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Las ráfagas de viento esculpían diabólicas figuras con la nieve arremolinada. Rachas que parecían alzarse como espectros de los montículos grisáceos revoloteaban precipitándose, inducidas por el viento, bajo los árboles escarchados.

Una rama se quebró abrumada por su carga, incapaz de soportar el peso de un solo copo de nieve más. El crujido resonó como un sordo disparo de pistola por las angostas veredas del bosque.

La nieve cubrió delicadamente los ojos vidriados de un ciervo muerto por inanición y llenó los surcos entre los marcados perfiles de sus costillas. Los copos pronto ocultaron las tenues huellas en el helado suelo donde el animal había pisado por última vez, hacía sólo horas, en su infructuosa búsqueda de comida.

Sin hacer distinciones, las danzarinas ráfagas fueron a cubrir a otras víctimas, colocando suaves mantos blancos sobre las manchas carmesíes salpicadas en la nieve caída antes.

Pronto todos los cadáveres yacieron cubiertos, en paz, como dormidos.

La nueva tormenta había borrado la mayor parte de las señales de lucha cuando Gordon encontró el cuerpo de Tracy bajo la oscura sombra de un cedro blanqueado por el invierno. Para entonces una helada costra había detenido la hemorragia. Nada manaba ya de la garganta cercenada de la desdichada joven.

Gordon apartó de sí los recuerdos de la Tracy viva que había conocido superficialmente; siempre alegre y valerosa, con un entusiasmo un poco alocado a causa del desesperado trabajo que había asumido. Apretó los labios con pesar al rasgarle la camisa de lana y palpar con la mano bajo la axila.

El cuerpo aún estaba caliente. No hacía mucho que había ocurrido.

Gordon miró de soslayo hacia el sudoeste donde las huellas, casi borradas ya bajo la nieve que caía, se adentraban en el doloroso resplandor del hielo. Con un desvaído y casi silencioso avance, una figura vestida de blanco apareció a su lado.

—¡Maldita sea! —oyó susurrar a Philip Bokuto—. ¡Tracy era buena! Habría jurado que esos canallas no iban a ser capaces de…

—Lo han hecho —le interrumpió Gordon ásperamente—. Y no hace más de diez minutos.

Cogió la hebilla del cinturón de la chica y la alzó para mostrársela al otro. El rostro de piel oscura bajo la blanca capucha asintió en silencio, comprendiendo. Tracy no había sido violada, ni siquiera marcada con símbolos holnistas. Esta banda había tenido demasiada prisa incluso para detenerse y tomar sus acostumbrados y horribles trofeos.

—Podemos atraparlos —susurró Bokuto. La ira ardía en sus ojos—. Puedo recoger al resto de la patrulla y volver en tres minutos.

Gordon sacudió la cabeza.

—No, Phil. Ya nos hemos alejado demasiado de nuestro perímetro defensivo persiguiéndoles. Tendrán preparada una emboscada para cuando nos acerquemos. Mejor será recoger el cuerpo de Tracy e irnos a casa ya.

Philip Bokuto apretó la mandíbula, sobresaliéndole los tendones. Por primera vez, su tono de voz superó el susurro.

—¡Podemos atrapar a esos bastardos!

A Gordon le invadió una oleada de irritación. ¿Qué derecho tiene Philip a hacerme esto? Bokuto había sido sargento en la Marina, antes de que el mundo se arruinara casi dos décadas atrás. Debería haber sido asunto suyo, no de Gordon, tomar las decisiones prácticas desagradables… responsabilizándose.

Negó con la cabeza.

—No, no lo haremos. Y es definitivo. —Miró a la chica, que había sido hasta aquella tarde la segunda mejor exploradora del Ejército de Willamette… pero al parecer no lo bastante buena—. Necesitamos luchadores vivos, Phil. Necesitamos hombres con coraje, no cadáveres.

Durante unos instantes permanecieron en silencio sin mirarse. Después, Bokuto apartó a Gordon a un lado y avanzó hacia la figura que aún estaba sobre la nieve.

—Déme cinco minutos antes de llamar al resto de la patrulla —le dijo mientras arrastraba el cadáver bajo la sombra del cedro y sacaba el cuchillo—. Tiene razón, señor. Necesitamos hombres rabiosos. Tracy y yo nos ocuparemos de que pueda contar con ellos.

Gordon parpadeó.

—Phil —extendió la mano—. No.

Bokuto hizo caso omiso de la mano de Gordon mientras gesticulaba y rompía la camisa de Tracy. No levantó la vista, pero dijo con voz rota.

—¡He dicho que tiene razón! Hemos de hacer que nuestros granjeros de mirada vacía enloquezcan lo bastante para luchar. Y este es uno de los caminos que Dena y Tracy nos dijeron que tomáramos si nos veíamos obligados…

Gordon no podía creer aquello.

—¡Dena está loca, Phil! ¿No te has dado cuenta aún? ¡Por favor, no hagas eso! —Aferró el brazo del hombre y lo torció, pero tuvo que retroceder ante el amenazante relucir del cuchillo de Bokuto. Su amigo le miró con ojos enfervorizados y angustiados.

—¡No me haga esto más difícil, Gordon! Es usted mi comandante, y le serviré en tanto sea ese el mejor método de matar a todos los bastardos holnistas posibles.

»¡Pero usted es demasiado civilizado en el peor de los tiempos! Ahí es donde pongo el límite. ¿Me oye? ¡No lo dejaré traicionar a Tracy, ni a Dena ni a mí con sus arrebatos de escrúpulos del Siglo Veinte!

»Ahora, váyase de aquí, Señor Inspector… señor —la voz de Philip Bokuto estaba cargada de emoción—. Y acuérdese de concederme cinco minutos antes de traer a los demás.

Miró hoscamente hasta que Gordon hubo retrocedido. Luego escupió en el suelo, se secó un ojo y volvió a inclinarse para realizar la repugnante tarea que le aguardaba.

Al principio Gordon se tambaleó, medio aturdido, al alejarse por la pradera bordeada de gris. Phil Bokuto nunca se había enfrentado a él de esa forma, blandiendo un cuchillo, con ojos salvajes, desobedeciendo sus órdenes…

Luego recordó.

No he llegado a ordenarle que no lo hiciera. Se lo he pedido, le he rogado. Pero no se lo he ordenado…

¿Estoy completamente seguro de que no tiene razón? ¿Será que hasta yo, en el fondo, creo algunas de esas cosas que Dena y su banda de mujeres lunáticas están predicando?

Sacudió la cabeza. Phil estaba en lo cierto en una cosa: en la estupidez de filosofar en un campo de batalla. La supervivencia ya era un problema. La otra guerra, la que había estado librando cada noche en sus sueños, tendría que esperar su turno.

Prosiguió el camino, ladera abajo, con cuidado, aferrando la bayoneta calada, el arma más práctica para aquella clase de clima. La mitad de sus hombres habían sustituido los rifles y arcos por largos cuchillos… otro truco dolorosamente aprendido de su enemigo mortal.

Bokuto y él habían dejado al resto de la patrulla sólo quinientos metros atrás, pero le parecieron muchos más al recorrerlos buscando trampas con los ojos. Los remolinos de nieve parecían demonios en formación, vaporosos exploradores de un ejército fantasmal que aún no hubiese tomado partido. Etéreos neutrales en una callada guerra a muerte.

¿Quién asumirá la responsabilidad…?, parecían susurrarle. Aquellas palabras no abandonaban a Gordon desde la fatídica mañana en que escogiera entre lo posible y una maldita charada de esperanza.

Al menos este grupo de ataque concreto de supervivencialistas de Holn lo había pasado peor de lo que solían, y los granjeros y aldeanos locales se habían comportado mejor de lo que se esperaba. Además, Gordon y su grupo de escolta en recorrido de inspección, se hallaban cerca. Habían podido participar en la lucha en un momento crítico.

En esencia, el Ejército de Willamette había obtenido una victoria menor, perdiendo sólo unos veinte hombres por cinco del enemigo. Era probable que no más de tres o cuatro de aquella banda holnista hubieran podido huir hacia el oeste.

De todas formas, tres o cuatro de estos monstruos humanos eran más que suficientes, aun cansados y escasos de munición. Su patrulla se componía ahora únicamente de siete hombres, y los refuerzos se encontraban lejos.

Deja que se vayan. Volverán.

El grito de un búho cornudo resonó justo delante de él. Reconoció el aviso de Leif Morrison. Está mejorando —pensó—. Si todavía estamos vivos dentro de un año, puede que parezca lo bastante auténtico para engañar a alguien.

Frunció los labios y trató de imitarlo, dos gritos a los tres de Morrison. Luego se lanzó a través de una estrecha cañada y se deslizó dentro de la hondonada donde la patrulla estaba esperando.

Morrison y otros dos hombres formaban un apretado grupo. Sus barbas y capas de piel de oveja estaban cubiertas de nieve seca, y manoseaban sus armas con nerviosismo.

—¿Joe y Andy? —preguntó Gordon.

Leif, el alto sueco, movió la cabeza a izquierda y derecha.

—Patrullando —repuso sucintamente.

Gordon asintió.

—Bien. —Bajo el gran abeto desató su fardo y sacó un termo. Uno de los privilegios del rango: no tenía que pedir permiso para servirse una taza de sidra caliente.

Los otros volvieron a sus puestos pero siguieron mirando atrás, evidentemente preguntándose qué estaría tramando esta vez «el Inspector». Morrison, un granjero que había escapado con dificultad del asalto a Green leaf Town el pasado septiembre, lo miró con los ardientes ojos de un hombre que ha perdido todo lo que amaba y ya no está del todo en este mundo.

Gordon consultó el reloj, un hermoso cronómetro de antes de la guerra suministrado por los técnicos de Corvallis. Bokuto habría tenido ya tiempo suficiente. Ahora estaría alejándose en círculos, cubriendo sus huellas.

—Tracy está muerta —les dijo a los otros. Sus caras palidecieron. Gordon prosiguió, midiendo sus reacciones—. Supongo que pretendía cortar el paso a esos bastardos y retenerlos para entregárnoslos. No me había pedido permiso. —Se encogió de hombros—. La han cogido.

Las aturdidas expresiones se convirtieron en una ronda de maldiciones coléricas y guturales. Mejor —pensó Gordon—. Pero la próxima vez los holnistas no esperarán a que recordéis la forma adecuada de reaccionar, muchachos. Os matarán mientras estáis decidiendo si hay motivos para estar asustados o no.

Con su gran práctica en el arte de mentir, Gordon continuó en tono uniforme:

—Cinco minutos antes habríamos podido salvarla. En realidad, han tenido tiempo para llevarse trofeos.

Esta vez la rabia sí que venció a la repulsión que reflejaban sus caras. Y una ardiente vergüenza se sobrepuso a ambas.

—¡Vayamos tras ellos! —urgió Morrison—. ¡No pueden estar muy lejos! —Los demás accedieron con un murmullo.

No lo bastante deprisa juzgó Gordon.

—No. Si habéis sido lentos para llegar aquí, lo seréis mucho más para enfrentaros a la inevitable emboscada. Avanzaremos en línea de guerrilla y recuperaremos el cuerpo de Tracy. Después nos iremos a casa.

Uno de los granjeros que más había exigido la persecución mostró un alivio inmediato. Aunque los otros miraron a Gordon, odiándolo por sus palabras.

Tranquilizaos, muchachos —pensó él amargamente—. Si fuese un verdadero conductor de hombres, hubiera encontrado un medio mejor que este para daros valor.

Dejó el termo sin ofrecer sidra a los demás. Lo que ese gesto significaba estaba claro: no la merecían.

—Andando, —dijo, echándose un ligero fardo sobre los hombros.

Esta vez fueron más rápidos al recoger sus pertrechos y trepar por la nieve. De la izquierda y la derecha vio salir a Joe y a Andy y ocupar su sitio en los flancos. Los holnistas nunca se habrían expuesto tanto a ser vistos, por supuesto, pero ellos tenían mucha más práctica que estos renuentes soldados.

Los que llevaban rifles cubrían a los que iban armados con cuchillos, que corrían delante. Gordon mantuvo el paso con facilidad, exactamente tras la línea de guerrilla. Al cabo de un minuto sintió a Bokuto a su lado, que había surgido de repente de detrás de un árbol. A pesar de todo su celo, ninguno de los granjeros había advertido su presencia.

La expresión del explorador era de indiferencia, pero Gordon sabía lo que sentía. No le miró a los ojos.

De delante les llegó una exclamación repentina y colérica. El que encabezaba el grupo debía de haber encontrado el cuerpo mutilado de Tracy.

—Imagine cómo se sentirían si alguna vez descubrieran la verdad —dijo Philip a Gordon en voz baja—. O si averiguasen la verdadera razón por la que la mayoría de sus exploradores son muchachas.

Gordon se encogió de hombros. Había sido idea de una mujer, pero él la había aceptado. La culpa era sólo suya. Tanta culpa, en una causa que él sabía que estaba perdida.

Y aun así, no podía permitir que el cínico Bokuto conociera toda la verdad. Por su bien, Gordon mantuvo las apariencias.

—Tú conoces la razón principal —dijo a su ayudante—. Aparte de las teorías de Dena y la promesa de Cíclope, aparte de todo, tú sabes por qué lo hacemos.

Bokuto asintió, y por un breve instante hubo algo más en su voz.

—Por Estados Unidos Restablecidos —repuso quedamente, casi con reverencia.

Mentiras sobre mentiras —pensó Gordon—. Si descubrieses alguna vez la verdad, amigo mío…

—Por Estados Unidos Restablecidos —convino en voz alta—. Sí.

Se adelantaron juntos para observar a su ejército de hombres atemorizados, aunque ahora furiosos.