Gordon nunca había esperado renunciar a la oferta de una cama y una comida caliente para galopar en una noche lluviosa, pero no le quedó más remedio. Había requisado el mejor caballo de los establos de Sciotown pero, en caso de tener que hacerlo, hubiera recorrido a pie todo el camino.
La potra avanzaba con seguridad por una vieja carretera comarcal hacia Corvallis. Era esforzada, y trotó a tanta velocidad como Gordon consideró relativamente seguro entre las tinieblas. Por fortuna, una luna casi llena iluminaba desde arriba las desgarradas nubes, arrojando un leve resplandor en la accidentada campiña.
Gordon temía haber llevado al Alcalde de Sciotown a un estado de profunda confusión desde el momento en que puso los pies en su casa. Sin perder tiempo en cortesías, había ido directamente al asunto, enviando a Herb Kalo de vuelta apresurada a su oficina a buscar un papel cuidadosamente plegado.
Gordon acercó el impreso a la lámpara y, mientras Kalo observaba, escudriñó cuidadosamente las líneas del texto.
—¿Cuánto le costó este consejo, señor Alcalde? —le preguntó sin alzar la vista.
—Poco, Inspector —respondió el hombre con nerviosismo—. Los precios de Cíclope han ido bajando al unirse más aldeas al pacto de comercio. Y tuve un descuento porque el consejo era un poco vago.
—¿Cuánto? —insistió Gordon.
—Mmm… bueno. Encontramos unos diez de esos antiguos videojuegos, más unas cincuenta baterías recargables, diez de las cuales aún se podían usar. Y, ah sí, un ordenador personal que no estaba demasiado corroído.
Gordon sospechó que Sciotown poseía en realidad muchas más cosas y las guardaba para futuras transacciones. Era lo que él hubiese hecho.
—¿Qué más, señor Alcalde?
—¿Perdón?
—La pregunta es bastante clara —repuso con severidad—. ¿Qué más entregó en pago?
—Nada más. —Kalo parecía confuso—. A menos, desde luego, que incluya una carreta de alimentos y alfarería para los Funcionarios. Pero eso no tiene apenas valor comparado con las otras cosas. Se añade para que los científicos tengan algo de qué vivir mientras ayudan a Cíclope.
A Gordon le costaba respirar. Su pulso no parecía querer regularse. Todo encajaba, para su desaliento.
Leyó en voz alta del impreso de la computadora:
—… incipiente filtración en los límites de la placa tectónica… cambio en la retención de las aguas subterráneas… —Palabras que no había visto ni pensado en diecisiete años rodaron en su lengua, con sabor a viejas delicadezas amorosamente recordadas.
»… variación en la proporción del mantenimiento… análisis de tanteo solamente, debido a la indeterminación teleológica…
—Creemos haber cogido el hilo de lo que dice Cíclope —dijo Kalo—. Empezaremos a cavar en los dos sitios mejores cuando llegue la estación seca. Por supuesto, si no interpretamos bien su consejo, será culpa nuestra. Probaremos en algunos otros puntos que sugirió en…
El Alcalde no terminó la frase. El Inspector estaba inmóvil, mirando al vacío.
—Delfos —articuló Gordon, apenas en un susurro. Entonces emprendió su apresurado viaje a través de la noche.
Los años que había vivido en el páramo habían fortalecido a Gordon, mientras los hombres de Corvallis los habían pasado en la prosperidad. Fue casi demasiado fácil deslizarse entre los puestos de guardia situados en los límites de la ciudad. Se encaminó por vacías calles laterales hasta el recinto de la UEO, y desde allí al Moreland Hall, largo tiempo abandonado. Dedicó diez minutos a secar su húmeda montura y llenarle la bolsa de la comida. Quería que el animal estuviese en forma por si lo necesitaba con urgencia.
Llegar a la Morada de Cíclope fue sólo una corta carrera bajo la llovizna. Cuando estuvo cerca aminoró la marcha, aunque deseaba desesperadamente acabar con aquello.
Se ocultó detrás de las ruinas del viejo edificio del generador cuando pasaron un par de guardianes, con los hombros encorvados bajo ponchos y los rifles tapados para protegerlos de la humedad. Estando agazapado tras el destruido cobertizo, la humedad le llevó hasta la nariz, a pesar de los años transcurridos, el olor a quemado de las ennegrecidas vigas de madera y los cables fundidos.
¿Qué era lo que Peter Aage había dicho sobre aquellos primeros días frenéticos, cuando la autoridad se estaba derrumbando y las revueltas lo destrozaban todo? Había dicho que pasaron a la energía eólica e hidráulica, después de que el generador fuera incendiado.
Gordon no dudaba de que aquello hubiera funcionado si se hubiera hecho a tiempo. Pero ¿podía haberse hecho?
Cuando los guardianes se alejaron, se apresuró hacia la entrada lateral de la Morada de Cíclope. Con una barra que había cogido para tal propósito, rompió el candado dando un golpe seco. Escuchó atento durante un largo instante y, como parecía que nadie se aproximaba, entró.
Los vestíbulos traseros del Laboratorio de Inteligencia Artificial de la UEO estaban más descuidados que los que el público veía. Estantes atestados de cintas de computador, libros y papeles, yacían bajo gruesas capas de polvo. Gordon se encaminó al corredor central de servicio y en dos ocasiones estuvo a punto de tropezar con materiales en la oscuridad. Se escondió tras un par de puertas dobles cuando alguien pasó, silbando. Luego se irguió y miró por la rendija.
Un hombre que llevaba gruesos guantes y la ropa blanca y negra de Funcionario se detuvo junto a una puerta al otro lado del corredor y dejó un gran recipiente, estropeado y humeante.
—¡Eh, Elmer! —El hombre llamó con los nudillos—. Tengo otra carga de hielo seco para tu amo y señor. ¡Vamos, date prisa! ¡Cíclope tiene que comer!
Hielo seco, advirtió Gordon. Un denso vapor se filtraba por la agrietada tapa del contenedor aislante.
Otra voz resonó apagada junto a la puerta.
—Ah, ten calma. A Cíclope no le pasará nada por esperar un minuto o dos más.
La puerta se abrió al fin y la luz inundó el corredor, acompañada del duro golpeteo de una vieja grabación de rock and roll.
—¿Por qué has tardado?
—¡Estaba jugando una partida! He llegado hasta cien mil en Comando Misil, y no quería interrumpir.
La puerta, al cerrarse impidió oír el resto de fanfarronadas de Elmer, Gordon franqueó las puertas dobles batientes y cruzó con rapidez el vestíbulo. Poco después llegó ante otra habitación cuya puerta estaba entornada. De su interior salían una estrecha línea de luz y los sonidos de una discusión de madrugada. Gordon se detuvo al reconocer algunas de las voces.
—Sigo pensando que debemos matarlo —dijo una voz que parecía pertenecer al doctor Grover—. Ese sujeto puede arruinar todo lo que hemos levantado aquí.
—Oh, estás exagerando el peligro, Nick. No creo que constituya una amenaza tan importante —era la voz de la Funcionaría más vieja. Ni siquiera pudo recordar el nombre—. El tipo parecía realmente amable e inofensivo —añadió.
—¿Sí? ¿Oíste bien las preguntas que le planteaba a Cíclope? No es uno de esos paletos en que se ha convertido nuestro ciudadano medio después de todo este tiempo. ¡Ese tipo es agudo! ¡Y recuerda una tremenda cantidad de cosas de los viejos tiempos!
—¿De veras? Tal vez debiéramos intentar reclutarlo.
—¡De ningún modo! Cualquiera puede ver que es un idealista. Nunca aceptaría. ¡Nuestra única opción es matarlo! ¡Ahora! Y esperar a que pasen años hasta que envíen a otro a ocupar su puesto.
—Sigo creyendo que estás loco —respondió la mujer—. ¡Si la pista de ese acto condujera hasta nosotros, las consecuencias serían desastrosas!
—Estoy de acuerdo con Marjorie —era la voz del doctor Taigher—. Si nos descubrieran, no sólo la gente, nuestra gente de Oregón, se volvería contra nosotros, sino que nos enfrentaríamos a las represalias del resto del país.
Se produjo una larga pausa.
—Todavía no estoy convencido en absoluto de que… —Pero Grover fue interrumpido, esta vez por la moderada voz de Peter Aage:
—¿Habéis olvidado todos la razón principal por la cual nadie debe tocarlo, ni interferirse en su camino?
—¿Cuál es?
La voz de Peter adoptó un tono calmado.
—Dios mío, ¿no se te ha ocurrido pensar en quién es y en lo que representa? ¡Tan bajo hemos caído, para pensar siquiera en hacerle daño, cuando en realidad le debemos lealtad y toda clase de ayuda que podamos prestarle!
—Estás predispuesto en su favor porque rescató a tu sobrino, Peter —dijo el otro sin convicción.
—Quizás. Y también es posible que sea por lo que Dena tiene que decir sobre él.
—¡Dena! —Grover hizo un gesto desdeñoso—. Una niña presumida con ideas extravagantes.
—De acuerdo. Pero aun concediéndole eso, están las banderas.
—¿Banderas? —ahora había perplejidad en la voz del doctor Taigher—. ¿Qué banderas?
La mujer respondió, pensativamente:
—Peter se está refiriendo a las banderas que los aldeanos han estado izando en todas las villas de los alrededores. Ya sabes, la Vieja Gloria. Las Barras y las Estrellas. Deberías salir más, Ed. Pulsar lo que la gente piensa. Nunca he visto nada que animase tanto a los aldeanos como esto, ni siquiera en tiempos anteriores a la guerra.
Se produjo otro largo silencio antes de que alguien hablara de nuevo. Entonces Grover dijo, suavemente:
—Me pregunto qué piensa Joseph de todo esto.
Gordon frunció el entrecejo. Todas las voces pertenecían a los Funcionarios de Cíclope que había conocido. Pero no recordaba haber sido presentado a nadie llamado Joseph.
—Joseph se ha acostado temprano —respondió Taigher—. Y a eso iba ahora. Volveremos a discutir este asunto más adelante, en el momento que podamos hacerlo racionalmente.
Gordon se apresuró por el vestíbulo cuando unos pasos se acercaron a la puerta. No le preocupaba mucho tener que dejar su lugar de espionaje. De todas formas, las opiniones de los que estaban en la habitación carecían de importancia. Totalmente.
Había una sola voz que quería oír en aquel momento, y se dirigió al lugar donde la había oído antes.
Dobló una esquina y se encontró en el elegante corredor donde vio por vez primera a Herb Kalo. Ahora estaba a oscuras, pero eso no le impidió llegar a la sala de reuniones con toda facilidad. Tenía la boca seca cuando entró sigilosamente en la cámara, cerrando la puerta tras de sí. Dio un paso adelante, luchando, contra el impulso de andar de puntillas.
Más allá de la mesa de conferencias, una tenue luz brillaba sobre el cilindro gris al otro lado del muro de cristal.
—Por favor —deseó—, demuéstrame que estoy equivocado.
Si lo hubiera estado, seguramente Cíclope se divertiría por la cadena de errores que terminaba en tal deducción. ¡Cuánto deseaba reírse en compañía de la máquina de su estúpida paranoia!
Se aproximó a la gran barrera de cristal que dividía la estancia y al altavoz situado al final de la mesa.
—¿Cíclope? —susurró, acercándose más y aclarando su seca garganta—. Cíclope, soy yo, Gordon.
El resplandor de la perlada lente estaba amortiguado. Pero la hilera de lucecitas seguía destellando, siguiendo la compleja pauta que se repetía una y otra vez como el mensaje urgente de un barco lejano en algún código desconocido, siempre el mismo hasta hipnotizar.
Gordon sintió que le inundaba un frenético pánico, como cuando, en su adolescencia, encontró a su abuelo completamente inmóvil en la mecedora del porche y temió que hubiese muerto.
El movimiento de las luces se repetía, una y otra vez.
Gordon se preguntó cuánta gente podía recordar, tras el infierno de los últimos diecisiete años, que las visualizaciones de una gran computadora nunca se repetían. Gordon recordó a un amigo informático que le había explicado que las pautas de luz eran como los copos de nieve, ninguno igual a otro, nunca.
—Cíclope —dijo serenamente—, ¡respóndeme! Exijo tu respuesta en nombre de la honradez. En nombre de Estados Uni…
Se detuvo. No pudo obligarse a relacionar su mentira con la otra. Allí, a la única mente viva que podría engañar sería a la suya.
La habitación era más cálida de lo que le había parecido durante la entrevista. Buscó y encontró los pequeños respiradores a través de los cuales el aire frío podía ser dirigido a un visitante que se sentara en la silla de invitados para dar la impresión de que hacía un intenso frío tras el muro de cristal.
—Hielo seco —murmuró—. Para engañar a los ciudadanos de Oz.
La propia Dorothy no habría podido sentirse más traicionada. Gordon había estado dispuesto a dar su vida por lo que parecía existir allí. Y ahora sabía que no era más que un engaño. Un medio para que un puñado de sofisticados supervivientes despojaran a sus vecinos de comida y ropa, haciéndoles sentirse agradecidos por ese privilegio.
Creando el mito del Proyecto Milenium y un mercado para los restos electrónicos habían logrado convencer a los lugareños de que las viejas máquinas eléctricas eran de gran valor. Por todo el bajo Willamette Valley, la gente atesoraba ahora electrodomésticos, utensilios y juguetes, porque Cíclope los aceptaría a cambio de su consejo.
Los «Funcionarios de Cíclope» lo habían dispuesto de forma que gente sensata como Herb Kalo apenas tomase en consideración el diezmo en comida y otras mercancías que se añadía para los Funcionarios.
Los científicos comían bien, recordó Gordon. Y ninguno de los granjeros se quejaba nunca.
—No es culpa tuya —le dijo a la silenciosa máquina, en voz baja—. Tú realmente podrías haber diseñado las herramientas, compensar todas las habilidades perdidas, ayudándonos a encontrar el camino de vuelta. Tú y tus semejantes sois lo más grande que hemos hecho nunca…
Se entristeció al recordar la cálida y sabia voz de Minneapolis, que había oído tanto tiempo atrás. Se le nubló la vista.
—Tienes razón, Gordon. No es culpa de nadie.
Se quedó pasmado. Tuvo una fugaz y ardiente esperanza de haber estado en un grave error. ¡Era la voz de Cíclope!
Pero no había salido del altavoz. Se volvió rápidamente y vio… que un hombre viejo y enjuto estaba sentado en el rincón de la habitación a oscuras, detrás de él, observándolo.
—Vengo aquí con frecuencia —dijo el anciano con la voz de Cíclope. Una voz triste, llena de pesar—. Vengo a reunirme con el espectro de mi amigo, que murió hace tanto tiempo, aquí mismo, en esta estancia.
El viejo se inclinó un poco hacia adelante. Una luz perlada brilló en su cara.
—Me llamo Joseph Lazarensky, Gordon. Yo construí a Cíclope hace muchos años. —Se miró las manos—. Yo supervisé su programación y adecuación. Lo quería como a un hijo.
»Y como cualquier buen padre, estaba orgulloso de saber que sería un ser humano más perfecto y bueno de lo que yo había sido.
Lazarensky suspiró.
—Sobrevivió realmente al inicio de la guerra. Esa parte de la historia es cierta. Cíclope estaba en una caja Faraday, a salvo de las vibraciones producidas por la batalla. Y allí permaneció mientras luchábamos por mantenerlo con vida.
»La primera y única vez que he matado a un hombre fue en la noche de las Revueltas Antitécnicas. Ayudé a defender la central eléctrica, disparando como un loco.
»Pero de nada sirvió. Los generadores fueron destruidos, aun cuando llegó al fin el ejército para rechazar a la multitud enloquecida… demasiado tarde. Minutos, años demasiado tarde.
Extendió las manos.
—Como parece haber imaginado, no hubo nada que hacer después de aquello… nada más que sentarse junto a Cíclope y verlo morir.
Gordon permaneció muy quieto, de pie en la luz cenicienta y espectral. Lazarensky prosiguió:
—Albergábamos grandes esperanzas, usted lo sabe. Ya habíamos concebido el Proyecto Milenium antes de los disturbios. O debería decir que Cíclope lo concibió. Ya tenía el esbozo de un programa para reconstruir el mundo. Necesitaba un par de meses, dijo, para perfilar los detalles.
Gordon sintió como si su cara se hubiera convertido en piedra. Esperó en silencio.
—¿Sabe algo sobre ampollas de memoria cuántica, Gordon? Comparadas con ellas, las acopladuras Josephson están hechas de cañas y barro. Las ampollas son tan ligeras y frágiles como la mente. Permiten elaborar pensamientos en un tiempo un millón de veces menor que las neuronas. Pero deben conservarse supercongeladas. Y una vez destruidas, no pueden rehacerse.
»Tratamos de salvarlo, pero no lo logramos. —El viejo volvió a bajar la vista—. Preferiría haber muerto yo, aquella noche.
—Así pues, decidió llevar a cabo el plan por su cuenta —sugirió secamente Gordon.
Lazarensky meneó la cabeza.
—Usted es más juicioso, por supuesto. Sin Cíclope la tarea habría sido imposible. Todo lo que pudimos hacer fue mantener una apariencia. Una ilusión.
»Ofrecía un camino para sobrevivir en la edad oscura que se acercaba. A nuestro alrededor sólo había caos y suspicacia. El único instrumento que teníamos nosotros los pobres intelectuales era algo débil y vacilante llamado esperanza.
—¡Esperanza! —Gordon rio amargamente. Lazarensky se encogió de hombros.
—Venían peticionarios a hablar con Cíclope, y hablaban conmigo. No es difícil, generalmente, dar buenos consejos, consultar técnicas sencillas en libros, o mediar con sentido común en disputas. Creen en la imparcialidad de una computadora como jamás confiarían en la de un hombre.
—Y cuando no encuentra una respuesta con sentido común, asume la función de oráculo.
De nuevo se encogió de hombros.
—Funcionó en Delfos y en Efeso, Gordon. Y honestamente, ¿qué mal hay en ello? La gente de Willamette ha visto demasiados monstruos sedientos de poder en los últimos veinte años para unirse bajo el mandato de ningún hombre o grupo de hombres. ¡Pero recuerdan las máquinas! Como recuerdan ese antiguo uniforme que usted lleva, incluso cuando en tiempos mejores lo trataban con frecuencia sin ningún respeto.
Se oyeron voces en el vestíbulo. Pasaron cerca, luego se alejaron. Gordon reaccionó.
—Tengo que salir de aquí.
—Oh, no se preocupe por los demás. Hablan y no actúan. No son como usted —dijo Lazarensky sonriendo.
—No me conoce —masculló Gordon.
—¿No? Como Cíclope, he conversado con usted durante horas. Y mi hija adoptiva y el joven Peter Aage me han hablado de usted ampliamente. Sé mucho más de lo que se imagina.
»Usted es una rareza, Gordon. De alguna forma, ahí fuera, en el salvajismo, logró conservar una mentalidad moderna, mientras adquiría una fortaleza adecuada a estos tiempos. Incluso si esos que están ahí trataran de hacerle daño, usted los vencería.
Gordon fue hasta la puerta, después se volvió y miró por última vez el tenue fulgor de la máquina muerta, las diminutas luces ondulando indefinidamente, desesperadamente.
—No soy tan listo. —Tenía un nudo en la garganta—. ¡Simplemente creía!
Su mirada se cruzó con la de Lazarensky y la mantuvo, hasta que al fin el anciano bajó los ojos, incapaz de responder. Gordon salió, dejando la helada cripta y sus cadáveres tras de sí.