—¡Un momento, maldita sea! ¡Ya voy! —voceó el Alcalde de Sciotown. Pero los golpes en la puerta siguieron insistiendo.
Herb Kalo encendió con cuidado su nueva lámpara de aceite, hecha por una comuna de artesanos situado a ocho kilómetros al oeste de Corvallis. Hacía poco, había cambiado ochenta kilos del mejor trabajo de alfarería de Sciotown por veinte bellas lámparas y tres mil cerillas de Albany, un trato que estaba seguro significaría su reelección aquel otoño.
Los golpes se hicieron más fuertes.
—¡Está bien! ¡Más vale que sea algo muy importante! —Descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
Era Douglas Kee, que aquella noche estaba de guardia en el portón. Kalo parpadeó.
—¿Hay algún problema, Doug? Qué…
—Un hombre quiere verle, Herb —le interrumpió el guardián—. No iba a dejarle entrar después del toque de queda pero usted nos habló de él al volver de Corvallis y no he querido dejarlo esperando bajo la lluvia.
De la chorreante oscuridad salió un hombre con un poncho impermeable. La brillante insignia de su gorra destelló a la luz de la lámpara. Le tendió la mano.
—Señor Alcalde, me alegra verle de nuevo. Me pregunto si podríamos hablar.