luz.
Mark Aage, el niño de diez años al cual Gordon había rescatado de los supervivencialistas en las ruinas de Eugene unos meses atrás, se quitó el casco de visión nocturna y miró hacia arriba.
—He visto el ratón —insistió—. Muy bien. Y le he dado con el rayo láser. ¡Pero no ha desprendido colores!
Peter Aage parecía azorado. El hombre rubio vestía la misma túnica blanca con ribetes negros que los técnicos todavía inclinados sobre el fallido invento.
—Ayer funcionó en cincuenta pruebas —explicó—. Puede que el convertidor paramétrico se haya atascado. Lo hace a veces.
»Por supuesto, eso no es más que un prototipo, y nadie en Oregón ha intentado construir nada semejante en casi veinte años. Pero hemos de eliminar el defecto antes de iniciar la producción.
Tres grupos diferentes formaban el Consejo de Defensa. Los dos hombres y una mujer que vestían como Peter ropas de Funcionario asintieron comprensivamente. El resto de los consejeros parecían menos comprensivos.
Dos hombres a la derecha de Gordon llevaban camisas azules y chaquetas de cuero similares a la suya. En la manga tenían cosidos retales de tela que representaban un águila alzándose desafiante en una pira, orlada por la inscripción:
EE.UU. RESTABLECIDOS
SERVICIO POSTAL
Los carteros, compañeros de Gordon, se miraron, y uno de ellos apartó los ojos con disgusto.
En medio se sentaban dos mujeres y tres hombres, incluido el Presidente del Consejo, en representación de las distintas regiones que pertenecían a la alianza: jurisdicciones que habían estado unidas por su acatamiento a Cíclope, más recientemente por una creciente red postal y ahora por el miedo a un enemigo común. Su indumentaria era variada, pero todos lucían un brazalete con un brillante emblema: una W y una V superpuestas, por Willamette Valley. Los símbolos cromados eran un artículo lo suficientemente abundante para proveer a todo el Ejército, sacados de automóviles largo tiempo abandonados.
Fue uno de aquellos representantes civiles quien habló primero.
—¿Cuántos de estos artefactos cree que podrían reconstruir sus técnicos para la primavera?
Peter meditó.
—Bueno, si vamos a toda marcha, supongo que podríamos tener casi una docena arreglados para finales de marzo.
—Y todos necesitan electricidad, supongo.
—Suministraremos generadores manuales, desde luego. El equipo completo no debe pesar más de veintidós kilos, todo incluido.
Los granjeros se miraron unos a otros. La mujer que representaba a las comunidades de Cascade Indian pareció hablar por todos ellos.
—Estoy segura de que estos visores nocturnos pueden servir para defender algunos lugares importantes contra el ataque de las serpientes. Pero quiero saber de qué forma nos ayudarán cuando la nieve se funda, cuando vengan esos holnistas destripadores, asaltando y quemando todas las aldeas y pueblos uno por uno. No podemos refugiar a toda la población en Corvallis. Nos moriríamos de hambre en cuestión de semanas.
—Sí —añadió otro granjero—. ¿Dónde están todas esas armas de precisión que ustedes, los grandes cerebros, nos iban a dar? ¿Han desenchufado a Cíclope o qué?
Ahora fueron los Funcionarios los que se miraron unos a otros. Su jefe, el doctor Taigher, comenzó a protestar.
—¡Eso no es justo! Apenas hemos tenido tiempo. Cíclope fue construido para fines pacíficos y tiene que re-programarse a sí mismo para tratar de cosas referentes a la guerra. De todas formas, puede proyectar grandes planes, ¡pero son hombres falibles los que han de ejecutarlos!
Gordon estaba maravillado. Allí, en público, el hombre parecía realmente ofendido, defendiendo a su oráculo mecánico… al que la gente del valle reverenciaba aún como el gran Oz. La representante de las poblaciones del norte movió la cabeza, respetuosa pero obstinada.
—Yo sería la última en criticar a Cíclope. Estoy segura de que está buscando ideas con tanta rapidez como puede. Pero no consigo ver por qué este visor nocturno es mejor que el globo del que no paran de hablar, o que las bombas de gas o las pequeñas minas trucadas. ¡Y no hay bastantes para organizar una maldita defensa!
»Y aunque hicieran cientos, miles, serían muy útiles si tuviéramos que luchar contra un auténtico ejército, como en Vietnam o Kenia antes del Tiempo Final. ¡Pero casi inútiles contra esos endemoniados supervivencialistas!
Aunque se mantuvo en silencio, Gordon no pudo por menos de estar de acuerdo. El doctor Taigher se miró las manos. Tras dieciséis años de pacífico y benigno engaño, repartiendo como limosna un pequeño surtido de prodigios del Siglo Veinte reciclados para mantener embelesados a los granjeros del sector, a él y a sus técnicos se les exigía obrar milagros auténticos. Los juguetes reparados y los generadores eléctricos movidos por el viento ya no bastarían para impresionar a los lugareños.
El hombre que estaba sentado a la derecha de Gordon se movió con nerviosismo. Era Eric Stevens, abuelo del joven Johnny Stevens. El anciano llevaba el mismo uniforme que Gordon y representaba a la región de la Alta Willamette, esos pocos pueblos al sur de Eugene que se habían unido a la alianza.
—Así que hemos vuelto al punto de partida —dijo Stevens—. Los artefactos de Cíclope pueden servir de ayuda aquí y allá. Sobre todo harán un poco más fuertes algunos puntos. Pero creo que todos estamos de acuerdo en que eso sólo constituirá un ligero inconveniente para el enemigo.
»Por otra parte, Gordon nos ha dicho que no podemos esperar ayuda del este civilizado en breve plazo. Falta una década o más para que EE.UU. Restablecidos llegue aquí con alguna fuerza. Tenemos que resistir al menos ese tiempo, quizás hasta que se establezca verdadero contacto.
El anciano miró a los demás con furia.
—Sólo hay un modo de hacerlo, ¡y es luchar! —golpeó la mesa—. Todo se reduce a lo básico, una vez más. Son los hombres lo que importa.
Un murmullo de asentimiento recorrió la mesa. Pero Gordon observaba con atención a Dena, que se hallaba sentada abajo, entre el público, esperando su oportunidad para dirigirse al Consejo. Movía la cabeza en gesto de negación y a Gordon le pareció que podía leer su mente.
No exactamente los hombres… estaba pensando. La joven y alta mujer vestía ropa de Funcionario, pero Gordon sabía dónde yacía su auténtica lealtad. Estaba sentada con tres de sus discípulas, exploradoras ataviadas con piel de ante del Ejército de Willamette, todas ellas miembros de su excéntrica camarilla.
Hasta ahora el Consejo había rechazado su proyecto. A las chicas les había costado que les permitieran unirse al Ejército, y entonces había aflorado un latente sentimiento de feminismo fin de siglo que perduraba en este valle todavía civilizado.
Pero Gordon captó una creciente desesperación en la mesa. Las noticias traídas del sur por Johnny Stevens habían hecho mella. Pronto, cuando cesaran de caer las nieves y las cálidas lluvias comenzaran de nuevo, los consejeros se aferrarían a cualquier plan. A cualquier idiotez.
Gordon decidió intervenir en aquella discusión antes de que las cosas se escaparan de las manos. El Presidente le otorgó rápidamente la palabra cuando la pidió con un gesto.
—Estoy seguro de que el Consejo desea expresar a Cíclope, y a sus técnicos, nuestra gratitud por sus incesantes esfuerzos.
Hubo un murmullo de asentimiento. Ni Taigher ni Peter Aage lo miraron.
—Nos quedan tal vez otras seis u ocho semanas de mal tiempo hasta que quepa esperar que el enemigo reanude su actividad. Tras escuchar los informes de los comités de instrucción y defensa, está claro que tenemos mucha cantidad de trabajo que hacer.
En efecto, el sumario de Philip Bokuto había iniciado la letanía matutina de malas noticias. Gordon suspiró.
—Cuando comenzó la invasión holnista el verano pasado, os dije a todos que no esperaseis ninguna ayuda del resto de la nación. Establecer una red postal, como yo he estado haciendo con vuestra ayuda, es sólo el primer paso de un largo proceso hasta que el continente pueda ser reunificado. En los próximos años, Oregón esencialmente estará solo.
Se las arregló para mentir por implicación pronunciando palabras que eran la verdad literal, una habilidad que había desarrollado, aunque no estuviera orgulloso de ella.
—No emplearé palabras suaves con vosotros. El fracaso de la gente de la región de Roseburg al no enviar más que una mínima ayuda ha sido el peor de los golpes. Los del sur poseen la experiencia, la destreza y, sobre todo, el liderazgo que nosotros necesitamos. En mi opinión, persuadirlos de que nos ayuden debe tener prioridad sobre todo lo demás.
Hizo una pausa.
—Por tanto, iré al sur personalmente y trataré de hacerles cambiar de idea.
Aquello produjo un inmediato tumulto.
—¡Gordon, eso es una locura!
—No puedes…
—¡Te necesitamos aquí!
Cerró los ojos. En cuatro meses había logrado una alianza lo bastante sólida para retrasar y frustrar a los invasores. La había forjado empleando principalmente su habilidad de cuentista, de simulador… de mentiroso.
Gordon no se hacía la ilusión de ser un auténtico líder. Era su imagen lo que mantenía unido al Ejército de Willamette… su legendaria autoridad como el Inspector, una manifestación del renacimiento de la nación.
Una nación cuyo último pedernal pronto se convertirá en una piedra muerta y fría si no se hace algo con endemoniada rapidez. ¡Yo no puedo guiar a esta gente! ¡Necesitan un General! ¡Un guerrero!
Necesitan a un hombre como George Powhatan.
Puso fin a la algarabía alzando la mano.
—Voy a ir. Y quiero que todos me prometáis que no daréis vuestro consentimiento a ninguna empresa descabellada y desesperada mientras yo esté lejos. —Miró directamente a Dena. Por un instante ella le sostuvo la mirada. Tenía los labios apretados y al cabo de un momento sus ojos se nublaron e inclinó la cabeza.
¿Está preocupada por mí? —se preguntó Gordon—. ¿O por su plan?
—Volveré antes de la primavera —prometió—. Volveré con ayuda.
Y agregó para sí mismo:
—O moriré en el empeño.