La sala de espera de la Morada de Cíclope, en otros tiempos el Laboratorio de Inteligencia Artificial de la Universidad de Oregón, era un impresionante recuerdo de una época más suntuosa. La dorada alfombra había sido limpiada recientemente, pero estaba un poco ajada. Brillantes fluorescentes iluminaban el bello mobiliario del vestíbulo artesonado, donde campesinos y autoridades de aldeas situadas hasta a setenta kilómetros de distancia aguardaban para mantener una breve entrevista con la gran máquina, retorciendo mientras con nerviosismo, las hojas enrolladas donde llevaban anotadas sus peticiones.
Los aldeanos y granjeros se pusieron en pie cuando vieron entrar a Gordon. Algunos de los más atrevidos se acercaron y le estrecharon la mano con apretones rudos, encallecidos por el trabajo. Sus ojos y sus voces bajas y respetuosas mostraban intenso asombro y esperanza. Gordon se ocultó tras una sonrisa y asintió plácidamente, deseando que Aage y él pudieran esperar en otra parte.
Por fin, la bonita recepcionista sonrió y los acompañó hasta las puertas del fondo de la salita. Mientras Gordon y su guía atravesaban el largo corredor hacia la sala de entrevistas, dos hombres se aproximaron desde el otro extremo. Uno era un Funcionario de Cíclope, vestido con la acostumbrada túnica blanca con adornos negros. El otro, un ciudadano con un traje de antes de la guerra desteñido pero muy cuidado, que examinaba con el ceño fruncido una larga hoja impresa en computadora.
—Todavía no estoy seguro de entender, doctor Grover. ¿Está diciendo Cíclope que cavemos el pozo cerca del foso norte o no? Su respuesta no está demasiado clara, si quiere saber mi opinión.
—Bien, Herb, dígale a su gente que no es tarea de Cíclope calcularlo todo hasta el último detalle. Puede reducir las opciones, pero no tomar las decisiones finales por ustedes.
El granjero se tironeó el apretado cuello de la camisa.
—Claro, todos lo saben. Pero en el pasado obteníamos respuestas más directas. ¿Por qué no puede ser más claro esta vez?
—Por un motivo, Herb, hace más de veinte años que no se han actualizado los mapas geológicos de la memoria de Cíclope. Además, ya debe de saber usted también que Cíclope fue diseñado para hablar con expertos de alto nivel. Así que es obvio que muchas de sus explicaciones sobrepasen la capacidad de nuestros cerebros… a veces incluso la de los pocos científicos que sobrevivimos.
—Sí, pero… —en ese momento el ciudadano alzó la mirada y vio a Gordon que se acercaba. Hizo ademán de quitarse un sombrero que no llevaba; después se secó la palma de la mano en el pantalón y se la tendió con nerviosismo.
—Herb Kalo de Sciotown, señor Inspector. Es un verdadero honor, señor. —Gordon murmuró las amables frases de rigor al estrechar la mano del hombre, sintiéndose más que nunca como un político—. Sí, señor Inspector. ¡Un honor! Espero que sus planes incluyan venir en nuestra dirección y crear una estafeta. Si es así, puedo prometerle una fiesta como nunca ha…
—Bien, Herb —interrumpió el técnico que lo acompañaba—. El señor Krantz está aquí para entrevistarse con Cíclope. —Miró su reloj digital intencionadamente.
Kalo se ruborizó y asintió.
—Recuerde mi invitación, señor Krantz. Cuidaremos bien de usted… —Pareció hacer casi una reverencia al volver por el corredor hacia la sala. Los otros no dieron muestras de observarlo, pero por un momento Gordon sintió que las mejillas le ardían.
—Lo esperan, señor —le dijo el técnico, y reanudó la marcha por el amplio pasillo.
La vida de Gordon en el páramo había aguzado su oído más de lo que quizá creían aquellos ciudadanos. Así que cuando oyó el murmullo de una discusión delante de él, mientras sus guías y él se acercaban a la puerta abierta de la sala de reunión, Gordon se retrasó a propósito fingiendo sacudir unas motas inexistentes en su uniforme.
—¿Cómo sabemos siquiera que estos documentos que nos ha mostrado son auténticos? —estaba preguntando alguien—. Claro que tienen sellos, pero aun así parecían bastante imperfectos. Y esa historia de los satélites láser es terriblemente oportuna, si queréis saber mi opinión.
—Tal vez. ¡Pero también explica por qué no nos hemos enterado de nada en quince años! —replicó otra voz—. Y si mintiera, ¿cómo explicas esas cartas que trajo el mensajero? Elias Murphy tuvo noticias de su hermana, con la que había perdido el contacto desde hacía mucho tiempo, y George Seavers ha dejado su granja en Greenbury para ir a ver a su esposa en Curtin, después de creer todos estos años que estaba muerta.
—No creo que importe mucho —dijo quedamente otra voz—. La gente cree, y eso es lo que cuenta.
Peter Aage se apresuró a adelantarse y se aclaró la garganta en el umbral. Cuando Gordon lo siguió, cuatro hombres con túnicas blancas y dos mujeres se irguieron junto a una reluciente mesa de roble en la sala de conferencias suavemente iluminada. Todos salvo Peter habían superado con creces la edad madura.
Gordon estrechó las manos que le ofrecían a su alrededor, alegrándose de que se los hubiesen presentado con anterioridad pues le habría sido imposible recordar sus nombres en aquellas circunstancias. Procuró ser cortés, pero su mirada se desviaba hacia el ancho panel de grueso cristal que dividía en dos la sala de reuniones.
La mesa terminaba en esa separación. Y aunque la luz de la sala de conferencias era tenue, la otra cámara estaba aún más oscura. Un único punto de iluminación brillaba sobre un trémulo y opalescente rostro, como una perla o una luna en la noche.
Tras la única lente reluciente y gris de la cámara había un oscuro cilindro sobre el cual dos hileras de pequeñas y destellantes luces formaban ondas siguiendo una complicada pauta que parecía repetirse una y otra vez. Algo en las repetitivas ondas afectó a Gordon en su interior, aunque no podía precisar cómo. Era difícil apartar la vista de las hileras de parpadeantes puntos.
La máquina estaba rodeada de una nube de denso vapor. Y aunque el cristal era grueso, Gordon sintió una leve sensación de frío procedente del extremo opuesto de la sala.
El Primer Funcionario, doctor Edward Taigher, tomó a Gordon del brazo y se colocó frente al ojo de cristal.
—Cíclope —dijo—, me gustaría presentarte al señor Gordon Krantz. Ha mostrado credenciales que lo acreditan como Inspector de Correos del Gobierno de Estados Unidos y representante de la República Restablecida.
«Señor Krantz, le presento a Cíclope.
Gordon miró la lente perlada, las luces destellantes y la niebla que la envolvía y tuvo que sofocar la sensación de ser un niño que se ha extralimitado gravemente en sus mentiras.
—Es un placer conocerlo, Gordon. Por favor, siéntese.
La amable voz poseía un timbre humano perfecto. Venía de un altavoz situado en el extremo de la mesa de roble. Gordon se sentó en una silla tapizada que le ofreció Peter Aage. Hubo una pausa. Luego, Cíclope volvió a hablar.
—Las noticias que trae son estupendas, Gordon. Después de tantos años de cuidar de la gente del bajo Willamette Valley parecen casi demasiado buenas para ser ciertas. —Otro breve silencio—. Ha sido reconfortante trabajar con mis amigos que insisten en llamarse mis «Funcionarios». Pero también ha sido solitario y duro, pues creíamos que el resto del mundo estaba en ruinas. Por favor, Gordon, contésteme. ¿Sobrevive aún alguna de mis hermanas en el este?
Gordon parpadeó y negó con la cabeza.
—No, Cíclope —dijo cuando recuperó la voz—. Lo lamento. Ninguna de las otras grandes máquinas escapó de la destrucción. Me temo que tú eres la última de tu especie que continúa viva.
Aunque le apenaba tener que dar aquella noticia, esperaba que fuera un buen presagio de poder empezar a decir la verdad.
Cíclope se quedó silenciosa un largo instante. Seguramente fue la imaginación de Gordon lo que oyó un leve suspiro, casi un sollozo.
Durante la pausa, las diminutas luces siguieron destellando, como haciendo señales una y otra vez en algún secreto lenguaje. Gordon sabía que tenía que seguir hablando o se perdería en aquel hipnótico movimiento.
—Mmm, de hecho, Cíclope, la mayoría de las grandes computadoras murieron en los primeros segundos de la guerra. Por las vibraciones electromagnéticas. No puedo evitar sentirme intrigado por saber cómo sobreviviste tú.
—Esa es una buena pregunta. Sobreviví gracias a un afortunado accidente de cronometraje. La guerra estalló en el Día del Visitante, aquí, en el Laboratorio. Cuando llegaron las vibraciones yo estaba por casualidad en mi caja Faraday haciendo una demostración pública. O sea que…
Interesado como estaba en la historia de Cíclope, Gordon experimentó una momentánea sensación de triunfo. Él había tomado la iniciativa en esta entrevista, haciendo preguntas exactamente como lo haría un «Inspector Federal». Echó una ojeada a los rostros sobrios de los Funcionarios humanos y supo que había logrado una pequeña victoria. Verdaderamente se lo estaban tomando muy en serio.
Tal vez aquello saldría bien, después de todo.
Aun así, evitó mirar las ondas de luces. Y pronto notó que comenzaba a sudar, pese a la frialdad del lugar, cerca del panel de vidrio superhelado.