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Un pájaro salteador de campamentos, en busca de grajos azules que perseguir, aterrizó en la capota del jeep con un golpe seco. Graznó, una vez para reclamar el territorio y otra por placer, y luego se puso a hurgar entre los espesos detritus con el pico.

El tableante ruido despertó a Gordon. Este miró hacia arriba, con ojos legañosos, y vio al pájaro de costados grises a través del polvoriento cristal de la ventanilla. Tardó unos momentos en recordar dónde estaba. La ventanilla, el volante, el olor a metal y papel, todo parecía la continuación de uno de los más vividos sueños de la noche, una visión de los viejos días anteriores a la guerra. Se quedó sentado unos momentos, aturdido, analizando sus sensaciones mientras las imágenes del sueño se desplegaban y desvanecían, ya fuera de su alcance.

Gordon se frotó los ojos y comenzó a considerar su situación.

Si la noche anterior no había dejado un rastro de elefante en el camino hacia aquella hondonada, ahora debería estar completamente a salvo. El hecho de que el whisky hubiese permanecido allí, intacto, durante dieciséis años significaba obviamente que los bandidos eran cazadores indolentes. Tenían sus tradicionales puntos de acecho y escondrijos y nunca se habían molestado en explorar la totalidad de su propia montaña.

Gordon sentía cierto embotamiento en la cabeza. La guerra había comenzado cuando tenía dieciocho años y estudiaba segundo curso en la universidad, y desde entonces había tenido pocas oportunidades para adquirir tolerancia a los licores de alta graduación. Esto, añadido a la serie de traumas y a las oleadas de adrenalina del pasado día, había hecho que el whisky le dejara la boca pastosa y los párpados enrojecidos e irritados.

Se lamentó por las comodidades perdidas, como de costumbre. No habría té aquella mañana. Ni carne seca de venado para desayunar. Ni cepillo de dientes.

Aun así, Gordon trató de ser filosófico. Después de todo, estaba vivo. Tenía la impresión de que llegaría un momento en el cual todos los objetos que le habían robado serían de los «perdidos para siempre».

Con suerte, el contador Geiger no entraría en esa categoría. La radiación había constituido una de las principales razones para que se desplazara hacia el oeste, desde que dejó las Dakotas. Se había cansado de ir a todas partes esclavizado por su valioso contador, bajo el continuo temor de que se lo robaran o se estropease. Se rumoreaba que la costa Oeste se había salvado de lo peor de la lluvia radiactiva, sufriendo más, por el contrario, a causa de las plagas que el viento trasladaba desde Asia.

Así se desarrolló aquella extraña guerra. Inconsistente, caótica, había finalizado poco antes del colapso vaticinado por todos. Más bien fue como una ráfaga explosiva de sucesivas catástrofes a media escala. Aisladamente, cualquiera de los desastres podía haberse superado.

La «tecnoguerra» iniciada en el mar y en el espacio podría no haber sido tan terrible si se hubiera limitado a esos medios, y no se hubiera volcado sobre los continentes.

Las enfermedades no fueron tan graves como en el hemisferio oriental, donde las armas del Enemigo perdieron el control entre su propia población. Probablemente no hubieran matado a tantos en América si las zonas de lluvia radiactiva no hubiesen impulsado a reunirse a multitudes de refugiados haciendo ineficaz la delicada trama de servicios médicos.

Y el hambre no hubiera sido tan atroz si las aterrorizadas comunidades no hubieran bloqueado las vías férreas y las carreteras para protegerse de los gérmenes.

En cuanto al tan temido átomo, sólo una mínima fracción de los arsenales nucleares del mundo fueron utilizados antes de que el Resurgimiento Eslavo se hundiera desde dentro y se declarara una inesperada victoria. Aquellas escasas veintenas de bombas fueron suficientes para desencadenar el Invierno de los Tres Años, pero no la Larga Noche del Siglo que podía haber enviado al Hombre por la senda de los dinosaurios. Durante semanas pareció que un gran milagro de moderación había salvado al planeta.

Eso pareció. Y, ciertamente, ni la combinación de unas cuantas bombas, algunos microbios y tres cosechas escasas, hubiese sido suficiente para destruir a una gran nación y, con ella, al mundo.

Pero hubo otra enfermedad, un cáncer interno.

Maldito seas para siempre, Nathan Holn, pensó Gordon. Esta era una letanía común de un extremo a otro del oscuro continente.

Echó a un lado las sacas de correo. Sin hacer caso del frío matutino abrió la bolsa izquierda de su cinturón y extrajo un pequeño bulto envuelto en papel de aluminio, recubierto de cera fundida.

Si alguna vez había existido una emergencia era ahora. Gordon necesitaría energía para enfrentarse a la jornada. Una docena de cubitos de caldo concentrado de ternera era todo cuanto tenía, pero debían bastar.

Tomó un trago de agua de su cantimplora y, junto con él, se introdujo en la boca un cubito amargo y salado. Después, abrió de una patada la portezuela izquierda del jeep, dejando caer varias sacas sobre el suelo escarchado. Se giró a la derecha y miró al enfundado esqueleto que había compartido en silencio la noche con él.

—Señor Cartero, voy a tratar de enterrarle del modo más decente que pueda, aunque sólo cuente con la ayuda de mis manos. Sé que no es mucho como pago de lo que usted me ha dado. Pero es cuanto puedo ofrecer. —Asió el estrecho y huesudo hombro y quitó el seguro de la puerta del conductor.

Sus mocasines resbalaron sobre la tierra helada al salir y dirigirse con cuidado al otro lado del jeep.

Al menos anoche no nevó. Esto está tan seco que tendré que esperar a que se deshiele un poco para cavar.

La herrumbrosa puerta de la derecha chirrió cuando tiró de ella. Resultaba complicado coger el esqueleto con una saca de correo vacía mientras este se desplomaba hacia adelante. Gordon se las arregló para que la ropa y los huesos cayeran al suelo.

Le sorprendió el estado de conservación. El seco clima casi había momificado los restos del cartero, dando tiempo a los insectos para que lo limpiaran sin destruirlo demasiado. El jeep no parecía haber sido invadido por el moho durante todos aquellos años.

Primero examinó el atuendo del cartero.

Tiene gracia. ¿Por qué llevaría una camisa de franela bajo la chaqueta?

Las prendas, en otro tiempo de vivos colores y ahora desteñidas y manchadas, no eran aprovechables, pero la chaqueta de cuero constituía todo un hallazgo. Si era lo suficientemente grande, mejoraría las posibilidades de Gordon de forma notable.

Los zapatos parecían viejos y agrietados, aunque tal vez pudiera utilizarlos. Con cuidado, Gordon los quitó de los horribles y secos pies y los puso junto a los suyos.

Quizá me estén un poco grandes. Pero cualquier cosa sería mejor que los destrozados mocasines.

Colocó los huesos sobre la saca de correos con todo el cuidado que pudo, sorprendido de lo fácil que le resultaba. Todas las supersticiones lo habían abandonado la noche anterior. Lo único que quedaba era un cierto respeto y una irónica gratitud al antiguo propietario de aquellas cosas. Sacudió la ropa, conteniendo el aliento para no tragar el polvo, y las colgó de una robusta rama para que se airease. Volvió al jeep.

Ajá —pensó entonces—. El misterio de la camisa está resuelto. Exactamente al lado de donde había dormido se hallaba la camisa azul de uniforme de mangas largas, con la insignia del Servicio Postal en las hombreras. Parecía casi nueva, a pesar de los años transcurridos. Una por comodidad y otra para el jefe.

Gordon sabía desde que era un muchacho que algunos carteros hacían eso. Recordaba un tipo que, en las bochornosas tardes de verano, repartía el correo con vistosas camisas hawaianas. Aquel cartero siempre agradecía que le ofrecieran un vaso de limonada fría. Gordon deseó poder recordar su nombre.

Temblando en la gélida mañana se puso la camisa del uniforme. Sólo le quedaba un poco ancha.

—Tal vez engorde lo suficiente para llenarla —murmuró, bromeando consigo mismo. A los treinta y cuatro años quizá pesaba menos que a los diecisiete.

La guantera contenía un quebradizo mapa de Oregón que le serviría para sustituir el que había perdido. Después, tras exhalar una exclamación, Gordon cogió un pequeño dado de plástico transparente. ¡Un fulgurómetro! Era mucho mejor que su contador Geiger; el diminuto cristal emitiría pequeños destellos cuando su interior cristalino fuera invadido por radiaciones gamma. ¡Ni siquiera necesitaba energía! Gordon lo situó ante uno de sus ojos y observó algunas chispas espaciadas, causadas por los rayos cósmicos. Además, el cubo no producía ruido.

¿Qué hacía un cartero de antes de la guerra con un artilugio como ese?, se preguntó Gordon distraídamente mientras se guardaba su hallazgo en el bolsillo del pantalón.

La luz de la guantera estaba estropeada, por supuesto; las bengalas de emergencia se habían convertido en una reseca y agrietada pasta.

La cartera. En el suelo, bajo el asiento del conductor, había una bolsa de cuero grande para llevar cartas. Estaba cuarteada, pero las correas aguantaron cuando tiró de ellas y sus laterales no dejarían pasar el agua.

No es que fuera un buen sustituto de su perdida mochila Kelty, pero sería mejor que nada. Abrió el compartimiento principal y se desparramaron varios fajos de cartas viejas, que se diseminaron cuando se rompieron las podridas bandas de goma que las sujetaban. Gordon cogió algunas de las más cercanas.

«Del Alcalde de Bend, Oregón, al Decano de la Facultad de Medicina, Universidad de Oregón, Eugene». Gordon declamó la dirección como si estuviese representando a Polonius. Miró algunas cartas más. Las direcciones le parecieron pomposas y arcaicas.

El doctor Franklin Davis, de la pequeña ciudad de Gilchrist enviaba, con la palabra URGENTE impresa claramente en el sobre, una carta muy voluminosa al director de la Pagaduría Regional de Suministros Médicos… sin duda rogando prioridad para sus peticiones.

La irónica sonrisa de Gordon se tornó ceñuda al seguir pasando una carta tras otra. Allí había algo que no encajaba.

Esperaba entretenerse con una variada correspondencia comercial y personal. Pero al parecer, la mochila no contenía ni una sola carta publicitaria. Y, aunque había muchas privadas, la mayoría de los sobres llevaban algún tipo de membrete oficial.

Bueno, no había tiempo para el voyeurismo, de todos modos. Cogería una docena de cartas para entretenerse y usaría las zonas blancas para escribir su nuevo diario.

Trato de no pensar en el viejo volumen perdido —dieciséis años de pequeñas anotaciones— que ahora, sin duda alguna, estaría siendo examinado atentamente por aquel ladrón, excorredor de bolsa. A menos que se equivocara al juzgar la personalidad de Roger Septien, estaba convencido de que lo leería y conservaría junto con los pequeños volúmenes de poesía que llevaba en su equipaje.

Algún día volvería y se lo llevaría de nuevo.

De todas formas, ¿qué hacía aquí un jeep del Servicio Postal de EE.UU.? ¿Y qué le había causado la muerte al cartero? Encontró parte de la respuesta cuando rodeó el vehículo: agujeros de bala en el cristal de la puerta trasera, agrupados hacia la mitad del lado derecho.

Gordon miró hacia la rama donde había colgado la ropa. Sí, la camisa y la chaqueta tenían dos agujeros en la parte superior del pecho.

El intento de secuestro o robo no podía haber sido anterior a la guerra. Los carteros casi nunca eran atacados, ni siquiera en las revueltas de la depresión a finales de los ochenta, que precedió a la «época dorada» de los noventa.

Además, un cartero perdido hubiera sido buscado hasta que lo encontraran.

Por tanto, el ataque se produjo después de la guerra de una Semana. Pero ¿qué hacía un cartero conduciendo solo por la campiña después de que EE.UU. hubiera dejado de existir? ¿Durante cuánto tiempo lo había hecho?

El tipo debía de haber escapado de una emboscada y buscado carreteras secundarias y caminos para eludir a sus asaltantes. Tal vez no conocía la gravedad de sus heridas, o simplemente estaba aterrorizado.

Pero Gordon sospechaba que había otra razón por la que el cartero había optado por ir sorteando la maleza de moras para poder esconderse en las profundidades del bosque.

—Estaba protegiendo su misión —siseó Gordon—. Sopesó si era más probable quedarse inconsciente en medio de la carretera o llegar a obtener ayuda… y decidió salvar el correo antes que su propia vida.

O sea que era un honrado cartero de posguerra. Un héroe del vacilante ocaso de la civilización. Gordon evocó la antigua oda de los carteros… «Ni la ventisca, ni el granizo…», y se maravilló del hecho de que algunos hubiesen intentando con tanto valor mantener viva la llama.

Eso explicaba las cartas oficiales y la escasez de correo intrascendente. No se había dado cuenta de que algo parecido a la normalidad improbable hubiese durado tanto. Por supuesto, era improbable que un recluta de diecisiete años hubiera visto algo normal. El populacho gobernaba y el saqueo general de los centros en que había dinero mantuvo ocupados y divididos a los altos mandos hasta que el ejército desapareció en los tumultos que había ido a sofocar. Si quedaban hombres y mujeres en alguna parte que se comportaban como seres humanos durante aquellos meses de horror, él nunca lo presenció.

La valerosa historia del cartero sólo sirvió para deprimir a Gordon. Resultaba demasiado amargo detenerse a pensar en aquella historia de alcaldes, profesores universitarios y carteros que tan esperanzadamente lucharon contra el caos.

La portezuela de atrás se abrió a desgana, tras cierto forcejeo. Apartando sacas de correo encontró la gorra del cartero, con su deslustrada insignia, una fiambrera vacía y unas valiosas gafas de sol cubiertas de una gruesa capa de polvo sobre la caja de una rueda.

Una pala pequeña, para sacar al jeep de los surcos del camino, le ayudaría ahora a enterrar al conductor.

Por último, detrás del asiento del conductor, bajo varias sacas pesadas, Gordon encontró una guitarra destrozada. Una bala de gran calibre la había horadado. Junto a ella, una bolsa de plástico amarillo contenía una libra de hierbas secas que desprendían un fuerte olor almizclado. La memoria de Gordon no se había ofuscado lo bastante para no reconocer el aroma de la marihuana.

Había imaginado al cartero como un hombre de mediana edad, calvo, conservador. Ahora, Gordon recreó la imagen e hizo que el tipo se pareciera más a él mismo: musculoso, barbudo, con una perpetua expresión de asombro en el rostro.

Un neohippy quizá, un miembro de una generación que apenas había empezado a florecer antes de que la guerra la aniquilara junto a cualquier clase de optimismo. Un neohippy que murió para proteger el correo del sistema. Esa posibilidad no sorprendió a Gordon lo más mínimo. Había tenido amigos en el movimiento; gente sincera, aunque tal vez un poco rara.

Reparó las cuerdas de la guitarra y, por primera vez aquella mañana se sintió culpable.

¡El cartero ni siquiera iba armado! Gordon recordó haber leído en alguna ocasión que el servicio de correo de EE.UU. había funcionado entre las líneas de batalla durante la guerra civil de 1860. Acaso aquel tipo había confiado en que sus compatriotas respetasen esa tradición.

La América postcaos no tenía otra tradición que la supervivencia. En sus viajes, Gordon había sido recibido en algunas comunidades aisladas del mismo modo en que los juglares eran acogidos en los lejanos días del Medievo. En otras, reinaban salvajes variedades de paranoia. Incluso en aquellos raros casos en los que había encontrado amistad, donde la gente honrada parecía deseosa de recibir a un extraño, Gordon siempre había seguido adelante a los pocos días. Siempre se sorprendía soñando con ruedas que giraban y cosas que volaban en el cielo.

Era ya media mañana. Lo que había encontrado allí era suficiente para mejorar sus posibilidades de supervivencia sin enfrentarse a los bandidos. Cuanto antes cruzase el paso y estuviera en una vertiente adecuada, mejor se hallaría.

En aquellos momentos, nada le iría tan bien como un riachuelo, en algún lugar lejos del alcance de la banda de salteadores, donde pudiera pescar truchas para llenarse el estómago.

Pero todavía le quedaba algo que hacer allí. Cogió la pala.

Hambriento o no, le debes mucho a este.

Miró alrededor buscando un lugar a la sombra con tierra blanda para cavar y un paisaje.