Sujetando al chico en la silla delante de él, Gordon se alejó de la espantosa escena con tanta rapidez como le permitía su montura robada. Al mirar hacia atrás, vio unas figuras que se precipitaban hacia ellos a pie. Uno de los malhechores apoyó una rodilla en el suelo para apuntarles con precisión.
Gordon se inclinó hacia adelante, agitó las riendas y espoleó al caballo. El animal relinchó y dobló la esquina de un almacén saqueado en el instante en que las veloces balas penetraban en el granito que dejaron atrás. Las esquirlas de piedra volaron silbando por la Sexta Avenida.
Se había estado felicitando a sí mismo por haber dispersado a los otros caballos antes de salir al galope. ¡Pero en este último instante, al mirar atrás, Gordon había visto llegar a un bandido montado en su propio caballo!
Por un momento sintió un miedo irracional. Si tenían su caballo también podían haber cogido o destruido las sacas de correo.
Desechó la irrelevante idea y desvió precipitadamente su montura hacia una calle lateral. ¡Al diablo con las cartas! Al fin y al cabo sólo eran parte de un disfraz. Lo único que importaba era que los persiguiera sólo uno de los supervivencialistas. Eso equilibraría las fuerzas.
Casi.
Hizo chasquear las riendas y clavó las espuelas, poniendo la montura a galope tendido por una de las silenciosas calles vacías del centro comercial de Eugene. Oyó el resonar de otros cascos demasiado cerca. Sin molestarse en mirar atrás, torció por un callejón. El caballo cabrioló ante un montón de cristales rotos; luego aceleró por la calle siguiente, a través de una vía de servicio y por otro callejón lleno de trastos.
Gordon dirigió al animal hacia un destello de verdor, cruzando a medio galope una plaza despejada, y se metió detrás de un grupo de robles en un pequeño parque.
Gordon oyó un rugido en el aire. Al cabo de un instante, se dio cuenta de que se trataba de su propia respiración y pulso.
—¿Estás… estás bien? —resolló, mirando al chico.
El niño de nueve años tragó saliva y asintió, sin gastar aliento en palabras. Había estado aterrorizado y presenciado cosas horribles, pero tenía el buen juicio de quedarse quieto, con sus ojos castaños fijos en Gordon.
Gordon se irguió en la silla y escudriñó por entre la maleza urbana de diecisiete años. Por el momento al menos, parecían haber despistado a su perseguidor.
Por supuesto, el tipo podía estar a menos de cincuenta metros, observando en silencio a su vez.
A Gordon le temblaban los dedos, pero logró sacar el 38 vacío de la pistolera y cargarlo mientras intentaba pensar.
Si sólo tenía que enfrentarse a un jinete, lo mejor que podían hacer era permanecer allí y esperar. Dejar que el bandido los buscase y que la búsqueda lo alejara.
Por desgracia, los otros holnistas los alcanzarían pronto. Probablemente sería mejor arriesgarse a hacer un poco de ruido ahora que permitir que aquellos expertos rastreadores y cazadores de la región de Rogue River se reunieran y organizaran una auténtica búsqueda en el área local.
Acarició el cuello del caballo, dejando que el animal descansara un poco más.
—¿Cómo te llamas? —preguntó al chico.
—Mark —pestañeó.
—Yo me llamo Gordon. ¿Era tu hermana la chica que nos salvó la vida junto a la chimenea?
Mark denegó con la cabeza. Era un hijo de la edad oscura, guardaría las lágrimas para más tarde.
—No, señor…, era mi madre.
Gordon se sorprendió. En aquellos días no era frecuente que las mujeres parecieran tan jóvenes después de tener hijos. La madre de Mark debía de haber vivido en unas condiciones excepcionales. Una pista más de los sucesos misteriosos que se producían en el norte de Oregón.
La luz menguaba con rapidez. Gordon seguía sin oír nada y puso el caballo en movimiento una vez más, guiándolo con las rodillas y dejándolo escoger el suelo blando donde lo había. Mantuvo una atenta vigilancia, parándose a escuchar con frecuencia.
Minutos después oyeron un grito. El niño se puso tenso. Pero su origen debía de estar a varías manzanas de distancia. Gordon avanzó en dirección contraría, pensando en los puentes del río Willamette situados en el extremo norte de la ciudad.
El largo crepúsculo terminó antes de que llegaran al puente de la Ruta 105. Las nubes habían cesado de gotear pero aún derramaban una oscura melancolía sobre las ruinas circundantes que negaba incluso la luz de las estrellas. Gordon miró con fijeza, tratando de traspasar la oscuridad. En el sur se decía que el puente aún era transitable, y no había ninguna señal evidente de emboscada.
Sin embargo, podía haber cualquier cosa oculta en aquella masa de oscuras jácenas, incluso un experimentado bandido con un rifle.
Gordon meneó la cabeza. No había conservado su vida hasta entonces para correr tan estúpidos riesgos. No si había alternativas. Hubiera deseado tomar la vieja interestatal, la ruta directa a Corvallis y el misterioso dominio de Cíclope, pero había otros caminos. Hizo que el caballo diera la vuelta y se dirigió al oeste, lejos de las oscuras e imponentes torres.
Después se puso a cabalgar apresurado por tortuosas calles secundarias. En varias ocasiones estuvo a punto de perderse y le costó encontrar el camino. Al fin, llegó a la vieja Autopista 99 guiado por el ruido de una corriente de agua.
Allí el puente era una estructura plana, abierta y aparentemente despejada. En cualquier caso, ya no conocía más caminos. Se inclinó sobre el chico, cruzó el puente al galope y siguió galopando hasta estar seguro de que cualquier perseguidor había quedado muy atrás.
Después, desmontó y condujo el caballo de las riendas durante un rato, dejando que el cansado animal recobrase el aliento.
Cuando volvió a montar, el joven Mark se había dormido. Gordon extendió su poncho para que los cubriese a ambos y siguieron la marcha hacia el norte, buscando una luz.
Aproximadamente una hora antes del alba llegaron a la aldea amurallada de Harrisburg.
Las historias que Gordon había oído sobre el próspero norte de Oregón se habían quedado cortas. Daba la impresión de que la villa había estado en paz mucho, muchísimo tiempo. Una tupida maleza cubría la zona de cortafuego a todo lo largo del muro, y no había guardianes en los puestos de observación. Gordon hubo de gritar durante cinco minutos hasta que abrieron la puerta.
—Quiero hablar con tus jefes —dijo bajo el porche cubierto del almacén general—. Hay un peligro peor que los que han corrido durante años.
Les describió el grupo de rebuscadores emboscados, la banda de hombres perversos y su misión de explorar el tranquilo norte de Willamette para saquearlo. El tiempo era esencial. Tenían que actuar enseguida y destruir a los holnistas antes de que cumplieran su misión.
Pero para su disgusto, parecía que a los aldeanos de ojos somnolientos les costaba creer su relato y eran aún más reacios a salir con tiempo lluvioso. Miraron a Gordon con suspicacia y movieron la cabeza con hosquedad cuando insistió en que tomaran una decisión.
El joven Mark estaba agotado por la fatiga y no resultaba un testigo idóneo para corroborar su historia. Los lugareños obviamente preferían creer que exageraba. Varios hombres opinaron que debía de haberse topado con algunos bandidos del sur de Eugene, donde Cíclope tenía aún poca influencia. Al fin y al cabo, nadie había visto holnistas por los alrededores desde hacía muchos años. Y se suponía que se habían matado unos a otros.
Le dieron unas palmaditas tranquilizadoras en la espalda y comenzaron a dispersarse hacia sus casas. El encargado del almacén le dijo que podía pasar la noche allí.
Me cuesta creer que esto esté ocurriendo. ¿No se dan cuenta esos idiotas de que sus vidas están en peligro? ¡Si el grupo de exploración se sale con la suya, esos bárbaros volverán con refuerzos!
—Escuchen… —Lo volvió a intentar, pero su hosca obstinación rural era impermeable a la lógica. Uno a uno se marcharon.
Desesperado, exhausto y colérico, Gordon se echó hacia atrás el poncho y dejó al descubierto el uniforme de Inspector de correos. Furioso, les gritó:
—No parecéis entender. No os estoy pidiendo ayuda. ¿Creéis que me importa algo vuestra estúpida y pequeña aldea? Sólo una cosa me importa. ¡Esos sujetos tienen dos sacas de correo que han robado a la gente de Estados Unidos, y yo os ordeno, por mi autoridad de Funcionario federal, que reunáis un grupo armado y colaboréis en su recuperación!
Gordon había representado mucho aquel papel en los meses anteriores, pero nunca se había atrevido a adoptar una postura tan arrogante. Se dejó llevar por ella. Cuando uno de los asombrados aldeanos empezó a tartamudear, lo cortó en seco con voz trémula de indignación y les habló de la ira que se desataría cuando la nación restablecida tuviera noticia de esta ignominia, de cómo una estúpida y pequeña aldea se agazapó tras sus muros y permitió que se escaparan los enemigos declarados de su país.
Entrecerró los ojos y añadió lentamente:
—¡Ignorantes patanes, tenéis diez minutos para organizar vuestra milicia y estar listos para cabalgar, de lo contrario, os lo advierto, las consecuencias serán mucho más desagradables para todos que una forzada marcha bajo la lluvia!
Los aldeanos parpadearon perplejos. La mayoría no se movió, pero le miraban el uniforme y la vistosa insignia de la gorra. Podían tratar de hacer caso omiso del verdadero peligro que les amenazaba, pero aquella fantástica historia había que tragársela entera o no tragarla en absoluto.
Durante un largo instante la escena se mantuvo intacta, y Gordon los miró desde su altura hasta que se quebró la inmovilidad.
Todos se echaron a gritar a la vez y corrieron a reunir armas. Las mujeres se apresuraron a preparar caballos y pertrechos. Dejaron allí a Gordon, con el poncho ondeando tras él como una capa al viento, maldiciendo en silencio mientras la guardia de Harrisburg se reunía a su alrededor.
¿Qué, en nombre de Dios, se ha apoderado de mí?, se preguntó al fin.
Quizá su papel estaba empezando a afectarle. Durante aquellos tensos instantes, mientras se enfrentaba a toda una aldea se había creído totalmente lo que decía. Había sentido el poder de su personaje, la potente ira de un servidor del pueblo, a quien unos hombres sin importancia impiden la realización de una importante tarea.
El episodio lo dejó tembloroso y poco seguro de su equilibrio mental.
Una cosa estaba clara. Había esperado abandonar la farsa del cartero cuando llegara al norte de Oregón; pero ya no era posible. La ficción lo había atrapado, para bien o para mal.
Todo estuvo listo en un cuarto de hora. Dejó al niño al cuidado de una familia del lugar y partió con el grupo bajo una fina lluvia.
Ahora pudo cabalgar más deprisa, a la luz del día y con monturas descansadas. Gordon comprobó que enviaban exploradores y gente a los flancos para prevenir una emboscada y mantuvo al grupo principal dividido en tres patrullas separadas. Cuando al fin llegaron al recinto de la Universidad de Oregón, la milicia desmontó para reunirse en el Centro de Estudiantes.
Aunque el número de lugareños era superior al de supervivencialistas en una proporción de al menos ocho a uno, Gordon calculó que las posibilidades estaban igualadas. Sobresaltándose ante cada ruido mientras los torpes granjeros se aproximaban al lugar de la masacre, escudriñaba con nerviosismo los tejados y ventanas.
Oí decir que los del sur detuvieron a los holnistas sólo con valor y determinación. Allí han conseguido algún líder legendario, que ha derrotado a los supervivencialistas tres veces de cada cuatro. Esa debe de ser la razón por la que estos bastardos están intentando llevar a cabo una incursión por la costa. Aquí las cosas son diferentes.
Si esa invasión llega a producirse realmente, estos lugareños no tienen la menor posibilidad.
Cuando irrumpieron en el Centro de Estudiantes los invasores hacía tiempo que se habían ido. La chimenea estaba fría. Las huellas en la calle fangosa conducían al oeste, hacia los pasos costeros y el mar.
En la antigua cafetería hallaron a las víctimas de la masacre. Les habían arrancado las orejas y otras partes como trofeos. Los aldeanos contemplaron los estragos causados por los rifles automáticos, desempolvando desagradables recuerdos de los primeros tiempos.
Gordon tuvo que recordarles que los sepultaran juntos.
Fue una mañana frustrante. No había manera de demostrarles quiénes habían sido los bandidos. No sin perseguirlos. Y él no deseaba hacerlo con aquel grupo de granjeros mal dispuestos. Querían volver ya a casa, a su alta y segura empalizada. Suspirando, Gordon insistió en que hiciesen otra parada más.
En el húmedo y ruinoso gimnasio universitario encontró sus sacas de correo. Una estaba intacta en el lugar donde la había escondido, y la otra abierta, con las cartas esparcidas por el suelo y pisoteadas.
Gordon hizo la representación de un acceso de furia en beneficio de los aldeanos, que se apresuraron a ayudarle gustosamente a recoger y guardar las cartas. Desempeñó el papel del Inspector de Correos ofendido hasta el final, clamando venganza contra aquellos que se habían atrevido a interferir en su función.
Pero esta vez realmente sólo fue una actuación. En su interior, lo único que le importaba en aquellos momentos era lo hambriento y cansado que se sentía. Cansado de todo.
El lento y pesado viaje de regreso a caballo bajo una helada niebla fue un verdadero infierno. Pero la ordalía continuó en Harrisburg. Allí tuvo que pasar por todas las etapas otra vez… repartir unas cuantas cartas que había reunido en los pueblos al sur de Eugene… escuchar el lacrimoso júbilo de una pareja de afortunados que supieron de un familiar o amigo dado por muerto… nombrar un Jefe de Correos local… soportar otra estúpida celebración.
Al día siguiente despertó entumecido, dolorido y un poco febril. Sus sueños habían sido atroces, terminando todos con una interrogativa y esperanzada mirada de los ojos de una mujer agonizante.
Los aldeanos no le convencerían de que se quedase ni una hora más. Ensilló un caballo descansado, afianzó las sacas de correo y partió hacia el norte inmediatamente después del desayuno.
Al fin había llegado la hora de visitar a Cíclope.