17 de abril de 1820. Morwellan Park, Somerset.
EL desastre la miró a los ojos.
Otra vez.
SENTADA ante su escritorio de la biblioteca de Morwellan Park, Alathea Morwellan miró la carta que tenía en la mano, viendo apenas la escritura precisa del administrador de la familia. El contenido de la misiva quemaba en su cerebro. En su último párrafo se leía: «Me temo, querida, que mis impresiones coinciden con las suyas. No veo evidencia de que hayamos cometido ningún error».
Ningún error. Había sospechado, virtualmente esperado que ese hubiese sido el caso, pero…
Suspirando, Alathea dejó la carta. Le temblaba la mano. El ánimo jovial, que transportaba la brisa que entraba por las altas ventanas, llegó hasta ella. Dudó, luego se puso de pie y se acercó a las puertaventanas que permanecían abiertas, dando al sur del parque.
Sobre la ondulada extensión que separaba la terraza del lago artificial, sus hermanastros y hermanastras jugaban aparatosamente a atrapar un balón. El sol destelló sobre una cabeza rubia; Charlie, el hermanastro mayor de Alathea, saltó y atrapó el balón en el aire, interceptándoselo a Jeremy, de sólo diez años, pero siempre animoso. A pesar de su incipiente elegancia adulta, Charlie, de diecinueve años, estaba afablemente compenetrado en el juego, consintiendo a sus hermanos menores Jeremy y Augusta, que tenían sólo seis años. También se les habían unido sus otras hermanas: Mary, de dieciocho años, y Alice, de diecisiete.
En ese momento, toda la casa estaba sumida en los preparativos del traslado a Londres para que Mary y Alice fueran presentadas en sociedad. Sin embargo, ambas muchachas se habían lanzado al juego, con sus bucles que enmarcaban inocentemente sus rostros felices, sin permitir que el asunto formal de su presentación en sociedad mitigara en modo alguno la alegría de los placeres sencillos.
Un grito de Charlie acompañó un lanzamiento potente; el balón voló por encima de las tres muchachas y rebotó en dirección a la casa. Golpeó contra las losas del sendero y rebotó aún más alto, saltando por encima de los escalones bajos para aterrizar sobre la terraza. Dos rebotes más y cayó sobre el umbral de la biblioteca, rodando por el suelo de madera bruñida. Recogiéndose la falda, Alathea puso un pie sobre el balón, deteniéndolo. Lo consideró, luego miró hacia fuera y vio a Mary y Alice que corrían, riendo y gritando, en dirección a la terraza. Alathea se agachó y recogió el balón, y balanceándolo sobre la palma de la mano, se acercó a la terraza.
Mary y Alice derraparon para detenerse, sonrientes, delante de los escalones.
—¡A mí, Allie, a mí!
—¡No! ¡A-la-the-a! Allie querida, ¡a mí!
Alathea aguardó, como si sopesara sus opciones, mientras la pequeña Augusta, que había quedado muy atrás, se acercaba jadeando. Se detuvo algunos metros detrás de sus hermanas mayores y levantó su rostro angelical hacia Alathea.
Con una sonrisa, Alathea lanzó el balón por encima de la cabeza de las muchachas mayores, que lo vieron pasar volando, boquiabiertas. Con una risa cantarina, Augusta se abalanzó, se apoderó del balón, y huyó cuesta abajo.
Al advertir la sonrisa cómplice de Alathea, Mary llamó Augusta, Alice gritó de entusiasmo y ambas se dispusieron a perseguirla.
Alathea se quedó en la terraza. Se sintió acalorada, sin que eso tuviera nada que ver con los rayos del sol. Le llamó la atención un movimiento debajo de un imponente roble. Serena, su madrastra, y su padre, el conde, la saludaron desde el banco donde estaban sentados, observando complacidos a sus hijos.
Alathea, sonriendo, les devolvió el saludo. Tras mirar una vez más a sus hermanastros, que ahora se dirigían hacia el lago en salvaje desorden, respiró profundamente, apretó los labios y regresó a la biblioteca.
De camino hacia el escritorio, dejó que su mirada recorriese los tapices que adornaban las paredes, las pinturas en sus marcos dorados, las encuadernaciones en cuero con incrustaciones doradas en los lomos de los libros alineados en las estanterías. La gran biblioteca era uno de los detalles de Morwellan Park, residencia principal de los condes de Meredith. Los Morwellan habían ocupado el lugar durante siglos, desde mucho antes que se creara el condado en el siglo XIV. La presente y refinada casa había sido construida por el bisabuelo de Alathea y los jardines diseñados con esmero bajo la exigente mirada de su abuelo.
De vuelta ante el amplio escritorio labrado, que había sido suyo durante once años, Alathea miró la carta apoyada sobre el cartapacio. La posibilidad de que fuera a amilanarse frente a la adversidad que la carta auguraba había pasado. Nada —nadie— iba a robarle la paz a la que había sacrificado los últimos once años de su vida para darle seguridad a su familia.
Al observar la carta de Wiggs, Alathea, demasiado práctica como para no reconocer las dificultades y peligros, consideró la enormidad de lo que enfrentaba. Pero no era la primera vez que se quedaba en el borde del abismo y que miraba a la ruina social y financiera fijamente a los ojos.
Cogió la carta, se sentó y la releyó. Había llegado en respuesta a una misiva urgente enviada por ella a Londres tres días antes. Tres días antes, cuando su mundo, por segunda vez en su vida, había sido conmovido hasta los cimientos.
Mientras limpiaba el cuarto de su padre, una criada había descubierto un documento legal metido dentro de un jarrón. Afortunadamente, la muchacha había tenido la picardía de llevarle el papel a la señora Figgs, el ama de llaves y cocinera, quien de inmediato corrió a la biblioteca para ponerlo ante los ojos de Alathea.
Tras comprobar que había asimilado todos los detalles de la respuesta de Wiggs, Alathea dejó la carta a un lado. Desvío la mirada hacia la gaveta izquierda del escritorio, donde había guardado el condenado documento que era el nudo del problema. Un pagaré. No precisaba volver a leerlo, cada pequeño detalle se había grabado en el su mente. El pagaré comprometía al conde de Meredith a pagar de manera perentoria una suma que excedía el valor total del condado. A cambio, el conde recibiría un generoso porcentaje de los beneficios obtenidos por la Central East Africa Gold Company.
No había, claro, ninguna garantía de que tales beneficios fueran a materializarse alguna vez, y ni ella, ni Wiggs, ni ninguno de sus colegas había oído hablar de la Central East Africa Gold Company.
Si quemar el pagaré hubiese servido de algo, con mucho gusto habría hecho una hoguera sobre la alfombra Aubusson, pero se trataba sólo de una copia. Su querido padre, impreciso y desesperadamente poco práctico, sin comprender en absoluto en qué se metía, había comprometido el futuro de su familia con su firma. Wiggs había confirmado que el pagaré era legalmente válido y ejecutable, de modo que si se reclamaba el pago por el monto estipulado, la familia iría a la bancarrota. No sólo perderían las propiedades menores y la Morwellan House de Londres, todas ya hipotecadas, sino también Morwellan Park y cuanto había en ella.
Si deseaba asegurar que los Morwellan permanecieran en Morwellan Park, que Charlie y sus hijos conservasen intacta la casa de sus ancestros para heredarla, que sus hermanastras tuvieran sus rentas y la oportunidad de realizar los casamientos que se merecían, tendría que hallar alguna manera de salir del asunto.
Exactamente como ya lo había hecho antes.
Golpeando distraídamente con un lápiz sobre el cartapacio, Alathea miró el retrato de su bisabuelo, que estaba frente a ella en el extremo de la habitación.
No era esa la primera vez que su padre había llevado al condado al borde de la ruina; ya antes se había enfrentado a la perspectiva de una pobreza abyecta. Para una dama, criada dentro del círculo de élite de la alta sociedad, la perspectiva había sido —y seguía siendo— terrorífica, más todavía porque le resultaba incomprensible. Apenas tenía algo más que una vaga noción de lo que era la pobreza abyecta; no deseaba para ella misma ni, más importante aún, para sus inocentes hermanos adquirir ningún conocimiento directo de ese estado.
Al menos esta vez era más madura, sabía más cosas: estaba mejor equipada para vérselas con la amenaza. La primera vez…
Sus pensamientos volaron hacia aquella tarde de hacía once años cuando, mientras se disponía a hacer su presentación en sociedad, el destino la forzó a detenerse, respirar y cambiar de dirección. A partir de entonces, cargaba con el peso de administrar las finanzas familiares, trabajando incansablemente para reconstruir la fortuna familiar y mantener al mismo tiempo una apariencia de bienestar económico. Fue ella la que insistió en que los varones fueran a Eton y luego a Oxford. Fue ella la que cuidó mucho el dinero para que Mary y Alice pudieran hacer sus presentaciones en la ciudad con fondos suficientes como para que estuvieran a la altura.
La familia esperaba con ansiedad el traslado a Londres que tendría lugar en pocos días. En cuanto a ella, se disponía a saborear una victoria sutil sobre el destino, en el momento en que sus hermanastras hicieran sus reverencias ante la alta sociedad.
Por un buen rato, Alathea contempló la habitación, considerando, calculando, desechando. Esta vez la frugalidad no serviría a sus designios: ninguna suma ahorrada podría reunir la cantidad necesaria para cumplir con la obligación estipulada en el pagaré. Se volvió y abrió la gaveta de la izquierda. Recuperó el pagaré y de nuevo lo examinó atentamente, evaluándolo con cuidado. Consideró la posibilidad muy real de que la Central East Africa Gold Company fuera un fraude.
La compañía le olía a eso: por cierto, ninguna empresa legítima habría aceptado que su padre —a las claras poco versado en cuestiones de negocios— comprometiera tal suma en una operación especulativa, sin una valoración discreta de su capacidad de cumplir con el compromiso. Cuanto más lo consideraba, más se convencía de que ni ella ni Wiggs se habían equivocado: la Central East Africa Gold Company era una estafa.
No estaba para nada dispuesta a entregar mansamente todo aquello por lo que había luchado, todo lo que había asegurado a lo largo de los últimos once años —el futuro de su familia— para hacer más fácil la vida de una banda de picaros granujas.
Tenía que haber una salida; a ella le tocaba encontrarla.