Capítulo 8

LA condesa esperaba, ya no detrás de la puerta, sino sentada en el extremo de la cama. Como una sombra oscura, se levantó a medida que Gabriel se acercaba.

—¿Realmente le parece que haya yacimientos registrados en lugares como Kafia, Fangak y Lodwar?

—Mucho me sorprendería que existiera algo allí. Pueblos o aldeas, tal vez, pero minas, no. Lo investigaremos.

Sólo podía verla como una figura algo más densa que la oscuridad. Cuando se apagaron las luces de la sala, el cuarto, ya oscuro, se había oscurecido aún más. Tenía que guiarse por sus otros sentidos y estos le dijeron que ella estaba todavía absorta con las revelaciones de Crowley. Por eso siguió:

—Nos dio algo más que simples hechos. No sólo nombres y lugares, sino también gráficos y proyecciones. Lo tengo todo anotado aquí. Para declarar inválido el pagaré de la compañía no hace falta probar que todas sus afirmaciones son falsas, basta con probar que algunas lo son.

—Sin embargo —la escuchó decir con preocupación— no será fácil probar lo que realmente existe en el África profunda. ¿Conoce algunos de los lugares que mencionó?

—No, pero debe de haber alguien en Londres que los conozca.

—También ha dicho que estaban próximos a iniciar una nueva fase en el desarrollo del proyecto. Esa debe ser su forma de decir que planean hacer efectivos los pagarés muy pronto.

—No están en esa etapa todavía. A menos que algo desencadene los pagos, esperarán para ver a cuántos otros caballeros crédulos venidos de provincias para la temporada pueden atrapar entre sus redes.

Se hizo el silencio. La ansiedad de la muchacha lo alcanzó con claridad. Se le acercó.

—El hecho de que hayamos logrado sacarle tantos detalles constituye una victoria significativa —dijo Gabriel.

—Es verdad. Y el señor Debbington estuvo espléndido.

—¿Y qué hay de la eminencia gris detrás de la escena?

Él notó que precisamente en aquel momento ella se daba cuenta. Estaba sola con él, en un cuarto oscuro, con una gran cama a solo unos centímetros de distancia. Se irguió, levantó el mentón. Una sutil tensión se apoderó de ella.

—Usted estuvo muy… ingenioso.

Él deslizó un brazo alrededor de su cintura y dijo:

—Pretendo ser aún más ingenioso.

La atrajo hacia él. Tras resistirse levemente ella lo dejó y quedaron pegados, cadera contra cadera, muslo contra muslo, como si ella perteneciera a ese lugar.

—Usted estuvo muy bien —dijo ella, casi sin aliento.

—Estuve brillante —respondió él.

Encontró el borde del velo y lentamente lo levantó. Ella contuvo la respiración, levantó una mano, tratando de impedirlo… pero luego se lo permitió. El cuarto estaba tan oscuro que era imposible que él pudiera distinguir sus rasgos. Luego Gabriel se inclinó y colocó sus labios sobre los labios que lo estaban aguardando.

Esperando, ansiosa, lista para pagar su precio. Supo que ella no tenía idea de cuán preciosa, cuán embriagadora era su falta de malicia, su abierta generosidad, la forma en que ella disponía la boca a su servicio, la manera en que se apretaba contra él. La forma en que se entregaba, sin resistencia.

Había fuerza en ese darse. Como antes, lo atrapó, lo capturó, lo subyugó. Tenía que conseguir más, conocer más de ella. Sus dedos encontraron los lazos de la capa. Un minuto después se deslizaba de sus hombros para aterrizar en el suelo, a sus pies. Un pasador colocado en su cabeza mantenía en su lugar el velo. Él deslizó una mano debajo el velo, la posó sobre su garganta y encontró el cabello, enrollado en la nuca. Suave como la seda, el pelo acariciaba la parte de atrás de sus dedos. Sin dirección definida, buscaba. Sus pasadores golpearon el suelo y el cabello de la mujer se derramó en sus manos: en la que tenía en la garganta y en la que rodeaba su cintura. Su cabello era largo y suave. Atrapó algunos mechones entre los dedos y jugó con ellos, cautivado por su textura.

Sintió la dificultad de su respiración. Cerró el puño sobre los cabellos y tiró hacia atrás la cabeza de la joven, exponiendo su cuello. Ciego en aquella densa oscuridad, deslizó sus labios para encontrar la suave línea de la garganta y buscar el punto donde su pulso latiera más intensamente. Allí succionó y sintió que la respiración de ella se agitaba de nuevo. Sus manos se deslizaban hacia los pechos, que llenaron sus palmas como carne ardiente. Se enderezó y, respirando agitadamente, volvió a sus labios. Ella también lo besó, ávidamente, con codicia, tan vorazmente como él. Cuando sus pulgares giraron alrededor de sus pezones ya endurecidos, ella ahogó un grito. Sin pensarlo, la hizo retroceder hasta que quedó contra la pared. En su interior, él trataba de sacudirse el miasma de lujuria que oscurecía sus pensamientos. La había alejado de la cama, un movimiento claramente estúpido. Ahora la tenía que llevar de vuelta.

Más tarde.

Apretando sus labios contra los suyos, la arrinconó contra la pared y sus dedos se dedicaron a desatar los lazos de su vestido.

No podía pensar, no podía planificar, aunque lo había intentado. En esos días, raramente se embarcaba en juegos de seducción —especialmente en alguno en el cual tuviera interés— sin alguna idea de lo que mejor funcionaría, de las posibilidades más factibles, de por qué sendas se cumplirían sus expectativas. Al pensar en el modo de hacer suya a la condesa, no había podido ir más allá de la necesidad de tocarla, de conocerla. Una necesidad sorprendente para un amante tan experimentado como él.

Había desatado los lazos, el vestido estaba suelto en menos de un ardiente minuto. La inmovilizó con su cuerpo y le tomó las manos para apartarlas de sus cabellos. Llevó sus manos y brazos hacia abajo y se inclinó en el beso. Ella lo llevó lejos y trastornó sus sentidos. Por un instante, perdió totalmente la voluntad y se convirtió en un esclavo, pero luego, la presión de sus senos contra su pecho le recordó su necesidad más urgente.

Tenía que tocarla, acariciarla, sentirla. Si ella no le permitía verla, tenía que conocerla a base de tocarla, de tenerla contra sí, piel contra piel, ardor contra ardor.

Sin que entre ellos se interpusieran velos, capas o barreras.

Necesitaba conocerla.

Hábilmente, liberando sus manos, alcanzó sus hombros y suavemente dejó caer el vestido, empujando las mangas desde sus brazos y dejando libres sus pechos. Percibió sus dudas, el temblor de incertidumbre que la sacudió. Capturando sus labios y su atención en un beso abrasador, dejó plegado el vestido contra sus caderas y atrapó sus pechos, ahora sólo cubiertos por la fina seda de su camisa, en la palma de sus manos.

Sus dudas se evaporaron. Ella tomó su cara entre las manos y lo besó en la boca, tan urgida como él. A través de la seda, su piel ardía. Sus senos turgentes e hinchados, coronados por pezones duros como piedras, le dieron la señal. La camisa estaba cerrada mediante una hilera de pequeños botones. Él arrasó su boca mientras los desataba rápidamente. Ya sentía el dolor, aguzado por la necesidad, pero más que nada quería saborear cada momento, cada revelación. Cada fragmento de ella mientras la descubría.

Sus senos eran una delicia. Firmes y llenos, llenaron sus manos, generosa, ardiente y pesadamente. Apartando por completo las dos mitades de su camisa, los masajeó y la escuchó gemir. Ese sonido insinuante envió otro pulso de sangre a sus entrañas. Apartó sus labios de los de ella, inclinó la cabeza y la besó con la boca abierta en la garganta y la clavícula, donde su carne se acumulaba en sus manos.

Y luego se dio un festín.

Ella gemía y jadeaba e incluso susurraba su nombre mientras él degustaba, lamía y succionaba. Debía de estar haciéndole marcas. Aunque no podía ver, ese pensamiento lo hizo actuar de manera posesiva. Se introdujo en su boca todo lo que pudo, ella gritó. Las rodillas le flaquearon. Se inclinó hacia ella, sosteniéndola, haciéndole sentir su erección dura contra el vientre y sus testículos acunándose entre sus muslos.

El ardor de la joven fluyó envolviéndolo cuando deslizó los brazos alrededor de sus hombros y se aferró a él; su perfume, sugestivo como el pecado, los cubrió a ambos.

Levantó la cabeza y volvió a encontrar los labios de ella, hinchados, ardientes y solícitos. Lo atrajo hacia sí, enredó su lengua en la suya, incitándolo audazmente. Él hizo que sus manos descendieran hasta sus caderas y luego más abajo, trazando las suaves líneas de sus flancos. Sus pezones, duros y apretados, eran como llamas gemelas rodeadas por el fuego de sus pechos, aplastados contra el pecho de él, mientras la apretaba contra la pared. Sus caderas se estrecharon contra las de él.

Ni siquiera lo pensó cuando agarró los pliegues de su vestido con ambas manos y tiró de ellos para que cayeran por sus caderas. Sus sentidos no registraron el sonido sibilante mientras la seda, deslizándose, caía al suelo. Los sentidos de Gabriel quedaron arrobados.

La mujer era como seda caliente y maleable, viva, hechicera, toda suya. Sus piernas desnudas se movían sensualmente contra él, no para rechazarlo, sino para cercarlo con dulzura. Si alguna vez había soñado con una hurí, ahora la tenía ahí, en sus brazos, nubil, casi desnuda, lista para complacer todos sus deseos, lista para matarlo de placer. No podía recuperar el aliento ni mental ni físicamente; el deseo se cerraba sobre su vientre como un puño que clausuraba su mente. Las manos de Gabriel se sumergieron debajo del borde de la camisa de ella para cerrarse posesivamente sobre las esferas de sus nalgas.

Los besos de ella se hicieron más ardientes, más dulces, más dirigidos. Sabían a elixir de los dioses.

Ella hizo palanca hacia arriba, apretando sus brazos contra los hombros de él. Sus piernas habían estado apoyadas contra las de ella, atrapándolas. Ahora él la sostenía y cambiaba de posición, colocando uno de sus muslos entre los de ella. En medio de los labios de ambos, ella murmuró un sonido incoherente. La dejó nuevamente en el suelo; en equilibrio sobre las puntas de los pies, sostenida por su abrazo y pegada contra su pecho. Cambiando de posición, liberó las tentadoras nalgas de la joven y deslizó ambas manos hacia delante, acariciando la suave hendidura de las ingles, antes de desplazarse hasta el frente de sus muslos desnudos. Con los pulgares, halló el pliegue de la parte superior de cada muslo; presionando levemente, deslizó ambos pulgares lentamente hacia dentro.

La respiración de ella se hizo entrecortada; a medida que los pulgares de él se enredaban en su vello sedoso, los besos de la joven se volvían desesperados. Él jugueteaba, incitándola, martirizándola; luego, arrebatándole hábilmente la boca, hacía que una de sus manos subiera, con los dedos desparramados sobre la delicada piel de su vientre, acariciándola y luego amasándola evocadoramente. Casi con el mismo impulso, dejaba que los dedos de su otra mano vagaran hacia abajo, presionando con delicadeza, buscando su ardiente suavidad hasta hallarla.

Gabriel advirtió que, si no hubiera estado besándola, ella habría lanzado un grito ahogado. Estaba mojada, inflamada y muy caliente. Con los senos le hacía presión sobre el pecho; la tenía inmovilizada y suavemente iba metiéndose en ella; luego la acariciaba y se contenía, sólo para tomarse nuevas libertades.

La intimidad era nueva para ella. Su difunto esposo debió de haber sido un zoquete. Se abría suavemente para él como una flor; a medida que él merodeaba por su orificio, el néctar le quemaba los dedos; después, volvía atrás para acariciarle la carne ahora tensa y vibrante de deseo.

Tembló y cuando arqueó la cabeza para atrás, sus dedos se clavaron en la parte superior de los brazos de él. Le había permitido interrumpir el beso y recuperar el aliento, para luego intensificar aún más ese beso y para volver a asediar su entrada.

Sintió un escalofrío. Se lo estaba pidiendo y ella comprendió; al cabo de un segundo de duda, se apoyó en una rodilla y deslizó su esbelta pantorrilla alrededor de la pierna de Gabriel. Se abría para él.

La única cosa que él consiguió recordar después de aquello fue que comprendió que ella jamás había sentido un placer así. De modo que la penetró lentamente, dejándole sentir cada mínimo incremento mientras le deslizaba un dedo dentro de la vagina. La muchacha quemaba; a Gabriel tampoco le sorprendió descubrir que era estrecha. La experiencia que ella tenía sobre la intimidad era minúscula. Se sujetaba firmemente a ese dedo, con la respiración estremecida en el oído de Gabriel. Este giró la cabeza, encontró sus labios y la calmó con un prolongado y lento beso. Cuando retiró el dedo, las caderas de ella instintivamente se adelantaron como si su cuerpo implorara por más. Se lo concedió, siguiendo las riendas de sus impulsos, aullando por tenerla, urgido y voraz. Era un amante demasiado experimentado como para no saber qué era lo mejor para ella; con sus labios sobre los de la joven, dándole seguridad, distrayéndola y, a la vez, incitándola, se dispuso a demostrárselo.

Y cuando los dedos de ella se hincaron profundamente en él e interrumpió el beso mientras su cuerpo se sacudía gloriosamente, Gabriel se sintió como un conquistador, victorioso, triunfante, con el botín de su conquista en los brazos. La pasión que ella acababa de liberar arrojó sobre él oleadas de calor y de placer feroz. El suave gemido que ella dejó escapar llevaba consigo una mezcla de bienestar y de remanentes de deseo; la fragancia de su respiración entrecortada contra las mejillas de él, el tronar de su corazón aplastado contra el de él, el evocador almizcle que subía de ese lugar donde había introducido los dedos se combinaba con el perfume de ella y lo volvía loco: todo eso lo urgía.

Ella estaba lista, él desesperado.

Fue cuestión de segundos liberar su rígido bulto, alzar la pierna que ella había enredado en su rodilla hasta la altura de la cadera, sacar sus dedos de su ardiente y mojada vagina y disponer la cabeza de su pene erecto en la entrada de su abertura. Agarrándose con fuerza a sus caderas, se apoderó de sus labios y penetró su boca y en su sexo ardiente.

Ella gritó.

El sonido, atrapado entre los labios de ambos, reverberó en la cabeza de Gabriel. Luego, ella se aferró, todavía con mayor presión, a él.

Luchando denodadamente por controlarse, Gabriel soltó un grito ahogado que interrumpió el beso. ¿Cómo era posible?… Y, sin embargo, así era. La impresión le hizo recuperar parte de su razón. Al cabo de un tenso segundo, en el cual se creyó al borde de la locura, se las arregló para borrar de su mente lo físico el tiempo suficiente como para preguntar:

—¿Cómo es posible?

Apenas tenía aire en los pulmones para pronunciar palabra, pero su rostro estaba tan cerca que ella lo oyó.

—Yo…

La voz de la muchacha tembló; al parecer, ella estaba tan impresionada como él, aunque no por la misma razón. Él podía comprenderlo. Si esa había sido su primera vez… lo tenía todo dentro de ella.

La muchacha tragó aire. Sus palabras llegaron como un murmullo tembloroso hasta su oído.

—Cuando me casé era apenas una niña. Mi marido… era mucho mayor que yo. Y estaba enfermo. No fue capaz de…

Abrió el puño sobre el brazo de él para gesticular con la mano. El movimiento la hizo desplazarse sobre él y tuvo que contener el aliento, ahogando un grito.

—Chist. Despacio.

Buscó sus labios y la tranquilizó con un beso, mientras luchaba por volver a penetrarla. ¿Una niña a la que su marido viejo dejó virgen? Sin duda era lo que había sucedido, a pesar de que nunca antes le había tocado ver algo así. No obstante, su inesperada inocencia llevaba a plantear una pregunta pertinente. ¿Acaso sabía que él…?

Le costó una enormidad y lo que le quedaba de voluntad forzarse a preguntarle:

—¿Quieres que me detenga?

Expresión poco elegante, pero fue lo único que pudo decir, con ella —el sueño más apretado, ardiente y húmedo que jamás tuvo— abrazada.

Su respuesta tardó en llegar. Gabriel aguantó, con cada músculo en tensión contra el deseo imperioso de hacerla suya. Con la poca cabeza que todavía le quedaba, luchó para ignorar el calor del suntuoso cuerpo que tenía en sus brazos, la presión fluctuante contra su pecho cuando ella respiraba rápida, entrecortadamente. Era tan consciente de la respiración de ella que supo cuándo llegó a una decisión porque suspiró profundamente antes de responder.

Gabriel se armó de valor para aceptar la respuesta… y rezó.

—No —dijo ella, meneando la cabeza.

—Gracias a Dios —dijo él, con un suspiro.

—¿Qué…?

La besó apasionadamente, inspirándole confianza, luego alzó la cabeza.

—No pienses. Sólo haz lo que te digo —agregó dubitativo, deseando por centésima vez poder verla, y añadió—: Pronto te dolerá menos.

Sólo podía suponer lo que ella sentía; no recordaba la última vez que se había acostado con una virgen. Pero ella seguía estando muy tensa; cada músculo debajo de su talle estaba terriblemente duro. Seguramente no se sentía cómoda; posiblemente le estuviese doliendo.

Retirar su miembro y desplazarse hacia la cama habría sido la opción más sencilla. Por desgracia, con ella tensa como estaba, sacárselo probablemente le causaría más dolor. Pero la cama era indispensable.

—Levanta la otra pierna…, pásamela por la cintura. Te sostendré —como ella dudó, restregó sus labios contra los de la muchacha—. Confía en mí. Te llevaré hasta la cama.

Respiró hondo y levantó la otra pierna; se movió más confiada cuando sintió que él cambiaba de lugar las manos y recibía su peso. Enredando las piernas alrededor de él, deslizando los brazos alrededor de sus hombros para equilibrarse, hizo un poco de palanca, para aliviar un poco su dolor.

Gabriel se aferró a las caderas de ella.

—Así está bien.

Mientras se resistía con firmeza a penetrarla más, se volvió y la cargó los pocos metros que había hasta la cama. Cuidadosamente, la depositó con las caderas cerca del borde. Como él esperaba, al encontrar la cama debajo de sí, la joven se relajó un poco. Eso le permitió retirarse un poco de su interior, mientras se enderezaba, para poder ponerse sobre ella, apoyando su peso sobre los brazos.

Con las caderas inmóviles, se encontró con el rostro de ella y quitó las hebras de cabello tenue y suave que le habían quedado sobre la mejilla. Todavía tenía puesto el velo, aunque torcido; lo dejó tal cual estaba. Algún día, ella se lo quitaría para él, cuando estuviese lista para confiarle su nombre. Esa noche estaba confiándole el cuerpo y, por el momento, era bastante.

Le tomó la mandíbula y se inclinó hacia delante para besarla. Por un instante, ella se quedó quieta, luego respondió. Una vez que le devolvió los besos libremente, dobló las caderas y volvió a apretarse contra ella, introduciéndose y abriéndola aún más que antes. Ella aspiró hondo y se tensó, pero luego se fue relajando. Él se retrajo y volvió a empujar, repitiendo el movimiento de manera uniforme y pareja. Mantuvo el movimiento lento hasta que los músculos de ella se relajaron, hasta que las piernas se aflojaron alrededor de las caderas de él, con las manos laxas, los dedos sobre las mangas de él, su cuerpo abierto que cedía y empezaba a agitarse, a impulsarse y elevarse a su ritmo.

Con una cierta sensación de triunfo, se retiró.

—No te muevas. Espera.

Se enderezó por completo. Buscó hasta que dio con los zapatos de ella y se los sacó. Subiendo por sus largas piernas hasta encontrar sus ligas, se las quitó junto con las medias. Su camisa era una fruslería de la más fina seda (decidió ignorarla por el momento). Al quitarse su abrigo, Gabriel oyó el crujido del pagaré y su lista; arrojó la prenda hacia el lugar donde había visto una silla. Rápidamente siguieron el chaleco y la camisa; luego, se quitó los zapatos sacudiendo los pies y a continuación los calzoncillos.

Las lámparas del cuarto contiguo se habían apagado; la oscuridad era absoluta. No podía verla, sólo oírla, sentirla. Al igual que ella a él.

—¿Qué…?

La encontró, y deslizó las manos hacia arriba sobre sus flancos.

—Confía en mí.

Se reunió con ella en la cama, rodando y levantándola como había hecho, volviendo a acomodarse para que las largas piernas de ambos no quedaran colgando sobre el borde.

Ahogó un grito cuando él volvió a subírsele encima; mientras Gabriel afirmaba sus brazos y se ponía sobre ella, la joven se aferraba, con las palmas de las manos planas a cada lado. Acomodó las caderas entre los muslos extendidos de ella, tomó impulso y la penetró hasta llenarla. Luego bajó la cabeza, buscando sus labios. Yendo y viniendo, las manos de ella hallaron su rostro; luego sus labios se unieron a los de él. Se los ofreció, y también su boca, de buen grado y cariñosamente. Recibió labios y boca mientras se mecía sobre ella, dentro de ella, hasta que nuevamente la joven se relajó, aceptando con grato entusiasmo el suave deslizamiento del miembro de Gabriel en su sexo.

Interrumpió el beso, siguió sobre ella y cambió el tenor de su unión. Mantuvo el ritmo lento, pero balanceó las caderas mientras la penetraba, animándola a abrir más las piernas y a levantar más las rodillas.

Después, con la yema de los dedos, ella le tocó el pecho vacilante, con otra de sus caricias de mariposa. Gabriel se mordió el labio y se concentró en mantener lento el ritmo. Sus músculos temblaron y se sacudieron cuando los dedos de ella, delicadamente, recorrieron su pecho, la cadera, sus flancos. Sofocando un grito, empujó más adentro.

—Envuélveme con las piernas como hiciste antes.

Ella obedeció instantáneamente, apretando las piernas alrededor de sus caderas.

—¿Y ahora qué?

No pudo ver la sonrisa de Gabriel.

—Ahora cabalgamos.

Eso hicieron. Juntos.

Había oscurecido el cuarto a propósito para liberarla del temor de mostrarse, de revelarle su identidad. Al hacerlo, había creado inconscientemente una situación incluso más sensual de lo que esperaba. Hacer el amor en la total oscuridad enfatizaba las sensaciones táctiles y amplificaba la suavidad de los sonidos intensamente sensuales. Amar a una mujer a ciegas era una experiencia nueva y muy diferente.

Era consciente de cada centímetro cuadrado que tocaba, consciente del ocultamiento que propiciaba la camisa de seda de la mujer, ningún modo tan fina como la piel que escondía. Oía cada sonido entrecortado, por minúsculo que fuera, en su respiración; estaba en sintonía con cada gemido, cada grito sofocado, cada ruego incoherente. Conocía su perfume, pero era otra fragancia la que ascendía a su cerebro: la de ella sola. En sus brazos, en la oscuridad, se había convertido en el epítome de la mujer; según la había calificado, en la hurí verdadera. Era la esencia de la alegría y la esencia de la locura; era un desafío extremo.

Tenía los sentidos llenos de ella, estaba concentrado por completo en su contacto. Las sensaciones realzadas lo dejaban tambaleante.

Nunca antes había tenido una mujer que lo igualase. Fue cayendo en la cuenta a medida que se balanceaban, a través de su paisaje sensual, escalando alturas cada vez mayores. Ella lo igualaba, no sólo físicamente (aunque eso resultaba bastante asombroso); se aferraba, jadeaba, caía derrotada, y luego volvía a armarse para continuar la cabalgata. Pero estaba allí, con él, instándolo, desafiándolo, invitándolo gozosamente a conducirla al torbellino sensual en que se había convertido su cuerpo. Un torbellino que se ofrecía.

Él exigía y ella daba; no se limitaba a ser generosa, sino que su salvaje abandono destruía el control de él. No se satisfacía, bebía glotonamente de ella, y su pozo nunca se secaba.

Ella le daba alegría, deleite y placer inimaginables, y, al dar, recibía lo mismo. Cuando por fin llegó el final y la cabalgata concluyó en una gloriosa explosión, por primera vez en su vida, él se sintió más allá de este mundo.

Se le atravesó un pensamiento: era el primero en haberla hecho suya.

Un segundo después, una parte de él profundamente enterrada y que rara vez emergía bramó una corrección: el único en haberla poseído.

Abrazándola, sintiendo la suavidad de ella debajo de sí, cerró los ojos y derivó hacia una placentera felicidad.

Ella se despertó lentamente. Sus sentidos volvieron poco a poco, su dispersa inteligencia se unificó a trompicones. Lo primero de lo que se dio cuenta fue que tenía lágrimas en los ojos. No eran lágrimas de pena, sino de alegría, una alegría demasiado profunda, demasiado intensa para encontrar expresión en una palabra o pensamiento.

De modo que eso era lo que pasaba entre un hombre y una mujer. Pensarlo le trajo una oleada de vertiginoso placer, seguida inmediatamente por un torbellino de gratitud hacia él, que tan bien se lo había demostrado.

Las comisuras de sus labios se levantaron. Había oído durante años que él era un experto en la materia; ahora podía atestiguarlo. Había sido amable y tierno, al menos cuando advirtió que era una novata, pero después… no creía que se hubiese contenido.

Estaba contenta; contenta por la experiencia y porque había sucedido. Especialmente contenta de que le hubiese ocurrido con él. Eso último la hizo fruncir el ceño.

Aun cuando estaba oscuro por completo, de modo que él había sido apenas un fantasma que la besaba y acariciaba, ella siempre supo que era él.

Él. Sus sentidos se concentraron en el pesado cuerpo que yacía a su lado, en el peso que había sentido, que la había colmado, que la había llenado…

Darse cuenta de ello la hizo despertarse por completo, sobresaltada.

Su primer pensamiento fue que esa no era ella, o la que hasta entonces había conocido. Tenía un hombre desnudo en los brazos y se habían unido; había cambiado físicamente para siempre. Y emocionalmente; no podía olvidar el modo en que se había estremecido debajo de él, desvergonzada y anhelante. De manera indiscutible, estaba alterada: ya no podría volver a ser la que había sido.

Esperó que comenzaran las recriminaciones, las profecías nefastas, las invectivas histéricas. Nada ocurrió. En lugar de ello, se quedó en paz, llena de una oleada cálida que nunca antes había conocido, que ni siquiera había imaginado que existía. Y no pudo lamentarse.

No había sido culpa de nadie; no se había imaginado que podía ocurrir contra una pared, con ellos de pie. Sus pies habían estado firmes sobre el piso. Su cabeza, claro, había estado completamente en las nubes, su razón barrida por una marea de deseo puro.

El pensamiento la devolvió a la experiencia: la excitación creciente, la emoción fulgurante, la alegría pura, auténtica. Esa, allí, con él, sería la única oportunidad que tendría de experimentar aquello: la verdadera magnificencia de ser una mujer, una mujer unida a un hombre. A nadie había herido; no había nadie en su vida de quien preocuparse. Nadie que pudiera saberlo. Había sido condenada por las circunstancias a morir solterona; ¿qué daño podía haber en ese único atisbo de gloria? Le duraría por el resto de su vida.

A pesar de que ya había estado dentro de ella antes de que advirtiera sus intenciones, ella sabía lo que hacía cuando le dijo que no se detuviera. Tenía mucha experiencia tomando decisiones; sabía cómo se sentía cuando decidía lo correcto. Y sentía que había hecho bien.

Del mismo modo, nunca miraba atrás, nunca lamentaba haberles dado la espalda a Londres y a la temporada social durante todos esos años; no lo lamentaba. Sin importarle qué complicaciones pudieran surgir, disfrutaba lo que había experimentado y lo deseaba. Tuvo que reprimir la risa. Sofocándola con energía, intentó cambiar de posición, para descubrir que era imposible. Una vez más el movimiento la llevó a que sus sentidos se concentraran en el cuerpo masculino macizo que la comprimía en la cama. Era pesado, sin embargo curiosamente, más bien le gustaba la sensación de esas piernas robustas que la mantenían aplastada contra el colchón. No estaba incómoda; en verdad, y por extraño que pareciera, todo lo contrario. Sus piernas ya no rodeaban la cintura del hombre, pero seguían enredadas con las de él. Uno de sus brazos reposaba encima del hombro de él; su otra mano estaba contra su costado.

Él. No podía creerlo; su mente seguía asustándose con el solo pensamiento, con permitir que se formara la imagen de Gabriel. En la oscuridad, había sido sencillamente un magnífico macho, en el que confiaba tanto que, sencillamente, no se le había ocurrido pensar que habría podido lastimarla. Se había entregado toda a él y él la había tomado, levantado en brazos e introducido en placeres que apenas podía comprender aún. Sí, sabía quién era él. ¿Lo sabía de veras?

Frunciendo el ceño, deslizó la mano que tenía junto al cuerpo de él y, muy suavemente, le tocó el hombro. Como su respiración continuaba siendo profunda y regular, dejó vagar los dedos, recorriendo el hueso, la lisa banda de sus músculos. Con los dedos abiertos, exploró el costado de su pecho; luego, la espalda, sintiendo el poder en los duros músculos debajo de la piel suave.

Años atrás había visto su pecho desnudo; incluso entonces la había fascinado, aunque se había dicho que era por mera curiosidad. Ahora podía permitirse dejar que sus manos lo recorrieran, mientras colmaba sus sentidos con él.

Sintió que su propia piel cobraba vida. La súbita ráfaga de sensaciones hizo que su respiración se agitara; era tan cálido, tan hombre, tan vibrantemente real. Surgió en ella una marea de sensaciones embriagadoras. La ola se levantó y rompió, y la meció, la arrancó de sus amarras y la arrojó a una turbulenta marejada. Contuvo el aliento, temblando, inútilmente a la deriva en un mar emocional fustigado por una repentina confusión.

¿Rupert? No. Gabriel.

La realidad la golpeó hasta los huesos. Él le resultaba familiar de muchos modos, aunque, en verdad, era un hombre a quien sólo recientemente había conocido. Podía sentir sus manos sobre ella, todavía sujetándola, aún dormido. Esas manos fuertes y hábiles la habían amado, acariciado, le habían traído una indecible alegría y placer. Su tacto quemaba en su memoria, así como el dolor vacío que se había apoderado de ella, el dolor que sólo él le evocaba y que sólo él podía calmar.

Cambiando la cabeza de posición, miró detenidamente su rostro, pero la oscuridad la derrotó. Lo único que conocía era su peso cálido, el tacto de sus manos y la corriente de sensación que surgía y se derramaba en ella, desde ella, dejándola interiormente sacudida.

Tardó un minuto en recuperar el aliento, tranquilizarse, volver a ubicarse en la realidad y hacer que la fantasía —y ese alborozo que tan vulnerable la había dejado— se esfumara.

Él se horrorizaría, si supiera, si advirtiera que era ella. Entonces, ¿por qué su instinto le gritaba que estaba bien, muy bien, cuando su razón decía que estaba del todo mal? Mientras contemplaba la oscuridad, la confusión reinante en su cerebro, se sintió conmocionada.

Entonces, él cambió de posición; ella se dio cuenta de que estaba volteándose hacia ella, luego la presión sobre su pecho cedió. Su calor aún permanecía cerca, la parte inferior de su cuerpo todavía estaba pesadamente apretada contra la cama. Tardó un instante en darse cuenta de que estaba descansando el peso sobre los codos. Recordó su velo. Impulsada por un pánico repentino, empezó a buscar… pero enseguida se dio cuenta de que él estaba tan ciego como ella. La oscuridad era tan intensa que, aun cuando sabía que el rostro de él estaba a apenas centímetros del suyo, no podía verlo.

—Ha sido una buena cabalgada, condesa.

Las palabras descendieron perezosas y graves; su aliento llegó hasta las mejillas de ella. Siguieron sus labios, que buscaron y encontraron los de la muchacha para unirse en un beso largo, lento y esmeradamente perfecto. Cuando llegó a su fin y liberó los labios de ella, pudo notar que los suyos describían una curva.

—¿Cómo te sientes?

Lánguida. Todavía llena de él.

—Viva.

Qué gran verdad. Su piel volvía a acalorarse. Como si pudiese leer sus pensamientos, los labios de él volvieron a los suyos y sonrió más abiertamente. Otro beso prolongado la dejó cerca de la conflagración; al terminar, murmuró:

—¿Estás dispuesta a dar otro galope?

Se apretó contra su cuerpo y ella se dio cuenta de que él sí estaba dispuesto. Le ofreció los labios, invitándolo, y él dedujo que también ella estaba dispuesta. Lo abrazó muy fuerte, urgiéndolo sin palabras a que se acercase más. Él se dispuso encima de ella, posó los labios sobre los de ella y se hundió profundamente en su boca y en su cuerpo.

Esta vez no tenía prisa. Antes, había debido refrenarse; esta la saboreaba, se mecía más profundamente, dándole más placer. El calor en el interior de la muchacha se acrecentó hasta que sus huesos se fundieron. Dejó de besarlo para aspirar hondo. Los labios de él se deslizaron por su cuello abajo y luego, para su sorpresa, sintió que él cambiaba de posición, retirándose de su interior. Se separó de ella, dejándola repentina y dolorosamente vacía. Se deslizó hacia abajo y cerró la boca sin prisa sobre un pezón.

El calor era tremendo; mientras él jugueteaba astutamente, ahogó un grito, se relajó y volvió a tensarse. El sonido que produjo cuando le restregaba el pezón con la lengua le hizo pensar en un gato; cuando le mordisqueaba el torturado capullo con los dientes, se creía morir.

—Más despacio.

Las palabras fueron un suspiro tranquilizador que aterrizó sobre su carne ardiente, mientras él volvía su atención al otro seno, al olvidado pico que ya sufría porque lo tocara. Cuando lo hizo, se arqueó como una marioneta cuyos hilos estaban en manos de él. La risa cálida de Gabriel fue su recompensa.

—¿Cuántos años tienes?

Los labios de él se desplazaron hacia abajo, patinando sobre el estómago de ella.

—Mmm… casi treinta.

—Hmm… —hizo, deslizándose más abajo aún y abriendo un ardiente camino hasta su ombligo—. Tienes mucho que recuperar.

—¿Mucho?

Estiró una mano para acariciarle los pechos; la otra la deslizó hacia abajo y atrás, para acariciarle las nalgas y la parte de atrás de los muslos.

—Oh, sí —su voz se oyó muy segura—. Debes comenzar ahora mismo.

No le discutió. Lo estaba sintiendo, viendo de un modo nuevo, y la visión era fascinante. Ese seductor tiernamente apasionado le había otorgado al hombre una dimensión completamente nueva que ella, según le parecía ahora, nunca había conocido. Nunca en sus encuentros lo había percibido como un hombre adulto y sensual; en ese aspecto, era una criatura atrayente, envuelta en oscuridad, tal vez, pero —¡oh!— tan tentadora.

El mundo desapareció; la realidad se desvaneció, a medida que las manos de él llevaban a cabo su magia.

—¿Y cómo voy a hacerlo?

Él levantó la cabeza de donde estaba mordisqueándole el estómago, dejándole la piel tensa y brillante. Los nervios de ella estaban igualmente sensibles.

—Recuéstate —oyó ella, advirtiendo un dejo de petulancia masculina en su voz—. Recuéstate, relájate y deja que el placer se apodere de ti.

Carecía de fuerza y de motivación para proceder de otra forma, de modo que así lo hizo. Si ella hubiese presentido qué tenía él en mente, habría sacado fuerzas de donde fuese. Pero no lo hizo. Así que consintió a sus sentidos y se consintió a sí misma con el indescriptible placer de consentirlo a él.

El cuerpo cálido y vibrante que se arqueaba debajo de él capturó la atención de Gabriel de manera más completa y convincente que el de cualquier otra mujer antes. Que cualquier otra cosa antes en su vida.

Nada hasta entonces había sido tan imperioso. Nunca antes había experimentado tal total y terrible entrega al momento, al culto al placer compartido. Ahí había algo más, algo más profundo, más poderoso, más fascinante. El connoisseur estaba embelesado; el hombre, cautivado.

Toda nueva caricia, todo vergonzoso placer en que le insistía, los aceptaba —entusiasta, agradecida— y, en respuesta, lo embelesaba con su cuerpo, sin escatimarle una invitación sin reservas y desenfrenada a que la tomara, la despojara y la gozara.

Buscar, dilucidar, descubrir… conocer. De manera completa y absoluta, sin barreras ni astucias. No había parte de sí que ella le escondiera, no había parte que le negara. Lo único que debía hacer era buscar, pedir sin palabras, ser invitado a tomar, a tocar, a exponer su ansia.

La generosidad de ella no se limitaba a lo físico. Gabriel sentía que no había reticencia, ni distancia emocional, ni un núcleo de sentimientos privados que se guardara para sí. Aun cuando se acercaran a la culminación, podía sentir la vulnerabilidad que no intentaba esconderle.

Era eso lo que lo atrapaba, lo que concentraba su atención de manera tan completa. Le había abierto las compuertas de la sensualidad y ella, a cambio, le había abierto una puerta que él nunca imaginó que existiera, una puerta a un dominio de intimidad más honda, mucho más explícita, más peligrosa, más excitante. Una pobre inocente le había mostrado cuánto más podía haber en esa esfera; una esfera de la que creía saberlo todo.

Jamás había conocido algo así; esa pasión que todo lo consumía. Era abierta, honesta y valiente en su manera de darse. Sin condiciones, ofrecía la extrema saciedad; algo profundo en el interior de Gabriel lo sacudía y lo empujaba a exigirla.

Y además, era suya, y estaban atrapados en la marea, sacudidos por la gloria. La intensa liberación iba en aumento, crecía y, luego, los barrió, y él se ahogó en el pozo sin fondo de lo que ella le ofrecía, en el éxtasis último.

Su último pensamiento mientras se deslizaba debajo de la ola fue que ella era suya. Esa noche… y para siempre.

Se despertó en la profundidad de la noche. Por un instante, saboreó la quietud que los envolvía; luego, de mala gana, se soltó, separándose y desenredando las piernas; después, se hundió a su lado, quedándose así. Le habría gustado continuar allí acostado, compartiendo con ella la satisfacción, las secuelas del placer todavía caliente en las venas de ambos; pero ella también se levantó, algo asustada. No era ningún recato falso, sino ansiedad.

—Debo irme.

En sus palabras hubo una cierta renuencia que desmentía su determinación. Esta última, sin embargo, parecía fuerte.

Hizo fuerza para separarse y él la dejó ir, perturbado por el aguijón de necesidad que lo empujaba a atraerla hacia sí. Jamás había sido posesivo; se dijo que era sencillamente porque había gozado tanto con ella, porque la experiencia de ella había sido tan nueva para él.

La escuchó deslizarse de la cama, rastreándola por el sonido mientras rodeaba el lecho, buscando su vestido a tientas al lado de la pared.

Se levantó, halló su ropa interior, se la puso y caminó hasta el cuarto contiguo. Volvió un instante después, una vez que hubo encendido ambas lámparas. Ella se había puesto el vestido y el velo; luchaba por volver a atarse los cordones.

—Ven —dijo, acercándose, y la cogió por la cintura, haciéndola girar—. Déjame.

Le ató los cordones con pericia y advirtió la fina tensión que se apoderó de ella en el momento en que la tocó. La dejó mientras se subía las medias en la semioscuridad y, rápidamente, terminó de vestirse. Para cuando se puso el abrigo, ella estaba completamente cubierta por su capa y velo. No lo sorprendía la repentina vuelta al secreto, pero estaba muy cansado de ese velo. Ella le echó una mirada.

—No hará falta que me acompañes.

Las palabras salieron levemente entrecortadas.

—No —dijo él, adelantándose y deteniéndose a su lado—. Te acompañaré hasta tu carruaje.

Ella consideró comenzar una discusión; él pudo advertirlo en su actitud. Pero luego accedió, con una inclinación de la cabeza. No altiva, pero precavida.

Sin otra palabra, la escoltó desde el cuarto, escaleras abajo y a través del vestíbulo del hotel. El portero dormido los dejó salir sin siquiera mirarlos, tan ocupado estaba en sofocar un bostezo.

El carruaje negro la estaba esperando en el extremo de la calle. La ayudó a subir. Luego, se volvió hacia él. Sintió la mirada de la mujer buscando su rostro, iluminado por un farol cercano. Después volvió a inclinar la cabeza.

—Gracias.

Las suaves palabras acariciaron sus sentidos, estaba seguro de que lo que le agradecía no eran sus esfuerzos referidos a la compañía.

Se instaló en la oscuridad del carruaje, cerró la puerta y le ordenó al cochero:

—Vamos.

Al alejarse, el carruaje traqueteó. Con una lenta aspiración, se llenó el pecho de aire, mientras lo observaba girar en la esquina. Luego exhaló y se encaminó hacia su casa. La sensación de logro que lo invadía era profunda e intensamente satisfactoria. Intensamente gratificante.

Todo —todo— estaba saliendo muy bien.