12 OREGÓN

Regresó al lugar donde había dejado atado su caballo en el momento en que el leve resplandor del alba iluminaba el cielo por el este. Montó, y con los talones guio a la potra por la vieja carretera de servicio hacia el norte. Sentía dentro de sí un hondo pesar, como si un enorme frío hubiera paralizado su corazón. Nada podía moverse en su interior, por miedo a destrozar algo bamboleante, precario.

Tenía que alejarse de aquel lugar. Eso estaba absolutamente claro. Que los necios se quedaran con sus mitos. ¡Él ya había acabado con eso!

No volvería a Sciotown, donde había dejado las sacas. Ahora, todo quedaba atrás. Comenzó a desabotonar la camisa de su uniforme, con la idea de tirarla a una zanja cercana a la carretera, junto con la parte que le correspondía en toda aquella falsedad. Una frase resonó en su cabeza inesperadamente.

¿Quién asumirá la responsabilidad ahora…?

¿Qué? Sacudió la cabeza para despejarla, pero las palabras no querían irse.

¿Quién asumirá la responsabilidad ahora, por estos niños estúpidos?

Gordon maldijo y se atrincheró en su decisión. El caballo aceleró hacia el norte, lejos de todo cuanto había valorado sólo la mañana anterior… pero ahora sabía que era una ficción de Potemkin. Un maniquí barato de una tienducha. Oz.

¿Quién asumirá la responsabilidad…

Esas palabras resonaron una y otra vez en su cabeza, firmemente asentadas como una tonada de la que es imposible librarse. Al fin se dio cuenta de que seguía el mismo ritmo que las luces parpadeantes de la vieja y difunta máquina, luces que formaban ondas una y otra vez.

… por estos niños estúpidos?

La potra siguió trotando a la luz del alba pasando por delante de huertos bordeados por hileras de coches inservibles; de pronto una extraña idea penetró en la mente de Gordon. ¿Y si en los últimos momentos de su vida, cuando las últimas gotas de helio líquido se evaporaban y penetraba el calor letal, el último pensamiento de la inocente y sabia máquina hubiera quedado atrapado en una onda, retenido en circuitos periféricos, para destellar desamparadamente una y otra vez?

¿Podría por ello ser considerado un fantasma?

Se preguntó cuáles habrían sido los últimos pensamientos de Cíclope, sus últimas palabras.

¿Puede un hombre ser perseguido por el fantasma de una máquina?

Gordon sacudió la cabeza. Estaba cansado, pues, de lo contrario, no se le ocurrirían cosas semejantes. ¡No le debía nada a nadie! Ciertamente no a un montón de hojalata oxidada ni a un reseco cadáver hallado en un jeep herrumbroso.

—¡Fantasmas! —Escupió a un lado de la carretera y rio secamente.

Sin embargo, las palabras siguieron dando vueltas y más vueltas en su interior. ¿Quién asumirá la responsabilidad ahora…?

Tan absorto estaba que tardó unos momentos en percibir unos débiles gritos a sus espaldas. Tiró de las riendas y se giró para mirar atrás, con la mano apoyada en la culata del revólver. Quienquiera que lo persiguiese ahora corría un gran peligro. Lazarensky había tenido razón en una cosa. Gordon sabía que era demasiado rival para este grupo. Desde allí vio que había una frenética actividad en la fachada principal de la Morada de Cíclope, pero… pero aquello, aparentemente, no tenía nada que ver con él.

Se protegió los ojos del resplandor del sol naciente y vio el vapor que se desprendía de un par de caballos a los que espoleaban con fuerza. Un hombre exhausto subía a tropezones la escalera de la Morada de Cíclope, gritando a quienes corrían a su lado. Otro mensajero, al parecer con heridas graves, estaba siendo atendido en el suelo.

Gordon oyó gritar una palabra estentóreamente que lo explicaba todo.

¡Supervivencialistas!

Él no tenía nada que ofrecer como respuesta.

—Mierda.

Dio la espalda al tumulto y chasqueó las riendas, dirigiendo a la potra otra vez hacia el norte.

El día anterior habría ayudado. Habría deseado entregar su vida en el intento de salvar el sueño de Cíclope, y probablemente eso habría hecho.

¡Habría muerto por una farsa, una artimaña, un juego!

Si la invasión holnista hubiera comenzado realmente, los aldeanos del sur de Eugene presentarían un importante frente. Los atacantes se dirigirían al norte, hacia un sector que ofreciera menos resistencia. Los blandos habitantes del norte de Willamette no tenían ninguna posibilidad contra los hombres de Rogue River.

Aun así, probablemente no había bastantes holnistas para tomar todo el valle. Corvallis caería, pero habría otros lugares adonde ir. Tal vez pudiera dirigirse al este por la Autopista 22 y dar la vuelta hasta Pine View. Sería agradable volver a ver a la señora Thompson. Tal vez pudiera estar allí para cuando naciera el hijo de Abby.

La potranca siguió trotando. Los gritos fueron muriendo tras él, como un mal recuerdo que se desvaneciera lentamente. Parecía que iba a hacer buen tiempo, el primer día sin nubes en varias semanas. Un hermoso día para viajar.

Mientras cabalgaba, una brisa fría penetró a través de su camisa entreabierta. Tras recorrer unos cincuenta metros más, su mano comenzó a abrochar de nuevo los botones, lentamente, uno tras otro.

El caballo caminaba despacio, aminoró aún más su marcha y se detuvo. Gordon continuó montado, con los hombros inclinados hacia adelante.

¿Quién asumirá la responsabilidad…?

Esas palabras no le abandonaban; las luces palpitaban en su mente.

El caballo inclinó la cabeza y resopló, pateando el suelo.

¿Quién…?

Gordon gritó.

¡Demonios! —Hizo girar a la potra y la lanzó al galope hacia el sur otra vez.

Una balbuciente y asustada multitud de hombres y mujeres retrocedió en expectante silencio cuando los cascos de su caballo repiquetearon en el pórtico de la Morada de Cíclope. Su briosa montura se encabritó y resopló mientras él miraba a la gente durante un momento largo y silencioso.

Después, echó hacia atrás su poncho y se puso la gorra de cartero para que el brillante jinete de la insignia destellara a la luz del sol ascendente.

Respiró hondo. Luego empezó a señalar y a dar órdenes concretas.

En nombre de la supervivencia, y en nombre de Estados Unidos Restablecidos, la gente de Corvallis y los Funcionarios de Cíclope se apresuraron a obedecer.