—Y bien, damita, ¿qué te ha pasado?
Alathea salió de su ensimismamiento. Reflejada en el espejo del tocador que tenía ante sí, vio a Nellie, que sacudía las almohadas y aireaba la cama.
Nellie la miró fijo.
—Has estado mirándote en ese espejo sin ver nada durante los últimos cinco minutos.
Alathea hizo un gesto como para desembarazarse de la cuestión, y rogó por no ruborizarse, para que su cara no mostrase evidencia alguna de sus pensamientos. Dios no lo quiera.
—Ese encuentro tuyo de anoche debió de ser largo, ¿no? Llegaste después de las cuatro en punto. Jacobs dijo que estuviste ahí adentro durante esas cuatro horas.
Alathea recogió el cepillo.
—Teníamos que discutir sobre nuestras averiguaciones.
—¿De modo que tú y el señor Rupert descubristeis algo a propósito de esa condenada compañía?
—Así es —confirmó, mientras se cepillaba el cabello y se concentraba en ese aspecto de la noche—. Descubrimos lo suficiente como para encuadrar nuestro caso. Lo único que tenemos que hacer ahora es reunir las pruebas apropiadas y nos habremos liberado.
Sin duda, era más fácil decirlo que hacerlo, pero estaba convencida de que la noche anterior había logrado encaminarse por la senda del éxito. A pesar de las cautas palabras que le había dicho a Gabriel, se sentía animada por su primer triunfo real, el primer aroma de la victoria final.
Había tenido cuidado de ocultar su júbilo, consciente de que él podría advertirlo y sacarle ventaja. De todas maneras, le había sacado ventaja. Y ella también.
—Dame, déjame —dijo Nellie y le quitó el cepillo de la mano floja—. Esta mañana no sirves para nada.
—Sólo estaba… pensando —dijo Alathea, parpadeando. Nellie le lanzó una mirada sagaz.
—Bien, me animo a decir que hay un montón de hechos de ese encuentro sobre los que necesitas meditar.
—Hmm.
Hechos. Sensaciones, emociones… revelaciones. Tenía mucho en qué pensar.
A lo largo del día, su mente erró, considerando, evaluando, reviviendo los momentos dorados, fijando cuidadosamente cada uno en su memoria, almacenándolos para servirse de ellos en los fríos años que tenía por delante. Una y otra vez, el presente la solicitaba: con Charlie, que le pregunta por uno de sus arrendatarios; por Alice, que quería su opinión a propósito de la forma particular de una cinta; por Jeremy, que necesitaba ayuda con su aritmética.
Finalmente, en la quietud de la tarde, cuando, después de comer, todas las mujeres de la familia se retiraron al salón para pasar una hora tranquilas, antes de dirigirse al parque o de asistir a un té, Augusta trepó al regazo de Alathea y se sentó a horcajadas. Posando sus manos suaves sobre las mejillas de Alathea, Augusta se la quedó mirando a los ojos.
—Te has ido lejos… muy lejos.
Alathea miró los grandes ojos marrones de Augusta. Augusta buscó los suyos.
—¿Dónde estás?
En otro mundo, en un mundo de oscuridad, sensaciones e indescriptible maravilla. Alathea sonrió.
—Perdóname, muñequita, estoy pensando en muchas cosas.
Rose, la muñeca, estaba instalada sobre su falda entre ellas; Alathea la alzó y la estudió.
—¿Qué le parece Londres a Rose?
La distracción funcionó; no para ella, pero sí para Augusta. Quince minutos más tarde, cuando Augusta se bajó de su regazo para jugar con Rose sobre un retazo de luz solar, Alathea intercambió una mirada cariñosa y —según deseó— imperturbablemente tranquila con Serena; luego, silenciosamente, abandonó la sala. Buscó refugio en su despacho.
De pie ante la ventana, con los brazos cruzados, se forzó a concentrarse en los planes de la compañía y en todo lo que Crowley había revelado la noche anterior. En cuanto a lo demás, no había mucho que pensar, aunque distrajera su concentración. Había ocurrido: aprovechó y disfrutó la experiencia, pero en eso había consistido todo. No iba a rescatar a su familia de la indigencia pensando en tales cuestiones, sustancia de los sueños. Su única preocupación mayor surgida del momento con Gabriel consistía en la dificultad que sentiría enfrentándose a él como Alathea Morwellan. Haberlo conocido en sentido bíblico y saber que él la había conocido del mismo modo, pero ignorando que se trataba de ella, no iba a hacerle la vida más fácil.
A pesar de su farsa, no era una persona naturalmente falsa; jamás pensó en tener que engañarlo de ese modo. Si alguna vez se daba cuenta…
Con un suspiro profundo, se apartó de la ventana. La sensibilidad no era su fuerte; toda inclinación que hubiese tenido en esa dirección había sido erradicada once años atrás. Obstinadamente, se concentró en la compañía y en Crowley. Tardó apenas minutos en reconocer que, por mucho que quisiera, no podría actuar sin Gabriel. Aparte de que desestimar su ayuda probablemente sería más difícil de lo que había sido solicitársela, no veía manera de continuar sin él.
No podría introducirse o, al menos, organizar que alguna otra persona se introdujera en la mansión Douglas. Podría hacer que Jacobs la condujera cerca de los jardines Egerton; Folwell había charlado con un barrendero y descubierto cuál de las grandes casas nuevas pertenecía a Douglas, pero meterse en ella era muy peligroso. Aunque pudieran encontrar algunas de las pruebas que necesitaban, las probabilidades de que Crowley o Swales advirtieran que sus archivos habían sido investigados y —como diría Charlie— liquidados eran altas. Entonces, ejecutarían los pagarés y ella estaría demasiado ocupada rechazando a los acreedores como para presentar ninguna demanda ante los tribunales.
Y a ella no le gustaba Crowley. Pensar en encontrárselo de noche, sola y sin ninguna ayuda era la sustancia de la que están hechas las pesadillas. Era malvado. Lo había advertido muy claramente, observándolo mientras hablaba con Gerrard Debbington, viendo el brillo cruel en sus ojos. Gabriel había dicho que a Crowley le gustaba regodearse con sus víctimas potenciales, pero era más que eso. Veía a la gente como presas. Debajo de su barniz semicivilizado, había ferocidad y verdadera crueldad.
Quería tenerlo lo más lejos posible de su familia. Consideradas todas esas cosas —y examinadas todas—, el único modo sensato de avanzar era conseguir las pruebas que necesitaban sin la menor demora. Entonces Crowley ya no sería una amenaza y la condesa podría desvanecerse en la neblina.
«Fangak, Lodwar. ¿Cuál era la otra? —pensó, sentada en su escritorio, de donde sacó una hoja de papel, secante y pluma—. Kafia… esa era».
Escribió los nombres; luego, añadió a la lista todos los lugares mencionados por Crowley que pudo recordar.
—¿Mary? ¿Alice?
Alathea se asomó al dormitorio de Mary, donde sus hermanastras más grandes se retiraban a menudo cuando decían que iban a descansar. Efectivamente, ambas estaban holgazaneando sobre la cama, con la misma expresión de aburrimiento. Ambas levantaron la cabeza para mirarla.
—Voy a Hatchard’s —dijo Alathea sonriente—. Serena dice que, si queréis, podéis venir.
Mary se sentó muy erguida.
—Tienen una biblioteca que presta libros, ¿no?
—Voy contigo —dijo Alice, rodando para bajarse de la cama.
Alathea las miró ponerse los zapatos, luchar contra sus abrigos, coger gorros y lanzar la más superficial de las miradas al espejo.
—Hay una biblioteca que presta libros, pero antes de que os pongáis a buscar lo último del señor Radcliffe, quiero que me ayudéis a buscar algunos libros.
—¿Sobre qué? —preguntó Alice, mientras se reunía con Alathea en la puerta.
—Sobre África.
—Era aburrido —dijo Jeremy, bostezando interminablemente y hundiéndose en el asiento del carruaje, mientras se inclinaba sobre el hombro de Alathea—. Pensé que sabrían cómo extraer el oro. De lo único que querían hablar era de cómo fundirlo.
—Hmm.
Alathea hizo una mueca. También ella había pensado que los caballeros del Instituto Metalúrgico sabrían de minería. Desgraciadamente, la academia, cuya enseña había visto cuando paseaba con Mary y Alice, se ocupaba sólo del refinado de metales y de los trabajos consiguientes. Esa buena gente sabía menos que ella sobre la extracción de oro en el este de África Central. A pesar de haberse quedado leyendo hasta tarde, no había aprendido virtualmente nada sobre el tema.
Alathea miró a Augusta, que estaba acurrucada del otro lado, con Rose apoyada sobre la falda. Al menos Augusta era feliz y no le importaba la extracción de oro.
—¿Cómo anda Rose?
—Rose está bien —dijo Augusta, miró el rostro de Rose y volvió a mirar por la ventanilla—. Está viendo la ciudad; hay mucha gente y mucho ruido, pero aquí con nosotras se siente segura.
Alathea sonrió, cerrando la mano alrededor de los dedos confiadamente entregados a ella.
—Qué bien. Rose está creciendo; pronto será una niña grande.
—Pero todavía no —dijo Augusta mirándola fijo—. ¿Crees que la señorita Helm ya estará bien cuando regresemos?
La señorita Helm estaba resfriada, razón por la cual Augusta estaba con Alathea.
—Estoy segura de que, para mañana, la señorita Helm se habrá recobrado, pero tú y Rose debéis ser muy buenas con ella esta noche.
—Oh, lo seremos —dijo Augusta, volviendo la cara de Rose hacia la suya—. Seremos especialmente buenas. Ni siquiera le diremos que tiene que leernos antes de ir a la cama.
—Yo iré a leerte, muñequita.
—Pero tú tienes que asistir al baile.
Alathea acarició el cabello de Augusta.
—Antes, iré a leerte; puedo ir después, en el otro carruaje.
—¡Oye! —gritó Jeremy, mirando por la ventana—. ¡Mira eso!
Alathea miró; tardó un instante en darse cuenta de lo que estaba viendo.
—Es un monociclo para peatones… al menos, eso es lo que creo.
Había oído hablar de esos artefactos. Tanto Jeremy como ella estaban asomados a la ventana, con Augusta empujando entre ambos; los tres observaban al caballero, vestido con un elegante abrigo a cuadros, balanceándose precariamente sobre la gran rueda y metiéndose entre el tránsito, hasta que desapareció de la vista.
—¡Bien! —dijo Jeremy, con el rostro iluminado y se hundió en el asiento.
—No —le dijo Alathea, mirándolo fijo.
Su voz sonó imperativa; Jeremy puso cara larga.
—Pero, Allie…, piensa que…
—Sí, pienso… Pienso en tu madre.
—No voy a caerme… Seré especialmente cuidadoso.
Alathea volvió a mirarlo fijo.
—Sí, ¿tan especialmente cuidadoso como lo fuiste cuando te permití que condujeras la calesa?
—Sólo la hice entrar en el río… y, de todos modos, la culpa fue del viejo Dobbins.
Alathea no dijo más. El carruaje los llevó de vuelta al distrito elegante. Cuando giraron por Mount Street, volvió a echarle una mirada al rostro de Jeremy. Todavía soñaba con el peligroso artefacto; sabía que no dejaría que su sueño se esfumara sin haberlo vivido. Era aventurero, del tipo de persona que sencillamente tenía que probar las cosas. Una compulsión que ella entendía.
—Ya hace unos años que hay monociclos —dijo y su reflexión hizo que Jeremy se volviese con el rostro iluminado. Lo miró a los ojos y le dijo—. Le preguntaré a tu mamá. Tal vez Folwell pueda hallar uno…
—¡Viva!
—Con una condición.
Jeremy dejó de saltar sobre el asiento, pero sus ojos todavía brillaban.
—¿Qué condición?
—Que me prometas que no lo usarás para nada en la ciudad, sino sólo cuando estemos de vuelta en Morwellan Park…
Donde la hierba amortiguaba las caídas.
Jeremy lo consideró por un instante.
—Está bien. Lo prometo.
Alathea asintió, mientras el carruaje se detenía ante Morwellan House.
—Muy bien. Hablaré con tu madre.
Apoyada contra la pared en otro baile, Alathea ahogó un bostezo. Parpadeaba mucho, luchando por mantener los ojos abiertos. Había pasado las últimas dos noches leyendo de madrugada, cuando el resto de los habitantes de la casa estaban en la cama. Era el único momento que tenía para adentrarse en los tomos que encontró sobre África.
Sin embargo el este de África Central seguía eludiéndola. Lo poco que había podido encontrar sobre la región se limitaba, en buena medida, a especulaciones y había muy pocos detalles concretos.
Una cabeza familiar, con el cabello castaño brillante, sobresalió por entre las otras cabezas. La acometió un estremecimiento de lo más singular; de inmediato, buscó dónde esconderse. Cerca no había ni un solo metro ni rincón en sombras donde guarecerse. Además, hacer eso podría no ser hábil. Quedar atrapada con él en las sombras sería perturbador.
Dobló las rodillas bajo la falda y se encogió lo suficiente como para no ser detectada de inmediato por su estatura. Por los claros que había en la tremenda aglomeración, podía echarle vistazos a Gabriel, mientras él rondaba por el salón.
Por alguna razón singular, al menos visto desde lejos, parecía un hombre distinto. Pudo ver y apreciar aspectos de él que nunca antes había notado, como la perfección de su sobria elegancia y la sutil aura de poder controlado que envolvía su esbelta figura. Y su reserva, esa distancia —aparentemente insalvable— que mantenía entre él y el mundo.
Estaba aburrido, verdaderamente aburrido. Podía comprender por qué Celia y las damas de la sociedad perdían las esperanzas. Tenían razón en pensar que no las veía en absoluto; por la expresión que tenía, por la fijeza de su mirada, habría apostado Morwellan Park a que estaba pensando más en la Central East Africa Gold Company que en el brillante salón de baile de Mayfair.
Una dama desafió su distanciamiento y le puso una mano sobre la manga. Sonrió, cortés y mundano y, graciosamente, le levantó la mano y le hizo una reverencia. Se enderezó y cambió alguna palabra superficial, una ocurrencia que dejó a la dama sonriente, esperanzada… sólo para quedar decepcionada cuando, con la misma superficialidad, él prosiguió tranquilamente su camino.
Era un maestro deslizándose entre la multitud, sin quedarse anclado, con amabilidad, segura arrogancia, del todo inaccesible.
—¡Alathea! ¡Santo Dios, querida…! Pero ¿qué manía tienes con las paredes?
Irguiéndose abruptamente, Alathea miró a su alrededor y descubrió los ojos inquietos de Celia Cynster.
—Estaba… descansando las piernas.
Celia le echó una mirada severa e intrínsicamente maternal, pero se distrajo por la visión fugaz de su hijo mayor en la multitud.
—¡Ahí está! Le hice prometer que vendría (casi no ha asistido a ningún baile en toda la temporada), bueno, sólo cosas de familia. ¿Cómo espera entonces encontrar una esposa?
—No creo que asegurarse esposa sea su mayor preocupación.
Celia casi hizo un mohín.
—Bueno, más le conviene que empiece a interesarse; ya no es tan jovencito.
Alathea mantuvo la boca cerrada.
—Lady Hendricks ha estado lanzándole indirectas sobre su hija Emily, que podría ser la apropiada.
En la mente de Alathea apareció una imagen de la adorable señorita Hendricks. La joven damita era dulce, modesta y excesivamente callada.
—¿No te parece que es demasiado tímida?
—¡Claro que es muy tímida! Rupert no sabría qué hacer con ella; y ella, por cierto, no sabría qué hacer con él.
Alathea escondió una sonrisa.
—¿Realmente albergas esperanzas de que alguna mujer sea capaz de influir sobre Rupert? Es la persona menos influenciable que conozco.
Celia suspiró.
—Créeme, querida, la dama apropiada podría hacer mucho con Rupert, porque él la dejaría.
—¡Lady Alathea!
Con un parpadeo, Alathea se volvió hacia Mary y Alice, que paseaban con Heather y Eliza —que iba adelante— sobre los prados. No eran ellas las que la habían llamado. Al echar una mirada alrededor, descubrió a dos bellezas rubias, que corrían a su encuentro. Ambas se sostenían elegantes gorritos, con cintas que la brisa agitaba; una profusión de rizos dorados danzaba sobre sus hombros.
Al reconocer a las gemelas, Alathea se detuvo. Se las habían presentado en un baile, pero no habían tenido la oportunidad de charlar.
Poniéndose a su lado, las gemelas saludaron a sus primas, luego se volvieron, sonrientes, mientras la flanqueaban. Alathea tuvo la clara impresión de que la habían capturado.
—Nos preguntábamos si podríamos hablar contigo —empezó una.
Alathea sonrió, con la sagaz sospecha de lo que iba a venir.
—Tenéis que apiadaros de mí… No puedo recordar cuál es cuál.
—Yo soy Amelia —dijo la que le había hablado.
—Y yo, Amanda —dijo la otra, como si se tratara de una confesión—. Nos preguntábamos si te importaría darnos tu opinión.
—¿Sobre qué tema?
—Bueno, tú has conocido a Gabriel y a Lucifer desde que eran niños. Hemos llegado a la conclusión de que la única manera de que podamos escaparnos de ellos y encontrar a nuestros propios maridos es haciendo que ellos se casen, de modo que querríamos pedirte que nos hicieras alguna sugerencia.
—Algunas pistas sobre quiénes podrían ser las adecuadas…
—O características que evitar, como por ejemplo las que tienen cerebro de gallina.
—Aunque eso limite las candidatas.
Alathea las miró una y otra vez: eran honestas, entusiastas y totalmente serias. Tuvo que ahogar la risa.
—¿Vosotras queréis que ellos se casen para que ya no se interpongan en vuestro camino?
—¡Para que dejen de cuidarnos como si fuéramos las joyas de la corona!
—Hemos oído —dijo Amelia sombríamente— que algunos caballeros no se nos acercarán jamás sencillamente para evitar el follón que eso podría causarles.
—¡En realidad, nos han tachado de sus listas desde el principio por culpa de esos dos! —dijo Amanda agitando el puño contra sus primos ausentes—. ¿De qué modo, Dios santo, podemos razonablemente evaluar todas las posibilidades…
—… Y asegurarnos también de haber sido evaluadas correctamente…
—… Si nuestros perros guardianes siempre están gruñendo…
—… Y siempre les gruñen más alto a los caballeros más interesantes?
—Bien —prosiguió Amanda—, ya sabes cómo son los caballeros. Si se presenta el menor obstáculo, no se molestarán en hacer esfuerzo alguno.
—Bueno, no necesitan hacerlo, ¿no? Siempre hay tantas otras damas por ahí, por las cuales no tienen que hacer ningún esfuerzo.
—De modo que ya ves: cuando llega el momento de elegir, estamos en una injusta desventaja.
—Oh, cariño —dijo Alathea, esforzándose por no reírse—, realmente no creo que a Gabriel ni a Lucifer les gustaría que pensarais en ellos como en una «injusta desventaja».
Alathea sospechaba que eso los heriría y que sus orgullos viriles saldrían maltrechos.
Amanda pateó el césped.
—Bueno, no pensábamos decírselo a ellos, pero eso no cambia la cuestión. Son una desventaja.
—Y también son injustos.
Alathea no discutió; pensaba lo mismo. Eran obstinadamente injustos, se negaban a aceptar que Amanda y Amelia tenían sentido común y que, de todos modos, estaban en su derecho de elegir a sus propios esposos. El modo en que Gabriel y Lucifer la habían tratado siempre —como a un compañero más— contrastaba de forma evidente con el trato que daban a las gemelas. A pesar de que siempre se interpusieron entre ella y cualquier peligro, no habían intentado impedirle que se topara con esas amenazas.
Levantó la vista y observó que sus hermanastras se reunían tranquilamente con las gemelas; las cuatro muchachas se enfrascaron en una ferviente discusión. Alathea echó una mirada a las gemelas: a Amanda, que fruncía el ceño mientras caminaba sobre el césped, y luego a Amelia, con el rostro menos crispado, pero con el mismo gesto resuelto marcado en la barbilla.
—¿Por qué creéis que casarlos ayudará?
Amanda alzó la vista.
—Bueno, sirvió con todos los otros. Ya no son un problema.
—Basta con que mires y lo verás. ¡Vaya! Diablo era el peor, pero ahora está mucho más fácil —confirmó Amelia.
—Una vez que se casan —observó Amanda—, es como si toda su atención se centrara en la dama que eligieron como cónyuge.
—Y en su familia.
Alathea lo consideró.
—Creo que primero deberíamos concentrarnos en Gabriel.
—Sólo porque es el mayor —dijo Amelia, echándole una mirada a Alathea—. ¿Te parece que sería lo mejor?
Alathea consideró la imagen de Gabriel intentando mantener su represiva vigilancia sobre las gemelas, mientras que, simultáneamente, esquivaba a las damas que las mismas gemelas le habían presentado. No tendría tiempo de causarle ningún problema.
—Creo que… vuestra tía Celia podría daros algunos nombres.
—Bien pensado —aprobó Amanda, resplandeciente.
—No habría necesidad —reflexionó Alathea, mientras elaboraba la imagen en su mente— de ser demasiado sutil. A las damas no les molestará, con tal de pasar algo de tiempo a su lado, y además él conocerá vuestras intenciones desde el principio, de modo que no tendréis que ser cuidadosas al respecto.
Amelia se detuvo en seco.
—Quedará atrapado —dijo y, con ojos vivos, pasó del rostro de Alathea al de Amanda—. No tendrá escapatoria…
—Salvo —concluyó Amanda, con gran deleite— dejándonos tranquilas.
La Biblioteca Circular de Hookhams, en Bond Street, fue la escala de Alathea a la mañana siguiente. Desafortunadamente, su sección sobre África era casi inexistente. Sin embargo, se llevó prestados cuatro libros; viejos y más bien ajados, prometían poca cosa. Con ellos bajo el brazo, salió a la calle. El libro más grande se le escapó al resbalar su pie en el último escalón.
—¡Cuidado!
Unas manos fuertes la cogieron de los brazos y la enderezaron. Sacudiendo la cabeza, Alathea quedó enfrentada… con Lucifer. Se tragó el suspiro de alivio y luchó por calmar su corazón batiente. Por un instante, con el sol detrás de él, había creído que era su hermano.
—Ah…
—Ven… Dame esos.
Por supuesto que no le dio opción alguna.
—Oh… sí —dijo Alathea, y aspiró hondo—. ¿Has estado cabalgando esta mañana?
Lucifer se la quedó mirando.
—¿En el parque? No. ¿Por qué?
—No, sólo me lo preguntaba —dijo encogiéndose de hombros—. Me encantaría ir a cabalgar, pero aquí parece imposible…, sólo se puede pasear.
—Si quieres cabalgar —dijo, metiéndose los libros debajo del brazo y poniéndose a su lado—, tendrás que organizar una excursión al campo.
Alathea hizo una mueca.
—Entonces puede que espere hasta volver a casa.
La única esperanza de la muchacha era mantenerlo ocupado con la conversación, para que no desviara su atención a los libros. África era un tema inusual y, por cierto, mucho más raro el que ella estuviera estudiándolo en profundidad. Dado que Lucifer compartía la casa con Gabriel y que ella sabía que ambos intercambiaban noticias y cotilleos…
—Pero todavía faltan semanas para que termine la temporada —comentó Alathea, respirando hondo.
—Es verdad, y esas semanas están atiborradas con más bailes que nunca —dijo Lucifer, frunciendo el ceño—. Y ahora Gabriel amenaza con evitarlos, salvo en el caso de los acontecimientos familiares obligatorios.
—Oh, ¿por qué?
—Las condenadas gemelas han pasado a la ofensiva.
—¿Ofensiva? ¿Qué quieres decir con eso?
—Anoche, se acercaron pavoneándose a Gabriel en tres ocasiones, cada vez con una dama diferente, y lo acorralaron.
Alathea deseó haber visto la escena.
—¿Pudo escaparse?
—No era fácil, con una de las gemelas colgada de su brazo y negándose a irse.
—¡Santo cielo!
—Sí, santo cielo. ¿Sabes lo que ocurrirá? —preguntó Lucifer.
La joven lo miró de manera inquisidora. Lucifer respondió a su propia pregunta:
—Ya no se ocupará de esas frescas.
—Pues te dejará a ti en la línea de fuego —observó Alathea.
Lucifer se paró en seco.
—¡Santo Dios!
Alathea se las arregló para mantenerlo quejándose de las gemelas a lo largo de todo el camino hasta donde la esperaba su carruaje. Mientras le daba un beso en la mejilla, recuperó los libros.
Él frunció el ceño.
—¿Y eso por qué?
—Sólo por ser como eres.
A salvo, en el carruaje, con los libros depositados a su lado, sonrió gloriosamente. Lucifer gruñó algo, cerró la puerta del carruaje y la despidió con un saludo.
Alathea todavía sonreía cuando atravesó el umbral de Morwellan House; saludó con la cabeza a Crisp, mientras este le sostenía la puerta. Apiló los libros sobre la mesa que había debajo del espejo y se quitó el gorro.
—Aquí estás, querida.
Era Serena, de pie en la puerta del salón. Tras dejar su sombrero encima de la pila de libros, Alathea atravesó el lugar.
—¿Tenemos invitados? —preguntó en un susurro.
—No, no. Es que quería hablar contigo —dijo Serena, retrocediendo—. Se trata de tu padre.
—Oh —exclamó Alathea; la siguió y cerró la puerta.
—Ha caído en uno de esos estados —dijo Serena, alzando las manos, desconsolada—. Ya sabes… No está enfermo, pero no se encuentra muy bien.
—¿Ha sucedido algo?
—Hoy no. Ayer, cuando volvió, estaba un poco apagado, pero no dijo nada. Sabes que hoy iba a ir a casa de White, pero, en lugar de ello, está sentado en la biblioteca.
Se miraron, la preocupación reflejada en los rostros. Luego Alathea asintió:
—Iré a hablarle.
—Gracias —le dijo Serena, con una sonrisa—. Siempre te escucha.
Alathea abrazó a su madrastra y le dijo:
—A ti también te escucha siempre, pero hablamos de cosas diferentes.
Fortalecida por estas palabras, Serena correspondió al abrazo.
—¿Te has enterado de algo más a propósito de ese pagaré?
—Creo que hemos encontrado algo —contestó Alathea—, un camino legal para hacer que el pagaré sea declarado nulo, pero, por ahora, no quiero despertar expectativas.
—Probablemente tu decisión es acertada. Infórmanos cuando estemos liberados del problema.
Intercambiaron rápidas sonrisas y luego Alathea se encaminó hacia la biblioteca.
La puerta se abrió sin ruido; se escabulló en el interior y observó que las cortinas estaban abiertas, el cuarto lleno de luz y no envuelto en la oscuridad. Era una buena señal. A pesar de que su padre no tenía por costumbre sucumbir ante los demonios de la tristeza, ella sabía que se estaba reprendiendo internamente por el pagaré. Por su bien y por el de Serena, había fingido impasibilidad, pero sentía el fracaso y debía de estar haciéndose amargos reproches.
Sentado en su sillón favorito, el conde miraba la extensión de césped de la parte trasera. Mary y Alice estaban cortando rosas; cada muchacha era tan delicadamente bella como los capullos que yacían en sus canastas. Un poco más lejos, Charlie le estaba enseñando a Jeremy los rudimentos del cricket, mientras Augusta y la señorita Helm estaban sentadas sobre una manta, al sol, leyendo un libro. El jardín estaba cercado por muros de piedra, visibles aquí y allá entre árboles y espesos matorrales. La escena podría haber sido la de una pintura que describiese la vida de una familia elegante, pero no era producto de la imaginación de nadie: era su familia y era real.
Armándose de valor, Alathea tocó el hombro de su padre.
—¿Papá?
Tan absorto estaba que ni siquiera había advertido que ella estaba allí. Alzó la vista y luego hizo un gesto con los labios.
—Buenos días, querida.
Tomó la mano de su hija y la apretó; mientras ella se sentaba en el brazo del sillón, la siguió reteniendo. Alathea inclinó el hombro contra el de él, confortada por la solidez que notaba bajo su abrigo.
—¿Qué ocurre?
El padre suspiró con profunda frustración.
—Realmente abrigué esperanzas de que estuvieses equivocada sobre la compañía; de que la Central East Africa Gold Company fuera legítima. Esperaba no haberme vuelto a equivocar.
Hizo una pausa. Alathea lo tenía cogido de la mano firmemente y esperó.
—Pero tú y Wiggs estabais en lo cierto. Era una estafa. Un tipo a quien vi ayer en casa de White me lo dijo. Era alguien que venía de esos lugares, del este de África Central. Conocía la compañía. Dijo que era un tinglado armado para embaucar bobos y escaparse con su dinero. Tuve que darle la razón.
—No podías haberlo sabido… —dijo Alathea—. ¿Quién era ese hombre?
Al advertir la repentina tensión en la voz de su hija, el conde se volvió para mirarla a los ojos.
—Era un hombre de mediana estatura, más bien corpulento. Tenía unas grandes patillas entrecanas que le cubrían las mejillas. Por su vestimenta, parecía un marino, de alto rango… Esos hombres siempre tienen un aire de mar. ¿Por qué? —preguntó, buscando el rostro de Alathea—. ¿Acaso importa?
Alathea sofocó su entusiasmo.
—Podría importar. Wiggs y yo pensamos que hay un modo legal de invalidar el pagaré, pero tenemos que saber todo lo que podamos sobre los negocios de la compañía. Un hombre como ese capitán podría sernos muy útil —explicó Alathea. Tomó la mano de su padre y le preguntó—: ¿Estaba con alguna persona que conocieras?
—No —dijo el conde, meneando la cabeza—. Pero, si es importante, puedo preguntar.
—Hazlo, papá. Podría ser muy importante. Y si das de nuevo con él, prométeme que lo traerás a casa.
El padre alzó las cejas sorprendido, pero asintió.
—Está bien. Supongo que lo mejor es que vaya a casa de White y vea si puedo localizarlo.
—¡Oh, sí! —exclamó Alathea, mientras él se levantaba—. Eso podría ayudarnos enormemente, papá. ¡Gracias! —Y lo besó en la mejilla.
Cogiéndola de un brazo, la abrazó.
—Gracias, querida —le dijo, mirándola a los ojos, y le dio un beso sobre la frente—. Que no se te ocurra pensar que no aprecio todo lo que hiciste; no sé qué es lo que hice bien para merecerte. Sólo puedo sentirme contento de saber que eres mi hija.
—¡Oh, papá! —dijo Alathea, parpadeando, y lo abrazó rápidamente. Luego, se separó para echar un vistazo por la ventana—. Tengo que ir a buscar a ese Jeremy o va a estar jugando al cricket todo el día.
Todavía parpadeando, se precipitó hacia fuera.