—BUENOS días, señor Cynster.
Gabriel se detuvo y se volvió; la condesa caminaba hacia él.
Fue en medio de Brook Street, a plena luz del día.
Como de costumbre, estaba completamente cubierta por la capa y velada. Gabriel arqueó una ceja. El cazador que había en él reconoció la estrategia, pero si acaso pensaba negarle su recompensa, debería cederle otra cosa en su lugar.
Ningún velo era impenetrable a plena luz del día.
Ella se detuvo ante él, con el rostro levantado, y él vio la máscara negra que llevaba debajo del velo.
Se preguntó si era una jugadora de ajedrez.
—Buenos días… —saludó Gabriel, dejando que, mientras se ponía derecho tras la reverencia, su saludo se desvaneciera por falta de un nombre o un título específico; luego agregó «madame».
Sintió la sonrisa de la mujer, oculta detrás de la máscara. Luego, ella señaló el lugar hacia el cual él se dirigía y dijo:
—¿Puedo acompañarlo?
—Con mucho gusto.
Gabriel le ofreció el brazo y ella apoyó en él su mano enguantada. Mientras caminaban hacia Bond Street, él era intensamente consciente de la altura de la mujer. Podía ver por encima de las cabezas de la mayoría de las damas; por tanto, le resultaba fácil olvidarse de ellas cuando las llevaba del brazo. Pero ignorar a la condesa resultaba imposible, porque ella incidía sobre su conciencia de muchas maneras.
Ya hacía un rato que había pasado el mediodía y la gente bien lentamente se había puesto en movimiento; los caballeros emergían de sus casas, mientras Gabriel buscaba refugio o compañía agradable en los clubes que había alrededor de St. James.
—Me imagino —dijo la mujer, con la misma voz suave y baja de las otras veces— que está avanzando con lo de la Central East Africa Gold Company.
—Así es —afirmó Gabriel, y continuó—: Para demostrar el fraude, es imperativo que tengamos testigos de ello y evidencia de los detalles precisos de la propuesta de los representantes de la compañía a los eventuales inversores. El hombre que lleva mis negocios ha realizado investigaciones discretas, pero ninguno de los inversores más ricos o experimentados, ni sus agentes, recibieron ofertas. Siendo así, tenemos que enviarle a la compañía un inversor potencial.
La mujer miró hacia abajo. Cruzaron South Molton Street antes de que preguntase:
—¿A quién tiene en mente para ese papel?
—A un joven amigo que se llama Gerrard Debbington. Tiene un aspecto que le permitirá pasar por mayor de edad, a pesar de no serlo. Eso, claro, le da una razón perfecta y válida para no firmar ningún pagaré después de la propuesta de la compañía.
—Deberían firmar sus tutores.
—Exacto. Pero no los va a mencionar hasta el final de la entrevista.
—¿Qué entrevista? —preguntó la mujer.
Con expresión impasible, Gabriel consideró que lo único que podía ver era el brillante destello de sus ojos. No sabía de qué color eran, sin embargo sospechaba que no podían ser celestes. ¿Marrones? ¿Verdes?
—Gerrard ha pasado los últimos días deambulando por los lugares precisos, dando a entender que buscaba algo mejor que hacer con su dinero en vez de seguir comprando más tierras.
—¿Y?
—Ayer, Archie Douglas se encontró con él por casualidad.
—¿Y?
La repetición de la pregunta traía consigo una nota de impaciencia.
—Archie le habló a Gerrard de la Central East Africa Gold Company. Cuando Gerrard mostró interés, se planteó una reunión con los representantes de la compañía.
—¿Cuándo?
—Archie tenía que confirmar los detalles con sus amigos, pero Gerrard, según las instrucciones que tenía, sugirió que fuera mañana por la noche en el hotel Burlington.
—¿Cree usted que los representantes de la compañía, detrás de los cuales, entiendo, está Crowley, aceptarán?
—Estoy bastante seguro de que sí. Archie no se habría acercado a Gerrard, si Crowley no hubiese dado previamente su autorización.
—Pero… —dijo y la angustia tiñó sus palabras—, tengo entendido que Gerrard Debbington está relacionado con ustedes, los Cynster. ¿Es prudente?
Gabriel frunció el ceño para sus adentros. ¿Quién era ella?
—Sí, está relacionado, pero no de manera obvia. Archie Douglas no está bien visto por los anfitriones de la alta sociedad, por lo que no sabe de esa relación. La investigación de Crowley se centrará en los bienes de Gerrard, que demuestran que, efectivamente, es un joven y rico hacendado de los distritos rurales. Si la compañía tuviese por costumbre un examen más minucioso de sus víctimas, no se habría metido con su difunto esposo.
—Hmm.
La mujer sonó menos que convencida.
—Veámoslo de esta manera: si Crowley tuviese la menor sospecha de que Gerrard Debbington tuviera algún tipo de relación conmigo, jamás se habría acercado a él.
Ella levantó la cabeza. Luego asintió como solía hacer.
—Sí, claro, es verdad. Así que…, ¿usted cree que Gerrard Debbington puede efectivamente pasar por un inversor crédulo?
—Estoy seguro de ello. Lo instruiré sobre lo que necesitamos saber y le proporcionaré una serie de sugerencias (cebos, si quiere), de modo que conozca las preguntas más útiles, formuladas en el lenguaje apropiado de un joven caballero.
—Sí, pero ¿de veras le parece que será capaz de llevar adelante esa… —hizo un ademán con la mano— caracterización? Si apenas tiene dieciocho años…
—Hace muy bien el papel de joven menos inteligente de lo que es. Se queda mirando vagamente, con los ojos vacíos, a quienquiera que le esté hablando. Tiene un rostro de apariencia inocente, con grandes ojos y una de esas sonrisas encantadoramente juveniles. Siempre parece tan transparente como un lago, lo cual no significa que efectivamente lo sea. —Miró a la condesa y agregó—: No sé si lo sabe, pero es un pintor en ciernes, de modo que, en las circunstancias más sociales, aun cuando parezca metido en la conversación, generalmente se dedica a estudiar los rasgos de la cara de la gente, su manera de vestir, los colores y todo el resto.
—Comprendo —dijo la condesa, mirándolo fijamente.
Así que ella jugaba ajedrez, pero él era un maestro. Gabriel prosiguió:
—Así que Gerrard se encontrará con los representantes de la compañía mañana a la noche. He elegido el Burlington porque es el tipo de lugar en el que se hospedaría alguien como Gerrard. Tendrá una suite, y mientras hable en el recibidor con quienquiera que llegue para hacerle la propuesta, estaré oyendo desde la recámara de al lado.
—¿Espera que aparezca Crowley?
—Resulta imposible afirmarlo. No hay razón para que necesite mostrarse, pero, basándome en su comportamiento en el pasado, sospecho que estará allí. Parece experimentar un placer especial regodeándose en aquellos a quienes tima.
—Quiero estar presente… oír lo que se diga en esa reunión.
Gabriel frunció el entrecejo.
—No hay necesidad alguna de que asista a ella.
—No obstante, me gustaría oír por mí misma lo que ofrece la compañía y, en última instancia, si fuera necesario, servirá para que haya un testigo más.
Gabriel volvió a fruncir el ceño.
—¿Y qué hay de Gerrard? Si usted quiere preservar su anonimato, seguramente no querrá que él sepa de su existencia. A pesar de que yo respetase su petición de no descubrir su identidad, Gerrard, al fin y al cabo, tiene sólo dieciocho años y posee un ojo de artista.
La mujer se detuvo.
—¿No sabe que usted está investigando a la compañía a petición mía?
—Dado que ya he investigado otras compañías por iniciativa propia, no hubo necesidad de explicarle las razones de mi interés en la Central East Africa Gold Company. Sobre todo, teniendo en cuenta que Crowley está al timón.
La mujer permaneció en silencio; Gabriel casi podía oír cómo trabajaba su mente. Luego, levantó la vista.
—¿Estará alojado el señor Debbington realmente en el Burlington?
—No. Llegará alrededor de media hora antes del comienzo de la reunión.
—Muy bien… Me presentaré antes que él. ¿Supongo que usted estará allí?
—Sí, pero… —dudó Gabriel.
—No habrá peligro alguno para mí, o para mi anonimato, si me deslizo en secreto al dormitorio antes de la llegada del señor Debbington, oigo la presentación y luego aguardo hasta que él se vaya para hacer yo otro tanto.
Gabriel le miró el rostro velado.
—No puedo comprender por qué usted debería exponerse así, sin ningún sentido… —Insisto.
Con el mentón imperiosamente levantado, la mujer le sostuvo la mirada. Apretando los labios, Gabriel dejó que el momento se prolongara y prolongara; luego, a regañadientes, respondió:
—Muy bien. Tendrá que llegar al Burlington no más tarde de las nueve.
Gabriel sintió cómo la inundaba una sensación de triunfo: la condesa pensaba que había ganado un asalto. Debajo de su máscara, no había duda de que sonreía. Gabriel mantuvo los labios apretados y el entrecejo fruncido, mirando su rostro velado.
—Ahora voy a dejarlo —dijo la mujer, retirando su mano del brazo de Gabriel y mirando calle arriba.
Gabriel miró alrededor y vio un pequeño carruaje negro —probablemente el mismo que lo había llevado a su casa desde Lincoln’s Inn—, estacionado detrás de ellos, al lado del borde de la acera.
—La acompañaré hasta su carruaje —decidió, y antes de que pudiera parpadear, volvió a coger su mano y a posarla sobre su manga. Ella dudó, luego aceptó, algo rígida.
Gabriel escrutó el carruaje a medida que se acercaban, pero era un vehículo anónimo —pequeño, negro y carente de adornos—, idéntico al segundo carruaje que la mayoría de las casas tenían en la capital. Empleados para transportar a sus propietarios con discreción, tales carruajes no llevaban insignia alguna sobre las puertas ni detalle que sirviera para identificarlos en la carrocería. Allí no había ni rastro de la identidad de la condesa.
Los caballos eran anodinos. Gabriel le echó una mirada al cochero; estaba encorvado sobre las riendas, con la cabeza hundida entre los hombros. El hombre llevaba un grueso abrigo y pantalones lisos; ninguna librea.
La condesa había pensado en todo.
Gabriel abrió la puerta del carruaje y extendió una mano hacia la condesa. Deteniéndose sobre el estribo, la mujer se volvió a mirarlo.
—Hasta mañana a las nueve de la noche.
—Sí —dijo él, sosteniéndole la mirada por un instante; después la dejó ir—. Le dejaré un mensaje al portero para que la conduzca a la suite.
Retrocedió, cerró la puerta y se quedó observando cómo se alejaba el carruaje.
Sólo cuando giró estrepitosamente en la esquina, se permitió sonreír victorioso.
Al día siguiente, estaba esperando en la mejor suite del Burlington cuando, cinco minutos antes de las nueve en punto, ella llamó a la puerta. Él la abrió y retrocedió, procurando no sonreír demasiado manifiestamente mientras la condesa avanzaba, como siempre velada y con su capa.
Al cerrar la puerta, observó mientras ella le echaba un vistazo al cuarto, en el que había dos lámparas sobre sendas mesitas que flanqueaban la chimenea y derramaban su luz. Delante de la chimenea había dos sillones y un sofá dispuestos alrededor de una mesita baja. Las ventanas estaban cubiertas por cortinas pesadas; el fuego que danzaba en el hogar volvía la escena más acogedora. Al alcance de uno de los sillones había un pequeño bar bien provisto.
Cuando la mujer se volvió hacia él, tuvo la clara impresión de que aprobaba el escenario.
—¿Cuándo llegará el señor Debbington?
Gabriel le echó un vistazo al reloj que reposaba sobre el mármol de la chimenea.
—Pronto —respondió e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta que había enfrente de la chimenea—. ¿Querrá tal vez inspeccionar nuestro puesto de vigilancia?
Cuando giró, la falda se le arremolinó; la siguió mientras cruzaba el cuarto.
Se detuvo más allá del umbral y miró alrededor.
—Oh, sí. Es perfecto.
Gabriel también lo creía así. En la penumbra como de caverna creada por las pesadas cortinas, se veía una gran cama con dosel, dispuesta en majestuoso esplendor. Tenía un considerable número de almohadas mullidas y un colchón grueso. Él había confirmado ya que se adecuaba a sus exigencias; la condesa no tendría razón para poner reparo alguno.
Ella, por supuesto, no le prestó ninguna atención a la cama; su comentario fue motivado por la conveniente rendija que quedaba entre la puerta a medio cerrar y su marco. Para cualquiera que estuviera de pie detrás de la puerta, esa rendija dejaba ver una panorámica perfecta de los sillones colocados enfrente del hogar de la sala de estar.
Les estaba echando una mirada, cuando se oyó otro golpe en la puerta.
Gabriel respondió a su mirada inquisidora:
—Gerrard. Hemos de ensayar lo que va a decir. No tiene que saber que está aquí.
Le hablaba en susurros. Ella asintió con la cabeza.
Gabriel cruzó la puerta y la dejó.
Gerrard estaba de pie en el corredor, elegantemente acicalado; su juventud sólo se revelaba en el brillo de expectación de sus ojos.
—¿Todo listo?
—Te iba a preguntar lo mismo —dijo Gabriel, que le indicó los asientos al lado del fuego y cerró la puerta—. Debemos repasar la lección.
—Oh, sí —dijo Gerrard, poniéndose cómodo en el que claramente era el sillón del anfitrión—. No me había imaginado cuánto hay que aprender para darle dinero a la gente.
—Muchos no se dan cuenta y precisamente de eso sacan provecho personas como Crowley —dijo Gabriel, dirigiéndose hacia el otro sillón, pero luego dudó y se encaminó hacia la pared, cogió una silla con respaldo y la colocó delante de Gerrard—. Es mejor proceder con seguridad —añadió y se sentó dirigiéndole una mirada entusiasta—. Ahora…
Hizo que Gerrard repitiese los términos y condiciones de inversión, expresados en jerga popular. Después de veinte minutos, asintió con la cabeza y dijo:
—Lo conseguirás. —Miró el reloj—. De ahora en adelante, mejor que hablemos en voz muy baja.
Gerrard asintió. Miró en dirección al bar. Se levantó y se sirvió una pequeña cantidad de brandy; hizo girar la copa para dar la impresión de que originalmente había más líquido. Encontró la mirada de Gabriel mientras volvía a sentarse con la copa entre los dedos.
—Debo ofrecerles algo de beber, ¿no crees?
—Buena idea. —Gabriel asintió mirando la copa que Gerrard tenía en la mano.
Gerrard sonrió.
Una llamada enérgica sonó en la puerta.
Gabriel se puso en pie y levantó una mano, indicándole a Gerrard que permaneciese sentado; cogió su silla y, silenciosamente, volvió a ponerla en el lugar que ocupaba junto a la pared. Después de echar un último vistazo a la estancia, Gabriel entró en el dormitorio a oscuras y se ubicó detrás de la puerta.
Gerrard posó la copa, se incorporó, se alisó las mangas y se dirigió a la puerta. Al abrirla, miró hacia fuera.
—¿Sí?
—Creo que está esperándonos —dijo una voz profunda y sonora, que llegó con claridad hasta la puerta del dormitorio, donde estaban Gabriel y Alathea—. Representamos a la Central East Africa Gold Company.
Gabriel se había ubicado detrás de la condesa. En el oscuro dormitorio, ella era una sombra densa, con el rostro velado apenas iluminado por la débil luz que se colaba entre la puerta y la jamba. Pegado a un costado de la condesa, Gabriel observaba cómo Gerrard saludaba a los visitantes con su franca afabilidad.
Tras estrechar sus manos, Gerrard les indicó a los dos hombres el sofá.
—Por favor, tomen asiento.
Gabriel luchaba por concentrarse, impidiendo que el perfume de la condesa lo afectara; era la primera vez que veía a Crowley. A pesar de que sólo había podido oír los nombres de los visitantes, no tenía ninguna duda de cuál de los dos era. Grande como un toro, al comparar su altura con la de Gerrard, Gabriel calculó que debía medir como un metro noventa. Era una mole de músculos que equivalía a dos Gerrard. Tenía unas cejas negras y espesas, que sobresalían por encima de sus ojos hundidos. De rostro rollizo, sus rasgos eran tan groseros como el cabello negro y ensortijado que cubría su enorme cabeza.
Esa cabeza parecía directamente hundida en los descomunales hombros; sus brazos eran muy musculosos, al igual que sus piernas. Tenía pecho ancho y fornido; se veía tan fuerte como un buey y, probablemente, lo fuera. La única debilidad que Gabriel pudo advertir fue que se movía pesadamente y que carecía de flexibilidad; cuando Gerrard le ofreció un trago en el momento en que Crowley estaba por sentarse, tuvo que girar todo su cuerpo hacia Gerrard —y no sólo la cabeza— para poder contestarle.
Era un espécimen decididamente feo, pero no específicamente desagradable. En ese momento, sus labios gruesos trazaban una curva, formando una sonrisa afable que atenuaba la línea agresiva de su mandíbula, otorgándole así a su poco atractivo semblante un cierto encanto. En verdad, había una energía cruda —un magnetismo animal— oculta en el fulgor de su mirada y en la pura fuerza de sus movimientos.
Algunas mujeres lo encontrarían atractivo.
Gabriel le echó una mirada a la condesa. Tenía los ojos clavados en la escena que se desarrollaba del otro lado de la puerta. Gabriel volvió a mirar a Crowley, recostado en el sofá, completamente a gusto ahora que había visto a Gerrard. La expresión de su rostro le recordó a Gabriel la de un gato a punto de empezar a jugar con un ratón: el gozo previo a la matanza destilaba por los poros de Crowley.
Un sonido suave llegó hasta Gabriel. Miró a la condesa y se dio cuenta de que lo que oía era su respiración agitada. Se había puesto tensa; mientras la observaba, vio que se había estremecido imperceptiblemente.
Al volver a prestarle atención a la escena que se desarrollaba ante ellos, Gabriel la entendió. Con su cara más inexpresiva, Gerrard le hablaba afablemente al otro hombre; no veía el rostro de Crowley. Sin embargo, Gerrard, sensible y perspicaz, no ignoraba, pues era imposible, la poderosa amenaza que representaba Crowley. El respeto que Gabriel sentía por el muchacho aumentó a medida que Gerrard se dirigía a Crowley con toda la inocencia del mundo.
Mientras Gerrard discutía con Crowley cuestiones preliminares banales, sobre la naturaleza de los negocios de la compañía, Gabriel estudiaba al otro hombre —cuyo nombre era Swales—, el agente.
Era un tipo que no se distinguía en nada: estatura media, complexión media, tez del color usual. Sus rasgos no se distinguían de infinidad de otros, su manera de vestir era igualmente anónima. Lo único que distinguía a Swales era que, mientras su rostro, con su expresión insulsa, se parecía a una máscara, sus ojos nunca estaban quietos. Incluso en ese momento, a pesar de que no había nadie más en la estancia, salvo Gerrard y Crowley, la mirada de Swales recorría constantemente el lugar, yendo y viniendo.
Crowley era el depredador; Swales, el carroñero.
—Ya entiendo —dijo Gerrard, asintiendo—. ¿Y usted dice que esos yacimientos de oro están en el sur de África?
—No en el sur —respondió Crowley, sonriendo con condescendencia—. Están en la parte central del continente. De ahí viene el «Central East» del nombre de la compañía.
—¡Oh! —exclamó Gerrard con el rostro encendido—. Ahora me doy cuenta, sí. ¿Cómo se llama el país?
—Hay más de un país involucrado.
Gabriel oía, ocasionalmente tenso cuando Gerrard sondeaba astutamente a Crowley, pero el hermano de Patience poseía un verdadero don para tensar la cuerda, retrocediendo luego hasta volver a una ignorancia patente y nada amenazadora, justo antes de que Crowley pudiera inquietarse. Gerrard interpretaba su papel a la perfección, al igual que Crowley.
La condesa también estaba en vilo e igualmente preocupada; se ponía nerviosa precisamente en los mismos momentos que Gabriel y luego se relajaba cuando Gerrard volvía a responder a los parlamentos de Crowley, quien era el que había mordido el anzuelo y al que estaban enredando con maestría.
Al cabo de una hora, cuando Gerrard finalmente le permitió a Swales que le mostrara el pagaré, habían oído todo lo que podían desear oír y de los mismos labios de Crowley. Había indicado los lugares de tres de los yacimientos mineros de la compañía y también había citado ciudades donde, según dijo, la compañía tenía obreros y filiales. Había deslizado algunos nombres de supuestos cargos oficiales Africanos que respaldaban a la compañía y de autoridades Africanas de quienes habían recibido permisos. Bajo sutil provocación, había revelado muchas cifras; suficientes como para mantener ocupado a Montague durante una semana. También había mencionado un par de veces que la compañía estaba cerca de comenzar la próxima fase de desarrollo.
Se habían enterado de lo que necesitaban saber y Gabriel se sentía exhausto por el constante flujo y reflujo de tensión innecesaria. La condesa también flaqueaba. Por su parte, Gerrard rebosaba energía. Crowley y Swales consideraron que se trataba de entusiasmo. Gabriel sabía que era excitación contenida por su triunfo.
—Así que ya ve —dijo Swales, inclinado cerca de Gerrard y señalándole la parte inferior del pagaré, ahora desenrollado sobre las rodillas de Gerrard—, si firma aquí, habremos terminado.
—Oh, sí. ¡Claro! —dijo Gerrard mientras volvía a doblar el pagaré—. Lo haré firmar y habremos terminado, y entonces, todos felices, ¿no? —agregó sonriéndoles a Crowley y Swales.
Se produjo un instante de silencio y luego Crowley dijo:
—¿Hacerlo firmar? ¿Por qué no lo firma ahora?
Gerrard se lo quedó mirando como si estuviera loco.
—Pero… querido amigo, yo no puedo firmar. Soy menor —dijo el muchacho, y una vez lanzada su bomba, miró alternativamente a Crowley y a Swales una y otra vez—. ¿Acaso no lo sabían?
El rostro de Crowley se ensombreció.
—No. No lo sabíamos —repuso, y tendió la mano en demanda del pagaré.
Gerrard sonrió y lo conservó consigo.
—Bueno, no hay de qué preocuparse, ¿sabe? Mi hermana es mi principal tutora y ella firmará cualquier cosa que le pida que firme. ¿Por qué no habría de hacerlo? No tiene cabeza para los negocios… Me lo deja todo a mí.
Crowley dudó. Tenía la mirada férreamente fija en el rostro inocente de Gerrard. Luego le preguntó:
—¿Quién es su otro tutor? ¿También deberá firmar?
—Bueno, sí… Así es como son las cosas cuando está involucrada una mujer, ¿no? Pero mi otro tutor es un viejo incompetente, el abogado de mi finado padre. Vive lejos en el campo. Una vez que firme mi hermana, él también lo hará y todo estará en orden.
Crowley le lanzó una mirada a Swales, quien se encogió de hombros. Luego, miró a Gerrard y asintió.
—Muy bien —dijo y, lentamente, empezó a levantar su mole del sofá.
Gerrard estiró sus largas piernas con la gracia natural de la juventud y tendió la mano.
—Bien, entonces. Haré preparar los papeles, traeré el pagaré firmado y se lo devolveré de inmediato.
Le dio la mano a Crowley y a Swales, y los acompañó hasta la puerta. Al llegar a ella, Crowley se detuvo. Gabriel y la condesa cambiaron de posición, estirándose para no perderlos de vista.
—Entonces, ¿para cuándo tendríamos que esperar la devolución del pagaré?
Gerrard sonrió, como si fuera el epítome de la más absoluta estupidez.
—Oh, creo que algunas semanas serán suficientes.
—¡Semanas! —exclamó Crowley, con el rostro de nuevo desencajado.
Gerrard parpadeó.
—Vaya, sí… ¿No lo mencioné? El viejo abogado de mi padre vive en Derbyshire —dijo y, como Crowley seguía ceñudo, Gerrard enarcó las cejas, transformando su expresión en la de un niño al que se le niega algo que se le ha prometido—. ¿Por qué? ¿Nos apremia el tiempo?
Crowley estudió el rostro de Gerrard; luego, muy gradualmente, se echó hacia atrás.
—Como he dicho, la compañía está a punto de comenzar la nueva fase de operaciones. Una vez que lleguemos a ese punto, ya no aceptaremos ningún otro pagaré. Si usted quiere una parte de nuestras ganancias, tendrá que hacer que le firmen el pagaré y devolvérnoslo; puede enviárselo a Thurlow y Brown, de Lincoln’s Inn.
—Pero si no lo hace pronto —agregó Swales—, se quedará fuera.
—¡Oh, de ningún modo! Haré que mi hermana lo tenga firmado para mañana. Si lo mando con un correo urgente, estará de vuelta antes de lo pensado, ¿no?
—Asegúrese de ello —dijo Crowley, y le lanzó una última mirada intimidante cuando abría la puerta.
Swales lo siguió por el corredor. Gerrard se detuvo en el umbral.
—Bien, gracias y adiós.
El saludo gruñido de Crowley retumbó hasta donde estaban Gabriel y Alathea, ahogando el de Swales.
Gerrard se quedó en la puerta, observando su marcha, con una sonrisa estúpida todavía en la cara; luego, retrocedió, cerró la puerta y dejó caer su máscara.
Gabriel cerró las manos sobre los hombros de la condesa. Esta retrocedió hacia él —durante un gozoso instante, se apretó contra él desde los hombros hasta la cadera—, luego se recompuso y se irguió. Sonriendo en la oscuridad, Gabriel le apretó los hombros y luego la liberó. Y dejándola del otro lado de la puerta, fue a reunirse con Gerrard.
Mientras se acercaba a Gerrard, le indicó que guardara silencio, poniéndose un dedo en los labios. Ambos esperaron, escuchando; luego, Gabriel le hizo señas a Gerrard para que abriera la puerta y echara un vistazo.
Así lo hizo el muchacho, luego volvió y cerró la puerta.
—Se han ido.
Gabriel asintió, escrutando el rostro de Gerrard.
—Bien hecho.
Gerrard sonrió.
—Ha sido la actuación más larga de mi vida, pero no pareció sospechar.
—Estoy seguro de que no. Si lo hubiera hecho, no habría parecido complacido ni de lejos —confirmó Gabriel; se acercó al escritorio que había al lado de las ventanas y sacó papel y pluma—. Ahora, el último acto. Tenemos que escribir todo lo que hemos oído, firmarlo y datarlo.
Gerrard acercó una silla. Juntos, reconstruyeron la conversación, anotaron los nombres, los lugares y las cifras. Con su aguda memoria visual, Gerrard fue capaz de recordar la conversación, verificando lo que Gabriel recordaba y agregando más datos. Pasó una hora antes de que se quedaran satisfechos.
Gabriel se alejó del escritorio.
—Esto nos ofrece muchas cosas que cotejar, mucho que verificar… muchas posibilidades de demostrar el fraude —comentó, mientras veía que Gerrard bostezaba—. Es hora de que te vayas a casa.
Gerrard sonrió y se levantó.
—Trabajo cansado el de actuar, y mañana me marcho a Brighton con unos amigos, así que será mejor que me vaya a dormir.
Gabriel acompañó a Gerrard hasta la puerta. El muchacho se detuvo ante el sofá.
—Eh, más vale que tú también te acuestes.
—Sí —dijo Gabriel, mientras recibía el pagaré enrollado—. Esta es la evidencia clara de que la reunión tuvo lugar.
Al llegar a la puerta, Gerrard se volvió y preguntó:
—¿Vienes?
—Todavía no —respondió Gabriel, guardando el pagaré y el relato del encuentro en el bolsillo interior de su abrigo—. No deben vernos juntos. Ve tú delante… Te seguiré dentro de un rato. Duggan te está esperando, ¿no? —preguntó refiriéndose al criado de Vane.
Gerrard asintió.
—Me llevará de vuelta a Curzon Street. Hazme saber cómo sigue todo.
Con un saludo, atravesó la puerta, y la cerró suavemente tras de sí.
Gabriel se quedó mirando la puerta cerrada y luego fue hasta ella y cerró con llave. Inspeccionó el cuarto y después caminó hasta las lámparas que había al lado del hogar, redujo su intensidad hasta que ambas, con la luz muy baja, dejaron el cuarto en sombras. Satisfecho, se encaminó hacia el dormitorio, para el epílogo de la actuación de esa noche.