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… hemos descubierto que nuestra clínica cuenta con una abundante reserva de desinfectantes y analgésicos de distintos tipos. Hemos oído decir que escasean en Bend y en los centros de reunión de evacuados del norte. Estamos deseosos de intercambiar algunos de ellos, junto con un camión cargado de pilares de resina antiionización que ha sido casualmente abandonado aquí, por mil dosis de tetraciclina, para actuar contra la plaga bubónica declarada en el este. Quizás en lugar de esta, podríamos aceptar un cultivo activo de levadura productora de balomicina, si alguien pudiese venir y enseñarnos cómo mantenerlo.

También necesitamos desesperadamente…

El Alcalde de Gilchrist debía de ser un hombre de temple para persuadir a su comité local de emergencia de que ofreciera tal cambio. El atesoramiento, ilógico e insolidario, fue lo que más contribuyó al Colapso. A Gordon le sorprendía que hubiese existido gente con tan buen sentido en los primeros dos años del Caos.

Se frotó los ojos. No resultaba fácil leer a la luz de un par de velas hechas en casa. Pero le resultó agradable dormir sobre el mullido colchón, ¡y maldito si iba a dormir en el suelo después de haber soñado tanto con una cama como aquella, en una habitación semejante!

Al principio se había sentido un poco mareado. Toda aquella comida y cerveza casera casi le habían hecho atravesar la línea que separa la delirante felicidad de la más absoluta desdicha. De alguna forma, se había balanceado en ella durante vanas horas de celebración vagamente recordadas antes de entrar por fin, tambaleante, en la habitación que le habían preparado.

Le esperaban un cepillo de dientes en la mesilla de noche y una tina de hierro llena de agua caliente.

¡Y jabón! En el baño, su estómago se asentó y un cálido y limpio fulgor se extendió por su piel.

Gordon sonrió al ver el uniforme de cartero lavado y planchado. Estaba en una silla cercana; los desgarrones y agujeros que él había remendado torpemente estaban ahora cosidos con esmero.

No pudo reprochar a la gente de aquel pueblecito que desatendiera el único deseo que le quedaba… algo de lo que había carecido demasiado tiempo incluso para pensar en ello. Pero no importaba. Aquello era casi el Paraíso.

Mientras yacía con nebulosa satisfacción entre un par de sábanas viejas pero limpias, esperando apaciblemente a que el sueño llegase, leyó otro fragmento de la carta enviada por un hombre ya muerto a otro hombre muerto hacía ya mucho tiempo.

El Alcalde de Gilchrist proseguía:

Estamos teniendo serias dificultades con bandas locales de «supervivencialistas». Afortunadamente, estas infestaciones de egotistas son en su mayoría demasiado paranoides para agruparse. Constituyen un problema tanto para ellos mismos como para nosotros, supongo. Aun así, son un peligro.

A nuestro diputado le disparan regularmente hombres bien armados vestidos con ropas de camuflaje procedentes de los almacenes del ejército. Sin duda esos imbéciles creen que es un «lacayo ruso» o alguna insensatez por el estilo.

Se han dedicado a cazar de forma masiva, matando todo lo que encuentran en el bosque y haciendo una tarea típicamente desastrosa de matanza y conservación de la carne. Nuestros cazadores vuelven disgustados por el despilfarro, y con frecuencia son tiroteados sin mediar provocación.

Sé que es mucho pedir, pero cuando le sea posible prescindir de un pelotón de los dedicados a sofocar los tumultos de la evacuación, ¿podría mandarlo aquí para que nos ayudara a echar a estos egocéntricos, acaparadores y románticos canallas de sus protegidos cuarteles? Tal vez una unidad o dos del ejército de EE.UU. los convenza de que ganamos la guerra y hemos de cooperar unos con otros de ahora en adelante…

Dejó la carta.

Así que también había ocurrido allí. La consabida «última gota» había sido esa plaga de «supervivencialistas»; particularmente los seguidores del sumo sacerdote de la anarquía violenta, Nathan Holn.

Uno de los deberes de Gordon en la milicia había sido ayudar a eliminar algunos de los pequeños grupos de delincuentes urbanos que ponían la navaja en el cuello y la pistola bajo la barbilla. El número de cuevas y cabañas fortificadas que su unidad había encontrado, en la pradera y en pequeñas islas del lago, había sido sorprendente… todas ellas fruto de la irreflexiva paranoia de las difíciles décadas anteriores a la guerra.

¡Lo irónico es que cambiamos las cosas! La depresión había finalizado. La gente volvía a tener trabajo y ayudas. Excepto por unos cuantos chiflados, parecía que se acercaba un renacimiento, para América y para el mundo.

Pero nos olvidamos precisamente de cuánto daño pueden hacer unos cuantos chiflados, en América y en el mundo.

Por supuesto, cuando llegó el colapso, las solitarias y preciadas fortalezas de los supervivencialistas no fueron suyas por mucho tiempo. La mayoría de los pequeños bastiones cambiaron de manos una docena o más de veces en las primeras semanas; eran objetivos muy tentadores. Las batallas asolaron lo que había sobre las llanuras hasta que todos los colectores solares fueron destrozados, todos los molinos de viento destruidos y todos los depósitos de valiosas medicinas desperdigados en la infatigable búsqueda de drogas duras.

Sólo los ranchos y las aldeas, aquellos que poseían la mezcla exacta de crueldad, cohesión interna y sentido común, sobrevivieron al final. Cuando todas las unidades de la Guardia habían muerto en sus puestos, o se habían disuelto en bandas erráticas de supervivencialistas combatientes, muy pocos de la población original de armados y acorazados solitarios seguían con vida.

Gordon volvió a mirar el matasellos de la carta. Casi dos años después de la guerra. Sacudió la cabeza. Nunca conocí a nadie que aguantara tanto.

La idea dolía, como una profunda herida en su interior. Cualquier cosa que hiciera parecer que los últimos dieciséis años podían haberse evitado era demasiado terrible para ser aceptada.

Oyó un leve ruido. Gordon levantó la vista preguntándose si lo había imaginado. Luego, se repitió un poco más fuerte: un seco golpecito en la puerta de su habitación.

—Adelante —dijo.

La puerta se abrió hasta la mitad. Abby, la joven menuda con un aire vagamente oriental en los ojos, sonrió con timidez. Gordon dobló la carta y la metió en el sobre. Sonrió también.

—Hola, Abby. ¿Qué hay?

—He… He venido a preguntar si necesita algo más —respondió con cierta prisa—. ¿Ha disfrutado del baño?

—¿Que si lo he disfrutado? —Gordon suspiró. Se encontró durmiendo otra vez bajo la luz de la luna—. Sí, muchacha. Y en particular aprecio el detalle del cepillo de dientes. Un regalo del cielo.

—Ha mencionado que había perdido el suyo —dijo ella, bajando la vista—. He hecho notar que teníamos al menos cinco o seis sin usar en el almacén. Me alegro de que le haya gustado.

—¿Ha sido idea tuya? —se inclinó—. Estoy en deuda contigo.

Abby levantó los ojos y sonrió.

—¿Lo que estaba leyendo era una carta? ¿Puedo verla? Nunca he visto ninguna.

Gordon rio.

—¡Oh, no pareces tan joven! ¿Y antes de la guerra?

Abby se ruborizó ante su risa.

—Sólo tenía cuatro años cuando ocurrió. Fue tan horrible y confuso que yo… realmente no recuerdo mucho de lo anterior.

Gordon parpadeó. ¿Había transcurrido realmente tanto tiempo? Sí. Dieciséis años era tiempo suficiente para que en el mundo hubiera mujeres guapas que no conocían más que la edad oscura.

Asombroso, pensó.

—De acuerdo, entonces. —Acercó la silla a la cama. Con una sonrisa, ella fue a sentarse a su lado. Gordon metió la mano en la bolsa y sacó otro de los frágiles y amarillentos sobres. Con cuidado, desdobló la carta y se la tendió.

Abby la miró con tanta fijeza que él pensó que la estaba leyendo entera. Ella se concentró, sus finas cejas casi juntándose en un pliegue de la frente. Por último, se la devolvió.

—Creo que no sé leer tan bien. Quiero decir que puedo leer las etiquetas de las latas y cosas por el estilo. Pero nunca he tenido mucha práctica con lo escrito a mano y… con las frases.

Su voz se quebró al final. Parecía avergonzada, pero sincera y confiada, como si Gordon fuese su confesor.

Él sonrió.

—No importa. Te explicaré de qué trata. —Alzó la carta hacia la vela. Abby fue a sentarse junto a sus rodillas, en el borde de la cama, los ojos fijos en las páginas.

—Es de un tal John Briggs, de Fort Rock, Oregón, a su antiguo empleador en Klamath Falls… Por el torno y el caballito de madera del membrete diría que Briggs era un mecánico retirado o un carpintero, o algo así. Humm.

Gordon se concentró en la letra, apenas legible.

—Parece que el señor Briggs era un hombre estupendo. Aquí se ofrece para ocuparse de los hijos de su exjefe hasta que acabara la emergencia. También dice que dispone de un buen almacén de venta de maquinaria, energía propia y muchas existencias de metal. Quiere saber si el otro desea encargar alguna cosa, especialmente de las que escasean…

Gordon se quedó sin habla. Estaba aún tan aturdido por sus excesos que acababa de darse cuenta de que una hermosa mujer estaba sentada en su cama. La depresión que producía en el colchón inclinaba su cuerpo hacia ella. Se aclaró la garganta rápidamente y volvió a examinar la carta.

—Briggs menciona algo sobre niveles energéticos de la reserva de Fort Rock… Los teléfonos estaban cortados pero él, extrañamente, seguía recibiendo a Eugene en su red computerizada de datos…

Abby lo miró. La mayor parte de lo que había dicho sobre el autor de la carta le sonaba como si hubiera sido expresado en un idioma extranjero desconocido para ella. «Almacén de venta de maquinaria» y «red de datos» podían haber sido antiguas y mágicas palabras de poder.

—¿Por qué no nos ha traído ninguna carta a Pine View? —preguntó ella de repente.

Gordon parpadeó ante el non sequitur. La chica no era estúpida. Esas cosas se notan. Entonces, ¿por qué habían entendido mal todo lo que había dicho, cuando llegó allí y después en la fiesta? Ella seguía creyendo que era un cartero, como, al parecer, casi todos los habitantes de la pequeña aldea.

¿De quién se imaginaba ella que iban a recibir carta?

Probablemente no se había dado cuenta de que las cartas que llevaba habían sido enviadas hacía mucho tiempo, por hombres y mujeres ya muertos a otros hombres y mujeres también muertos, o de que las llevaba por… por sus propias razones.

El mito que se había desarrollado espontáneamente allí, en Pine View, deprimió a Gordon. Era un signo más del deterioro de las mentes civilizadas, muchas de las cuales se habían graduado en el instituto o incluso en un colegio privado. Pensó en decirle la verdad, tan brutal y francamente como pudiera, para que aquella fantasía acabara de una vez por todas. Empezó:

—No hay ninguna carta porque…

Se detuvo. De nuevo fue consciente de su proximidad, de su olor y de las gráciles curvas de su cuerpo. También de su confianza.

Suspiró y desvió la mirada.

—No hay ninguna carta para vosotros porque… porque vengo del oeste de Idaho, y nadie de allí conoce a los de Pine View. Desde aquí iré a la costa. Puede que allí queden algunas grandes ciudades. Quizás…

—Quizás alguien de allí nos escriba, si nosotros le enviamos una carta antes. —A Abby le brillaban los ojos—. Entonces, cuando vuelva a recorrer este camino, de regreso a Idaho, podría darnos las cartas que envíen y tal vez actuar para nosotros como esta noche, ¡y tendremos tanta cerveza y tarta para usted que reventará! —Saltó un poco sobre el borde de la cama—. ¡Para entonces seré capaz de leer mejor, lo prometo!

Gordon meneó la cabeza y sonrió. No tenía derecho a defraudar tales sueños.

—Tal vez, Abby. Tal vez. Pero tienes que aprender a leer con más soltura. La señora Thompson prometió someter a votación que se me permitiera pasar aquí cierto tiempo. Supongo que oficialmente se me considerará profesor de escuela, pero tengo que demostrar que puedo ser tan buen cazador y granjero como cualquiera. Podría enseñar a disparar con arco…

Se detuvo. Abby estaba boquiabierta por la sorpresa. Sacudió la cabeza con fuerza.

—¿Pero no se ha enterado? Han votado después de que fuera a bañarse. La señora Thompson se avergonzaría de intentar sobornar a un hombre como usted de esa forma, con el importante trabajo que tiene usted que hacer.

Gordon se incorporó sin dar crédito a sus oídos.

—¿Qué has dicho? —Había abrigado la esperanza de quedarse en Pine View al menos durante la estación fría, quizás un año o más. ¿Quién podía decirlo? Tal vez la pasión por viajar lo abandonara y lograra encontrar finalmente un hogar.

Su profundo estupor se disipó. Gordon hizo esfuerzos por contener la ira. ¡Perder su oportunidad a causa de las infantiles fantasías de aquella gente!

Abby observó su agitación y agregó:

—Esa no ha sido la única razón, desde luego. Está el problema de que no hay ninguna mujer para usted. Y luego… —su voz bajó de tono—. Y luego la señora Howlett ha creído que usted sería perfecto para ayudarnos a Michael y a mí a tener un hijo…

Gordon parpadeó.

—Mmm… —dijo, expresando el completo contenido de su mente.

—Lo hemos estado intentando durante cinco años —explicó ella—. Realmente queremos hijos. Pero la señora Horton cree que Michael no puede porque tuvo unas paperas muy malas a los doce años. Recuerda las paperas muy malas, ¿verdad?

Gordon asintió, pensando en sus amigos que habían muerto. La esterilidad resultante había dado lugar a extraños comportamientos sociales en todos los lugares que había visitado.

Incluso…

Abby se apresuró a agregar:

—Bueno, podría ser una fuente de problemas que le pidiéramos a alguno de los otros hombres de aquí que… que fuera el padre carnal. Quiero decir que cuando vives cerca de gente como esta tienes que mirar a los hombres que no son tu marido como si realmente no fuesen «hombres»… al menos en ese sentido. No creo que me gustara esa situación y podría causar problemas.

Se sonrojó.

—Además, le contaré algo si promete guardar el secreto. No creo que ninguno de los otros hombres fuese capaz de dar a Michael la clase de hijo que merece. Es de veras muy listo. Es el único de los jóvenes que sabe leer realmente

El caudal de extraña lógica le estaba llegando a Gordon con demasiada rapidez para captarla por completo. Parte de él advirtió desapasionadamente que todo aquello era una complicada y sutil adaptación tribal a un difícil problema social. Sin embargo, esa parte de él, el intelectual de finales del Siglo Veinte, estaba todavía un poco ebria, y mientras tanto el resto empezaba a apercibirse de lo que Abby estaba provocando.

—Usted es diferente —le sonrió—. Incluso Michael ha visto eso desde el principio. No le hace mucha gracia, pero se imagina que usted pasará una vez al año o así, y eso podrá soportarlo. Lo prefiere a no tener nunca hijos.

Gordon se aclaró la garganta.

—¿Estás segura de que piensa así?

—Oh, sí. ¿Por qué cree que la señora Howlett ha procurado en seguida que nos conociéramos? Ha sido para facilitarlo sin decirlo en voz alta. A la señora Thompson no le gusta mucho, pero creo que es porque quería que usted se quedase.

Gordon notó que tenía la boca seca.

—¿Qué piensas de todo esto?

Su expresión fue respuesta suficiente. Lo miró como si se tratara de una especie de profeta visitante, o al menos un héroe sacado de un libro de cuentos.

—Me sentiré honrada si dice que sí —repuso con serenidad, y bajó los ojos.

—¿Y podrás pensar en mí como en un hombre, «en ese sentido»?

Abby sonrió. Respondió abrazándolo y besando sus labios intensamente.

Hubo una pausa mientras ella se quitaba la ropa y Gordon se volvía para apagar las velas de la mesilla. Junto a ellos yacía la gorra gris del uniforme del cartero, la insignia de latón que recogía múltiples reflejos de las llamas danzarinas. La figura de un jinete, inclinado sobre el caballo ante abultadas alforjas, pareció avanzar en un vacilante galope.

Este es otro favor que te debo, señor Cartero.

La suave piel de Abby se deslizó a su lado. La mano de ella cogió la suya cuando inspiró profundamente y apagó las velas de un soplido.