Las barricadas habían sido abandonadas hacía mucho tiempo. El muro protector de la Autopista 58, en el extremo oeste de Oakridge, se había convertido en un montón de escombros de hormigón y acero retorcido y oxidado. La ciudad estaba en silencio. Era evidente que al menos aquel sector llevaba un largo período despoblado.
Gordon bajó la vista hacia la calle principal y en ella leyó la historia de lo ocurrido. Dos, posiblemente tres, violentas batallas se habían librado allí. Una fachada con un letrero inclinado, CLÍNICA DE SERVICIOS DE URGENCIA, se encontraba en el centro de un círculo mayor de devastación.
Tres vidrios de ventana intactos reflejaban los rayos del sol de la mañana desde el último piso de un hotel. En el resto del edificio, incluso donde los escaparates habían sido tapiados, los trozos esparcidos de cristal relucían sobre el destrozado pavimento.
En realidad no es que hubiera esperado algo mejor, pero algunos de los sentimientos que lo acompañaban desde Pine View le habían llevado a creer en la posibilidad de hallar otras islas de paz, sobre todo ahora que se encontraba en la próspera vertiente de Willamette Valley. Si no una ciudad viva, Oakridge al menos podía haber mostrado algunos signos que permitieran ser optimista. Podía haber indicios de una metódica restauración, por ejemplo. Si existía una civilización industrial allí en Oregón, las ciudades como aquella debían de haber sido despojadas de todos los objetos que tuvieran alguna utilidad.
A unos dieciséis metros de su ventajosa posición, Gordon vio una gasolinera destruida. Una gran bolsa de herramientas yacía a un lado; su provisión de llaves inglesas, alicates y cables de repuesto estaba esparcida por el suelo manchado de aceite. Una hilera de neumáticos nunca usados colgaba aún de una viga encima de los elevadores de servicio.
De esto Gordon dedujo que Oakridge era la peor de todas las Oakridges posibles, al menos desde su punto de vista. Las cosas necesarias para una cultura mecánica estaban al alcance de cualquiera, intactas y herrumbrosas… lo que indicaba que no había tal sociedad tecnológica en las proximidades. Al mismo tiempo, tendría que recoger entre los destrozos producidos por cincuenta saqueos previos cualquier cosa útil para un viajero como él.
Bueno —suspiró—. Ya lo he hecho otras veces.
Aunque habían cribado las ruinas del centro de Boise, a los expoliadores anteriores se les había pasado por alto un tesoro consistente en comida enlatada guardado en el almacén trasero de una zapatería… las reservas de algún acaparador, intactas durante largo tiempo. Existía una regla para tales cosas, desarrollada a través de los años. Él tenía sus propios métodos para realizar una búsqueda.
Descendió hacia el bosque situado a uno de los lados del muro protector. Caminó zigzagueando ante la posibilidad de haber sido observado. En un lugar donde encontró mojones en tres direcciones distintas, Gordon dejó caer la mochila de cuero y la gorra bajo un cedro de otoñales tonos rojizos. Se quitó la chaqueta marrón oscuro del cartero y la puso encima; luego cortó algunas ramas para ocultar el escondite.
Haría lo imposible por evitar conflictos con cualquier suspicaz habitante del lugar, pero sólo un tonto prescindiría de sus armas. Había dos tipos de lucha que podían resultar de una situación como aquella. Para una, el silencio del arco sería la mejor. Para la otra, valdría la pena gastar algunos valiosos e irremplazables cartuchos del 38. Gordon comprobó el mecanismo de la pistola y volvió a enfundarla. Cogió el arco, junto con flechas y un saco de tela para lo que encontrara.
En las casas de las afueras de la ciudad los saqueadores precedentes habían sido más entusiastas que meticulosos. A menudo, los destrozos realizados en tales lugares desalentaban a quienes llegaban después, con lo que dejaban cosas útiles. Lo había comprobado con frecuencia anteriormente.
Sin embargo, estaba ya en la cuarta casa y poco de lo que había conseguido reforzaba su teoría. El saco contenía un par de botas casi inservibles a causa del moho, una lupa y dos carretes de hilo. Había buscado en los escondites usuales y en algunos desacostumbrados donde era posible que los acaparadores guardaran sus provisiones, y no había hallado comida de ninguna clase.
Aún le quedaba carne de la que le habían dado en Pine View, pero había consumido más de lo que hubiera deseado. El arco le era de gran utilidad, y hacía dos días había cazado con él un pavo pequeño. Pero si no tenía mejor suerte en la búsqueda, se vería obligado a dejar Willamette Valley por el momento y conseguir trabajo en un campamento de caza invernal.
Lo que realmente deseaba era otro refugio como Pine View. Pero el destino había sido bastante amable últimamente. La excesiva buena suerte despertaba recelos en Gordon.
Hasta que llegó a la quinta casa.
La cama de cuatro columnas se hallaba en lo que fuera el hogar de dos plantas de un médico próspero. Como el resto de la casa, el dormitorio había sido despojado de casi todo salvo el mobiliario. No obstante, al acuclillarse sobre la gran alfombra Gordon pensó que podría encontrar algo que hubiera pasado inadvertido a los anteriores saqueadores.
La alfombra parecía estar fuera de lugar. La cama descansaba sobre ella, pero sólo las patas de la derecha. Las de la izquierda lo hacían directamente sobre la dura madera del suelo. O el propietario se había descuidado al colocar la gran alfombra ovalada o…
Gordon soltó su carga y cogió el borde de la alfombra.
Bien. Es pesada.
Empezó a enrollarla hacia la cama.
¡Sí! Bajo la alfombra había una delgada rendija cuadrada en el suelo. Una pata de la cama sujetaba la alfombra sobre una de las dos bisagras de latón. «Una trampilla».
Empujó con fuerza la columna de la cama. La pata se levantó y volvió a caer con estrépito. Lo intentó dos veces más y el eco resonó.
Al cuarto empujón, la columna se partió en dos. Gordon se libró por poco de quedar empalado por la afilada astilla cuando cayó sobre el colchón. El dosel le siguió y la vieja cama se desplomó con un enorme crujido. Gordon maldijo, luchando con la asfixiante cubierta. Estornudó violentamente formando una nube de polvo.
Al fin, recobrado parcialmente el sentido, consiguió deslizarse fuera de la antigua y polvorienta tela. Salió de la habitación dando traspiés, estornudando y tosiendo aún. Poco a poco el ataque remitió. Se asió a la barandilla, bizqueando en ese tortuoso y semiorgásmico estado que precede a un descomunal estornudo. En sus oídos se produjeron zumbidos que casi parecían voces.
Lo próximo que oirás serán campanas de iglesia, se dijo.
El gran estornudo llegó al fin, estrepitosamente. Secándose los ojos volvió a entrar en el dormitorio. La trampilla había quedado al descubierto, bajo una nueva capa de polvo. Gordon tuvo que hacer palanca en el borde del panel secreto. Al fin la trampilla se alzó con un fuerte y agudo chirrido.
De nuevo, le pareció que parte del ruido procedía de fuera de la casa. Pero cuando se detuvo y escuchó atentamente, no oyó nada. Dominado por la impaciencia, se agachó y apartó las telarañas para escudriñar el escondite.
Dentro había una caja metálica grande. Buscó alrededor esperando hallar algo más. Después de todo, las cosas que un médico de preguerra podía haber guardado en un cofre cerrado, dinero y documentos, serían menos útiles para él que alimentos enlatados escondidos en un arrebato de acaparamiento propio de tiempos de guerra. Pero no había nada más que la caja. Gordon la sacó con esfuerzo.
Bueno. Pesa mucho. Ahora esperemos que no sea oro o alguna fruslería por el estilo. Las bisagras y la cerradura estaban oxidadas. Alzó el mango de su cuchillo para romper la pequeña cerradura. Entonces se detuvo bruscamente.
Ahora no había duda. Las voces estaban cerca, demasiado cerca.
—¡Creo que venía de esta casa! —exclamó alguien desde el descuidado jardín exterior. Los pies se arrastraban entre las hojas secas. Se oyó ruido de pasos en el porche de madera.
Gordon envainó el cuchillo y cogió su fardo. Dejó la caja junto a la cama y salió rápidamente de la habitación hasta el hueco de la escalera.
Estas no eran las mejores circunstancias para conocer a otros hombres. En Boise y en otras ruinas de montaña había existido casi un código: los expoliadores de los ranchos de los alrededores podían probar suerte en la ciudad; y aunque los grupos e individuos eran cautelosos, rara vez se atacaban entre sí. Sólo una cosa podía reunidos a todos: el rumor de que alguien había visto a un holnista en alguna parte. De lo contrario, permanecían aislados.
En otros sitios, sin embargo, la territorialidad era la norma, ferozmente impuesta. Quizá Gordon estaba buscando en el coto de uno de estos clanes. En cualquier caso una huida rápida sería prudente.
Aun así… volvió a mirar la caja fuerte con ansiedad. ¡Es mía, maldita sea!
Las botas pisaban ruidosamente en el piso de abajo. Era demasiado tarde para cerrar la trampilla o para esconder el pesado cofre del tesoro. Gordon maldijo en silencio y corrió con tanto sigilo como pudo por el rellano hasta la estrecha escalerilla del desván.
Este era pequeño, poco más que una simple buhardilla en forma de A. Ya había buscado antes allí, entre los inútiles recuerdos. Lo que ahora deseaba era un escondite. Se mantenía pegado a las inclinadas paredes para evitar los crujidos del entarimado. Escogió un baúl junto a una pequeña ventana que daba al tejado, y allí dejó el saco y el carcaj. Rápidamente, preparó el arco.
¿Buscarían? En ese caso, sin duda la caja fuerte llamaría su atención.
Si la encontraban, ¿lo tomarían como un ofrecimiento y le dejarían una parte de su contenido? Sabía que tales cosas ocurrían, en lugares donde existía un primitivo concepto del honor.
Haría blanco en cualquiera que entrase en el desván, aunque no sabía de qué le iba a servir eso, acorralado como estaba en un edificio de madera. Los habitantes del lugar conservarían sin duda, incluso en una época oscura, la capacidad de producir fuego.
Ahora se oían al menos tres pares de pies calzados con botas. Subieron la escalera con rápidos y fuertes pasos, y llegaron al rellano todos a la vez. Cuando estuvieron en la segunda planta, Gordon oyó un grito.
—¡Eh, Karl, mira esto!
—¿Qué? Coges a una pareja de muchachos jugando a los médicos en una vieja cama ag… ¡Mierda!
Se produjo un fuerte estrépito, seguido del martilleo de metal sobre metal.
—¡Mierda! —Gordon meneó la cabeza. Karl tenía un vocabulario limitado aunque expresivo.
Se oyeron ruidos de arrastre y forcejeo, acompañados de más exclamaciones escatológicas. Al fin, un tercero habló en voz alta.
—Qué amable ha sido ese tipo, encontrando esto para nosotros. Ojalá pudiéramos darle las gracias. Deberíamos conocerlo para no disparar primero si lo encontramos otra vez.
Si aquello era un señuelo, Gordon no picó. Aguardó.
—Bueno, al menos merece una advertencia —dijo la primera voz en tono aún más alto—. En Oakridge tenemos por norma disparar primero. Más vale que se largue antes de que alguien le haga un agujero más grande que el hueco entre las orejas de un supervivencialista.
Gordon asintió, captando todo el valor de esa advertencia.
Los pasos se alejaron. Resonaron escaleras abajo y después en el porche de madera.
Desde la ventana del tejado, que dominaba la entrada delantera, Gordon vio a tres hombres abandonar la casa y dirigirse hacia el bosquecillo de abetos circundante. Llevaban rifles y abultados fardos de lona. Corrió hasta las demás ventanas cuando desaparecieron en el bosque, pero no vio ningún otro movimiento. Ninguna señal de alguien que volviera apresuradamente.
Habían sido tres pares de pies. Estaba seguro de ello. Tres voces. Y no era probable que un hombre solo permaneciera escondido de todas formas. Sin embargo, Gordon salió con cautela. Se tendió junto a la trampilla abierta del desván, el arco, la bolsa y el carcaj a su lado, y se arrastró hasta que la cabeza y los hombros estuvieron sobre la abertura, ligeramente sobre el nivel del suelo. Sacó el revólver, lo colocó ante sí y luego dejó que la gravedad balanceara su cabeza y torso vanas veces hacia abajo de una manera que alguien que estuviera emboscado difícilmente esperaría. Cuando la sangre afluyó a su cabeza, Gordon estuvo dispuesto a descargar seis rápidos disparos a cualquier cosa que se moviera.
Nada se movió. No había nadie en el distribuidor de la segunda planta.
Cogió la bolsa de lona, sin apartar la mirada del distribuidor, y la dejó caer con estrépito.
El ruido no provocó ninguna reacción.
Gordon cogió sus bártulos y se dejó caer también, agazapado. Cruzó deprisa el distribuidor, al estilo escaramuza.
La caja fuerte yacía abierta y vacía junto a la cama, rodeada de papeles revueltos. Como esperaba, había curiosidades tales como certificados de depósito, una colección de sellos y la escritura de propiedad de la casa.
Pero había algo más.
Una caja de cartón rota, cuya envoltura de celofán acababa de ser retirada, mostraba a todo color un par de felices piragüistas con sus nuevos rifles desmontables. Gordon miró las armas dibujadas en la caja y ahogó un grito de extrañeza. Sin duda allí también había habido cajas de munición.
Malditos ladrones, pensó amargamente.
Pero los demás envoltorios abandonados casi lo sacaron de quicio. ASPIRINA CON CODEÍNA, ERITROMICINA, COMPLEJO MEGAVITAMÍNICO, MORFINA… las etiquetas y cajas estaban desparramadas, pero se habían llevado los frascos.
Cuidadosamente administrados… escondidos e intercambiados regateando oportunamente… le habrían dado entrada a Gordon en casi cualquier aldea. ¡Incluso habría podido ser miembro a prueba en una de las prósperas comunidades rancheras de Wyoming!
Se acordó de un buen médico cuya clínica situada en las ruinas de Butte era un santuario protegido por todos los pueblos y clanes de los alrededores. Gordon pensó en lo que ese santo varón podría haber hecho con aquello.
Pero sus ojos casi se quedaron ciegos de ira cuando observó una caja de cartón vacía en la que podía leerse: POLVO DENTAL.
¡Mi polvo dental!
Gordon contó hasta diez. No fue suficiente. Trató de controlar la respiración. Sólo le sirvió para concentrar su rabia. Se quedó allí, con los hombros caídos, sintiéndose impotente para reaccionar ante esta nueva atrocidad del mundo.
Está bien —se dijo—. Estoy vivo. Y si puedo volver hasta mi mochila, probablemente seguiré con vida. El año que viene, si es que llega, me preocuparé por mis dientes.
Gordon recogió su fardo y volvió a sus precauciones para salir de aquella casa de falsas expectativas.
Un hombre que pasa largo tiempo solo en el páramo goza de una gran ventaja incluso sobre el mejor cazador, si ese cazador va no obstante a casa de sus amigos y compañeros la mayoría de las noches. La diferencia es un rasgo común con los animales, con la misma naturaleza. Era algo tan indefinible que lo ponía nervioso. Gordon percibía que algo era extraño mucho antes de saber a qué atribuirlo. La sensación no lo abandonaba.
Había desandado el camino hasta el límite oriental de la ciudad, donde había escondido sus pertenencias. Ahora, sin embargo, se detuvo y reflexionó. ¿Se estaba excediendo? No era Jeremiah Johnson, para interpretar los ruidos y olores del bosque como si leyera los letreros de las calles de una ciudad. Aun así, miró alrededor en busca de algo que justificara su desasosiego.
El bosque estaba formado en su mayor parte por abetos occidentales y arces de hoja grande, con vástagos de alisos que crecían como cizaña en casi todo lo que antiguamente había sido zonas despejadas. Era muy distinto de los secos bosques que cruzó en el lado este de las Cascadas, donde había sido asaltado bajo los escasos pinos ponderosa. Aquí se percibía un olor a vida más acusado que cualquiera que recordase desde antes del Invierno de los Tres Años.
Los ruidos animales habían sido escasos hasta que dejó de moverse. Pero cuando se quedó quieto, pronto empezó a percibir un aluvión de parloteos y movimientos de pájaros. Ladrones de campo de gris plumaje revoloteaban en pequeños grupos de un lado a otro, jugando a la guerrilla con grajos más pequeños por los claros donde más abundaban las sabandijas. Los pájaros de menor tamaño brincaban de rama en rama, gorjeando y hurgando.
Estos pájaros no sentían gran amor por el hombre, pero tampoco volaban grandes distancias para rehuirlo, si se estaba quieto.
Entonces, ¿por qué estoy tan nervioso?
Se oyó un leve chasquido a su izquierda, cerca de una de las omnipresentes matas de zarzamora, a unos quince metros. Gordon se volvió, pero allí también había pájaros.
Un pájaro, para ser exactos. Un sinsonte.
La criatura voló sobre la maleza y se posó sobre un montón de ramitas que Gordon supuso constituían su nido. Se quedó allí, como un pequeño señor, altivo y orgulloso; luego, graznó y descendió a la maleza otra vez. Cuando quedó fuera de su vista oyó otro leve susurro y el sinsonte reapareció.
Gordon picoteó con el arco en el barro con gesto distraído mientras soltaba el seguro del revólver, tratando de aparentar una fría indiferencia. Silbó con los labios resecos por el miedo mientras caminaba lentamente, sin acercarse ni alejarse de la maleza, en dirección a un gran abeto.
Detrás de aquella maleza se hallaba algo que había llevado al sinsonte a su nido en un acto de precavida defensa, y ese algo estaba intentando no hacer caso de las molestias consiguientes y permanecer escondido en silencio.
Alertado, Gordon reconoció un puesto de caza y vagó con exagerada despreocupación. Pero tan pronto como pasó tras el abeto, sacó el revólver y corrió hacia el bosque en ángulo agudo para esconderse, tratando de mantener la masa del árbol entre él y las zarzamoras.
Permaneció bajo la protección del árbol sólo un momento. La sorpresa lo protegió un instante más. Luego, el estampido de tres disparos, de diferentes calibres, se esparció bajo la celosía formada por los árboles. Gordon se desplazó hasta un tronco caído en lo alto de una pequeña elevación. Resonaron tres disparos más cuando se arrojó sobre el tronco podrido y cayó al suelo al otro lado con un fuerte ruido y un punzante dolor en el brazo derecho.
Por un instante lo cegó el pánico cuando se le agarrotó la mano que sostenía el revólver. Si se había roto el brazo…
La sangre le empapaba el puño de la camisa con la inscripción de EE.UU. El temor exageró el dolor hasta que se subió la manga y vio un largo corte superficial, con astillas de madera colgando de él. Era el arco, que se había roto al caerse.
Gordon extrajo las astillas y gateó hacia una angosta zanja situada a su derecha, manteniéndose agazapado para aprovechar la protección que le ofrecían el lecho del arroyo y la maleza. Por detrás de él los aullidos de unos perseguidores que se divertían llegaron hasta el montecillo.
Los minutos siguientes fueron una confusión de crujidos de ramas y súbitos zigzagueos. Gordon se zambulló en un estrecho arroyo, dio la vuelta y echó a correr contra corriente.
Recordó que los cazadores se desplazan con frecuencia siguiendo el curso de las aguas; mientras se apresuraba en el sentido opuesto, esperó que sus enemigos conocieran ese detalle. Saltó de piedra en piedra, tratando de no remover el barro del fondo. Luego saltó de nuevo hacia el bosque.
Sonaban gritos a su espalda. Los pasos del propio Gordon parecían lo bastante ruidosos para despertar a un oso dormido. En dos ocasiones contuvo el aliento tras un montículo de piedra y un macizo de vegetación, tanto para pensar como para no producir ruido alguno.
Finalmente, los gritos se perdieron en la lejanía. Gordon suspiró al apoyarse contra un gran roble y sacó el botiquín de la bolsa del cinturón. La herida no le causaría problemas. No había motivos para esperar que la limpia madera del arco le produjera una infección. Dolía como un infierno pero el corte estaba lejos de las venas y los tendones. Lo cubrió con una tela esterilizada y procuró no hacer caso del dolor mientras se enderezaba y miraba alrededor.
Para su sorpresa, reconoció dos indicadores a la vez… el alto y deteriorado rótulo del motel Oakridge, visible sobre las copas de los árboles, y una cerca para ganado tras un trillado camino de asfalto, en el lado este.
Gordon se dirigió rápidamente al lugar donde había escondido sus cosas. Estaban tal como las había dejado. En apariencia, los hados tenían la suficiente sutileza para no propinarle otro golpe en tan poco tiempo. Sabía que no actuaban de ese modo. Siempre permitían conservar la esperanza; luego la destruían antes de dejar que realmente la poseyeras.
Aumentó sus precauciones. Buscó con cautela la mata de zarzamoras, con su airado habitante sinsonte. Como esperaba, estaba vacía. Reptó por detrás para tener el punto de vista de los emboscados y se quedó allí hasta unos minutos después de que se desvaneciera la tarde, mirando y pensando.
Lo habían tenido a tiro, eso era seguro. Desde este punto de mira era difícil comprender cómo habían errado los tres hombres al dispararle.
¿Tan sorprendidos quedaron por su repentina reacción? Debían de tener armas semiautomáticas, pero sólo recordaba seis tiros. O estaban siendo muy ahorradores con las balas o…
Se aproximó al gran abeto situado frente al claro. Dos muescas recientes marcaban la corteza, a unos tres metros de altura.
Tres metros. No podían ser tan malos tiradores.
Así, todo encajaba. En ningún momento habían pretendido en absoluto matarlo. Habían apuntado alto a propósito, para asustarlo y ahuyentarlo. No era extraño que sus perseguidores nunca hubieran estado demasiado cerca en su huida hacia el bosque.
Los labios de Gordon se curvaron. Irónicamente, esto hacía más odiosos a sus asaltantes. Había llegado a aceptar la maldad irracional, como uno debe aceptar el mal tiempo o las bestias salvajes. Muchos antiguos americanos se habían convertido en algo poco mejor que bárbaros.
Pero una diversión calculada como esa tenía que tomarla como cosa personal. Aquellos hombres poseían el concepto de la piedad; pero le habían robado, herido y aterrorizado.
Recordó a Roger Septien, burlándose de él desde aquella ladera de colina seca como un hueso. Estos bastardos no eran mejores.
Gordon siguió su rastro a lo largo de unos ochenta metros al oeste del puesto. Las huellas de botas eran claras… casi arrogantes por indisimuladas.
Se tomó tiempo, pero en ningún momento pensó en la posibilidad de volverse.
El crepúsculo se aproximaba cuando apareció a la vista la empalizada que rodeaba Nueva Oakridge. La zona abierta que una vez había sido un parque urbano estaba cerrada por una alta valla de madera. Desde dentro podía oírse el mugir del ganado. Un caballo relinchó. Gordon percibió el olor del heno y otros olores producidos por el ganado.
Cerca de allí, una valla aún más alta rodeaba tres bloques de viviendas de lo que fuera el sector sudeste de la ciudad de Oakridge. Una hilera de edificios de dos plantas de un largo aproximado de medio bloque ocupaba el centro de la ciudad. Gordon vio los tejados que sobresalían del muro y un depósito de agua con un nido de cuervos en la parte más alta. La silueta de una figura vigilaba, mirando hacia el bosque en penumbra.
Parecía una comunidad próspera, quizá la mejor que había encontrado desde que salió de Idaho.
Los árboles habían sido talados para hacer un cortafuego alrededor del muro de la aldea, pero de eso hacía ya algún tiempo. Maleza de la mitad de la altura de un hombre había invadido la zona despejada.
Bueno, no debe de haber ya muchos supervivencia-listas por aquí —pensó Gordon— o serían menos descuidados.
Voy a ver cómo es la entrada principal.
Rodeó el área despejada hacia el lado sur de la aldea. Al oír voces se ocultó cautelosamente tras una cortina de maleza.
Se abrió un portón de madera. Dos hombres armados salieron, miraron en torno e hicieron seña a alguien del interior. Con un grito y un chasquido de riendas, una carreta tirada por dos caballos de carga lo cruzó y luego se detuvo. El conductor se volvió para hablar a los dos guardianes.
—Dile al Alcalde que aprecio el préstamo, Jeff. Sé que mi colaboración no es muy valiosa. Pero le pagaremos cuando recojamos la cosecha del próximo año, seguro. Él ya es propietario de una parte de la granja, así que esto debería ser una buena inversión para él.
Uno de los guardianes asintió.
—Claro, Sonny. Ahora ten cuidado ahí afuera. Algunos de los chicos hoy han divisado a un solitario en el extremo este de la ciudad vieja. Ha habido algunos tiros.
El granjero contuvo el aliento audiblemente.
—¿Alguien ha resultado herido? ¿Estás seguro de que era un solitario?
—Sí, completamente. Según Bob ha corrido como un conejo.
El pulso de Gordon se aceleró. Los insultos habían llegado a un punto casi intolerable. Metió la mano izquierda dentro de la camisa y palpó el silbato que Abby le había dado, que llevaba colgado de su cadena en torno al cuello. Aquello lo confortó haciéndole recordar la decencia.
—Ese tipo le ha hecho un auténtico favor al Alcalde —prosiguió el primer guardián—. Había encontrado un agujero oculto lleno de drogas antes de que los muchachos de Bob lo echaran. El Alcalde dejará que algunos de los propietarios las prueben esta noche en una fiesta, para descubrir lo que hacen. Te aseguro que me gustaría moverme en esos círculos.
—También a mí —agregó el vigilante más joven—. Eh, Sonny, ¿crees que el Alcalde podría pagarte algunas de tus primas en drogas, si alcanzas la cuota este año? ¡Podrías celebrar una buena fiesta!
«Sonny» sonrió tímidamente y se encogió de hombros. Luego, por alguna razón, agachó la cabeza. El guardián más viejo lo miró con curiosidad.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Sonny meneó la cabeza. Gordon apenas pudo oírlo cuando habló.
—Ya no deseamos mucho, ¿verdad, Gary?
Gary frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que deseamos ser como los compinches del Alcalde, ¿por qué no deseamos tener un Alcalde sin compinches?
—Yo…
—Sally y yo tuvimos tres niñas y dos niños antes del Desastre, Gary.
—Lo recuerdo, Sonny, pero…
—Hal y Peter murieron en la guerra, pero consideré que Sally y yo seríamos afortunados si conservábamos a las tres niñas. ¡Afortunados!
—Sonny, no es culpa tuya. Sólo fue mala suerte.
—¿Mala suerte? —masculló el granjero—. Una, violada hasta morir cuando llegaron aquellos ladrones; Peggy muerta de parto, y mi pequeña Susan… tiene el pelo gris, Gary. ¡Parece hermana de Sally!
Se produjo un largo silencio. El guardián más viejo puso la mano en el brazo del granjero.
—Llevaré una jarra mañana, Sonny, lo prometo. Hablaremos de los viejos tiempos, como solíamos hacer.
El granjero asintió, sin levantar la vista.
—¡Arre! —gritó, y chasqueó las riendas.
Durante unos instantes, el guardián contempló la traqueteante carreta mascando un tallo de hierba. Al fin, se volvió hacia su compañero más joven.
—Jimmie, ¿te he hablado alguna vez de Portland? Sonny y yo acostumbrábamos ir allí antes de la guerra. Tenían un Alcalde, cuando yo era un muchacho, que pretendía…
Cruzaron el portón y se alejaron del alcance del oído de Gordon.
En otras circunstancias Gordon habría pensado durante horas en lo que aquella breve conversación le había revelado sobre la estructura social de Oakridge y su entorno. El pago de una deuda con frutas del granjero, por ejemplo, era una clásica fase previa a una especie de servidumbre de la gleba. Había leído algo sobre esto en un curso de historia cuando estudiaba segundo grado, en otros tiempos y en otro mundo. Era una característica del feudalismo.
Pero ahora Gordon no tenía tiempo para la filosofía ni la sociología. Sus emociones estaban al rojo vivo. El ultraje que suponía lo ocurrido aquel día no era nada comparado con la cólera que le provocaba el uso propuesto para las drogas que él había encontrado. Cuando pensaba en lo que aquel médico de Wyoming podía haber hecho con esas medicinas… ¡La mayoría de las sustancias ni siquiera producirían los efectos buscados por aquellos ignorantes salvajes!
Gordon estaba cansado. El brazo derecho vendado le producía un gran dolor.
Apostaría a que puedo escalar esos muros sin grandes problemas, hallar el almacén y reclamar lo que he encontrado… además de algún extra para compensar los insultos, el dolor y mi arco roto.
La imagen no era lo bastante satisfactoria. Gordon la adornó. Se vio colándose en la «fiesta» del Alcalde y despreciando a todos aquellos bastardos sedientos de poder que estaban haciendo un pequeño imperio de aquel rincón de la edad oscura. Se imaginó adquiriendo poder, poder para hacer el bien… poder para obligar a aquellos palurdos a usar la educación de los días de su primera juventud antes de que la generación culta desapareciese para siempre del mundo.
¿Por qué, por qué no hay nadie que asuma la responsabilidad de enderezar las cosas de nuevo? Yo ayudaría. Yo dedicaría mi vida a ese líder.
Pero todos los grandes sueños parecen haberse desvanecido. Todos los hombres buenos, como el teniente Van y Drew Simms, murieron defendiéndolos. Debo de ser el único que queda que sigue creyendo en ellos.
Marcharse era impensable, por supuesto. Una combinación de orgullo, obstinación y simple furia gonadal lo hacía mantenerse firme en su empeño. Pelearía y eso era todo.
Tal vez haya una milicia de idealistas, en el Cielo o en el Infierno. Supongo que la hallaré pronto.
Afortunadamente, las hormonas de la guerra dejaban un poco de espacio para que su cerebro anterior escogiera la táctica. Después, se dedicó a pensar en lo que iba a hacer.
Gordon volvió a internarse en las sombras y una rama lo rozó y le hizo caer la gorra. La cogió antes de que llegara al suelo y estaba a punto de volver a ponérsela cuando se detuvo bruscamente y la miró.
Su rostro se reflejó en la bruñida imagen de un jinete, una figura de latón inclinada junto a una cinta con una frase en latín. Gordon observó los cambiantes destellos sobre el brillante emblema y sonrió lentamente.
Aquello sería audaz, quizá mucho más que escalar la cerca en la oscuridad. Pero la idea poseía una grata connotación que atrajo a Gordon. Era probablemente el último hombre vivo que escogería un camino más peligroso sólo por razones estéticas, y eso lo alegraba. Aunque el plan fallara, sería espectacular.
Tendría que efectuar una breve incursión en las ruinas de la vieja Oakridge, más allá de la aldea construida en la posguerra, hasta un edificio que seguramente estaría entre los menos saqueados de la ciudad. Volvió a ponerse la gorra mientras avanzaba para aprovechar lo que quedaba de luz.
Una hora después, Gordon abandonó los destruidos edificios de la vieja ciudad y caminó decididamente por la carretera de asfalto llena de baches volviendo sobre sus pasos en el crepúsculo. Dio un largo rodeo a través del bosque, y por último llegó a la carretera que «Sonny» había tomado, al sur de la muralla de la aldea. Ahora se acercó sin ocultarse, guiado por una solitaria linterna que colgaba sobre el ancho portón de entrada.
El guardián debía de estar muy distraído, ya que Gordon se situó a unos seis metros de distancia sin que le diera el alto. Vio un centinela entre las sombras, sobre un parapeto, cerca del extremo opuesto de la empalizada, pero el idiota estaba mirando a otra parte.
Gordon respiró hondo, se llevó el silbato de Abby a los labios y sopló tres veces con fuerza. Los estridentes pitidos resonaron en los edificios y el bosque como el grito de un ave rapaz. Del parapeto le llegó el ruido de pasos apresurados. Tres hombres, con escopetas y lámparas de aceite, aparecieron sobre la puerta y lo miraron a la luz del atardecer.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
—Debo hablar con alguien que tenga autoridad —voceó Gordon—. ¡Se trata de un asunto oficial y exijo entrar a la ciudad de Oakridge!
Aquello ciertamente los sacó de su rutina. Hubo un largo y anonadado silencio mientras los guardias miraban con sorpresa, primero a él y luego entre sí. Al fin, uno de los hombres se marchó mientras el que había hablado se aclaraba la garganta.
—Mmm… ¿vuelve? ¿Tiene fiebre? ¿Ha cogido la Enfermedad?
Gordon negó con la cabeza.
—No estoy enfermo. Estoy cansado y hambriento. Y furioso por haber sido tiroteado. Pero esos asuntos pueden esperar hasta que haya cumplido con mi deber aquí.
Esta vez la voz del jefe de la guardia denotó una confusa perplejidad:
—Cumplir con su… ¿De qué demonios está hablando, amigo?
Le llegaron los ecos de pasos rápidos procedentes del parapeto. Aparecieron varios hombres más, seguidos de varios niños y mujeres que se situaron a izquierda y derecha. La disciplina, aparentemente, no era práctica común en Oakridge. El tirano local y sus compinches habían hecho las cosas a su manera durante largo tiempo.
Gordon repitió, lenta y firmemente, adoptando su mejor voz de Polonius:
—Exijo hablar con sus superiores. Están poniendo a prueba mi paciencia dejándome aquí fuera, y esto habrá de constar en mi informe. ¡Ahora traiga a alguien que tenga autoridad ahí para abrir esa puerta!
El número de personas aumentó hasta que un tupido bosque de siluetas llenó la empalizada. Miraban a Gordon cuando un grupo de figuras portando linternas apareció en la parte derecha del parapeto. Los espectadores de ese lado abrieron paso a los recién llegados.
—Mire, solitario —dijo el guardián jefe—, está pidiendo una bala a gritos. No tenemos ningún «asunto oficial» con nadie fuera de este valle, desde que rompimos las relaciones con el centro comunista de Blakeville, hace años. Puede apostar el cuello a que no voy a molestar al Alcalde por un chiflado…
El hombre se volvió, sorprendido, cuando el grupo de dignatarios llegó.
—Señor Alcalde… Lamento el alboroto, pero…
—Estaba cerca de todas formas. Lo he oído. ¿Qué está pasando aquí?
El guardián señaló.
—Tenemos fuera a un tipo que habla de una forma que no había oído desde los tiempos locos. Debe de estar enfermo, o quizá sea uno de esos solitarios que solían venir.
—Yo me ocuparé de esto.
En la creciente oscuridad la nueva figura se asomó al parapeto.
—Soy el Alcalde de Oakridge —anunció—. Nosotros no creemos en la caridad. Pero si usted es el sujeto que ha encontrado las mercancías esta tarde y las ha donado cortésmente a mis muchachos, admitiré que estamos en deuda con usted. Haré que le bajen buena comida caliente a la puerta. Y una manta. Puede dormir junto a la carretera. Mañana, sin embargo, tendrá que irse. No queremos enfermedades aquí. Y por lo que los guardianes me cuentan, usted debe de estar delirando.
Gordon sonrió.
—Su generosidad me impresiona, señor Alcalde. Pero he venido desde demasiado lejos con un asunto oficial para marcharme ahora sin cumplimentarlo. Ante todo, ¿puede decirme si Oakridge tiene en funcionamiento una línea telegráfica o de fibra óptica?
El silencio producido por su inesperada salida fue largo y pesado. Gordon podía imaginar el estupor del Alcalde. Al fin, el cacique respondió:
—Durante diez años no hemos tenido ni radio. Nada funciona desde entonces. ¿Por qué? ¿Qué tiene eso que ver con…?
—Es una lástima. Las ondas han sido un desbarajuste desde la guerra, desde luego… —improvisó—, toda la radiactividad, ya sabe. Pero creía que me sería posible usar su transmisor para informar a mis superiores.
Pronunció esas palabras con aplomo. Esta vez no se produjo silencio en el parapeto, sino una oleada de asombrados murmullos. Gordon imaginó que la mayoría de la población de Oakridge debía de estar ya allí arriba. Deseó que el muro estuviera bien construido. No formaba parte de su plan entrar en la ciudad como Josué.
Tenía otra idea en la mente.
—¡Traed una linterna! —ordenó el Alcalde—. ¡Esta no, idiota! ¡La que tiene reflector! Sí. Ahora enfócala sobre ese hombre. ¡Quiero echarle un vistazo!
Llevaron una voluminosa lámpara y se oyeron susurros cuando la luz iluminó a Gordon. Lo estaba esperando y no se cubrió los ojos ni parpadeó. Se cambió de mano la mochila de cuero y se giró para mostrar su atavío desde el mejor ángulo. Llevaba la gorra de cartero, con su bruñido emblema, inclinada hacia el rostro.
El murmullo de la muchedumbre creció en intensidad.
—Señor Alcalde —gritó—, mi paciencia tiene un límite. He de hablar con usted sobre el comportamiento de sus muchachos esta tarde. No me obligue a ejercer mi autoridad de un modo que a ambos nos parecería desagradable. Está a punto de perder su privilegio de comunicarse con el resto de la nación.
El Alcalde se balanceaba adelante y atrás con rapidez.
—¿Comunicación? ¿Nación? ¿Qué broma es esta? Sólo existe la comuna de Blakeville, esos adustos mentecatos de Culp Creek, y Satán sabe qué otros salvajes además de ellos. ¿Quién demonios es usted, en cualquier caso?
Gordon se tocó la gorra.
—Gordon Krantz, del Servicio Postal de Estados Unidos. Soy el mensajero asignado para restablecer una ruta de correo entre Idaho y el bajo Oregón, e Inspector Federal General para la región.
¡Y pensar que se había avergonzado de representar a Santa Claus en Pine View! Gordon no pensó en las consecuencias de ser «Inspector federal» hasta que la expresión hubo salido de su boca. ¿Era inspiración o una temeridad?
Bueno, igual da ser colgado por poco que por mucho, pensó.
La muchedumbre se había convertido en un tumulto. Varias veces, Gordon oyó las palabras «fuera» e «Inspector», y especialmente «cartero». Cuando el Alcalde pidió silencio, este llegó despacio, remolcado por un expectante bisbiseo.
—Así que es usted cartero —el tono era sarcástico—, ¿por qué clase de idiotas nos toma, Krantz? ¿Un brillante traje lo convierte en oficial del gobierno? ¿De qué gobierno? ¿Qué prueba puede darnos? ¡Demuéstrenos que no es un insensato lunático, que delira con la fiebre de la radiación!
Gordon extrajo los papeles que había preparado hacía sólo una hora, utilizando el sello encontrado en las ruinas de la estafeta de correos de Oakridge.
—Aquí tengo credenciales… —Pero fue interrumpido al instante.
—Guárdese sus papeles, solitario. ¡No vamos a dejar que se acerque lo bastante para contagiarnos su fiebre!
El Alcalde se irguió y agitó un brazo en el aire, dirigiéndose a sus súbditos.
—Todos recordáis cómo solían venir los locos y los impostores, durante los años del Caos, fingiendo ser todo, desde el Anticristo al cerdito Porky. Bien, hay un hecho del que todos podemos estar seguros. Los locos vienen y los locos se van, pero sólo hay un «gobierno»… ¡el que tenemos aquí! —Se volvió hacia Gordon—. Tiene suerte de que ahora no sea como en los años de la plaga, solitario. Entonces un caso como el suyo hubiera reclamado una cura inmediata… ¡mediante cremación!
Gordon maldijo en silencio. El tirano local era astuto y sin duda no fácil de engañar. Si no iban a mirar las «credenciales» que había falsificado, el viaje a la vieja ciudad de aquella tarde había sido inútil. A Gordon le quedaba su último as. Sonrió para la muchedumbre, aunque lo que deseaba era cruzar los dedos.
De un bolsillo lateral de la bolsa de cuero sacó un pequeño paquete. Gordon fingió repasar los sobres, leyendo los nombres que sabía de memoria.
—¿Hay algún… Donald Smith aquí? —gritó a los habitantes de la aldea.
Las cabezas se volvieron a izquierda y derecha para cambiar impresiones en voz baja. Su confusión era visible incluso en la creciente oscuridad. Al fin alguien respondió:
—¡Murió un año después de la guerra! En la última batalla de los almacenes.
Se percibía un temblor en la voz del que hablaba. Bien. La sorpresa no era la única emoción que habitaba allí. No obstante, Gordon necesitaba algo mucho mejor que eso. El Alcalde continuaba mirándolo, tan perplejo como los demás, pero cuando comprendiera lo que Gordon estaba tratando de hacer, habría problemas.
—Ah, bueno —repuso Gordon—. Tendré que confirmarlo, por supuesto. —Antes de que nadie pudiese hablar, continuó el apresurado repaso del paquete que tenía en la mano.
—¿Hay algún señor o señora Franklin Thompson en la población? ¿O su hijo o hija?
Ahora la marea de murmullos contenía connotaciones supersticiosas. Una mujer contestó:
—¡Muertos! El chico vivió hasta el año pasado. Trabajaba en la granja de Jascowisc. Sus parientes estaban en Portland cuando estalló la guerra.
¡Maldita sea! A Gordon sólo le quedaba un nombre. Estaba bien impresionarlos con sus conocimientos, ¡pero lo que necesitaba era a alguien vivo!
—¡De acuerdo! —dijo—. Confirmaremos eso. Finalmente, ¿hay alguna Grace Horton? Señorita Grace Horton…
—¡No hay ninguna Grace Horton! —gritó el Alcalde; la confianza y el sarcasmo habían vuelto a su voz—. Conozco a todos los de mi territorio. ¡Nunca ha habido una Grace Horton desde que llegué hace diez años, impostor!
»¿No veis todos lo que hace? Encontró una vieja guía de teléfonos en la ciudad y copió algunos nombres para impresionarnos. —Agitó el puño hacia Gordon—. ¡Amigo, he decidido que está usted alterando el orden y poniendo en peligro la salud pública! ¡Tiene cinco segundos para irse antes de que ordene a mis hombres abrir fuego!
Gordon suspiró pesadamente. Ahora no tenía elección. Al menos podía batirse en retirada y no perder nada más que un poco de orgullo.
Era un buen farol, pero sabías que las posibilidades de que funcionara eran escasas. Al menos has inquietado a ese bastardo durante unos momentos.
Era hora de marcharse; pero para su sorpresa, Gordon vio que su cuerpo no le obedecía. Sus pies se negaban a moverse. Toda voluntad de escapar se había evaporado. Su sensatez quedó horrorizada cuando cuadró los hombros y fanfarroneó ante el Alcalde:
—Atacar a un mensajero postal es uno de los pocos crímenes federales que el Congreso provisional no ha suspendido durante el período de restauración, señor Alcalde. Estados Unidos siempre ha protegido a sus carteros. —Miró fríamente bajo la luz de la lámpara—. Siempre —enfatizó.
Y por un instante sintió un estremecimiento. Era un mensajero, al menos en espíritu. Un anacronismo que la edad oscura había perdido cuando se dedicó sistemáticamente a eliminar cualquier manifestación de idealismo en el mundo. Gordon miró con fijeza la oscura silueta del Alcalde y lo desafío en silencio a matar lo que quedaba de la ya mermada individualidad.
Durante varios segundos el silencio se intensificó. Luego el Alcalde levantó la mano.
—¡Uno! —contó lentamente, acaso para dar tiempo a Gordon para correr, o tal vez por sadismo.
—¡Dos!
El juego estaba perdido. Gordon sabía que debía marcharse. Sin embargo, su cuerpo no se movió.
—¡Tres!
De este modo muere el último idealista, pensó. Aquellos dieciséis años de supervivencia habían sido un accidente, un descuido de la Naturaleza, dispuesto a ser corregido. Al final, todo su pragmatismo, duramente conseguido, era sacrificado a… un gesto.
Había movimiento en el parapeto. Alguien hacía esfuerzos por avanzar desde el extremo de la izquierda.
Los guardianes levantaron las escopetas. A Gordon le pareció ver que algunos de ellos se movían, indecisos, con desgana. Aunque aquello no iba a beneficiarlo.
El Alcalde alargó la cuenta final, tal vez un poco intimidado por la testarudez de Gordon. El puño alzado empezó a descender.
—¡Señor Alcalde! —exclamó una trémula voz de mujer; sus palabras fueron pronunciadas en un tono agudo, debido al miedo, cuando alzó la mano para sujetar la del cacique—. Por favor…, yo…
El Alcalde se libró de ella.
—Vete, mujer. Lleváosla de aquí.
La frágil figura retrocedió ante los guardianes, pero gritó claramente.
—Yo… ¡yo soy Grace Horton!
—¿Qué? —El Alcalde no fue el único que se volvió para mirarla.
—Es mi nombre de soltera. Me casé al año siguiente de la segunda época de escasez. Eso fue antes de que usted y sus hombres llegaran…
El gentío reaccionó ruidosamente. El Alcalde gritó:
—¡Imbéciles! ¡Él copió su nombre de una guía telefónica, os lo aseguro!
Gordon sonrió. Sostuvo en alto el paquete que tenía en la mano y se tocó la gorra con la otra.
—Buenas noches, señorita Horton. Hace una hermosa noche, ¿verdad? A propósito, tengo una carta para usted, de un tal señor Jim Horton, de Pine View, Oregón. Me la dio hace doce días…
Toda la gente del parapeto parecía estar hablando al mismo tiempo. Hubo movimientos súbitos y gritos emocionados. Gordon aguzó el oído para escuchar la atónita exclamación de la mujer y hubo de elevar la voz para hacerse oír.
—Sí, señora. Parecía estar muy bien. Me temo que eso es todo lo que tengo en este viaje. Pero me alegrará llevar su respuesta a su hermano a la vuelta, tras terminar mi recorrido por el valle. —Se adelantó, acercándose más a la luz—. Otra cosa, señora. El señor Horton no tenía suficiente franqueo, en Pine View, así que tendré que pedirle diez dólares… Reembolso.
La multitud rugió.
Junto a la linterna encendida, la figura del Alcalde se giró a derecha e izquierda, agitando los brazos y voceando. Pero nada de lo que dijo fue oído pues cuando se abrió la puerta la gente salió en tropel adentrándose en la noche. Rodearon a Gordon, un estrecho cerco de hombres, mujeres y niños de ávidos rostros. Algunos cojeaban. Otros tenían lívidas cicatrices o tosían a causa de la tuberculosis. Y no obstante, en ese momento, el dolor de vivir parecía no ser nada comparado con un fulgor de repentina fe.
En medio de todo esto Gordon mantuvo la compostura y caminó despacio hacia el portón. Sonreía y asentía, especialmente a aquellos que le tendían la mano y le tocaban el codo o la amplia curva de su abultada bolsa de cuero. Los más jóvenes lo miraban con supersticioso asombro. En muchos rostros más maduros corrían las lágrimas.
Gordon era presa de una temblorosa reacción de adrenalina, pero se agarró con fuerza al leve atisbo de conciencia… sintiendo cierta vergüenza a causa de su mentira.
Al diablo con eso. No es culpa mía que quieran creer en el ratón Pérez. Yo por fin he crecido. ¡Sólo quiero lo que me pertenece!
Mentecatos.
Sin embargo, sonrió a diestro y siniestro mientras le tendían las manos y el amor lo inundaba. Fluía en torno a él como una impetuosa corriente y lo transportó en una ola de desesperada e imprevista esperanza hacia la ciudad de Oakridge.