3 EUGENE

El caballo resoplaba visiblemente mientras avanzaba con paso cansino bajo la densa llovizna, conducido por un hombre con un poncho impermeable. Su única carga era una silla de montar y dos abultadas sacas, cubiertas con un plástico para ser protegidas de la humedad.

La gris autopista interestatal relucía porque estaba mojada. Había charcos hondos, como pequeños lagos, en el hormigón. El polvo había invadido aquella autopista de cuatro carriles durante los años de sequía de la posguerra, y la hierba empezó a crecer cuando volvieron las antiguas lluvias del noroeste. Gran parte de ella era ahora una pradera, una plana incisión en las boscosas colinas que dominaban un agitado río.

Gordon alzó su impermeable formando como una carpa para consultar el mapa. Delante, a su derecha, se había formado un gran pantano donde los afluentes al sur y este del Willamette se unían antes de dirigirse al oeste entre Eugene y Springfield. Según el viejo mapa, más abajo había un moderno parque industrial. Ahora sólo unos pocos tejados viejos rompían la superficie cenagosa. Los carriles, aparcamientos y céspedes eran dominio de las aves acuáticas, que no parecían en absoluto disconformes con la humedad.

En Creswell le habían dicho que un poco más al norte del punto en que se encontraba la interestatal era intransitable. Tendría que atravesar la misma Eugene, encontrar un puente abierto sobre el río y volver después de alguna forma a la autopista de Coburg.

Los de Creswell le habían dado detalles poco precisos. Pocos viajeros habían efectuado ese recorrido desde la guerra.

Está bien. Durante meses Eugene ha sido una de mis metas. Echaremos un vistazo a lo que queda de ella.

Por poco tiempo. Ahora la ciudad sólo era un alto en el camino hacia un misterio más profundo que lo aguardaba más al norte.

La intemperie aún no había vencido a la interestatal. Aunque estaba cubierta de hierba y charcos, los únicos puentes hundidos que había pasado todavía mostraban evidentes señales de violencia. Cuando el hombre construía bien, al parecer, sólo el tiempo o el hombre mismo podían destruir su obras. «Y construyeron bien», pensó Gordon. Acaso futuras generaciones de americanos, cuando anduvieran por los bosques comiéndose unos a otros creerían que eran creaciones de los dioses.

Meneó la cabeza. La lluvia me ha deprimido.

Pronto llegó ante un gran indicador, medio hundido en un charco. Gordon apartó los escombros esparcidos por allí y se arrodilló para examinar la oxidada placa, como un rastreador que estudiara una vieja huella en una senda del bosque.

—Avenida Treinta —leyó en voz alta.

Una ancha carretera penetraba en las colinas hacia el este, alejándose de la interestatal. Según el mapa, el sector comercial de Eugene estaba justo después de aquel frondoso camino ascendente.

Se levantó y dio una palmaditas a su animal de carga.

—Vamos, Dobbin. Mueve la cola y haz la señal de giro a la derecha, A partir de ahora hemos de dejar la autopista y seguir por calles pavimentadas. —El caballo resopló estoicamente cuando él dio un suave tirón de las riendas y lo condujo hacia la ladera que se desviaba al oeste.

Desde la cumbre de la colina una sutil neblina parecía suavizar de algún modo el desastroso aspecto de la ruinosa ciudad. Las lluvias se habían llevado hacía mucho las marcas del fuego. En las grietas del pavimento brotaban escuálidas plantas trepadoras, que cubrían muchos de los edificios, ocultando sus heridas.

La gente de Creswell le había advertido lo que le esperaba. Aun así, nunca era fácil entrar en una ciudad muerta. Descendió a las calles fantasmales, salpicadas de cristales rotos. En el pavimento mojado por la lluvia centelleaban los fragmentos de vidrieras de otra época.

En las calles de las zonas más bajas de la ciudad crecían alisos sobre cieno allí depositado cuando un río de lodo, procedente de las presas reventadas de Fall Creek y Lookout Point inundó la ciudad. El derrumbamiento de aquellos embalses había borrado la Ruta 58 al oeste de Oakridge, lo que obligó a Gordon a dar un gran rodeo hacia el sur y el oeste por Curtin, Cottage Grove y Creswell antes de enfilar hacia el norte otra vez.

La devastación era casi absoluta. Y sin embargo —pensó—, resistieron aquí. Según todas las referencias, casi lo lograron.

En Creswell, entre las reuniones y celebraciones —la elección del nuevo Jefe de Correos y los excitantes proyectos para extender la nueva red postal al este y al oeste— los ciudadanos habían entretenido a Gordon con historias de la valiente lucha de Eugene. Le contaron cómo la ciudad había resistido durante cuatro largos años después de que la guerra y la epidemia la aislaran del resto del mundo. En una extraña alianza de la comunidad universitaria y animosos granjeros de la región, la capital había logrado superar todas las amenazas… hasta que al final los grupos de bandidos acabaron con ella haciendo explotar a la vez todos los embalses de la meseta, cortando el suministro de energía eléctrica y agua sin contaminar.

La historia constituía ya una leyenda, casi como la caída de Troya. Y sin embargo los narradores no la habían contado con tristeza. Era como si ahora consideraran el desastre un revés temporal que verían superado.

Porque Creswell había sido un oasis de optimismo incluso antes de la llegada de Gordon. Su historia de unos «Estados Unidos Restablecidos» era la segunda dosis de buenas noticias para la ciudad en menos de tres meses.

El pasado invierno había llegado otro visitante. Procedía del norte, y era un tipo risueño que vestía túnica blanca y negra y repartió asombrosos regalos entre los niños; después se marchó, pronunciando el mágico nombre de Cíclope.

Cíclope, había dicho el forastero.

Cíclope volvería a poner las cosas en orden. Cíclope devolvería la comodidad y el progreso al mundo y redimiría a todos de los trabajos penosos y de la prolongada desesperanza, el legado de la guerra Fatal.

Lo único que la gente tenía que hacer era reunir toda la vieja maquinaria, en particular la electrónica. Cíclope recibiría sus donaciones de aparatos inútiles y estropeados, y quizás alguna pequeña cantidad de comida para mantener a sus voluntarios servidores. A cambio, Cíclope les daría cosas que funcionaran.

Los juguetes sólo eran muestras de lo que iba a llegar. Algún día se producirían verdaderos milagros.

Gordon había sido incapaz de sacar nada coherente de los habitantes de Creswell. Estaban demasiado alegres para ser completamente lógicos. La mitad suponía que estaban detrás de Cíclope sus «Estados Unidos Restablecidos», y la otra todo lo contrario. Pero era difícil que a alguien se le ocurriera que tal vez no tenían nada que ver, que eran, dos leyendas que se difundían y confluían en el desierto.

Gordon no se atrevió a desengañarlos, ni a hacer excesivas preguntas. Se había marchado tan aprisa como le fue posible, cargado con más cartas que nunca, decidido a seguir la historia hasta su origen.

Era casi mediodía cuando giró al norte en University Street. La suave lluvia no le resultaba molesta. Podía explorar Eugene un rato y llegar a Coburg al anochecer, donde se suponía la existencia de un poblado de rebuscadores. En algún lugar más al norte había un territorio desde el cual los seguidores de Cíclope estaban difundiendo el mensaje de su extraña redención.

Mientras paseaba tranquilamente ante los destrozados edificios, Gordon se preguntó si intentaría llevar hasta el norte su farsa del «cartero». Recordó las pequeñas arañas y los platillos volantes refulgiendo en la oscuridad y pensó que era muy difícil no conservar la esperanza.

Tal vez pudiera prescindir del engaño y encontrar algo real en lo que creer. Quizás por fin había alguien que luchaba contra la edad oscura.

Era una posibilidad demasiado atractiva para dejarla escapar, pero demasiado delicada para asirla con fuerza.

Las destrozadas fachadas de la ciudad desierta daban paso por último a la Avenida Dieciocho y al recinto de la Universidad de Oregón. La gran pista de atletismo estaba ahora ocupada por vástagos de álamos y alisos, algunos ya muy crecidos. Allí, cerca del viejo gimnasio, Gordon aminoró el paso; luego se detuvo en seco y mantuvo inmóvil al caballo.

El animal piafó y pateó el suelo mientras Gordon escuchaba.

En alguna parte, quizá no demasiado lejos, alguien estaba gritando.

El débil grito se intensificó y después se extinguió. Era una voz de mujer, empapada de dolor y de un miedo mortal. Gordon echó hacia atrás la cubierta de su pistolera y sacó el revólver. ¿Procedía del norte? ¿Del este?

Se internó en una semijungla entre los edificios universitarios, buscando apresuradamente un sitio para desmontar. Había tenido una temporada tranquila desde que abandonó Oakridge hacía meses, demasiado tranquila. Evidentemente había adquirido malos hábitos. Era un milagro que nadie le hubiera oído cuando paseaba por aquellas calles desiertas como si fuesen de su propiedad.

Guio el caballo a través de una puerta abierta en el lateral de un gimnasio bordeado de pizarra y ató al animal detrás de una tribuna de gradas. Gordon puso un montón de avena junto al animal, pero dejó la silla colocada y cinchada.

¿Ahora qué? ¿Esperamos? ¿O lo comprobamos?

Desenfundó el arco y el carcaj y preparó la cuerda. Bajo la lluvia, probablemente serían más eficaces, y desde luego más silenciosos, que la carabina o el revólver.

Escondió una de las abultadas sacas de correo en un tubo de ventilación. Mientras buscaba un lugar para esconder la otra, de pronto cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo.

Sonrió con ironía ante su estupidez y dejó la segunda saca en el suelo; luego se marchó para descubrir cuál era el problema.

Los ruidos procedían de un edificio de ladrillo situado justo enfrente, uno de los que aún conservaban los cristales de sus grandes ventanas. Al parecer, los saqueadores habían pensado que el lugar no merecía que se tomaran la molestia.

Ahora Gordon oía tenues voces ahogadas, el apagado relincho de caballos y el crujido de unos arreos.

Al no ver ningún vigilante en los tejados o ventanas, cruzó precipitado el alto césped y subió un gran tramo de escalones de hormigón, pegándose contra una puerta al doblar la esquina del edificio. Respiraba con la boca abierta para no hacer ruido.

La puerta exhibía un viejo candado herrumbroso y una inscripción grabada en plástico.

CENTRO EN MEMORIA DE THEODORE STURGEON

Dedicado en mayo de 1989

Horario de la Cafetería

de 11 a 2.30

de 17 a 20

Las voces venían de dentro… aunque demasiado atenuadas para entender algo. Una escalera exterior ascendía varios pisos. Gordon retrocedió y vio una puerta entornada tres tramos más arriba.

Sabía que estaba volviendo a comportarse como un tonto. Ahora que había localizado el origen de los ruidos, debería ir a buscar su caballo y marcharse de allí lo antes posible.

Las voces parecieron enfurecerse. A través de la rendija de la puerta oyó asestar un golpe. El grito de dolor de una mujer fue seguido por la soez carcajada de un hombre.

Gordon exhaló un leve suspiro ante la flaqueza de su carácter que lo retenía allí, en lugar de escapar como haría cualquiera con un poco de cerebro, y subió la escalera de hormigón, procurando no hacer ruido.

La descomposición y el verdín cubrían la zona situada detrás de la puerta entreabierta. Pero a partir del cuarto piso, el Centro de Estudiantes parecía intacto. Milagrosamente, ninguno de los paneles de vidrio de la gran claraboya estaba roto, aunque el marco de cobre estaba cubierto por una pátina de cardenillo. Bajo la pálida luz del atrio bajaba en espiral una rampa alfombrada que conectaba las plantas.

Gordon se internó con cautela en el edificio y tuvo la momentánea impresión de retroceder en el tiempo. Los saqueadores habían dejado intactas las oficinas de la asociación de estudiantes, con su característico desorden de papeles. Los tablones de anuncios estaban todavía llenos de ajados anuncios de acontecimientos deportivos, espectáculos de variedades y reuniones políticas.

Únicamente en el extremo opuesto había unas cuantas notas en rojo brillante relacionadas con la emergencia, la crisis final que había golpeado casi sin avisar y lo había precipitado todo hacia el fin. Por otra parte, el desorden era acogedor, radical, entusiasta…

Joven…

Gordon apresuró el paso y descendió por la rampa hacia el lugar de donde venían las voces.

La segunda planta estaba constituida por una galería abierta que rodeaba el vestíbulo principal. Gordon se agachó y recorrió a gatas el resto del camino.

En el lado norte del edificio, a la derecha, parte de un paramento de cristal de dos pisos había sido roto para hacer sitio a un par de carretas grandes. El aliento de los seis caballos, atados junto a la pared del oeste tras una hilera de oscuras máquinas tragaperras, parecía humo.

Fuera, en medio de los fragmentos de cristales, la lluvia formaba charcos de color rosa en torno a cuatro cuerpos que yacían despatarrados, derribados hacía poco por fuego de armas automáticas. Sólo una de las víctimas había logrado sacar una pistola durante la emboscada. Esta se hallaba en uno de los charcos, a pocos centímetros de la mano inerte.

Las voces procedían de la izquierda, donde la galería formaba un recodo. Gordon gateó cautelosamente en aquella dirección y miró hacia la parte opuesta de la estancia en forma de L.

Quedaban varios espejos que llegaban hasta el techo en la pared oeste, que le permitieron tener una amplia vista del piso de abajo. En una gran chimenea que había entre los espejos crepitaba un fuego alimentado por muebles rotos.

Gordon se abrazó a la mohosa alfombra y sacó la cabeza lo suficiente para ver a cuatro hombres armados hasta los dientes discutiendo junto al fuego. Un quinto estaba repantigado en un sofá a la izquierda, apuntando descuidadamente con su rifle automático a un par de prisioneros: un niño de unos nueve años y una mujer joven.

Las marcas rojas que mostraba el rostro de ella eran las de una mano de hombre. Su pelo castaño estaba desgreñado y apretaba al niño contra sí, observando a sus captores cautamente. A ninguno de los dos prisioneros parecía quedarle fuerzas para llorar.

Todos los hombres barbudos iban vestidos con el traje de camuflaje de una sola pieza en verde, marrón y gris del ejército de antes de la guerra. Cada uno lucía uno o más pendientes de oro en el lóbulo de la oreja izquierda.

Supervivencialistas. Gordon sintió una oleada de repulsión.

Hacía tiempo, antes de la guerra, esa palabra había tenido varios significados, que abarcaban desde el sentido común y la formación de la conciencia comunitaria hasta la paranoia antisocial de las pistolas. Vistas así las cosas, quizás hasta él mismo podía ser denominado «supervivencialista». Pero la última connotación era la que se había impuesto, después de los tremendos estragos que había causado.

En todas partes adonde había llegado en sus viajes la gente compartía esta reacción. Los habitantes de casi todas las aldeas y campos arruinados maldecían más a aquellos forajidos por los terribles disturbios que condujeron a la Caída Final que al enemigo, cuyas bombas y gérmenes habían resultado tan destructivos durante la guerra de una Semana.

Y los peores habían sido los seguidores de Nathan Holn. ¡Ojalá se pudra en el infierno!

¡Pero se suponía que ya no quedaban supervivencialistas en el valle del Willamette! En Cottage Grove, le habían dicho que el último grupo importante fue expulsado hacia el sur de Roseburg hacía años, a los yermos del condado de Rogue River.

Entonces, ¿qué hacían allí aquellos demonios? Se aproximó un poco más y escuchó.

—No sé, Jefe Rayo. No creo que debamos profundizar en este asunto. Ya hemos tenido bastantes sorpresas con ese Cíclope que esta pájara dejó escapar antes de cerrar el pico. Yo digo que debemos volver a los botes de Site Bravo e informar de lo que hemos encontrado.

El que hablaba era un hombre calvo y bajo, de aspecto nervioso. Se calentaba las manos en el fuego, de espaldas a Gordon. Llevaba colgado al hombro un rifle de asalto SAW equipado con supresor de destello.

El hombre fornido a quien había llamado Jefe Rayo tenía una cicatriz que le iba de una oreja a la barbilla, semioculta por una barba negra con hebras grises. Sonrió, exhibiendo varias mellas en su dentadura.

—No te creerás realmente el cuento que nos ha largado la furcia, ¿verdad? Toda esa mierda de una computadora grande que habla. ¡Qué tontería! ¡Nos lo ha dicho sólo para ganar tiempo!

—¿Ah, sí? ¿Entonces cómo explicas todo eso?

El sujeto bajo señaló hacia las carretas. Gordon vio reflejado en el espejo una esquina de la más próxima. Estaba cargada con cosas diversas, sin duda recogidas allí, en el recinto de la universidad. La carga parecía estar formada principalmente por equipamiento electrónico.

Ni herramientas de granja, ni vestidos o joyas, sino piezas electrónicas.

Era la primera vez que Gordon veía la carreta de un rebuscador llena de objetos semejantes. Lo que aquello significaba hizo que el pulso le latiera con fuerza en los oídos. A causa de la excitación, apenas se agachó a tiempo cuando el hombre bajo se volvió para coger algo de una mesa cercana.

—¿Y qué me dices de esto? —preguntó. En su mano había un juguete, un pequeño videojuego como el que Gordon había visto en Cottage Grove.

Las luces parpadearon y la cajita emitió una estridente y alegre melodía. El Jefe Rayo la miró durante un largo momento. Finalmente se encogió de hombros.

—No significa nada.

Otro de los asaltantes dijo:

—Estoy de acuerdo con Pequeño Jim…

—¡Cállate Cinco Azules! —espetó el hombre fornido—. ¡Mantén la disciplina!

—Bien —asintió el tercero, aparentemente impasible ante la reprimenda—. Pero estoy de acuerdo. Creo que debemos informar de esto al Coronel Bezoar y al General. Podría afectar a la invasión. ¿Qué pasará si los granjeros obtienen alta tecnología al norte de aquí? Podríamos acabar corriendo delante de láseres de alto rendimiento o algo por el estilo… ¡especialmente si consiguen que algún cacharro de las Fuerzas Aéreas o de la Marina funcione de nuevo!

—Razón de más para continuar este reconocimiento —espetó el jefe—. Tenemos que averiguar más cosas sobre este Cíclope.

—Pero ya has visto cuánto nos ha costado que la mujer nos contase lo que sabemos. Y no podemos dejarla aquí mientras proseguimos el reconocimiento. Si volviéramos podríamos ponerla en uno de los botes y…

—¡Olvídate de esa maldita mujer! Acabaremos con ella esta noche. Con el chico también. Has estado demasiado tiempo en las montañas, Cinco Azules. Estos valles están llenos de buenas pájaras. No podemos arriesgarnos a que esta arme jaleo, y está claro que no podemos llevárnosla para efectuar un reconocimiento.

La discusión no sorprendió a Gordon. Por toda la región, dondequiera que habían logrado establecerse, estos locos de posguerra se habían dedicado a robar mujeres, además de alimentos y esclavos. Tras los primeros años de matanzas, la mayoría de los asentamientos holnistas se habían encontrado con proporciones increíblemente elevadas macho-hembra. Ahora, las mujeres eran valiosos bienes en las disolutas y machistas sociedades supervivencialistas.

No era extraño que algunos de aquellos hombres quisieran llevarse a aquella. Gordon pensó que podría ser bastante bonita, si se curaba y la expresión de terror abandonaba alguna vez sus ojos.

El chico al que abrazaba observaba a los hombres con feroz cólera.

Gordon supuso que las bandas de Rogue River se habían organizado al fin, quizá al mando de un líder carismático. Al parecer tenían previsto efectuar una invasión por mar, esquivando así las defensas de Roseville y Camas Valley, donde los granjeros habían logrado rechazar sus repetidos intentos de conquista.

Era un plan audaz, y bien podía significar el fin de la vacilante civilización que quedaba en Willamette Valley.

Hasta ese momento, Gordon se había estado diciendo que podía mantenerse al margen de este asunto. Pero los últimos diecisiete años hacía mucho que habían obligado casi a todos los seres vivos a tomar partido en esta lucha en concreto. Aldeas rivales, con las más agrias pendencias, interrumpirían sus disputas y se unirían para hacer frente a bandas como aquella. La sola visión de los uniformes de camuflaje procedentes de los suministros del ejército y los pendientes de oro suscitaba una reacción similar en casi todas partes, semejante a la repulsión que la gente siente ante los buitres. Gordon no podía abandonar el lugar sin intentar al menos hallar un modo de hacer daño a aquellos hombres.

En un momento en que la lluvia cesó, dos hombres salieron y se pusieron a desnudar los cuerpos, a mutilarlos y a tomar horribles trofeos. Cuando empezó a llover de nuevo, los incursores desviaron su atención hacia las carretas, revolviendo en ellas en busca de cualquier cosa de valor. De sus maldiciones se deducía que no habían logrado lo que deseaban. Gordon oyó como aplastaban bajo sus botas piezas electrónicas delicadas e insustituibles.

Sólo el que custodiaba a los prisioneros permanecía aún a la vista, de espaldas a Gordon y a la pared de los espejos, limpiando su arma descuidadamente. Gordon, pese a su deseo de actuar menos como un loco, se sintió impulsado a aprovechar la oportunidad. Alzó la cabeza por encima del nivel del suelo y levantó la mano. El movimiento hizo que la mujer mirase hacia arriba. Sus ojos se dilataron por la sorpresa.

Gordon se llevó un dedo a los labios, rogando para que ella entendiera que aquellos hombres eran también sus enemigos. La mujer parpadeó, y por un momento él temió que hablara. Ella lanzó una rápida mirada al guardián, que seguía ocupándose de su arma.

Cuando sus ojos volvieron a encontrarse con los de Gordon, asintió levemente. Él hizo un gesto de aprobación alzando los pulgares y se apartó de la galería.

En cuanto pudo, sacó la cantimplora y bebió un largo trago, pues tenía la boca seca como una piedra. Encontró una oficina en la que no había demasiado polvo —sin duda no podía permitirse estornudar— y comió un trozo de ternera de Creswell mientras se disponía a esperar.

Su oportunidad llegó poco antes del crepúsculo. Tres de los incursores salieron de patrulla. El llamado Pequeño Jim se quedó para asar en la chimenea una pata de ciervo cortada desastrosamente. Un holnista de cara sombría con tres pendientes de oro custodiaba a los prisioneros, mirando a la joven mientras sacaba punta con lentitud a un trozo de madera. Gordon se preguntó cuánto tardaría la lujuria del guardián en superar su miedo a la ira del jefe. Era obvio que se estaba armando de valor.

Gordon tenía el arco preparado con una flecha dispuesta y dos más sobre la alfombra, ante él. Su pistolera estaba abierta y el percutor de la pistola descansaba sobre un sexto cartucho. Lo único que podía hacer era esperar.

El guardián soltó la navaja y se puso en pie. La mujer abrazó al chico y desvió la mirada cuando el hombre se le acercó.

—A Uno Azul no le va a gustar —le advirtió en voz baja el bandido que estaba junto al fuego.

El guardián se irguió ante la mujer. Ella trató de no amilanarse, pero tembló cuando el hombre le acarició el cabello. Los ojos del muchacho chispeaban de rabia.

—Uno Azul ha dicho que nos la tiraremos después, por turnos. No veo por qué yo no puedo ser el primero. Quizá incluso le haga hablar de Cíclope. ¿Qué te parece, nena? —La miró con lascivia—. Si una paliza no te ha hecho soltar la lengua, yo sé lo que te va a domar.

—¿Y el chico? —preguntó Pequeño Jim.

El guardián se encogió de hombros con despreocupación.

—¿Qué pasa con él?

De repente, un cuchillo de caza apareció en su mano derecha. Con la izquierda cogió al niño por el pelo y lo arrancó de los brazos de la mujer. Ella lanzó un grito.

En aquel momento decisivo, Gordon actuó completamente por reflejo; no había tiempo para pensar. Aun así, no hizo lo obvio, sino lo necesario. En lugar de disparar contra el hombre del cuchillo, alzó el arco y envió una flecha al pecho de Pequeño Jim.

El menudo supervivencialista saltó hacia atrás y miró la saeta con vaga sorpresa. Cayó al suelo balbuceando.

Gordon colocó otra flecha con gran rapidez y se volvió a tiempo de ver al otro supervivencialista apartando el cuchillo del hombro de la joven. Ella debía de haberse interpuesto entre el niño y el agresor, para bloquear el golpe con su cuerpo. El muchacho yacía aturdido en un rincón.

Gravemente herida, la mujer todavía arañaba a su enemigo con las uñas, con lo que, por desgracia, impedía que Gordon efectuara un disparo preciso. Al principio el sorprendido criminal forcejeó, maldiciendo y tratando de agarrarle las muñecas. Al fin, logró tirarla al suelo. Encolerizado por el dolor de los arañazos, y ajeno a la muerte de su compañero, el holnista sonrió y empuñó el cuchillo para rematar su trabajo. Dio un paso hacia la mujer herida y jadeante.

En ese momento la flecha de Gordon atravesó el tejido de su ropa de camuflaje, causándole un largo corte superficial en la espalda, que empezó a sangrar. La saeta se hundió en el sofá y vibró, silbando.

A pesar de todos sus repugnantes atributos, los supervivencialistas eran probablemente los mejores luchadores del mundo. Confuso, antes de que Gordon pudiera coger la última flecha, el hombre se echó a un lado y rodó con su rifle de asalto. Gordon retrocedió cuando una rápida y certera ráfaga de disparos alcanzó la balaustrada y rebotó en los objetos de hierro situados donde él se encontraba un momento antes.

El rifle estaba provisto de silenciador, lo que obligó al incursor a disparar en semiautomático; pero las sibilantes balas resonaron en torno a Gordon mientras él rodaba sobre sí mismo y sacaba el revólver. Se deslizó hasta otra parte de la galería.

El tipo de abajo tenía buen oído. Otra rápida ráfaga hizo saltar astillas a pocos centímetros del rostro de Gordon cuando volvió a agacharse, apenas a tiempo.

Se hizo el silencio, excepto por el pulso de Gordon que retumbaba como un trueno en sus oídos.

¿Y ahora qué?, se preguntó.

De pronto se oyó un fuerte grito. Gordon levantó la cabeza y captó un confuso movimiento reflejado en el espejo… ¡Aquella mujer menuda estaba cargando contra un enemigo mucho mayor que ella con una silla levantada sobre su cabeza!

El supervivencialista se giró en redondo y disparó. Del pecho de la joven rebuscadora brotaron unas rojas manchas y se desplomó en el suelo; la silla rodó a los pies del supervivencialista.

Gordon tal vez oyó el clic cuando se vació la recámara del rifle. O tal vez sólo se trataba de una suposición. Fuera lo que fuese, se puso en pie de un salto, sin pensar, con los brazos extendidos, y apretó el gatillo del 38 una y otra vez, disparando hasta que el percutor golpeó cinco veces en cámaras vacías y humeantes.

Su oponente permaneció en pie, a punto de colocar un cargador nuevo que sostenía en la mano izquierda. Pero unas manchas oscuras habían empezado a extenderse por el uniforme de camuflaje. Con expresión de asombro, más que de otra cosa, su mirada se cruzó con la de Gordon por encima del humeante cañón de la pistola.

El rifle de asalto se inclinó y cayó con estrépito de los dedos fláccidos, y después el supervivencialista se desplomó en el suelo.

Gordon corrió escaleras abajo, saltando por encima de la barandilla cuando llegó al final. Primero se detuvo junto a los dos hombres y se cercioró de que estaban muertos. Después se precipitó hacia la joven, que estaba gravemente herida.

Cuando él le alzó la cabeza, la mujer logró decir:

—¿Quién…?

—No hables —le dijo Gordon, y le enjugó un hilillo de sangre de la comisura de los labios.

Los ojos de la mujer, con las pupilas muy dilatadas, pavorosamente alerta en el umbral de la muerte, recorrieron el rostro de Gordon, su uniforme, la frase SERVICIO POSTAL DE EE.UU. RESTABLECIDOS bordada en el bolsillo de su camisa. Y expresaron asombro y deseos de saber.

Deja que lo crea, se dijo Gordon. Se está muriendo. Déjale creer que es cierto.

Pero no tuvo fuerzas para hablar, para contar las mentiras que con tanta frecuencia había contado y que le habían permitido llegar hasta tan lejos durante tantos meses. Esta vez no pudo repetirlas.

—Soy sólo un viajero, señorita. —Meneó la cabeza—. Sólo soy… soy un ciudadano que trata de ayudar.

Ella asintió, al parecer sólo un poco decepcionada, como si aquello en sí mismo fuera un milagro sin importancia.

—Norte… —jadeó—. Coja al muchacho… Advierta… advierta a Cíclope…

Gordon percibió en esa última palabra, pese a que la pronunció exhalando su último suspiro, reverencia, lealtad y una absoluta fe en la redención final… todo ello en nombre de una máquina.

Cíclope, pensó aturdido mientras dejaba el cuerpo en el suelo. Ahora tenía una razón más para seguir la leyenda hasta su origen.

No había tiempo para enterrarla. El rifle del bandido tenía silenciador, pero el 38 de Gordon había resonado como un trueno. Los otros bandidos seguramente lo habrían oído. Sólo disponía de unos instantes para recoger al chico y largarse de allí.

Pero a pocos metros había caballos que robar. Y al norte se hallaba algo que aquella valiente mujer había creído lo bastante importante como para morir por ello.

Si fuese cierto, pensó Gordon mientras cogía el rifle y la munición de su enemigo.

Abandonaría su farsa del cartero sin pensárselo si descubriera que alguien, en algún lugar, había asumido la responsabilidad y trataba de hacer algo respecto a la edad oscura. Él le ofrecería su fidelidad, su ayuda, por exigua que pudiera ser.

Incluso a una computadora gigante.

Se oyeron gritos a lo lejos… que se aproximaban con rapidez.

Se volvió al niño, que ahora lo miraba con los ojos muy abiertos, desde un rincón de la habitación.

—Vamos —dijo Gordon tendiéndole la mano—. Será mejor que cabalguemos.