Cottage Grove,
Oregón.
16 de Abril, 2011.
A la Sra. Adele Thompson,
Alcaldesa de Pine View Village.
Estado No Reclamado de Oregón.
Ruta de transmisión: Cottage Grove, Curtin, Culp Creek, McFarland Pt., Oakridge, Pine View.
Querida Sra. Thompson:
Esta es la segunda carta que envío por nuestra nueva ruta postal a través de la región de Willamette Forest. Si recibió la primera, ya sabrá que sus vecinos de Oakridge han decidido cooperar, tras algunos malentendidos iniciales. Nombré allí al señor Sonny Davis como Jefe de Correos, un residente de antes de la guerra estimado por todos. En estos momentos debería haber restablecido contacto con usted en Pine View.
Gordon Krantz alzó el lápiz del montón de amarillentos papeles que los ciudadanos de Cottage Grove habían donado para su uso. Las llamas de dos velas sostenidas en la abrazadera de una lámpara de cobre fluctuaban sobre el antiguo escritorio, proyectando brillantes reflejos en los cristales de las fotografías enmarcadas que colgaban de las paredes del dormitorio.
Los lugareños habían insistido en que Gordon aceptara el mejor alojamiento que había en la ciudad. La habitación era cómoda, limpia y cálida.
Constituía un gran cambio respecto a la clase de vida que había llevado hasta hacía sólo unos meses. En la carta, por ejemplo, poco decía de las dificultades a que había tenido que enfrentarse el pasado octubre en la ciudad de Oakridge.
Los ciudadanos de esa montañosa población le habían abierto sus corazones desde el momento en que se reveló como representante de los Estados Unidos Restablecidos. Pero el tiránico «Alcalde» estuvo a punto de asesinar a su poco grato huésped antes de que este consiguiera aclarar que sólo le interesaba montar una estafeta de correos y marcharse, que no constituía una amenaza para el poder del Alcalde.
Quizás el cacique temió la reacción de su pueblo si no le ayudaba. Al fin, Gordon recibió las provisiones que solicitó, e incluso un valioso, aunque algo viejo, caballo. Al marcharse de Oakridge había visto alivio en la cara del Alcalde. El jefe local parecía confiar en la posibilidad de conservar el control a pesar de las asombrosas noticias que informaban de que Estados Unidos existía aún en alguna parte.
Y no obstante, los aldeanos siguieron a Gordon durante más de kilómetro y medio; aparecían desde detrás de los árboles para poner cartas en sus manos con timidez, hablando con ansiedad de la reivindicación de Oregón y preguntando qué podían hacer para ayudar. Se quejaron abiertamente de su tirano, y para cuando hubo dejado al último grupo atrás en la carretera, estuvo claro que soplaban vientos de cambio.
Gordon imaginó que los días del Alcalde estaban contados.
Desde mi última carta desde Culp Creek, he establecido estafetas postales en Palmerville y Curtin. Hoy he finalizado las negociaciones con el Alcalde de Cottage Grove. Incluido en este paquete hay un informe de mis progresos hasta ahora, para que sea pasado a mis superiores en el Estado Reclamado de Wyoming. Cuando el mensajero que sigue mi ruta llegue a Pine View, déle por favor mis informes y exprésele mis mejores deseos.
Y sea paciente si se retrasa. La ruta al oeste desde St. Paul City es peligrosa, y puede transcurrir más de un año hasta que llegue el próximo hombre.
Gordon imaginó la reacción de la señora Thompson al leer ese párrafo. La puntillosa y vieja matriarca menearía la cabeza, y tal vez incluso riese a carcajadas, ante las paparruchas contenidas en la carta.
Adele Thompson sabía, mejor que nadie en el salvaje territorio que antes había sido el gran Estado de Oregón que no llegarían mensajeros procedentes del civilizado este. No había ningún cuartel general al que Gordon informase. Lo único de lo que la ciudad de St. Paul era capital era una curva aún ligeramente radiactiva del río Mississippi.
Nunca había existido un Estado Reclamado de Wyoming, ni unos Estados Unidos Restablecidos, por supuesto, excepto en la imaginación de un viajero de la edad oscura que sólo contaba con el arte de la representación para sobrevivir en un mundo peligroso y suspicaz.
La señora Thompson era una de las pocas personas que Gordon había conocido desde la guerra que todavía veía con sus ojos y pensaba con mente lógica. La ilusión que él había creado, accidentalmente al principio y más tarde por desesperación, no había significado nada para ella. Le había gustado Gordon por sí mismo, y le había mostrado candad sin tener que ser coaccionada por un mito.
Escribía aquella carta tan llena de referencias a cosas inexistentes para ojos que no eran los de ella. El correo cambiaría de manos muchas veces a lo largo de la ruta que él había establecido, antes de llegar a Pine View. Pero la señora Thompson leería entre líneas.
Y ella no lo traicionaría. Estaba seguro de eso.
Sólo esperaba que ella contuviera la risa.
Esta parte de Coast Fork es bastante pacífica en estos días. Las comunidades incluso han empezado a comerciar unas con otras de forma modesta, superando el viejo temor a las plagas de la guerra y a los supervivencialistas. Están ansiosos de noticias del mundo exterior.
Eso no quiere decir que todo sea plácido. Dicen que la región de Rogue River al sur de Roseburg, el país de Nathan Holn, todavía permanece totalmente al margen de la ley. Por lo tanto, me dirigiré hacia el norte, hacia Eugene. La mayoría de las cartas que llevo tienen esas señas, de todas maneras.
En el fondo de la cartera, bajo el montón de cartas que había aceptado de gente emocionada y agradecida a través de todo su camino, estaba la que Abby le había dado. Gordon procuraría entregarla, ocurriera lo que ocurriese con todas las demás.
Ahora debo partir. Acaso en un día no muy lejano llegue a mí una carta de usted y de mis otros queridos amigos. Hasta entonces, por favor, transmítales mi cariño a Abby, Michael y los demás.
Deseo que, al menos tanto como en cualquier otra parte, Estados Unidos Restablecidos de América sea una realidad en la hermosa Pine View.
Suyo atentamente,
Gordon K.
El último párrafo podría resultar un poco peligroso, pero Gordon tenía que incluirlo, aunque sólo fuese para demostrar a la señora Thompson que no estaba completamente atrapado en su propia mentira, la ficción que esperaba lo mantuviese a salvo a través de la campiña casi sin ley hacia…
¿Hacia qué? Después de todos aquellos años aún no estaba seguro de qué era lo que buscaba.
Quizás únicamente a alguien, en algún lugar, que estuviera asumiendo responsabilidades, que estuviera intentando hacer algo con la edad oscura. Sacudió la cabeza. Después de todos aquellos años, el sueño se resistía a morir.
Metió la carta en un viejo sobre, dejó caer unas gotas de cera de una de las velas y estampó un sello rescatado de la estafeta de Oakridge. La carta quedó encima del «informe de progresos» que había redactado antes, un entramado de fantasías dirigido a miembros de un pretendido gobierno.
Junto al paquete yacía su gorra de cartero. La luz destellaba en la imagen de latón de un jinete, de Pony Express, su compañero silencioso y protector desde hacía meses.
Gordon había dado con su nuevo plan de supervivencia por casualidad. Pero ahora, pueblo tras pueblo, la gente se obligaba a sí misma a creer, en especial cuando efectivamente él repartía cartas procedentes de lugares que ya había visitado. Después de todos aquellos años, parecía que la gente todavía clamaba por una edad luminosa perdida, una edad de limpieza y orden y una gran nación ahora desaparecida. El deseo se imponía sobre un escepticismo ganado a pulso, igual que la primavera rompe la capa de hielo de un arroyo.
Gordon ahogó una amenazadora sensación de vergüenza. Nadie que permaneciera vivo estaba libre de culpa tras los últimos diecisiete años, y su ficción parecía llevar un poco de consuelo a los pueblos por los que pasaba. A cambio de aprovisionamiento y un lugar donde descansar, vendía esperanza.
Hacía lo que tenía que hacer.
Dos secos golpes sonaron en la puerta.
—¡Adelante! —dijo Gordon.
Johnny Stevens, el recién nombrado Asistente del Jefe de Correos de Cottage Grove, asomó la cabeza. El juvenil rostro de Johnny lucía una pelusa, apenas visible, de barba casi rubia. Pero sus larguiruchas piernas prometían largas zancadas a través de los campos y tenía fama de ser un tirador perfecto.
¿Quién sabía? Quizás el muchacho incluso llegara a entregar el correo.
—¿Sí, señor? —Johnny no deseaba interrumpir asuntos de importancia—. Son las ocho. Recuerde que el Alcalde quería tomar una cerveza con usted en el pub, ya que es su última noche en la ciudad.
Gordon se levantó.
—De acuerdo, Johnny. Gracias. —Cogió la gorra y la chaqueta y recogió el falso informe y la carta para la señora Thompson—. Aquí tienes. Estos son paquetes oficiales para tu primer viaje a Culp Creek. Ruth Marshall es la Jefa de Correos de allí. Estará esperando a alguien. Su gente te tratará bien.
Johnny cogió los sobres como si estuviesen hechos con alas de mariposa.
—Los protegeré con mi vida, señor. —En los ojos del joven brillaban el orgullo y una tenaz determinación de no defraudar a Gordon.
—¡No harás tal cosa! —masculló Gordon. Lo que menos deseaba era que un muchacho de dieciséis años resultara herido por proteger su quimera—. Utilizarás el sentido común, como te dije.
Johnny tragó saliva y asintió, pero Gordon no estaba en absoluto seguro de que lo entendiera. Por supuesto, probablemente el muchacho sólo tendría una excitante aventura, siguiendo los senderos del bosque hasta más allá de lo que ninguno de su aldea había viajado en una década, y volvería como un héroe con historias que contar. Quedaban todavía algunos supervivencialistas solitarios en esas colinas. Pero tan al norte de la región de Roguer River era de esperar que Johnny fuese a Culp Creek y regresara sin problemas.
Gordon casi había conseguido convencerse.
Suspiró y cogió al joven por el hombro.
—Tu región no necesita que mueras por ella, Johnny, sino que vivas y la sirvas en más de una ocasión. ¿Podrás recordar eso?
—Sí, señor. —El muchacho asintió con seriedad—. Comprendo.
Gordon se volvió para apagar las velas.
Johnny debía de haber estado rebuscando entre las ruinas de la vieja estafeta de Cottage Grove, porque, en el vestíbulo, Gordon observó que en el hombro de la camisa —de confección casera— lucía un llamativo distintivo del servicio de CORREOS de EE.UU., que después de casi veinte años conservaba todavía intactos sus vivos colores.
—Ya tengo diez cartas de gente de Cottage Grove y las granjas cercanas —dijo Johnny—. No creo que la mayoría conozcan a nadie en el este. Pero a pesar de todo están escribiendo porque les emociona, y tienen la esperanza de que alguien les conteste.
Así al menos su visita había logrado que la gente practicase un poco sus habilidades literarias. Eso valía la comida y el alojamiento de unas cuantas noches.
—¿Les has advertido que la ruta al este de Pine View todavía es lenta y no está en absoluto garantizada?
—Claro. No les importa.
Gordon sonrió.
—Está bien. De todos modos, una de las funciones principales del servicio postal ha sido siempre la de llevar la fantasía a todos los lugares.
El chico lo miró, perplejo. Pero él se puso la gorra y no dijo nada más.
Desde que abandonó las ruinas de Minnesota, hacía ya mucho tiempo, Gordon había visto pocos pueblos tan prósperos y aparentemente felices como Cottage Grove. Las granjas producían excedentes la mayoría de los años. La guardia estaba bien instruida y, a diferencia de la de Oakridge, no era represiva. A medida que se desvanecía la esperanza de encontrar una auténtica civilización Gordon había ido reduciendo poco a poco la dimensión de sus sueños hasta que un sitio como aquel llegó a parecerle casi un paraíso.
Era irónico que la misma ficción que lo había mantenido a salvo a través de las suspicaces aldeas de montaña le impidiera ahora permanecer allí. Porque para mantener su ilusión, tenía que seguir adelante.
Todos le creían. Y si la ilusión que creaba se derrumbaba ahora, incluso la buena gente de aquella aldea se volvería contra él.
El amurallado pueblo ocupaba un ángulo en el límite de lo que había sido Cottage Grove antes de la guerra. Su pub era un sótano amplio y acogedor con dos grandes chimeneas y una barra donde el amargo brebaje local era servido en altas jarras de arcilla.
El Alcalde, Peter von Kleek, estaba en un rincón apartado hablando con seriedad con Eric Stevens, el abuelo de Johnny y recién nombrado Jefe de Correos de Cottage Grove. Los dos hombres estaban ojeando una copia de las «Regulaciones Federales» de Gordon cuando Johnny y él entraron en el pub.
En Oakridge, Gordon había hecho varias veintenas de copias con un mimeógrafo manual que logró poner en funcionamiento en la vieja y desierta estafeta de Correos. Gran parte de sus pensamientos e inquietudes se habían plasmado en esas circulares. Debían tener el sabor de la autenticidad, y al mismo tiempo no mostrar ninguna clara amenaza para los hombres importantes de la localidad ni darles motivos para temer a los míticos Estados Unidos Restablecidos de Gordon… o al mismo Gordon.
Hasta entonces aquellas hojas habían sido su más inspirado apoyo.
Peter von Kleek, hombre alto y de rostro inexpresivo, se puso en pie y estrechó su mano, señalándole un asiento. El encargado llegó presuroso con dos altas jarras de espesa cerveza negra. Estaba templada, desde luego, pero deliciosa, con sabor a pan integral de centeno. El Alcalde esperó, dando unas caladas a su pipa de arcilla, hasta que Gordon dejó la jarra sobre la mesa produciendo un leve chasquido con sus labios.
Von Kleek asintió ante el implícito cumplido. Pero siguió con el entrecejo fruncido. Tamborileó con los dedos sobre el papel que estaba ante él.
—Estas regulaciones no son muy detalladas, señor Inspector.
—Llámeme Gordon, por favor. Estos son tiempos informales.
—Ah, sí. Gordon. Por favor, llámeme Peter. —El Alcalde estaba visiblemente incómodo.
—Bien, Peter —asintió Gordon—. El Gobierno Restablecido de Estados Unidos ha tenido que aprender varias duras lecciones. Una de ellas ha sido la inconveniencia de imponer una normativa rígida a poblaciones alejadas que tienen problemas que St. Paul City ni siquiera puede imaginar, y mucho menos regular. —Se lanzó a uno de sus discursos preparados—. Está la cuestión del dinero, por ejemplo. La mayoría de las comunidades dejaron de usarlo poco después de producirse los saqueos de los centros de productos de alimentación. Los sistemas de trueque son la norma, y generalmente funcionan bien, excepto cuando las prestaciones de servicios por deudas se convierten en una forma de esclavitud.
Eso era absolutamente cierto. En sus viajes, Gordon había visto distintos casos de servidumbre glebaria por todas partes. El dinero era una farsa.
—Las autoridades federales de St. Paul —continuó— han sometido a debate el antiguo sistema de circulación monetaria. Hay demasiados billetes y monedas para la economía rural.
»Sin embargo, estamos tratando de fomentar el comercio nacional. Para empezar, aceptamos los antiguos billetes de dos dólares como pago del franqueo de las cartas repartidas por el Correo de Estados Unidos. Nunca fueron demasiado abundantes y es imposible falsificarlos con la actual tecnología. Las monedas de plata anteriores a 1965 también se aceptan.
—¡Ya hemos recaudado más de cuarenta dólares! —exclamó Johnny Stevens—. La gente está buscando por todas partes esos viejos billetes y monedas. Y han empezado a usarlos también para pagar deudas de trueques.
Gordon se encogió de hombros. Ya había comenzado. A veces las pequeñas cosas que añadía a su historia con el solo objeto de darle verosimilitud despegaban por sí mismas en formas que nunca había esperado. No le parecía que un poco de dinero puesto de nuevo en circulación, revalorizado por el mito de Estados Unidos Restablecidos, hiciese mucho daño a aquella gente.
Von Kleek asintió. Pasó al siguiente punto:
—Esta parte sobre la no «coacción» sin elecciones… —Dio unos golpecitos al papel—. Bueno, tenemos una especie de reuniones ciudadanas regulares, y los habitantes de las aldeas próximas participan cuando se trata algo importante. Pero, honradamente, no puedo afirmar que al jefe de la guardia o a mí nos eligieran por votación…, no fueron unas auténticas elecciones secretas como dice aquí. —Meneó la cabeza—. Y hemos tenido que tomar algunas decisiones un poco drásticas, en especial durante los primeros días. Espero que eso no se nos tome demasiado en cuenta, señor Inspec… Gordon. La verdad es que hemos estado actuando lo mejor que sabemos.
»Tenemos una escuela, por ejemplo. La mayor parte de los niños asisten después de la cosecha. Y podemos empezar a recuperar máquinas y a hacer votaciones como dice aquí… —Von Kleek quería conseguir su confianza; estaba tratando de captar su mirada. Pero Gordon alzó la jarra de cerveza para no encontrarse con sus ojos.
Una de las mayores ironías con que se había topado en sus viajes era precisamente este fenómeno: que aquellos que menos habían caído en el salvajismo eran quienes parecían más avergonzados de haberlo hecho.
Tosió para aclararse la garganta.
—Parece… me parece a mí que ustedes han estado realizando un trabajo bastante bueno aquí, Peter. De todas formas, el pasado no importa tanto como el futuro. No creo que tengan que preocuparse de que el Gobierno Federal interfiera en absoluto.
Von Kleek pareció aliviado. Gordon estaba seguro de que allí se celebrarían elecciones al cabo de unas semanas. Y los habitantes de la zona se merecerían lo que les ocurriera si no elegían como líder a alguien que no fuese aquel hombre adusto y sensible.
—Hay una cosa que me preocupa.
Fue Eric Stevens quien habló. El vivaz anciano había sido elegido inmediatamente por Gordon como Jefe de Correos. En primer lugar, administraba el mercado local y era el hombre más culto de la aldea, pues poseía un título de grado medio de antes de la guerra.
Otra razón era que Stevens le había parecido el más suspicaz cuando llegó al pueblo, unos días atrás, proclamando una nueva era para Oregón bajo Estados Unidos Restablecidos. Nombrarlo Jefe de Correos era una forma de inducirlo a creer, aunque sólo fuera por su propio prestigio y beneficio.
También era probable que hiciera un buen trabajo. Al menos, mientras el mito durase.
El viejo Stevens hizo girar su jarra de cerveza sobre la mesa, dejando un ancho cerco oval.
—Lo que no acierto a comprender es por qué no ha venido nadie antes desde St. Paul. Desde luego, sé que para llegar hasta aquí hay que atravesar una infernal extensión de terreno en estado salvaje, casi todo a pie, según usted nos ha dicho. Pero lo que quiero saber es la razón de que no envíen a alguien en un aeroplano.
Se produjo un breve silencio en la mesa. Gordon se dio cuenta de que los aldeanos más próximos estaban escuchando.
—¡Demonios! —Johnny Stevens sacudió la cabeza azorado por la intervención de su abuelo—. ¿No te das cuenta de las consecuencias que tuvo la guerra? ¡Todos los aeroplanos y las máquinas complicadas quedaron destrozados por aquella cosa vibrante que hizo explotar todas las radios y aparatos similares al comienzo de la guerra! Después, no habrán encontrado a nadie que sepa cómo arreglarlos. ¡Y no habrá piezas de repuesto!
Gordon parpadeó ligeramente sorprendido. ¡El chico era bueno! Había nacido después de la caída de la civilización industrial, y aun así tenía cierto conocimiento de lo esencial.
Por supuesto, todo el mundo sabía que, aquel día mortal, los pulsos electromagnéticos producidos por las gigantescas bombas H que explotaron en el espacio habían destruido los ingenios electrónicos de todo el mundo. Pero la comprensión de Johnny llegaba hasta la interdependencia de una cultura maquinista.
Sin embargo, si el muchacho era brillante debía haberlo heredado de su abuelo. El viejo Stevens miró a Gordon con aire socarrón.
—¿Es eso cierto, Inspector? ¿No quedan máquinas ni repuestos?
Gordon sabía que aquella explicación no resistiría un análisis serio. Bendijo las horas pasadas tras salir de Oakridge, en aquellas maltrechas carreteras largas y tediosas horas en las cuales había ido confeccionando su historia hasta el mínimo detalle.
—No, no del todo. La radiación vibrante, las explosiones y la lluvia radiactiva destruyeron muchas. Los gérmenes y los tumultos del Invierno de los Tres Años mataron a mucha gente preparada. Pero ahora no tardarán mucho tiempo en poner en marcha algunas máquinas otra vez. Había aeroplanos preparados para volar en cuestión de días. Estados Unidos Restablecidos poseen veintenas de ellos, reparados, probados y en espera de volar. Pero no pueden despegar. Todos están en tierra, y lo estarán en los años venideros.
El viejo se mostró atónito.
—¿Por qué, Inspector?
—Por la misma razón por la que no podría captarse una emisora aun contando con una radio que funcionara. —Gordon hizo una pausa efectista—. A causa de los satélites láser.
Peter von Kleek dio un manotazo en la mesa.
—¡Hijos de perra! —exclamó.
Todas las cabezas de la estancia se volvieron hacia ellos.
Eric Stevens suspiró, dirigiendo a Gordon una mirada que tenía que ser de total aceptación… o de admiración por un mentiroso mejor que él.
—¿Qué… qué es un las…?
—Satélite láser —explicó el abuelo de Johnny—. Nosotros ganamos la guerra. —Bufó ante la famosa victoria casual que había sido anunciada a bombo y platillo semanas antes de que se iniciaran las revueltas—. Pero el enemigo debió de dejar algunos satélites espías en órbita. Programado para esperar durante meses o años; entonces, basta con que algo emita un pitido por radio o trate de volar y zas. —Hizo un contundente gesto de cortar el aire—. ¡No es de extrañar que nunca haya captado nada con mi receptor de galena!
Gordon asintió. La historia encajaba tan bien que incluso podía ser cierta. Eso esperaba. Porque podría explicar el silencio, y el espacio despoblado y vacío, sin que la civilización tuviera que estar totalmente ausente del mundo.
¿Y qué otra explicación había a los montones de chatarra que quedaban de tantas antenas que había visto en sus viajes?
—¿Qué hace el Gobierno al respecto? —preguntó Von Kleek con seriedad.
Cuentos de hadas, pensó Gordon. Sus mentiras se irían haciendo más complicadas con sus desplazamientos hasta que al fin alguien las descubriera.
—Quedan algunos científicos. Esperamos encontrar instalaciones en California para construir y lanzar cohetes orbitales. —Dejó en suspenso lo que eso significaba.
Los otros parecieron defraudados.
—Si hubiera algún medio para eliminar pronto los malditos satélites —dijo el Alcalde—. ¡Pensar que hay todas esas aeronaves situadas allí! ¿Pueden imaginarse lo sorprendido que quedaría el próximo grupo de asalto holnista del maldito Rogue River si descubriera que, nosotros, los granjeros, estábamos protegidos por la Fuerza Aérea de Estados Unidos y algunos A-10?
Emitió un ruido sibilante e hizo movimientos descendentes con las manos. Después imitó con bastante precisión el tableteo de una ametralladora. Gordon rio con los demás. Igual que si fueran muchachos, habían vivido brevemente una fantasía de rescate y poder para los buenos.
Otros hombres y mujeres se reunieron a su alrededor, ahora que el Alcalde y el Inspector de Correos habían concluido aparentemente sus asuntos. Alguien sacó una armónica. Pasaron una guitarra a Johnny Stevens y este demostró estar bastante dotado. Pronto la gente comenzó a cantar impúdicas canciones populares y viejos estribillos publicitarios.
Se sentían contentos. La esperanza era densa como la templada y oscura cerveza, y sabía al menos igual de bien.
Estaba entrada la noche cuando lo oyó por primera vez. Al salir del lavabo de caballeros, agradecido porque Cottage Grove había conservado de alguna forma la instalación de tuberías de desagüe a presión, Gordon se paró de repente cerca de la escalera secundaria.
Había oído algo.
La gente estaba cantando junto a la chimenea… «Reuníos alrededor y escuchad mi relato… el relato de un fatídico viaje…»
Gordon ladeó la cabeza. ¿Había imaginado aquel murmullo? Había sido leve, y la cabeza le zumbaba un poco a causa de la cerveza.
Pero tenía una extraña sensación en la nuca que se negaba a dejarlo marchar. Una intuición lo obligó a volverse y subir la escalera, un empinado tramo que ascendía hasta el edificio situado sobre el pub del sótano.
El estrecho pasaje estaba débilmente iluminado por una lámpara en el rellano de la mitad. Los felices y ebrios sonidos de la festiva canción se apagaron tras él mientras subía con lentitud, atento a los chirriantes escalones.
La escalera daba paso a un oscuro corredor. Escuchó inútilmente durante lo que le pareció largo tiempo. Después se volvió, achacándolo todo a una imaginación excesiva.
Entonces lo oyó de nuevo.
… una serie de ruidos tenues, espectrales, en el límite de lo audible. Los recuerdos que provocaban enviaron un estremecimiento a la espalda de Gordon. No lo había oído desde… desde hacía mucho, mucho tiempo.
Al final del polvoriento pasillo una débil luz delineaba el desvencijado marco de una puerta. Se aproximó con sigilo.
¡Blup!
Palpó el frío pomo metálico. No tenía polvo. Alguien ya estaba dentro.
Uaa, uaa…
La ausencia del peso de su revólver, que había dejado en su habitación de invitados en el supuestamente seguro Cottage Grove, le hizo sentirse medio desnudo al girar el pomo y abrir la puerta.
Unas polvorientas lonas embreadas cubrían cajas de embalar apiladas y repletas de cosas, había de todo, desde neumáticos a herramientas y muebles, un tesoro guardado por los aldeanos ante el incierto futuro. La fuente de aquella débil y oscilante luz procedía de detrás de una hilera de cajas. Se oían voces ahogadas, susurrando en apremiante excitación. Y ese ruido…
Blup. ¡Blup!
Gordon se deslizó junto a las pilas de mohosos cajones, que eran como inestables rocas de un viejo sedimento. Su tensión aumentaba mientras se iba acercando al final de la hilera. El fulgor se intensificaba. Era una luz fría, sin calor.
Una madera del entarimado crujió bajo su pie.
Cinco rostros, en profundo relieve debido a la extraña luz, se volvieron de repente. Gordon se quedó un instante sin aliento al ver que eran niños, que lo miraban aterrorizados, sobre todo porque lo habían reconocido. Tenían los ojos dilatados e inmóviles.
Pero no le preocupó nada de eso, únicamente un pequeño objeto cúbico que yacía sobre una alfombrilla ovalada en el centro del reducido aquelarre. Sus ojos no daban crédito a lo que estaba viendo. En la parte inferior había una hilera de botoncitos, y en el centro una pantalla plana y gris que emitía un brillo perlado.
Unas arañas de color rosa emergían de platillos volantes y descendían imperiosas por la pantalla, siguiendo un ritmo machacón. Si llegaban abajo sin oposición, berreaban triunfantes; luego, sus filas se rehacían y el asalto volvía a empezar.
Gordon tenía la garganta seca.
—¿Dónde…? —jadeó.
Los niños se levantaron. Uno de ellos balbuceó.
—¿Señor?
Gordon señaló.
—¿Dónde, en nombre de todo lo sagrado, habéis conseguido eso? —meneó la cabeza—. Y lo que es más importante… ¿dónde habéis conseguido las pilas?
Un niño se puso a gritar:
—Por favor, señor, no sabíamos que era malo. Timmy Smith nos dijo que era un juguete que los niños de antes solían tener. Los encontramos por todas partes, sólo que ya no funcionaban…
—¿Quién —insistió Gordon— es Timmy Smith?
—Un chico. Los últimos dos años su padre ha venido desde Creswell con una carreta para comerciar. Timmy nos cambió esta por veinte viejas que habíamos encontrado y que no funcionaban.
Gordon recordó el mapa que había estado estudiando en su habitación aquella tarde. Creswell se hallaba un poco más al norte, no lejos de la ruta que había proyectado seguir hasta Eugene.
¿Es posible? La esperanza que albergó era demasiado ardiente y súbita para resultar placentera, o incluso aceptada.
—¿Dijo Timmy dónde había conseguido el juguete? —Trató de no intimidar a los niños, pero algo de su urgencia debía de haberse manifestado y se habían asustado.
Una niña lloriqueó.
—¡Dijo que lo había conseguido en Cíclope!
Entonces, en asustada confusión, los niños se fueron, desaparecieron por los pasillos del polvoriento almacén. Gordon de repente se quedó solo, quieto, observando a los diminutos invasores descender en el fulgor de la pequeña pantalla gris.
Crunch, crunch, crunch, marchaban.
El juego emitió un tono victorioso. Después, comenzó otra vez.