—No sirve, Cíclope.
Al otro lado del grueso panel de cristal, un ojo perlado y opalescente lo miraba desde un alto cilindro envuelto en bruma helada. Una doble hilera de lucecitas parpadeantes formaba ondas repitiendo una compleja pauta una y otra vez. Aquel era el fantasma de Gordon… el fantasma que llevaba meses acosándolo… la única mentira que había encontrado que era capaz de enfrentarse a su maldito fraude.
Parecía adecuado meditar allí, en aquella oscura habitación. Fuera, en la nieve, en las empalizadas de las aldeas, en los solitarios y lóbregos bosques, hombres y mujeres estaban muriendo por ellos dos. Por lo que él, Gordon, supuestamente representaba, y por la máquina situada al otro lado del cristal.
Por Cíclope y por Estados Unidos Restablecidos.
Sin esos dos pilares gemelos de esperanza, los habitantes de Willamette habrían podido derrumbarse ya. Corvallis yacería en ruinas, sus valiosas bibliotecas, su frágil industria, sus molinos de viento y vacilantes luces eléctricas habrían desaparecido para siempre en el fondo de la sombría edad oscura. Los invasores de Rogue River habrían establecido feudos por todo el valle, como ya habían hecho al oeste de Eugene.
Los granjeros y viejos técnicos luchaban contra un enemigo diez veces más experimentado y capaz. Pero luchaban no tanto por ellos mismos como por dos símbolos: por una máquina amable y sabia que en realidad había muerto muchos años atrás, y por una nación desaparecida que sólo existía en su imaginación.
Pobres necios.
—No funciona —dijo Gordon a su compañero en el engaño. La hilera de luces respondió danzando de la misma compleja forma que lo hacía en sus sueños—. De momento este invierno tan crudo ha frenado a los holnistas. Están preparándose en las ciudades que invadieron el otoño pasado. Pero en primavera volverán por nosotros, quemando y matando hasta que, una por una, las aldeas pidan «protección».
«Intentamos luchar. Pero cada uno de esos demonios vale por una docena de nuestros pobres aldeanos y granjeros.
Gordon se desplomó en una silla blanda frente al grueso muro de cristal. Incluso allí, en la Morada de Cíclope, el olor a polvo y a vejez era notorio.
Si tuviésemos tiempo para entrenar, para preparar… si aquí las cosas no hubieran sido tan pacíficas durante tanto tiempo.
Si tuviéramos un auténtico líder.
Alguien como George Powhatan.
A través de las puertas cerradas le llegó una suave música. En alguna parte del edificio sonaban los compases ligeros y conmovedores de la música de Pachelbel. Una grabación de hacía veinte años, en un estéreo.
Recordaba haberse emocionado cuando volvió a escuchar aquella música por primera vez. Tenía tantas ganas de creer que aún existía algo valioso y noble en el mundo, tantas ganas de creer que lo había hallado en Corvallis… Pero Cíclope resultó ser un engaño, igual que su mito de unos «Estados Unidos Restablecidos».
Aún le sorprendía que ambas fábulas prosperaran más que nunca a la sombra de la invasión supervivencialista. Se habían desarrollado entre la sangre y el terror hasta llegar a convertirse en algo por lo que la gente daba su vida a diario.
—No funciona —volvió a decir a la máquina estropeada, sin esperar respuesta—. Nuestra gente lucha. Muere. Pero esos bastardos camuflados estarán aquí en verano, hagamos lo que hagamos.
Escuchó la triste y dulce música y se preguntó si, tras caer Corvallis, en alguna parte alguien escucharía a Pachelbel de nuevo alguna vez.
Sonaron unos golpes suaves en la puerta doble situada a sus espaldas. Gordon se incorporó. Aparte de él, sólo a los Funcionarios de Cíclope les estaba permitido permanecer en el edificio por la noche.
—Adelante —contestó.
Penetró un estrecho trapezoide de luz. La sombra de una mujer alta y de larga cabellera se extendió sobre la alfombra.
Dena. Si había alguien a quien no deseaba ver en aquel momento…
Su voz sonó grave, apresurada.
—Siento molestarte, Gordon, pero pensé que querrías saberlo de inmediato. Johnny Stevens acaba de llegar.
Gordon se puso en pie, con el pulso acelerado.
—¡Dios mío!, lo ha conseguido.
Dena asintió.
—Hubo algún problema, pero Johnny llegó a Roseburg y volvió.
—¡Hombres! ¿Trae…? —Se interrumpió al ver que ella negaba con la cabeza. La esperanza se desvaneció al ver la expresión de sus ojos.
—Diez —repuso ella—. Llevó tu mensaje a los del sur, y envían diez hombres.
Extrañamente, la voz de Dena parecía denotar menos temor que vergüenza, como si todos de alguna manera la hubieran defraudado. Luego sucedió algo que Gordon nunca había presenciado: Se le quebró la voz.
—Oh, Gordon. ¡Ni siquiera son hombres! ¡Son muchachos, sólo son muchachos!