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Entre el polvo y la sangre, con el agudo olor del pánico clavado en la nariz, la mente de un hombre a veces atrae hacia sí extrañas correlaciones. Después de pasar media vida en el salvajismo, en su mayor parte dedicada a luchar para sobrevivir, Gordon todavía se asombraba de que aquellos oscuros recuerdos afluyeran a su mente cuando se hallaba en pleno combate a vida o muerte.

Jadeando bajo la reseca maleza, reptando con desesperación para encontrar un refugio, de pronto acudió a su mente una imagen tan nítida como las polvorientas piedras que estaban debajo de él. Era un recuerdo por contraste: una tarde lluviosa en una cálida y segura biblioteca de universidad, hacía mucho tiempo; un mundo perdido lleno de libros, música y despreocupadas divagaciones filosóficas.

«Palabras sobre papel».

Arrastrando el cuerpo entre correosos y duros helechos casi pudo ver las letras, negro sobre blanco. Y aunque no logró recordar el nombre del autor, las palabras le llegaron con gran claridad.

«Salvo la Muerte misma, no existe nada que constituya una derrota «total»… Nunca se produce un desastre tan devastador que no permita que una persona decidida rescate algo de las cenizas, arriesgando todo aquello que le ha quedado…

»Nada en el mundo es más peligroso que un hombre sumido en la desesperación».

Cordón deseó que el escritor, fallecido hacía tiempo, estuviese allí en aquellos momentos, compartiendo su situación. Se preguntó a qué podría agarrarse el tipo en la presente catástrofe.

Cubierto de arañazos y contusiones a causa de su desesperada huida entre aquella densa vegetación, reptó tan silenciosamente como pudo, deteniéndose para yacer inmóvil y cerrar los ojos con fuerza cada vez que el polvo en suspensión parecía a punto de hacerle estornudar. Era un lento y doloroso avance, y ni siquiera estaba seguro de adónde se dirigía.

Pocos minutos antes se hallaba tan cómodo y bien aprovisionado como cualquier viajero solitario podría esperar en aquellos días. Ahora, Cordón se había quedado con no mucho más que una camisa rota, unos vaqueros gastados y unos mocasines; y las espinas los estaban haciendo trizas.

Un agudo dolor seguía a cada nuevo arañazo en los brazos y espalda. Pero en esta pavorosa jungla, seca como un hueso, no cabía hacer nada excepto arrastrarse hacia adelante y rezar para que el tortuoso sendero no lo devolviera a sus enemigos, que en realidad ya le habían matado.

Al fin, cuando había empezado a pensar que la infernal espesura no terminaría nunca, apareció un claro ante él. Una angosta hendidura dividía los helechos y daba paso a un declive de rocas desprendidas. Gordon se vio libre de las espinas, rodó hasta quedar de espaldas y miró hacia el brumoso cielo, agradeciendo simplemente el aire no contaminado por el calor de la seca podredumbre.

Bienvenido a Oregón —pensó amargamente—. Y yo que creía que Idaho era malo. —Alzó un brazo y trató de quitarse el polvo de los ojos—. ¿O sólo es que me estoy haciendo demasiado viejo para este tipo de cosas?

Después de todo, ya había sobrepasado los treinta, expectativa de vida bastante superior a la normal para una persona a quien el holocausto había lanzado a una vida errante.

Oh, Señor, ojalá estuviera en casa de nuevo.

No estaba pensando en Minneapolis. La llanura era hoy un infierno del que él había tratado de escapar durante más de una década. No, casa significaba para Gordon algo más que un lugar concreto.

Una hamburguesa, un baño caliente, música…

… una cerveza fría…

Cuando su respiración dificultosa se normalizó, otros ruidos pasaron a primer plano: el inequívoco bullicio del reparto de un botín.

Provenía de unos treinta metros más abajo en la ladera de la montaña. Carcajadas, mientras los complacidos ladrones se repartían las pertenencias de Gordon.

… unos cuantos polis amistosos de la vecindad…, dijo Gordon, clasificando aún con los criterios de un mundo desaparecido desde hacía mucho tiempo.

Los bandidos lo habían cogido desprevenido mientras saboreaba un té de bayas junto a una fogata preparada para la noche. Desde el primer instante, cuando se precipitaron por el sendero hacía él, había estado claro que aquellos sujetos de mala catadura le matarían en cuanto lo vieran.

Él no había esperado a que se decidieran. Arrojando té hirviendo al primer rostro barbudo, se lanzó a las zarzas cercanas. Dos disparos le habían seguido, y eso fue todo. Probablemente, su cadáver no valía tanto para los ladrones como una irremplazable bala. Ya tenían sus pertenencias, de todos modos.

O probablemente lo pensaban.

La sonrisa de Gordon fue amarga y mecánica al incorporarse con cautela y retroceder por el saliente rocoso hasta hallarse seguro de que no era visible desde la parte baja de la ladera. Limpió de ramitas su cinturón de viaje y sacó la cantimplora medio llena para tomar un trago largo y del todo necesario.

Bendita seas, paranoia, pensó. Ni una sola vez desde la guerra Fatal había dejado que su cinturón estuviese a más de un metro de su lado. Era la única cosa que había conseguido coger antes de lanzarse hacia las zarzas.

El metal gris oscuro de su revólver del 38 brilló, incluso bajo la fina película de polvo, al extraerlo de la funda. Gordon sopló en la chata punta del arma y comprobó atentamente su mecanismo. Leves chasquidos testimoniaron con escueta elocuencia la habilidad y letal precisión de otra época. Incluso para matar, el viejo mundo se las había arreglado bien.

Especialmente para matar, recordó Gordon.

Oyó unas groseras carcajadas procedentes de la parte baja de la ladera.

Normalmente sólo viajaba con cuatro cartuchos en el cargador. Sacó ahora dos valiosos cartuchos más de un bolsillo del cinturón y llenó las cámaras vacías debajo y detrás del percutor. «La seguridad de las armas de fuego ya no era demasiado importante», especialmente porque, de todas formas, esperaba morir esa tarde.

Dieciséis años persiguiendo un sueño —pensó Gordon—. Primero aquella larga y fútil lucha contra el colapso… debatiéndose para sobrevivir durante el Invierno de los Tres Años… y finalmente, más de una década trasladándose de un lugar a otro, eludiendo la peste y el hambre, luchando contra los malditos holnistas y las jaurías de perros salvajes… media vida pasada como un errante juglar de la edad oscura, actuando para obtener comida y salir del paso un día más, mientras buscaba…

… algún lugar…

Gordon sacudió la cabeza. Conocía muy bien sus propios sueños. Eran las fantasías de un necio, y no tenían cabida en el mundo actual.

… algún lugar donde alguien estuviera asumiendo la responsabilidad…

Desechó aquellos pensamientos. Fuera lo que fuese lo que estaba buscando, su búsqueda parecía haber concluido allí, en las secas y frías montañas de lo que una vez fuera el este de Oregón.

Por los ruidos procedentes de abajo dedujo que los bandidos se preparaban para partir, dispuestos a marcharse con lo robado. Tupidos grupos de enredaderas resecas impedían a Gordon ver la parte baja del declive entre los grandes pinos, pero pronto apareció un hombre corpulento con un descolorido abrigo de caza a cuadros en la dirección en que había estado su campamento, avanzando hacia el noroeste por una senda que conducía al pie de la montaña.

La indumentaria del hombre confirmó lo que Gordon recordaba de aquellos borrosos segundos del ataque. Al menos sus asaltantes no vestían atuendos militares… la marca de los supervivencialistas de Holn.

Deben de ser bandidos comunes, carne de cañón, que-se-asen-en-el-infierno.

De ser así, había una mínima posibilidad de que el plan que tenía en la cabeza diera algún resultado.

Tal vez.

El primer bandido llevaba la chaqueta de Gordon para todo tiempo atada a la cintura. En su brazo derecho se mecía la escopeta que Gordon había llevado consigo durante todo el trayecto desde Montana.

—¡Vamos! —gritó el barbudo ladrón de espaldas al sendero—. Ya basta de comentarios. ¡Reunid esas cosas y cargadlas!

El jefe, decidió Gordon.

Otro hombre, más bajo y andrajoso, se dejó ver de pronto acarreando un saco de tela y un baqueteado rifle.

—¡Muchacho, qué trofeo! Debemos celebrarlo. Cuando hayamos llevado estas cosas, ¿podremos tomar toda la bebida que queramos, Jas? —el pequeño ladrón aguardó como un pájaro nervioso—. Muchacho, Sheba y las chicas se desternillarán cuando sepan lo del conejito que hemos echado a los espinos. ¡Nunca he visto nada correr tan rápido! —cloqueó.

Gordon frunció el entrecejo ante el insulto añadido al daño. Era igual en casi todas las partes que había visitado: la insensibilidad tras el holocausto a la que nunca había llegado a acostumbrarse ni aun después de tanto tiempo. Escrutando con un solo ojo por entre la maleza que bordeaba la hendidura, inspiró profundamente y gritó:

—¡Yo no contaría con emborracharme aún, Osobuco! —La adrenalina dio a su voz un tono más agudo del que deseaba, pero no podía evitarlo.

El tipo grande se dejó caer torpemente en el suelo, intentando ponerse a cubierto detrás de un árbol cercano. El salteador flaco, sin embargo, miró boquiabierto hacia arriba.

—¿Qué…? ¿Quién está ahí?

Gordon se sintió ligeramente aliviado. Su conducta confirmaba que esos hijos de perra no eran auténticos supervivencialistas. Sin duda no holnistas. Si lo hubiesen sido, ahora probablemente él estaría muerto.

Los demás bandidos, Gordon contó un total de cinco, bajaron rápidamente por el sendero acarreando los objetos de su pillaje.

—¡Agachaos! —ordenó el jefe desde su escondrijo.

El escuálido pareció percatarse de lo expuesto de su posición y corrió a unirse a sus compañeros tras la espesura.

Todos excepto un ladrón, un sujeto cetrino de cortas patillas medio encanecidas y un sombrero alpino. Este, en vez de esconderse, avanzó un poco, mordisqueando una aguja de pino y ojeando la maleza de modo indiferente.

—¿Por qué, hermano? —preguntó con sosiego—. Ese pobre tipo llevaba encima poco más que la piel cuando nos lanzamos sobre él. Tenemos su escopeta. Vamos a descubrir lo que quiere.

Gordon mantuvo agachada la cabeza. Pero no pudo dejar de notar la lánguida y afectada pronunciación del sujeto. Era el único que iba bien afeitado e incluso, desde el lugar en que se encontraba, Gordon pudo apreciar que llevaba la ropa más limpia, más cuidada.

Un ronco gruñido del jefe bastó para que el tranquilo bandido se encogiera de hombros y, pausadamente, se situara tras un pino ahorquillado. Apenas a cubierto, gritó hacia la ladera:

—¿Estás ahí, señor Conejo? De ser así, lamento mucho que no te quedaras para invitarnos a té. Aunque, sabiendo cómo Jas y Pequeño Wally tienden a tratar a las visitas, supongo que no puedo culparte porque te largaras.

Gordon no podía creer que fuera a seguir la broma de aquel imbécil. Pero lo hizo.

—Eso imaginé en aquel momento —gritó—. Gracias por comprender mi falta de hospitalidad. A propósito, ¿con quién hablo?

El alto individuo sonrió ampliamente.

—¿Con quién…? Ah, un gramático. Qué gozo. Hace tanto tiempo que no oigo una voz educada —el otro se quitó el sombrero alpino e hizo una reverencia—. Soy Roger Everett Septien, en tiempos agente de cambio y bolsa de la Pacific Stock Exchange, y en la actualidad un asaltante. En cuanto a mis colegas…

Los matorrales susurraron. Septien escuchó, y finalmente se encogió de hombros.

—Ah —dijo a Gordon—. En situación normal me tentaría la oportunidad de tener una auténtica conversación; estoy seguro de que tú la deseas tanto como yo. Desgraciadamente, el jefe de nuestra pequeña hermandad de degolladores insiste en que descubra lo que quieres y dé el asunto por terminado. Así que haz tu discurso, Señor Conejo. Somos todo oídos.

Gordon sacudió la cabeza. El sujeto obviamente se consideraba ingenioso, pero su humor era pésimo, incluso si se medía por el nivel de la posguerra.

—Observo que no lleváis todas mis pertenencias. ¿No habréis decidido por casualidad coger sólo lo que necesitáis y dejarme lo suficiente para sobrevivir?

Se oyó una estrepitosa risotada procedente de los matorrales de abajo; luego un torrente de soeces carcajadas se unieron a ella. Roger Septien miró a derecha e izquierda, y levantó las manos. Su exagerado suspiro pareció denotar que él, al menos, apreciaba la ironía de la pregunta de Gordon.

—Ay —repitió—. Recuerdo haber mencionado esa posibilidad a mis camaradas. Nuestras mujeres podrían encontrar algún uso para las barras de aluminio de tu tienda y el armazón de la mochila, pero he sugerido que dejáramos la bolsa de nilón y la tienda, que a nosotros no nos sirven. Hmm, eso hemos hecho en cierto sentido. Sin embargo, no creo que apruebes las… alteraciones hechas por Wally.

Aquella estridente risa volvió a oírse desde los matorrales. Gordon se hundió levemente.

—¿Qué hay de mis botas? Todos parecéis bastante bien calzados. ¿Le van bien a alguno? ¿Podríais dejarlas? ¿Y mi chaqueta y mis guantes?

Septien tosió.

—Ah, sí. Son los artículos principales, ¿no es cierto? Aparte de la escopeta, por supuesto, la cual es innegociable.

Gordon escupió. Por supuesto, idiota. Sólo un cretino expresa lo obvio.

De nuevo se dejó oír la voz del jefe, amortiguada por el follaje. Y otra vez se produjeron risas. Con expresión de pesar, el exagente de bolsa suspiró.

—Mi jefe pregunta qué ofreces a cambio. Por supuesto, sé que no tienes nada. Pero a pesar de ello, debo preguntar.

A decir verdad, Gordon poseía unas cuantas cosas que podían interesarles. La brújula del cinturón, por ejemplo, y un cuchillo suizo del ejército.

Aunque ¿cuáles eran sus posibilidades de pactar un intercambio y salir con vida? No se necesitaba telepatía para saber que aquellos bastardos únicamente jugaban con su víctima.

Una ardiente cólera le invadió, especialmente por la falsa muestra de compasión de Septien. Había sido testigo de esta combinación de cruel desprecio y civilizados modales en personas educadas de antaño, en los años transcurridos desde el Colapso. En su opinión, la gente así era mucho más despreciable que quienes simplemente habían sucumbido a la barbarie de los tiempos.

—¡Escuchad! —gritó—. ¡No necesitáis esas condenadas botas! No tenéis auténtica necesidad de mi chaqueta o de mi cepillo de dientes o de mi cuaderno de notas. Esta zona está limpia, así que ¿para qué necesitáis mi contador Geiger? No soy tan estúpido como para creer que me vais a devolver la escopeta, pero sin algunas de las otras cosas moriré, ¡malditos seáis!

El eco de su discurso pareció derramarse por la ladera de la montaña, dejando una estela de sepulcral silencio. Luego, hubo un susurro en los matorrales y el corpulento jefe de los bandidos se puso en pie. Escupió con aire desdeñoso y chasqueó los dedos en un gesto dirigido a los otros.

—Ahora ya sé que no tienes armas —les dijo. Frunció las pobladas cejas e hizo un ademán en dirección a Gordon—. Corre, conejito. ¡Corre o te desollaremos y serás nuestra cena! —Sopesó la escopeta de Gordon, se dio la vuelta y caminó lenta y despreocupadamente sendero abajo. Los demás le siguieron, riendo.

Roger Septien se encogió de hombros en dirección a la ladera de la montaña y sonrió, después recogió su parte del botín y siguió a sus compañeros. Desaparecieron tras un recodo del angosto sendero forestal; pero en los minutos que siguieron, Gordon oyó el suave sonido cada vez más leve de alguien que silbaba alegremente.

¡Qué imbécil! Siendo mínimas las posibilidades que le quedaban, las había desperdiciado completamente al apelar a la razón y la caridad. En una época encarnizada, nadie hacía eso salvo por impotencia. La incertidumbre de los bandidos se había evaporado tan pronto como pidió estúpidamente juego limpio.

Era evidente que habría podido disparar su 38, malgastando una valiosa bala para demostrar que no estaba del todo indefenso. Eso los hubiera obligado a tomarlo en serio de nuevo…

¿Por qué no lo he hecho? ¿Estaba demasiado asustado?

Posiblemente —admitió—. Es probable que muera esta noche a la intemperie, pero faltan todavía algunas horas, las suficientes para que lo pueda considerar como una amenaza abstracta, menos aterradora e inmediata que cinco hombres despiadados con pistolas.

Se golpeó la palma de la mano con el puño.

Oh, déjalo, Gordon. Puedes psicoanalizarte esta noche, mientras te mueres de frío. De lo que puedes estar seguro, sin embargo, es de que eres un completo necio, y de que probablemente estás ante tu fin.

Se puso en pie con rigidez y comenzó a bajar por la ladera con precaución. Aunque no se encontraba del todo dispuesto a admitirlo, Gordon sintió la creciente certeza de que sólo podía existir una solución, una remota posibilidad de escapar del desastre.

Tan pronto como se vio libre de la maleza, Gordon fue cojeando hasta la corriente del arroyo para lavarse la cara y los arañazos más profundos. Se apartó de los ojos los mechones de pelo castaño empapados en sudor. Los arañazos le dolían terriblemente pero ninguno tenía tan mal aspecto como para inducirlo a utilizar el delgado tubo de preciado yodo que llevaba en la bolsa del cinturón.

Volvió a llenar la cantimplora y se puso a pensar.

Además de la pistola y de la ropa casi destrozada, una navaja y una brújula, su bolsa contenía un equipo de pesca en miniatura que podía resultar útil si llegaba a cruzar las montañas hasta un remanso de agua decente.

Y por supuesto diez cartuchos sobrantes para el 38, pequeñas, benditas reliquias de la civilización industrial.

Al principio, durante las revueltas y la gran escasez, había parecido que lo único que nunca iba a acabarse era la munición. Si en el cambio de siglo América hubiese almacenado y distribuido comida con la mitad de eficacia de la que sus ciudadanos habían empleado para acumular montañas de balas…

Gordon sentía cómo se le clavaban los pedruscos en su dolorido pie izquierdo mientras, con cautela, se apresuraba a regresar a su antiguo campamento. Estaba claro que sus casi deshechos mocasines no lo llevarían a ninguna parte. Sus destrozadas prendas serían tan eficaces contra las frías noches otoñales en la montaña como sus ruegos lo habían sido contra el duro corazón de los bandidos.

El pequeño claro donde había acampado hacía sólo una hora estaba ya desierto, pero sus temores quedaron eclipsados por los estragos que encontró allí.

Su tienda había sido convertida en un montón de hebras de nailon, su saco de dormir en una pequeña nevada de plumón de ganso. Lo único que Gordon encontró intacto fue el delgado arco que había estado tallando de un arbolito talado, y un cordaje experimental de tiras de tripa de venado.

Probablemente pensaron que era un bastón. Dieciséis años después de que la última fábrica hubiese ardido, los asaltantes de Gordon habían pasado por alto completamente el valor potencial del arco y las cuerdas para cuando la munición se agotara.

Utilizó el arco para hurgar entre los desechos, buscando alguna otra cosa que recuperar.

No puedo creerlo. ¡Se han llevado mi diario! Ese cretino de Septien probablemente tiene intención de entretenerse con él en la época de las nevadas, riéndose de mis aventuras y de mi candidez mientras mis huesos son roídos por los pumas y los buitres.

Por supuesto, toda la comida había desaparecido: la carne, la bolsa de cereales molidos que le habían dado en una aldea de Idaho a cambio de unas cuantas canciones e historias, la pequeña provisión de durísimos pastelillos que había encontrado en las entrañas mecánicas de una máquina expendedora.

Puedo admitir lo de los pastelillos —pensó Gordon mientras recogía del suelo su cepillo de dientes destrozado—. Pero ¿por qué demonios han tenido que hacer esto?

Al final del Invierno de los Tres Años, mientras los supervivientes de su pelotón militar luchaban aún para conservar los silos de soja de Wayne, Minnesota, en nombre de un gobierno del que nadie había oído hablar durante meses, cinco de sus camaradas habían muerto a causa de atroces infecciones bucales. Fueron muertes terribles y sin gloria, y nadie estuvo seguro de si el responsable de aquello fue uno de los gérmenes de la guerra, o el frío y el hambre y la casi total carencia de higiene moderna. Todo lo que Gordon sabía era que el espectro de sus dientes pudriéndose se había convertido en su pesadilla personal.

Cabrones, pensó al tirar el cepillo.

Recorrió los destrozos por última vez. Nada había allí para hacerle cambiar de idea.

Te estás retrasando. Ve. Hazlo.

Gordon emprendió la marcha un poco envarado. Pero pronto bajó por el sendero tan rápida y silenciosamente como pudo, abriéndose paso a través de la maleza absolutamente seca.

El fornido jefe de los forajidos había prometido que se lo comerían si volvían a encontrarse. El canibalismo había sido algo común en los primeros tiempos, y aquellos hombres de montaña podían haber adquirido el gusto por el «gran puerco». Aunque así, tenía que persuadirlos de que un hombre sin nada que perder debe ser tenido en cuenta.

Durante aproximadamente un kilómetro fue encontrando sus huellas: dos con los suaves contornos de la piel de ciervo y tres de suelas Vibram anteriores a la guerra. Caminaban sin prisas, y no le sería difícil alcanzarlos.

Sin embargo, no era eso lo que se proponía. Trató de recordar su subida por aquel mismo camino esa mañana.

El camino desciende al serpentear hacia el norte, por la cara este de la montaña, antes de desviarse otra vez hacia el sur y el este penetrando en el desierto valle de abajo.

Pero ¿y si atajase por encima del camino principal y atravesara la ladera más arriba? Tal vez lograra caer sobre ellos mientras es aún de día… mientras aún se regocijan y no esperan nada.

Si el atajo está allí…

El sendero serpenteaba gradualmente cuesta abajo hacia el nordeste, en la dirección de las sombras crecientes, hacia los desiertos del este de Oregón e Idaho. Gordon debía de haber pasado por debajo de los centinelas de los ladrones el día anterior o aquella misma mañana, y se habían tomado su tiempo siguiéndolo hasta que levantó el campamento. Su guarida tenía que estar en algún lugar próximo al camino.

Pese a su cojera, Gordon fue capaz de avanzar en silencio y con rapidez, la única ventaja que tenían los mocasines sobre las botas. Pronto oyó leves ruidos más abajo y al frente.

Los malhechores. Reían y bromeaban. Resultaba doloroso oírlos.

En realidad, no tenía demasiada importancia que se estuvieran riendo de él. La insensible crueldad ahora formaba parte de la vida, y aunque Gordon no podía aceptarla, al menos reconocía que él era un residuo del Siglo Veinte situado en el salvaje mundo actual.

Pero los ruidos le recordaron otras risas, las rudas bromas de hombres con quienes compartió el peligro.

Drew Simms, un estudiante de medicina de cara pecosa y gesto expresivo, con una increíble habilidad para el ajedrez y el póquer. Los holnistas lo cogieron cuando invadieron Wayne y quemaron los silos…

Tiny Kielre me salvó la vida dos veces, y todo lo que deseaba cuando estaba en su lecho de muerte, atormentado por las Paperas de la Guerra, era que le leyese historias…

Luego estaba el teniente Van, el jefe medio vietnamita de su pelotón. Gordon no supo hasta que fue demasiado tarde que el teniente estaba reduciendo sus propias raciones en beneficio de las de sus hombres. Pidió, al final, ser enterrado envuelto en una bandera americana.

Gordon había estado solo mucho tiempo. Echaba de menos la compañía de estos hombres casi tanto como la amistad de las mujeres.

Observando los matorrales a su izquierda, llegó a un claro que parecía indicar que había un sendero de bajada, un atajo quizás, al norte, a través de la superficie de la montaña. Dejó el sendero y se abrió camino partiendo la seca y rojiza maleza. Gordon creía recordar el sitio perfecto para una emboscada, una subida en zigzag que pasaba bajo una alta herradura de piedra. Si un francotirador hallaba un lugar un poco más arriba del saliente rocoso tendría a tiro a cualquiera que caminase por la horquilla.

Si pudiera llegar allí antes que ellos…

Tenía la posibilidad de cogerlos por sorpresa y obligarlos a negociar. Esa era la ventaja de ser alguien sin nada que perder. Cualquier bandido cuerdo preferiría vivir y robar otro día. Tenía que creer que le cederían las botas, la chaqueta y un poco de comida, ante el riesgo de perder a uno o dos de su banda.

Gordon esperaba no tener que matar a nadie.

¡Oh, sé realista, por favor! Su peor enemigo, en las próximas horas, podían ser sus arcaicos escrúpulos. Sólo por esta vez, sé implacable.

Las voces del sendero se apagaron cuando atajó por la vertiente de la montaña. Varias veces hubo de desviarse por abruptas gargantas o por zonas de horribles zarzas. Gordon se concentró en encontrar el camino más directo hacia el rocoso lugar de emboscada.

¿Me he alejado lo suficiente?

Prosiguió con gesto preocupado. Según su vago recuerdo, la subida en zigzag comenzaba tras una larga curva hacia el norte a lo largo de la cara este de la montaña.

Un angosto sendero de animales le permitió avanzar con rapidez entre las ramas de pinos, deteniéndose con frecuencia para consultar la brújula. Se halló ante un dilema. Para tener una oportunidad de atrapar a sus adversarios tenía que estar más arriba que ellos. Pero si se mantenía a demasiada altura, podía dejar atrás su objetivo sin darse cuenta.

Y no tardaría en oscurecer.

Una bandada de pavos salvajes se dispersó cuando se internó en un pequeño claro. Estaba claro que el descenso demográfico tenía algo que ver con el retorno de la vida salvaje, pero aquello era también señal de que había llegado a una región con más agua que las áridas tierras de Idaho. Su arco podría serle útil algún día, si vivía lo bastante para aprender a usarlo.

Inició el descenso, empezando a sentirse preocupado. Seguramente el camino principal se hallaba en este momento bastante por debajo de él, en el caso de que no se hubiera desviado. Era posible que hubiese ido ya demasiado al norte.

Al fin Gordon se dio cuenta de que aquel camino giraba directamente hacia el oeste. También daba la impresión de que ascendía de nuevo hacia lo que parecía ser otra brecha en las montañas, envueltas en la niebla del atardecer.

Se detuvo un momento para recuperar el aliento y orientarse. Tal vez fuera este otro paso más a través de la fría y semiárida Sierra de la Cascada, que conducía al Valle del Río Willamette y desde allí al océano Pacífico. Su mapa había desaparecido, pero sabía que si caminaba como mucho un par de semanas en esa dirección encontraría agua, refugio, riachuelos con pesca, animales para cazar y quizás…

Y quizás algunas personas tratando de volver a enderezar algo en el mundo. La luz del sol percibida a través de aquella alta franja de nubes era como un halo luminoso, semejante al fulgor vagamente recordado que producían en el cielo las luces de la ciudad, una promesa que le había empujado siempre hacia adelante desde el medio-oeste, buscando. Por inalcanzable que fuera aquel sueño, no se desvanecía.

Gordon sacudió la cabeza. Seguro que habría nieve en aquellas montañas, y pumas, e inanición. No podía abandonar su plan. No si quería seguir viviendo.

Intentó atajar ladera abajo, pero las estrechas sendas hechas por los animales siguieron obligándolo a ir hacia el noroeste. El tramo en zigzag ahora tenía que estar detrás de él. Pero la tupida y reseca maleza lo desvió aún más hacia el nuevo paso.

En su frustración, Gordon casi no percibió el ruido. Pero luego se detuvo bruscamente para escuchar.

¿Eran voces?

Una escarpada garganta abría la vegetación justo al frente. Corrió hacia allí hasta que vio la silueta de esta montaña y otras de la cadena, envueltas en una espesa bruma, de color ámbar en lo alto del lado oeste y de un púrpura oscuro donde el sol acababa de ponerse.

Los sonidos parecían provenir de abajo y del este. Y sí, eran voces. Gordon escudriñó la serpenteante línea de un sendero en el flanco de la montaña. Divisó a lo lejos un breve estallido de color que ascendía lentamente por los bosques.

¡Los bandidos! Pero ¿por qué están subiendo de nuevo? No podían ser ellos, a menos…

A menos que Gordon estuviese ya muy al norte del camino que había tomado el día anterior. Debía de haber pasado de largo del lugar de la emboscada y salido por un sendero lateral. Los bandidos estaban escalando una bifurcación que él no había visto el día anterior y que conducía a aquel paso más directamente que la que él había tomado.

¡Este debía de ser el camino que conducía a la guarida de los ladrones!

Gordon escrutó la montaña. Sí, logró ver una especie de pequeña cueva que podía servir, al oeste, sobre un saliente cerca del paso menos utilizado. Sería defendible y muy difícil de descubrir por casualidad.

Gordon sonrió aviesamente y giró también al oeste. La emboscada era una oportunidad perdida, pero si se apresuraba podría desvalijar el refugio de los bandidos, si conseguía adelantárseles unos minutos y robar lo que necesitaba: comida, ropa y algo para llevarlas.

¿Y si el escondrijo no estaba deshabitado?

Bueno, tal vez pudiera tomar a sus mujeres como rehenes e intentar hacer un trato.

Sí, eso es mucho mejor. Igual que tener una bomba de relojería rellena de nitroglicerina.

Realmente, odiaba todas sus alternativas. Echó a correr, agachándose bajo las ramas y esquivando mustias cepas mientras avanzaba por la angosta senda. Pronto lo invadió una extraña euforia. Se sentía seguro, y ninguna de sus típicas dudas se interpondría ahora en su camino. La adrenalina de la lucha casi lo embriagó mientras su carrera se hacía más rápida e iba pasando veloz junto a borrosos arbustos. Saltó un podrido tronco de árbol derribado y…

Cuando el pie izquierdo llegó al suelo sintió un agudo dolor que le subió por la pierna, como si algo le hubiese atravesado los frágiles mocasines. Cayó de bruces contra los guijarros del seco lecho de un río.

Gordon rodó apretándose la herida. Con ojos húmedos y dilatados por el dolor vio que la causa había sido un trozo de grueso cable de acero, oxidado y torcido, sin duda abandonado tras alguna antigua operación de rastreo anterior a la guerra. De nuevo, mientras la pierna le dolía de forma terrible, sus primeros pensamientos fueron absurdamente lógicos.

Dieciocho años después de la última inyección contra el tétanos. Estupendo.

Pero no, no le había producido ningún corte, sólo le había hecho caer.

No obstante, eso ya era suficiente. Se agarró el muslo y apretó la boca con fuerza, tratando de resistir un horrible calambre.

Finalmente los temblores remitieron y pudo arrastrarse hasta el árbol caído. Después, se irguió con precaución para sentarse. Suspiró entre los dientes aún apretados mientras las oleadas de dolor cesaban lentamente.

Durante todo ese rato oyó a los bandidos que pasaban un poco más abajo de donde él se encontraba, lo que significaba que había perdido la oportunidad de llegar antes que ellos, lo cual era su única ventaja.

¡Al infierno todos esos grandes planes de atacar su guarida! Mantuvo el oído aguzado hasta que las voces se perdieron sendero arriba.

Por último Gordon utilizó el arco como bastón para intentar ponerse en pie. Dejó descansar su peso lentamente sobre la pierna izquierda y le pareció que lo sostendría aunque aún temblaba un poco.

Hace diez años habría podido sufrir una caída como esta y levantarme y echar a correr sin pensarlo. Afróntalo. Estás obsoleto, Gordon. Quemado. En estos tiempos, tener treinta y cuatro años y estar solo es igual que hallarse dispuesto para morir.

Ya no habría emboscada. Ni siquiera podría perseguir a los bandidos, no por el camino ascendente hasta aquella hendidura de la montaña. Sería inútil tratar de seguir sus huellas en una noche sin luna.

Dio unos pasos cuando la palpitación cedió. Pronto fue capaz de andar sin apoyarse demasiado en el improvisado bastón.

Bien, ¿pero adónde ir? Quizá debiera pasar el resto del día buscando una cueva, un montón de agujas de pino, cualquier cosa que le ofreciese una oportunidad de sobrevivir a la noche.

En el creciente frío, Gordon observó cómo las sombras se extendían sobre el suelo del desierto valle, trepando por las faldas de las montañas cercanas y oscureciéndolas. El rojizo sol se introducía en las grietas de la cadena de nevadas cumbres situada a su izquierda.

Estaba de cara al norte, incapaz aún de reunir la suficiente energía para moverse, cuando su mirada quedó atrapada en un súbito destello de luz, un agudo reflejo contra la ondulante vegetación verde de la ladera opuesta al estrecho paso. Protegiendo todavía su débil pie, Gordon dio unos cautelosos pasos al frente. Frunció el entrecejo.

Los incendios forestales que habían calcinado un gran sector de las resecas Cascadas habían perdonado los tupidos bosques de aquella parte de la ladera. Y sí, algo en el camino estaba captando la luz del sol como un espejo. Dados los desniveles del terreno supuso que el reflejo sólo podía ser visto desde el punto en que se encontraba y únicamente a última hora de la tarde.

Así que había supuesto mal. La guarida de los bandidos no estaba en la cavidad situada sobre el paso y al oeste, sino mucho más cerca. Sólo un golpe de suerte se lo había revelado.

¿Me estás dando pistas ahora? ¿Ahora? —Acusó al mundo—. ¿No tengo ya bastantes problemas tal como están las cosas, sin que se me ofrezca una posibilidad para que me agarre a ella?

La esperanza constituía una adicción. Lo había conducido hacia el oeste durante media vida. Cuando ya iba a rendirse, Gordon se encontró esbozando un nuevo plan.

¿Podía intentar robar en una cabaña llena de hombres armados? Se imaginó a sí mismo abriendo la puerta de una patada ante los ojos atónitos de los otros, paralizándolos a todos con la pistola en una mano mientras con la otra los ataba.

¿Por qué no? Seguramente estaban borrachos, y él se encontraba lo bastante desesperado para intentarlo. ¿Podría coger rehenes? ¡Demonios, incluso una cabra lechera sería más valiosa para ellos que sus botas! Si capturaba a una mujer podría negociar para conseguir algo más.

La idea le dejó un sabor amargo en la boca. Todo dependía de que el jefe de los bandidos se comportase racionalmente. ¿Reconocería aquel cabrón el poder secreto de un hombre desesperado y lo dejaría irse con lo que necesitaba?

Gordon había visto a los hombres actuar por orgullo estúpidamente. La mayoría de las veces. Si esto provoca una persecución, estoy perdido. Ahora no podría aventajar ni a un tejón.

Miró el reflejo y decidió que, en definitiva, tenía poco donde elegir.

La marcha fue lenta desde el principio. Aún le dolía la pierna y tenía que detenerse cada treinta metros para escrutar senderos que confluían y se entrecruzaban, buscando el rastro de sus enemigos. Se encontró también observando entre las sombras para descubrir posibles emboscadas, y decidió dejar de hacerlo. Aquellos hombres no eran holnistas. Por el contrario, parecían indolentes. Gordon supuso que sus vigilantes estarían cerca de la casa, si es que había alguno.

Al disminuir la luz las huellas se perdieron en el pedregoso suelo. Pero Gordon sabía adónde iba. El brillante reflejo ya no era visible, pero la quebrada en el margen opuesto del collado de la montaña era una oscura silueta arbolada en forma de V. Escogió un sendero probable y avanzó por él.

La oscuridad aumentaba con rapidez. Una densa, fría y húmeda brisa soplaba desde las brumosas cumbres. Gordon se acercó cojeando al lecho de un arroyuelo seco y se apoyó en el bastón para trepar por una serie de subidas en zigzag. Después, cuando supuso que estaba a unos cuatrocientos metros de su objetivo, el sendero se interrumpió de repente.

Mantuvo en alto los antebrazos para protegerse la cara mientras intentaba avanzar silenciosamente por la seca maleza. Hizo esfuerzos por contener una persistente y amenazadora necesidad de estornudar causada por el polvo en suspensión.

Una gélida niebla nocturna flotaba ladera abajo. Pronto el campo brillaría con la leve luminosidad de la escarcha. Sin embargo, Gordon temblaba menos por el frío que por los nervios. Sabía que se estaba acercando. De una forma u otra estaba a punto de tener un encuentro con la muerte.

En su juventud había leído relatos sobre héroes, históricos y de ficción. Casi todos ellos, llegado el momento de actuar, parecían capaces de apartar de sí sus cargas personales de preocupación, confusión, angustia, al menos durante el tiempo requerido para la acción. Pero la mente de Gordon no parecía funcionar de esa forma. Por el contrario, se llenaba de complicaciones, se convertía en un torbellino de inquietud.

No era que tuviese dudas sobre lo que había que hacer. Según las normas que regían la vida esto era lo correcto. La supervivencia lo exigía. Y de cualquier modo, si iba a ser un hombre muerto, al menos haría que las montañas fueran un poco más seguras para el próximo viajero si se llevaba consigo a unos cuantos bastardos.

Pero cuanto más se acercaba al enfrentamiento, mejor comprendía que no había deseado llegar a esto. Realmente no quería matar a ninguno de aquellos hombres. Siempre había sido así, incluso cuando con el pequeño pelotón del teniente Van luchó con la esperanza de mantener una paz y un fragmento de nación que ya habían muerto.

Y después, había escogido una vida de juglar, de actor itinerante y jornalero. En parte para mantenerse en movimiento, buscando una luz, en algún lugar.

Algunas de las comunidades supervivientes de la posguerra eran conocidas por aceptar a extraños como nuevos miembros. Las mujeres eran siempre bien recibidas, por supuesto, pero varias aceptaban a hombres nuevos. E incluso así, con frecuencia había algún impedimento. Un nuevo macho a veces tenía que batirse en duelo por el derecho a sentarse en una mesa comunal, o llevar un cuero cabelludo de un clan rival para probar su valor. Quedan pocos holnistas auténticos en las llanuras y en las Rocosas. No obstante, muchas de las avanzadas de supervivientes que había encontrado exigían rituales en los que Gordon no quería participar.

Y allí estaba ahora, contando las balas; una parte de él confiaba fríamente en que, si las usaba, serían suficientes para todos los bandidos.

Otros matorrales de bayas poco espesos le bloquearon el camino. Su falta de frutos estaba compensada por un exceso de espinas. Esta vez Gordon avanzó bordeándolos, caminando con cuidado en la densa oscuridad. Su sentido de la orientación, aguzado tras catorce años de deambular, era automático. Se movía sigilosamente, con cautela, sin dejarse atrapar por el creciente remolino de sus propios pensamientos.

Bien mirado, resulta increíble que un hombre como él hubiese vivido tanto. Todos los que había conocido o admirado siendo un muchacho habían muerto, junto con las ilusiones que cualquiera de ellos hubiera tenido. El mundo suave hecho para soñadores como él se rompió cuando tenía dieciocho años. Desde entonces, con el paso del tiempo, había llegado a creer que su persistente optimismo podía atribuirse a una especie de demencia histérica.

Demonios, todo el mundo está loco en estos tiempos.

—se respondió—. Pero la paranoia y la depresión ahora son una forma de adaptarse. El idealismo sólo es una estupidez.

Gordon se detuvo junto a una pequeña zona de color. Miró dentro de las zarzas y vio, aproximadamente a un metro de distancia, un solitario grupo de bayas que, en apariencia, había escapado a la atención del oso negro del lugar. La niebla avivó el sentido del olfato de Gordon y este captó en el aire la leve ranciedad otoñal de las bayas.

Sin hacer caso de las afiladas espinas se internó y cogió un pegajoso puñado. El acre dulzor le resultó corrosivo en la boca. Como la Vida.

El crepúsculo casi se había ido y unas pálidas estrellas titilaban en la brumosa oscuridad. La fría brisa hizo ondear su camisa desgarrada y recordó a Gordon que era hora de acabar con aquel asunto, antes de tener las manos demasiado heladas para apretar un gatillo.

Se limpió la pegajosidad de las manos en los pantalones mientras rodeaba el extremo de la maleza. Y allí, de pronto, a unos tres metros, un ancho cuadro de vidrio destelló ante él a la débil luz ambiental.

Gordon se agachó de nuevo tras los espinos. Sacó el revólver y se sujetó la muñeca derecha con la mano izquierda hasta que su respiración se serenó. Luego comprobó el mecanismo de la pistola. Produjo un leve chasquido, con una casi amable, mecánica complacencia. Notaba el peso de la munición restante en el bolsillo de la camisa.

La maleza cedió cuando se apoyó en ella; era el peligro de un gesto rápido o enérgico. Sin preocuparse por unos arañazos más, Gordon cerró los ojos y meditó para calmarse y, sí, para obtener perdón. En la fría oscuridad, el único acompañamiento a su respiración era el rítmico canto de los grillos.

Un torbellino de gélida bruma sopló a su alrededor. No, —suspiró—. No hay otro medio. Levantó el arma y dio la vuelta.

La estructura era extraña. En primer lugar, el distante cuadrado de cristal estaba a oscuras.

Aquello era insólito, pero lo era aún más el silencio. Había creído que los ladrones tendrían un fuego encendido, y que lo estarían celebrando a lo grande.

Estaba tan oscuro que apenas podía ver su propia mano. Los árboles surgían como amenazantes figuras por todos lados. Vagamente, el cuadrado de cristal parecía asentado sobre una negra estructura y reflejaba el plateado fulgor de una móvil masa de nubes. Leves jirones de niebla flotaban entre Gordon y su objetivo, enturbiando la imagen, haciéndola oscilar.

Caminó despacio, prestando la mayor parte de su atención al terreno. No era el momento de pisar una rama seca, o de clavarse una afilada piedra mientras avanzaba.

Levantó la vista, y una vez más le inundó aquella misteriosa sensación. Algo no encajaba en el edificio, especialmente en su silueta tras el cristal débilmente reluciente. De alguna manera, no parecía correcto. Con forma de caja, su parte superior daba la impresión de ser casi en su totalidad una ventana. La de abajo, más se asemejaba a metal pintado que a madera. En las esquinas…

Las niebla se hizo más densa. Gordon pudo apreciar que su perspectiva era errónea. Había estado buscando una casa, o una choza grande. Al acercarse, comprendió que la cosa estaba mucho más próxima de lo que había creído. La forma le era familiar, como si…

Apoyó un pie sobre una rama. El ¡crac! llenó sus oídos y Gordon se agazapó, escudriñando la oscuridad con una desesperada necesidad que excedía a la vista. Era como si un frenético poder saliera de sus ojos, impulsado por el terror, exigiendo que la niebla se rompiera para poder ver.

Obedientemente, al parecer, la espesa niebla se abrió de pronto ante él. Con las pupilas dilatadas, Gordon vio que estaba a menos de dos metros de la ventana…, en la que se reflejaba su propio rostro, con los ojos muy abiertos y el pelo desgreñado…, y vio, sobrepuesta a su propia imagen, una vacua y esquelética máscara de muerte. Una calavera encapuchada que le daba la bienvenida con una mueca.

Gordon se acuclilló, hipnotizado, cuando un estremecimiento supersticioso le recorrió la espalda. Era incapaz de blandir el arma, incapaz de hacer que su laringe emitiese un sonido. La niebla se arremolinó mientras aguzaba el oído para conseguir una prueba de que realmente se había vuelto loco; deseaba con todas sus fuerzas que la cabeza de la muerte fuera una ilusión.

¡Sí, pobre Gordon! La sepulcral imagen ocultó su reflejo y pareció rielar una salutación. Nunca, en todos aquellos pavorosos años, se le había manifestado la Muerte, ahora dueña del mundo, como un espectro. La embotada mente de Gordon no podía pensar en nada excepto en atender cualquier indicación de la figura.

Esperó, incapaz de apartar la vista e incluso de moverse. La calavera y su cara… su cara y la calavera… Aquella lo había capturado sin luchar, y ahora parecía contenta y mostraba una sonrisa burlona.

Al fin aquello se convirtió en algo tan poco sobrenatural como el reflejo de un mono.

Por magnética o terrorífica que sea, ninguna visión invariable puede mantener a un hombre absorto indefinidamente. No cuando parecía que nada en absoluto estaba sucediendo, que nada estaba cambiando. Donde el valor y la educación le habían fallado, donde su sistema nervioso le había permitido hundirse, el aburrimiento asumió el mando.

Exhaló el aliento. Lo oyó silbar entre los dientes. Sin que influyera su voluntad, Gordon sintió que sus ojos se desviaban ligeramente del semblante de la Muerte.

Una parte de él se dio cuenta de que la ventana estaba encastrada en una puerta. El pomo estaba situado ante él. A su izquierda, otra ventana. A la derecha… a la derecha estaba la capota.

La… capota…

La capota de un jeep.

La capota de un abandonado y oxidado jeep hundido en un surco poco profundo del bosque…

Gordon miró atónito la capota del jeep abandonado y oxidado con inscripciones del antiguo gobierno de EE.UU. y el esqueleto de un pobre Funcionario civil muerto en su interior, con el cráneo pegado a la ventanilla lateral del pasajero, de cara a Gordon.

El suspiro ahogado que dejó escapar fue casi ectoplásmico, tan palpables eran el alivio y el estupor. Gordon se irguió y fue como si saliera de una posición fetal, como si estuviera naciendo.

—Oh. Oh Señor —dijo, sólo para oír su propia voz. Cuando logró que sus brazos y piernas se movieran describió un amplio círculo en torno al vehículo, mirando obsesivamente a su ocupante muerto y volviendo a la realidad. Respiró hondo mientras su pulso se normalizaba y los zumbidos disminuían gradualmente en sus oídos. Al fin se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la fría portezuela del lado izquierdo del jeep. Temblando, utilizó ambas manos para poner el seguro al revólver y deslizado en la pistolera. Luego sacó la cantimplora y bebió a lentos y largos tragos. Gordon deseó disponer de algo más fuerte, pero en aquellos momentos el agua tenía el dulce sabor de la vida.

Ya era completamente de noche y el frío calaba hasta los huesos. Aun así, dejó pasar unos momentos antes de enfrentarse a lo que era obvio. Nunca encontraría el refugio de los bandidos, ya que había seguido una pista falsa hasta tan lejos en un desierto oscuro como la pez. El jeep, al menos, le ofrecía una protección mejor que cualquier otra cosa de las que lo rodeaban.

Se enderezó y puso la mano en la manecilla de la puerta, reviviendo los movimientos que una vez habían sido como una segunda naturaleza para doscientos millones de sus compatriotas y que, tras un momento de terquedad, obligaron a la cerradura a ceder. La puerta dejó escapar un agudo chirrido cuando Gordon tiró con fuerza y la forzó a abrirse. Se deslizó sobre el agrietado vinilo del asiento e inspeccionó el interior.

El jeep era uno de aquellos vehículos a la inversa, del tipo conductor a la derecha, que Correos había utilizado en otro tiempo, antes de la guerra Fatal. El cartero muerto, lo que quedaba de él, estaba desplomado al otro extremo. Gordon evitó mirar el esqueleto por el momento.

La zona de carga del furgón estaba casi repleta de sacas de lona. El olor a papel viejo llenaba la pequeña cabina al menos tanto como el debilitado hedor de los restos momificados.

Lanzando una exclamación llena de esperanza, Gordon sacó un frasco metálico del hueco de la caja de cambios. ¡Parecía lleno! Para haber contenido líquido durante dieciséis años o más tenía que estar bien cerrado. Gordon profirió un juramento mientras retorcía y tiraba del tapón. Lo golpeó contra el marco de la puerta, y luego volvió al ataque.

La frustración hizo que sus ojos lagrimearan, pero al fin notó que el tapón cedía. Pronto fue recompensado con un lento y duro movimiento de giro del tapón y después con el fuerte y ligeramente familiar aroma del whisky.

Tal vez yo haya sido un buen chico, después de todo.

Tal vez haya en verdad un Dios.

Tomó un trago y tosió cuando el suave fuego se deslizó garganta abajo. Dos pequeños tragos más y cayó contra el asiento, casi exhalando un suspiro.

Todavía no estaba preparado para afrontar la tarea de apropiarse de la chaqueta que cubría los estrechos hombros del esqueleto. Gordon cogió las sacas, que llevaban impreso: EE.UU. SERVICIO POSTAL, y las apiló a su alrededor. Dejó una estrecha abertura en la puerta para que entrase el fresco aire de la montaña y se ovilló bajo las improvisadas mantas con la botella.

Por último miró a su anfitrión y clavó la vista en la hombrera con la bandera americana del Funcionario muerto. Desenroscó el tapón del frasco y esta vez lo alzó hacia la prenda.

—Lo crea o no, señor Cartero, siempre pensé que ustedes prestaban un servicio honesto y bueno. Oh, la gente los utilizaba como cabeza de turco, pero yo sé cuan duro era el trabajo que hacían. Estaba orgulloso de ustedes, incluso antes de la guerra.

»Pero esto, señor Cartero —alzó el frasco—, esto va más allá de cuanto podía esperar. Considero que mis impuestos fueron bien gastados. —Bebió a la salud del cartero, tosiendo un poco pero deleitándose en la cálida bebida.

Se acomodó mejor entre las sacas de correo y miró la chaqueta de cuero, las costillas marcadas en los costados, los brazos colgando fláccidos en ángulos extraños. Allí, inmóvil, Gordon sintió una amarga tristeza, algo semejante a la añoranza. El jeep, el simbólico y leal cartero, la bandera… le recordaban la comodidad, la inocencia, la cooperación, una vida fácil que permitió a millones de hombres y mujeres relajarse, sonreír o discutir según escogieran; ser tolerantes unos con otros y esperar mejorarse a sí mismos con el paso del tiempo.

Había estado dispuesto, hoy, a asesinar o a ser asesinado. Ahora se alegraba de haber podido evitarlo. Le habían llamado «señor Conejo» y lo habían abandonado para que muriese. Pero su privilegio era, aunque ellos no llegaran a saberlo nunca, llamar a los bandidos «compatriotas», y permitirles seguir con vida.

Gordon dejó que lo invadiera el sueño y dio de nuevo la bienvenida al optimismo, por estúpido y anacrónico que esto pudiese ser. Yació en las sábanas de su propio honor y pasó el resto de la noche soñando con mundos paralelos.