«… Ellas dijeron: “No temas, Macbeth, hasta que el Bosque de Birnam venga a Dunsinane”, ¡y ahora un bosque viene a Dunsinane!
»¡Armaos, armaos, armaos a vosotros mismos! ¡Si esto es de lo que las brujas hablaron… de eso de ahí afuera… no habrá modo de escapar ni de esconderse aquí!».
Gordon empuñó su espada de madera, hecha con una tabla y un poco de hojalata. Gesticuló hacia un invisible ayudante de campo.
«Me siento abrumado por el sol y desearía que el mundo no existiera.
»¡Tocad la campana de rebato! ¡Sopla, viento! ¡Ruina, ven! ¡Al menos moriremos en la lucha!»
Gordon cuadró los hombros, blandió la espada e hizo salir a Macbeth del escenario hacia su perdición.
Una vez fuera del alcance de la luz de las velas de sebo, se volvió para echar una ojeada a su público. Habían apreciado sus anteriores actuaciones. Pero aquella degradada versión de Macbeth, representada por un hombre solo, podía haberles resultado inaceptable.
No obstante, un instante después de su retirada se oyó un entusiástico aplauso, liderado por la señora Adele Thompson, la jefa de la pequeña comunidad. Los adultos silbaron y patearon. Los niños palmotearon torpemente. Los jóvenes de menos de veinte años observaron a sus mayores y los imitaron, como si participaran en este extraño rito por vez primera.
Obviamente, les había gustado su versión abreviada de la antigua tragedia. Gordon se sintió aliviado. A decir verdad, tenía que reconocer que había simplificado varias partes, menos por abreviar que debido a su imperfecto recuerdo del original. Había pasado casi una década desde la última vez que vio un ejemplar de la obra, y estaba incompleto y medio quemado.
Aun así, las frases finales de su soliloquio habían sido bastante exactas. Nunca olvidaría esa parte del «viento y la ruina».
Sonriendo, Gordon volvió al escenario para ser aclamado; un elevador de garaje cubierto de tablas en lo que fuera la única gasolinera de la pequeña aldea de Pine View.
El hambre y la soledad lo habían conducido a poner a prueba la hospitalidad de aquel pueblecito de montaña con campos vallados y sólidos muros de troncos, y había obtenido mejores resultados de lo que esperaba. Una buena mayoría de los adultos votantes había aceptado a prueba un intercambio de una serie de actuaciones por sus comidas y posterior aprovisionamiento, y ahora el trato parecía cerrado.
—¡Bravo! ¡Excelente!
La señora Thompson estaba en primera fila, aplaudiendo con brío. Huesuda y de pelo cano, pero robusta aún, se giró para alentar a los otros cuarenta y pico, incluidos niños pequeños, a que mostrasen su agrado. Gordon hizo un floreo con una mano y se inclinó más que antes.
Por supuesto, su representación había sido bastante mala. Pero era probablemente la única persona en cien kilómetros a la redonda que había intervenido una vez en la representación de un drama. De nuevo existían «campesinos» en América, y como sus predecesores en el oficio de juglar, Gordon había aprendido a actuar sin sutilezas.
Sincronizando su reverencia final con el momento anterior al descenso de los aplausos, Gordon salió del escenario y empezó a quitarse su improvisada indumentaria. Había fijado unos límites; no habría repeticiones. Su mercancía era el teatro y pretendía tenerlos hambrientos hasta el momento de su partida.
—¡Maravilloso! ¡Fantástico! —le dijo la señora Thompson cuando se unió a los aldeanos, ahora reunidos junto a una mesa servida en la pared trasera. Los niños mayores formaron un círculo a su alrededor, mirándolo asombrados.
Pine View era bastante próspera, comparada con tantas otras aldeas indigentes en las llanuras y montañas. En algunos lugares una gran parte de una generación estaba casi a punto de perderse a causa de los devastadores efectos que el Invierno de los Tres Años había tenido en los niños. Pero allí vio a varios que no llegaban a los veinte años y adultos jóvenes, e incluso a algunos mayores que debían de sobrepasar la mediana edad cuando cayó la maldición.
Debieron de luchar para salvar a todos. Aquella forma de actuar había sido poco frecuente, pero la había visto en algunos sitios.
Por todas partes había vestigios de aquellos años. Caras marcadas por las enfermedades o por la necesidad y la guerra. Dos mujeres y un hombre tenían amputaciones; otro había perdido un ojo y el otro era una masa nubosa de cataratas.
Estaba acostumbrado a este tipo de cosas, al menos a un nivel superficial. Inclinó la cabeza mostrando su agradecimiento a su anfitriona.
—Gracias, señora Thompson. Aprecio las amables palabras de una crítica perceptiva. Me alegro de que le haya gustado la actuación.
—Me ha gustado de veras —insistió la líder del clan, como si Gordon hubiese tratado de mostrarse modesto—. No me divertía tanto desde hace años. El papel de Macbeth y el final me han provocado un escalofrío en la espalda. Ojalá la hubiera visto en televisión cuando tuve la oportunidad. ¡No sabía que fuese tan buena! Y ese inspirado discurso que nos ha dirigido antes, ese de Abraham Lincoln… Bueno, aquí intentamos crear una escuela, al principio. Pero no funcionó. Necesitábamos todas las manos, hasta las de los niños. Ahora, bueno, ese discurso me ha dado que pensar. Hemos guardado algunos viejos libros. Tal vez sea el momento de intentarlo de nuevo.
Gordon asintió cortésmente. Había visto este síndrome antes; era el mejor de los aproximadamente doce tipos de acogida que había experimentado durante años, pero también el más triste. Siempre hacía que se sintiera como un charlatán, cuando sus espectáculos despertaban grandes esperanzas adormecidas en algunas personas honradas, ya entradas en años, que recordaban tiempos mejores… esperanzas que, por lo que sabía, siempre se derrumbaban pocas semanas o meses después.
Era como si las semillas de la civilización necesitaran algo más que la buena voluntad y los sueños de maduros bachilleres para regarlas. Gordon se preguntaba con frecuencia si el símbolo correcto resolvería el problema… la idea correcta. Pero sabía que sus breves representaciones, aunque bien recibidas, no eran la clave. Podían impulsar algo, una vez entre muchas, pero el entusiasmo local siempre fallaba poco después. Él no era ningún mesías errante. Las leyendas que ofrecía no eran la clase de sustento que se precisaba para superar la inercia de una época oscura.
El mundo gira y pronto la última de las antiguas generaciones se habrá ido. Diseminadas tribus gobernarán el continente. Quizás en un millar de años la aventura comience de nuevo. Mientras tanto…
Ahorraron a Gordon el seguir escuchando los tristes e improbables planes de la señora Thompson. Del grupo salió una mujer negra flaca y menuda, con el pelo plateado y la piel como el cuero, que asió del brazo a Gordon con un amistoso y fuerte apretón.
—Ahora no, Adele —le dijo a la matriarca del clan—, el señor Krantz no ha probado bocado desde el mediodía. Creo que debemos alimentarlo si queremos que actúe mañana por la noche. ¿De acuerdo? —Le apretó aún más el brazo derecho y obviamente pensó que estaba desnutrido. Una impresión que él no trató de cambiar, pues percibía el aroma de comida que flotaba en el aire.
La señora Thompson dirigió a la otra mujer una mirada de paciente indulgencia.
—Por supuesto, Patricia —dijo—. Hablaré con usted sobre esto más tarde, señor Krantz. Después de que la señora Howlett lo haya engordado un poco. —Su sonrisa y sus chispeantes ojos tenían un toque de inteligente ironía, y Gordon revaluó a Adele Thompson. Ciertamente no era tonta.
La señora Howlett le hizo pasar entre la gente. Gordon sonreía y hacía gestos de asentimiento mientras algunas manos se extendían para tocarle las mangas. Ojos muy abiertos seguían cada uno de sus movimientos.
El hambre debe de convertirme en un mejor actor. Nunca he tenido unos espectadores que reaccionaran así. Desearía saber qué he hecho exactamente para conseguir que se sientan de esta forma.
Uno de los que lo observaban desde detrás de la larga mesa era una mujer joven poco más alta que la señora Howlett, con unos profundos ojos almendrados y el cabello más negro que Gordon recordaba haber visto nunca. Por dos veces ella se volvió para dar una palmadita amable a la mano de un niño que intentaba servirse antes que el huésped de honor, y cada vez la mujer dirigía una rápida mirada a Gordon y sonreía.
Junto a ella, un fornido joven se mesaba la rojiza barba y miraba a Gordon de una forma extraña, como si sus ojos estuviesen llenos de desesperada resignación. Gordon sólo había tenido un momento para examinarlos cuando la señora Howlett lo situó frente a la bella morena.
—Abby —dijo—, pon un poco de cada cosa en un plato para el señor Krantz. Luego podrá decidir de qué quiere repetir. Yo he hecho la tarta de bayas, señor Krantz.
Aturdido, Gordon tomó nota de que tenía que comer dos porciones de tarta de bayas. Sin embargo, le era difícil concentrarse en la diplomacia. No había visto ni olido nada como aquello desde hacía años. Los aromas lo distrajeron de las desconcertantes miradas y de las manos que lo tocaban.
Había un gran pavo relleno. Un enorme y humeante cuenco de patatas hervidas, aderezadas con carne, cerveza, zanahorias y cebollas era el segundo plato. Al otro extremo de la mesa Gordon vio licor de manzana y una cubeta abierta de copos de manzana seca. Tengo que birlar una provisión de eso antes de marcharme.
Gordon dejó de hacer inventario y tendió ávidamente su plato. Abby mantuvo su mirada fija en él mientras lo cogía.
El alto y ceñudo pelirrojo murmuró de repente algo que no pudo entender y se adelantó para coger la mano derecha de Gordon entre las suyas. Gordon vaciló, pero el taciturno tipo no lo soltó hasta que respondió a su gesto y le estrechó las manos con firmeza.
El hombre murmuró algo inaudible, asintió y lo soltó. Se inclinó para dar un beso fugaz a la morena y luego se fue, con la mirada fija en el suelo.
Gordon parpadeó. ¿Me he perdido algo? Era como si acabara de ocurrir algún incidente y le hubiera pasado totalmente inadvertido.
—Ese era Michael, el marido de Abby —dijo la señora Howlett—. Tiene que ir a relevar a Edward en el garlito. Pero quería quedarse para ver su actuación. De pequeño le encantaba ver los espectáculos de televisión…
El humo del plato le llegó a la cara e hizo que Gordon casi se marease de hambre. Abby se sonrojó y sonrió cuando él le dio las gracias. La señora Howlett lo empujó con suavidad para que se sentara sobre un montón de viejos neumáticos.
—Hablará con Abby más tarde —prosiguió la mujer negra—. Ahora coma. Disfrute.
Gordon no necesitaba que le animaran a hacerlo. Se atiborró mientras la gente seguía mirándolo con curiosidad y la señora Howlett continuaba hablando.
—Bueno, ¿eh? Usted siéntese, coma y no piense en nosotros. Y cuando esté satisfecho y dispuesto a charlar de nuevo, creo que a todos nos gustará oír, una vez más, cómo se hizo cartero.
Gordon alzó la mirada hacia los ansiosos rostros. Tomó un apresurado trago de cerveza para enfriar las patatas que estaban demasiado calientes.
—Sólo soy un viajero —dijo con la boca medio llena y levantando una pata de pavo—. No tiene gran interés la historia de cómo obtuve la mochila y la ropa.
¡Le tenía sin cuidado que lo mirasen, o lo tocasen o le hablasen, mientras lo dejaran comer!
La señora Howlett lo observó durante unos momentos. Después, incapaz de contenerse, empezó de nuevo.
—Cuando yo era niña solíamos darle al cartero leche y pasteles. Y mi padre siempre le dejaba un vasito de whisky en la valla la víspera de Año Nuevo. Papá solía recitarnos ese poema: «A través de la ventisca, el barro, la guerra, el ardiente calor, los bandidos y la noche más oscura…».
Gordon se atragantó con un bocado que se fue de repente por donde no debía. Tosió y levantó la mirada para ver si ella hablaba en serio. Un destello en su cerebro danzó sobre el recuerdo accidentalmente magnífico de la vieja mujer. Era brillante.
Sin embargo, la chispa se apagó rápidamente cuando mordió la deliciosa gallina asada. No tenía ganas de adivinar a dónde quería llegar la anciana.
—¡Nuestro cartero solía cantar para nosotros!
Incongruentemente, el que había hablado era un gigante de pelo negro y barba con hebras de plata. Sus ojos parecieron nublarse al recordar.
—Lo oíamos llegar, los sábados al volver a casa de la escuela, a más de una manzana de distancia. Era negro, mucho más que la señora Howlett, o que Jim Horton, el que está allí. ¡Tenía buena voz! Supongo que por eso consiguió el trabajo. Me traía todos aquellos pedidos contra reembolso que yo solía hacer. Llamaba a la campanilla de la puerta para entregármelos personalmente, con sus propias manos.
Su voz fue silenciada por un oculto pesar.
—Cuando yo era pequeña, nuestro cartero solamente silbaba —dijo una mujer de mediana edad con profundas arrugas en el rostro. Parecía un poco frustrada—. Pero era estupendo. Más tarde, cuando fui mayor, un día, al volver a casa del trabajo, descubrí que el cartero había salvado la vida de uno de mis vecinos. Oí cómo tomaba aire y le hacía la respiración boca a boca hasta que llegó la ambulancia.
Un suspiro colectivo escapó del círculo de oyentes, como si estuviesen escuchando las heroicas aventuras de un héroe antiguo. Los niños atendían en silencio, abriendo los ojos cada vez más a medida que los relatos se complicaban. Por último, la pequeña parte de él que seguía prestando atención imaginó que debían de ser inventados. Algunos eran demasiado extraordinarios para resultar creíbles.
La señora Howlett tocó a Gordon en la rodilla.
—Vuelva a contarnos cómo se hizo cartero.
Gordon se encogió de hombros con cierta desesperación.
—¡Sólo me encontré las cosas del cartero! —enfatizó con la boca llena. Los sabores lo habían dominado y casi sintió pánico por la forma en que todos se cernían sobre él. Si los aldeanos adultos querían llenar de romanticismo sus recuerdos de los hombres a quienes antes habían considerado, en el mejor de los casos, funcionarios poco importantes, no le importaba. Aparentemente asociaban su representación de aquella noche con los pequeños detalles de amabilidad que habían observado en los carteros de su barrio cuando eran niños. Eso tampoco le importaba. ¡Podían pensar cualquier maldita cosa que quisieran, siempre que no interrumpieran su comida!
—Ah… —Varios aldeanos intercambiaron una mirada de complicidad y asintieron, como si la respuesta de Gordon tuviera algún significado profundo. Gordon oyó sus propias palabras repetidas a los que estaban más apartados en el círculo.
—Encontró las cosas del cartero… así que naturalmente se convirtió…
Su respuesta debió de bastarles, de alguna manera, porque el número de personas que lo rodeaban disminuyó cuando algunas se marcharon cortésmente para acercarse a la mesa. Hasta mucho más tarde, cuando pensó en ello, no captó el significado de lo ocurrido allí, bajo las ventanas tapiadas con tablas y las lámparas de sebo, mientras él se atiborraba de buena comida hasta casi reventar.