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Durante diez días, la vida de Gordon siguió una nueva pauta. Para superar seis meses de cansancio del camino dormía hasta muy entrada la mañana, y cuando despertaba encontraba que Abby se había ido, como los sueños de la noche.

Pero su calidez y su aroma permanecían en las sábanas cuando él se desperezaba y abría los ojos. La luz del sol que entraba a través de la ventana orientada al este era como algo nuevo, una primavera en su corazón, y en absoluto el principio del otoño real.

No solía verla durante el día mientras él limpiaba y ayudaba en las faenas domésticas hasta la hora de comer: cortaba y almacenaba leña para el suministro de la comunidad y cavaba una profunda zanja para los cimientos de un nuevo cobertizo. Cuando la mayoría de los habitantes de la aldea se reunían para la comida principal, Abby volvía de cuidar los rebaños. Pero ella se pasaba la hora de la comida con los niños más pequeños, relevando al viejo y cojo señor Lothes, el supervisor de sus trabajos. Los niños reían cuando Abby bromeaba con ellos y les arrancaba las hebras adheridas a su ropa después de una mañana pasada cardando lana para las madejas destinadas a hilar en invierno, y les ayudaba a mantener las grises hebras fuera de la comida.

Apenas miraba a Gordon, pero una leve sonrisa era suficiente. Él sabía que no tendría ningún derecho pasados aquellos pocos días; y aun así, una mirada cruzada a la luz del sol hacía que sintiera que todo era real y no un sueño.

Por la tarde conversaba con la señora Thompson y las demás personas importantes de la aldea, y les ayudaba a inventariar libros y otros objetos salvados que habían sido descuidados durante mucho tiempo. Esporádicamente daba clases de lectura y arco.

Un día la señora Thompson y él intercambiaron conocimientos sobre el arte de la medicina natural mientras trataban a un hombre herido por un «tigre», como los habitantes del lugar llamaban a esa nueva especie de león montañés cruzado con leopardo que había escapado de los zoos en el caos de la posguerra. El trampero había sorprendido a la bestia con su presa; pero afortunadamente, esta sólo lo había hostigado hacia la maleza, dejándolo escapar. Gordon y la matriarca de la aldea estaban convencidos de que la herida sanaría.

Por las tardes, todo Pine View se reunía en el gran garaje y Gordon recitaba historias de Twain, Sayles y Keillor. Los dirigía en el canto de viejas canciones populares y estribillos de anuncios comerciales de grato recuerdo, y en la interpretación de Recuerda cuando. Después llegaba la hora del teatro.

Vestido con retales y papel de estaño era John Paul Jones, gritando su desafío desde la cubierta del Bonne Homme Richard. Era Antón Perceveral explorando los peligros de un mundo lejano y las profundidades de su propio potencial con un robot loco por compañero. Y era el doctor Hudson atravesando el horror del Conflicto de Kenia para tratar a las víctimas de la guerra biológica.

Al principio Gordon siempre se sentía inseguro, ataviado con un frívolo disfraz y recorriendo el improvisado escenario agitando los brazos y gritando frases que sólo recordaba vagamente o inventaba para la ocasión. En realidad nunca había admirado la profesión de actor, ni siquiera antes de la gran guerra.

Pero esta había hecho posible que recorriera medio continente y él había conseguido actuar bien. Sentía la extasiada mirada del público, su sed de prodigios y de algo de un mundo situado más allá de su angosto valle, y su avidez lo alentaba en la tarea. Marcados por la enfermedad y las heridas, encorvados por años y años de trabajo extenuante con el solo objeto de sobrevivir, buscaban, con la necesidad reflejada en los ojos nublados por la edad, algo que les ayudara a hacer lo que ellos ya no podían por sí solos: recordar.

Ayudado por los personajes que interpretaba les daba fragmentos y relatos completos de ficciones perdidas. Y cuando las últimas frases de su soliloquio concluían, también él era capaz de olvidar el presente, al menos durante un rato.

Cada noche, después de retirarse, ella acudía a él. Se sentaba unos momentos en el borde de la cama y hablaba de su vida, de los rebaños, de los niños de la aldea, y de Michael. Le llevaba libros para preguntar lo que no entendía y se interesaba por la época de la juventud de Gordon, por la vida de un estudiante en los maravillosos tiempos anteriores a la guerra Fatal.

Después, Abby sonreía, apartaba los polvorientos volúmenes y se deslizaba bajo las mantas mientras él se inclinaba y apagaba la vela.

En la mañana del décimo día, ella no se marchó con las primeras luces del alba, sino que despertó a Gordon con un beso.

—Mmm, buenos días —dijo él y le tendió los brazos, pero Abby retrocedió y recogió su ropa.

—Debería dejarte dormir —le dijo—. Pero quiero preguntarte algo.

—¿Mmm? ¿Qué es? —Gordon dobló la almohada detrás de la cabeza para incorporarse.

—Te vas hoy, ¿verdad? —preguntó.

—Sí —asintió él con seriedad—. Probablemente es lo mejor. Me gustaría quedarme más, pero no puedo; es mejor que continúe mi viaje hacia el oeste.

—Lo sé —ella asintió—. Todos lamentaremos verte marchar. Pero… bien, esta noche voy a reunirme con Mi-chael fuera del vallado. Le echo muchísimo de menos. —Le tocó la mejilla—. No te molesta, ¿verdad? Quiero decir que he estado muy bien aquí contigo, pero él es mi marido y…

Gordon sonrió y le cogió la mano. Para su sorpresa, sus sentimientos no le plantearon muchas dificultades. Sentía más envidia que celos de Michael. La desesperada lógica de su deseo de tener hijos, y su evidente amor recíproco, hacían la situación tan clara como la necesidad de una ruptura total. Sólo esperaba haberles hecho el favor que pretendían. A pesar de las fantasías de los habitantes de la aldea, era improbable que regresara.

—Tengo algo para ti —anunció Abby. Buscó bajo la cama y sacó un pequeño objeto plateado colgado de una cadena, y un sobre.

»Es un silbato. La señora Howlett dice que deberías tener uno. —Se lo colgó al cuello y lo colocó hasta quedar satisfecha con el resultado—. También me ayudó a escribir esta carta. —Abby recogió el sobre—. Encontré algunos sellos en un cajón de la gasolinera, pero no se pegaban. Así que cogí algún dinero, a cambio. Son catorce dólares. ¿Bastarán?

Alargó un puñado de billetes viejos.

Gordon no pudo por menor de sonreír. El día anterior, otros cinco o seis se habían acercado a él con la misma pretensión. Aceptó sus pequeños sobres y un pago similar para el franqueo con la mayor seriedad posible. Podía haber aprovechado la oportunidad para pedirles algo que le fuera útil, pero la comunidad ya le había dado carne para un mes, manzanas secas y veinte flechas para su arco. No necesitaba ni deseaba pedir nada más.

Algunos de los ciudadanos más viejos habían tenido parientes en Eugene, o en Portland, o en pueblos de Willamette Valley. Él se dirigía hacia aquella dirección, así que cogió las cartas. Algunas iban destinadas a personas que habían vivido en Oakridge y Blue River. Esas las guardó en la parte más segura de su saco. Podía tirar las restantes al lago Cráter, puesto que no servirían para nada, pero fingió tratarlas del mismo modo.

Contó atentamente algunos billetes, y después le devolvió el resto del dinero sin valor.

—¿Y a quién le escribes? —preguntó Gordon a Abby al coger la carta. Se sentía como si estuviese haciendo de Santa Claus y se dio cuenta de que estaba disfrutando.

—Escribo a la Universidad. Ya sabes, a la Universidad de Eugene. Hago un montón de preguntas como si ya admiten nuevos alumnos. Y si admiten estudiantes casados. —Abby se ruborizó—. Sé que he de trabajar mucho para aprender a leer bien. Y quizás ellos no se han recuperado lo bastante para admitir a muchos estudiantes nuevos. Pero Michael es ya tan listo… y para cuando tengamos su respuesta quizá las cosas vayan mejor.

—Para cuando tengas… —Gordon sacudió la cabeza.

Abby asintió.

—Para entonces seguro que leeré mucho mejor. La señora Thompson ha prometido que me ayudará. Y su marido ha aceptado organizar una escuela este invierno. Voy a ayudar con los pequeños. Espero aprender para ser maestra. ¿Crees que es una tontería?

Gordon negó con la cabeza. Creía que ya nada podía sorprenderle, pero aquello le conmovió. A pesar de la idea totalmente equivocada que Abby tenía del estado del mundo, su esperanza lo emocionó y se sorprendió compartiendo los sueños de la muchacha. No había nada malo en desear, ¿verdad?

—Con sinceridad —prosiguió Abby confidencialmente, retorciendo el vestido con las manos—, una de las principales razones por las que he escrito es para tener… un compañero de pluma. ¿Es esa la palabra? Espero que alguien de Eugene me escriba. De esa forma tendremos cartas aquí. Me encantaría recibir una carta. También —bajó la mirada— eso te dará otra razón para volver, dentro de un año o así… además, quizá desees ver al niño. —Alzó los ojos y esbozó una sonrisa—. Saqué la idea de tu representación de Sherlock Holmes. Eso es un «motivo ulterior», ¿me equivoco?

Estaba tan satisfecha de su propia inteligencia, y tan deseosa de su aprobación… Gordon sintió una enorme y casi dolorosa oleada de ternura. Las lágrimas se le desbordaron cuando se inclinó hacia ella para abrazarla. La estrechó con fuerza y la acunó lentamente, cerrando los ojos a la realidad, y aspiró junto con su dulce olor una luz y un optimismo que había creído desaparecidos en el mundo.