La nieve y el hollín cubrían las quebradas ramas del viejo árbol y agostaban su corteza. No estaba muerto, todavía no. Aquí y allá diminutos brotes verdes luchaban por brotar, pero no lograban crecer. El final estaba cerca.
Apareció una sombra y una criatura se posó en el suelo, un viejo ser de los cielos, herido, tan próximo a la muerte como el árbol. Con las alas plegadas, comenzó laboriosamente a construir un nido, un lugar para morir. Astilla por astilla, escogió entre la arruinada madera del suelo, apilando los trocitos unos sobre otros hasta que fue evidente que aquello no era un nido, en absoluto. Era una pira. El sangrante moribundo se situó en la cumbre del montoncito de leña y trinó melancólicamente una suave melodía distinta a cualquiera que jamás se hubiera oído. Empezó a formarse un resplandor que pronto envolvió al animal en una brillante claridad de color púrpura. Surgieron llamas azules. Y el árbol pareció responder. Las viejas y decadentes ramas se combaron hacia el calor, como un anciano calentándose las manos. La nieve tembló y cayó, los verdes vástagos crecieron y empezaron a llenar el aire con una fragancia de renovación.
No era que la criatura de la pira renaciese, pese a ser un sueño, eso sorprendió a Gordon. El gran pájaro estaba consumido; sólo quedaban sus huesos.
Pero el árbol floreció, y de sus floridas ramas se desprendieron cosas que se arremolinaron en el aire. Él las contempló lleno de admiración cuando vio que eran globos aerostáticos, aeroplanos y naves espaciales. Sueños.
Se alejaron flotando en todas direcciones y el aire se llenó de esperanza.