AL mediodía del día siguiente, Gabriel descendió las escaleras del hotel Burlington, muy satisfecho con los arreglos que había hecho.
Su plan estaba en marcha y se desarrollaba bien. Pronto la condesa sería suya.
Al doblar por Bond Street, miró hacia delante. Sus pasos se hicieron lentos.
Alathea estaba en la esquina de Bruton Street, ante la fachada de un negocio, con la mirada sobre la multitud que rodeaba a un vendedor de nueces.
Siempre había tenido una debilidad particular por las nueces, y a todas luces estaba pensando si se pondría a empujar para obtener una bolsita. A esa hora, la tumultuosa muchedumbre que había alrededor del puesto del vendedor estaba compuesta por mozalbetes y petimetres escandalosos.
Gabriel había cruzado la calle antes de siquiera pensar en lo que estaba haciendo —o en lo que iba a hacer—. El recuerdo de su último encuentro —demasiado vehemente— con Alathea destellaba en su mente. Su mandíbula adquirió firmeza. Tal vez una bolsita de nueces pudiera servir para limar asperezas con ella.
Difícilmente podría excusar la reacción que ella le había despertado explicándole que la había confundido con otra dama.
Alathea miró el círculo de espaldas masculinas que había entre ella y la fuente del maravilloso aroma a nueces tostadas. Ese olor suculento la había atraído desde la puerta de la modista, donde Serena, Mary y Alice hacían los arreglos de último minuto a sus vestidos de baile. El salón carecía de aire y estaba atiborrado, de modo que ella había descendido a la calle, con la sencilla intención de esperar.
Ese olor había hecho que le hiciera ruido el estómago. Sin embargo, meterse entre la multitud habría significado probablemente exponerse a una serie de observaciones impertinentes. Con todo… se le hacía la boca agua. Decidió que no podría vivir un minuto más sin una bolsita de nueces, y dio un paso adelante…
—Aquí.
Una mano poderosa se cerró sobre su codo y la hizo retroceder; ¡el corazón casi se le saltó del pecho!
Sin mirarla a los ojos, Gabriel se adelantó desde atrás.
—Con tu permiso.
Lo dejó pasar por la sencilla razón de que no se atrevió a moverse; las piernas se le habían convertido en gelatina. Su último plan de supervivencia le dictaba evitarlo a toda costa… intentaba hacer justamente eso. Había estado haciendo exactamente eso: ¡estaba en Bruton Street al mediodía, Dios santo! ¿Qué estaba haciendo él allí? Nunca hubiera dejado la seguridad del salón, si hubiese sabido que él andaba por allí. Se aferró a su irritación, indudablemente, algo más inteligente que rendirse al pánico.
Gabriel se volvió hacia ella, con una bolsita de papel marrón en la mano.
—Aquí tienes.
Cogió la bolsita y se ocupó en abrirla.
—Gracias.
Se metió una nuez en la boca y luego le ofreció a él.
Gabriel cogió un puñado, mirándola a los ojos.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Sus ojos se encontraron fugazmente.
—Estoy esperando a Serena y a las niñas. —Hizo un gesto vago en dirección a Bruton Street—. Se están ajustando la ropa.
Mirando hacia abajo, se tomó su tiempo para seleccionar otra nuez. Si no lo alentaba en absoluto, tal vez él se fuese. Era completamente consciente de que cuanto más permaneciese a solas con él, mayor era el peligro de que Gabriel reconociera a la condesa.
Entonces la aguijoneó la conciencia, y a fondo. «¡Maldita sea!». No quería hacerlo, pero… Alzó la cabeza, lo miró fijo a la oreja derecha y dijo:
—Tengo que darte las gracias por lo de ayer. Me habría pateado, si no me hubieras… —La había agarrado, la había sostenido; se había excitado.
Ella terminó rápidamente la frase con un gesto, pero sus ojos debieron haber mostrado lo que pensaba. Para su asombro, con el rabillo del ojo vio que sus mejillas se coloreaban. ¿Acaso estaba avergonzado? ¡Dios santo!
—No fue nada —dijo entrecortadamente. Al cabo de un instante, agregó en voz baja—. Preferiría que olvidaras por completo el incidente.
Alathea se encogió de hombros y se dio la vuelta para regresar a la tienda de la modista.
—Si así lo deseas.
¿Se animaría a sugerirle que hiciera otro tanto?
Gabriel se puso a su lado; no parecía tener demasiado sentido sugerirle que la dejase caminar sola por la calle. Afortunadamente, la bolsita de nueces le daba una razón perfecta para no cogerlo del brazo; tocarlo nuevamente habría sido una invitación al desastre. Así como estaban, podía caminar a medio metro de distancia de él y sentirse razonablemente a salvo. Blandió la bolsita de nueces entre ambos, invitándolo a que se sirviese mientras caminaban. Era como alimentar con migajas a un leopardo potencialmente letal para mantenerlo distraído en tanto lo acompañaba hacia la puerta de la jaula.
Afortunadamente, la tienda de la modista no estaba lejos. Se detuvo ante la puerta, ofreciéndole a Gabriel la bolsita casi vacía en lugar de la mano.
—Gracias por las nueces.
Lo miró a los ojos y vio que fruncía el ceño.
Se quedó helada; el miedo le cerró los pulmones. ¿Acaso había dicho algo? ¿Hecho algo?
—No sé si sabes… —dijo Gabriel con voz tímida y desviando la mirada—. ¿Has conocido a una condesa… una que enviudó recientemente…?
Gabriel se interrumpió. ¿Qué estaba haciendo? Una mirada al rostro de Alathea le confirmó que ya había dicho bastante. La expresión de ella era inexpresiva, sus ojos nada transmitían.
—No.
Mentalmente, Gabriel se recriminó. Ella lo conocía suficientemente bien como para adivinar por qué le había preguntado eso. Salió a la luz una llamarada de resentimiento; Alathea siempre dejaba de lado toda referencia a las conquistas de Lucifer con una mirada divertida, pero jamás extendió la misma indulgencia a su persona.
—Olvida la pregunta —dijo Gabriel, frunciendo el ceño.
—Lo haré —dijo ella, mirándolo inexpresiva.
Su voz había sonado rara.
Estaba por irse, por presentarle sus excusas y partir, cuando pasó como un suspiro la turba tumultuosa que había estado alrededor del puesto del vendedor de nueces. Uno de sus integrantes le dio un empujón en el hombro a Gabriel, quien se volvió, parapetándose más cerca de la fachada del negocio, más cerca de Alathea, volviéndola a proteger instintivamente. El grupo pasó en tropel y luego desapareció. Volviéndose hacia Alathea, su despedida se le ahogó en la lengua.
—¿Qué sucede?
Ella empalideció, respiraba rápidamente y se apoyaba contra el marco de la puerta. Tenía los ojos cerrados y los abrió de golpe.
—Nada. ¡Adiós! —dijo Alathea, dándole la bolsita de nueces; luego giró y abrió la puerta de la modista—. Serena estará preguntándose dónde me he metido.
Dicho lo cual, huyó; no había otra palabra para decirlo. Corrió a ponerse a salvo en el pequeño salón de recibo, se recogió las faldas y voló escaleras arriba hasta la sala. No le preocupaba lo que él pensara de su partida; sencillamente, ya no podía soportar estar un minuto más tan cerca de él. Como Alathea Morwellan, no.
Dos días más tarde, Alathea estaba ante la ventana de su escritorio, absorta en sus pensamientos. Wiggs acababa de irse. En vista de la preocupación del administrador por el pagaré, se sintió obligada a revelarle que había contratado los servicios de Gabriel Cynster. Wiggs se había quedado impresionado y muy aliviado. Recordó que los Cynster eran sus vecinos en Somerset. Afortunadamente, Alathea se acordó de sugerir que, dado el secreto necesario que debía existir alrededor de las investigaciones, Wiggs sólo debería comunicarse con el señor Cynster a través de ella.
El rechoncho hombre de negocios se había ido mucho más contento de lo que había llegado. Alathea le pidió que le aclarara el procedimiento necesario para dirigirse al Tribunal de Justicia, con el objeto de hacer que el pagaré fuese declarado inválido una vez que consiguieran las pruebas del fraude. Esperaba que la cuestión pudiese tratarse a través de una petición directa ante el tribunal, para evitar toda mención en la corte al apellido de la familia y ahorrarse el gasto suplementario del abogado.
Con relación a sus investigaciones, todo estaba funcionando sin problemas; deseaba poder sentirse igualmente cómoda en las cuestiones concernientes a ella y a Gabriel.
Durante los dos últimos días, había hecho todo lo posible para evitar encontrárselo. Sin embargo, no verlo no mitigaba la culpa que sentía por la vergüenza de Gabriel. Era, sin duda, irracional, pero la sensación estaba allí.
El reconocimiento de que siempre estaba allí para protegerla cuando lo necesitaba estaba presente; incidentes como el del caballo en Bond Street, el de la multitud alrededor del vendedor callejero no eran inusuales (no para él ni para ella). A pesar del malestar que existía entre ambos, él siempre la ayudaba cada vez que se enteraba de que necesitaba ayuda. En aquel momento la estaba ayudando, aun cuando, esa vez, no sabía que la ayudaba.
En lugar del engaño, se merecía algo mejor de ella, pero ¿qué podía hacer?
Suspiró y se concentró, forzándose a enfrentarse al último giro que había dado su farsa. Para comenzar, haría el esfuerzo de reiniciar la antigua relación que había entre los dos y de tratarlo normalmente, de modo que él pudiese olvidar su vergüenza. En cuanto a ella, más allá de ese momento en Bond Street, apenas lo había rozado en la última década. ¿Era seguro que podría pasar las semanas venideras sin volver a tocarlo?
En segundo lugar, por encima de todo, sin importar cuánto tuviese que luchar, no debería permitirse —no podría permitirse— que saliera a la superficie el tipo de susceptibilidad que la había asaltado en Bruton Street. Si se le acercaba, lo sufriría en estoico silencio. Eso se lo debía a Gabriel.
Al darse cuenta de que ahora pensaba en él llamándolo por su nombre favorito, frunció el ceño. Luego se encogió de hombros. Mejor pensar en él como Gabriel, porque Gabriel era el hombre con quien tenía que vérselas ahora. Tal vez, si tuviese eso en mente, los obstáculos que seguía encontrando podrían resultar menos sorprendentes.
Mientras contemplaba los cambiantes verdes más allá de la ventana, dejó a un lado sus determinaciones y se volvió hacia su próximo problema: enterarse de los planes de Gabriel. Porque no dudaba que él tenía planes. Le había dicho que le dejara a Crowley; hacerlo resultaba tentador. Desgraciadamente, dado que no conocía la identidad de su familia, ese camino era demasiado arriesgado. Y necesitaba tener algún control sobre sus peticiones de recompensas.
Ese era otro obstáculo. Aunque deseaba desesperadamente arreglar otro encuentro para preguntarle de qué se había enterado, qué estaba haciendo y qué había planeado, justificar esa probable indiscreción no resultaba fácil. Era perfectamente posible que Gabriel hubiera descubierto algo nuevo, algún hecho significativo… Si así fuera, ¿qué recompensa reclamaría?
Su experiencia no le bastaba para darle una respuesta. Y no estaba segura de poder confiar en sí misma mientras estuviese en sus brazos.
Esa era la parte que menos entendía. Cuando estaba con él como la condesa, parecía ocupar una posición que nunca había alcanzado Alathea Morwellan, a pesar del hecho de conocerlo tan bien. No se trataba solamente de la naturaleza ilícita de su relación, sino de algo distinto, de un mecanismo más profundo, de una cuestión más de fondo. Una relación que ansiaba, pero que sabía que no podría tener.
Nunca había sido de las que se llevaban todo por delante; jamás había sido en lo más mínimo alocada. Sin embargo, mientras era la condesa y él la trataba como si fuera otra persona, ella también empezaba a pensar y a sentir de otra manera.
Su farsa había asumido nuevas y peligrosas dimensiones.
Se oyeron golpes en la puerta. Alathea se volvió. Folwell, el mozo de cuadra, se asomó. La saludó respetuosamente; ella le sonrió y le hizo señas de que entrara, volviendo al escritorio.
—¿Alguna novedad?
—Hoy nada, señora —dijo Folwell, y se detuvo ante el escritorio—, pero ese Chance… habla por los codos. Con el debido respeto, señora, tuve que hacerle ver su error de manera severa y clara. Habla demasiado liberalmente sobre el señor Rupert. Como usted sabe, señora, eso no está bien.
—Es cierto, pero en este caso, la locuacidad de Chance ha sido útil.
—Oh, claro, todavía nos cuenta cosas a mí y a Dodswell. Pero no queremos que le hable a nadie más.
—Por supuesto.
Alathea, pensando en las instrucciones de Folwell al nuevo y curioso valet de Gabriel, contuvo una sonrisa. Ya había recibido un relato muy pintoresco sobre la manera en que Chance había llegado a su actual empleo; todo lo que escuchó después hizo que tuviese bastantes ganas de conocerlo. La excentricidad que Gabriel había mostrado con Chance le resultaba familiar y lo hacía digno de aprecio. Como le había dicho a Celia, Gabriel no era frío, sino más bien contenido. Estaba dispuesta a apostar que Celia no sabía nada de la existencia de Chance.
—¿El señor Rupert no volvió a encontrarse con el señor Debbington?
—No, señora. Sólo hubo un encuentro, como le mencioné. El señor Debbington no ha vuelto.
—¿No hubo notas o cartas?
—Anoche hubo una nota, señora, pero Chance no sabe de quién era. El señor Rupert la leyó y pareció complacido, pero, claro, no le dijo nada a Chance.
—Hmm. —Las quejas de Celia se presentaron en la mente de Alathea; confió en Folwell y preguntó—. ¿Qué hay de las damas? ¿Hubo alguna mujer que lo visitara? ¿O salió…?
Como estaba de espaldas a la ventana, Folwell no pudo ver que se ruborizaba.
—No, señora. Ninguna. Dodswell dice que no ha habido mujeres en la casa desde hace tiempo; al menos, desde hace semanas. Dice que el señor Alasdair está a la pesca de una —era el turno de Folwell de ponerse colorado—, pero el señor Rupert se ha estado quedando tranquilo en la casa, excepto cuando asistió a reuniones familiares y a encontrarse con una persona misteriosa. Esa es usted, señora.
—Sí… Gracias Folwell —dijo Alathea asintiendo—. Continúa pasando todos los días, pero trata de evitar que el señor Rupert lo note.
—Eso haré, señora —dijo Folwell, agachando la cabeza—. Puede contar conmigo.
Luego de que se hubo ido, Alathea consideró la imagen de la vida de Gabriel que estaba saliendo a la luz. Celia siempre había dado a entender que había un flujo constante de damas que pasaba por la casa de Brook Street. Cierto que había dos hermanos —Lucifer y Gabriel—, pero en ese momento parecía que Gabriel no estaba haciendo nada. Al menos no en ese campo.
Tamborileando distraídamente con el lápiz, Alathea consideró ese hecho.
Augusta, marquesa de Huntly, dio un gran baile dos noches después. Alathea no pudo saber qué lo distinguía de otros bailes; era tan concurrido y tan aburrido como los demás. Nunca había tenido mucho tiempo para bailes; el baile Hunt y uno o dos más en todo el año eran más que suficientes para ella. Estar forzada a soportar un gran baile cada noche se estaba convirtiendo en su definición personal de la tortura. Sin embargo, la marquesa era cuñada de la viuda, una Cynster de nacimiento; no había modo de rechazar su invitación.
Al menos el baile le daba una oportunidad de mantener un ojo sobre su Némesis; era posible que sus planes incluyeran encuentros en bailes. Desde el lado del salón de baile en el cual obstinadamente permanecía, lo observaba rondar. Era lo suficientemente alta para verlo fácilmente, pero ponía especial atención en no mirarlo fijamente. Repetía para sí su última determinación: a ser posible, lo evitaría, pero si se encontraban, se comportaría como siempre se había comportado, como si nunca hubiese estado en sus brazos en Bond Street, o en ningún otro lado.
Afortunadamente, se estaba alejando de ella, con sus anchos hombros enfundados debajo de un abrigo oscuro de color nuez. El tinte marrón de la tela le daba a su cabello un tono castaño bruñido; la severa simplicidad del corte enfatizaba su estatura e intensificaba el aura rapaz que exudaba.
Al cabo de un instante, Alathea desvió la mirada y la dirigió a la multitud que había entre ellos. Luego, le echó un vistazo a las paredes. La atrajeron los adornos de crepé. Se puso a considerar la manera de reducir el costo de la decoración del enorme salón de baile de la Morwellan House, conservando al mismo tiempo un resultado satisfactorio. El baile, en el cual Mary y Alice se presentarían formalmente ante la nobleza, se acercaba a pasos agigantados.
—¿Por qué diablos no puedes dejar esas condenadas cosas en casa? O aún mejor, arrojarlas al fuego.
Alathea giró; el corazón le dio un salto. Había estado tan absorta, que Gabriel se las había arreglado para acercársele sin ser notado. Sus ojos buscaron los suyos… él la observaba, esperando… la determinación que ella había tomado le repiqueteaba en los oídos.
—¡Por el amor de Dios, tengo veintinueve años!
—Sé exactamente la edad que tienes.
Levantó el mentón.
—La gente espera que lleve un sombrerito.
—En este salón no hay más de diez personas que pueden ver esa cosa horrible.
—No es horrible… ¡es de última moda!
—¿Hay estilo para el horror? Sorprendente. Sin embargo, no te queda bien.
—¿Ah, no? ¿Y por qué? —preguntó con las mejillas ruborizadas—. ¿El color quizá?
El sombrerito tenía el tono exacto de su vestido de seda verde, un color sumamente a la moda que le iba a la perfección. Entornando los ojos, lo desafió a que sugiriera lo contrario; no había duda de que acababan de volver a su relación normal.
Gabriel recorrió el rostro de ella con la mirada y después volvió a su fobia.
—Podría ser de oro macizo y seguiría siendo cursi.
—¿Cursi?
Hasta entonces, la conversación había transcurrido en voz baja; Alathea estranguló la voz para tratar de preservar la calma exterior. Mirándolo a los ojos, aspiró profundamente y, con un tono de férreo desafío, dijo:
—He decidido usar sombrero por el resto de mi vida y no hay nada que puedas hacer al respecto. De modo que te sugiero que te vayas acostumbrando; pero si es pedirte mucho, guárdate tus opiniones para ti.
Gabriel apretó las mandíbulas; sus ojos se fijaron en los de ella. Con la mirada dura, los labios apretados, casi pegados, se quedaron a un costado del salón de baile de los Huntly, esperando mutuamente que el otro cediera.
—¡Oh, Allie!
La angustiada voz hizo que ambos se volvieran. Alice apareció entre la multitud.
—Mira —dijo cariacontecida, mientras levantaba un poco su falda para mostrar el volante—. Ese estúpido lord Melton me la ha pisado durante el último baile, ¡y ahora mi vestido nuevo está arruinado!
—No, no —dijo Alathea, rodeándola con el brazo y abrazándola—. No es un problema importante. Tengo alfileres. Bien, vamos al tocador y te lo arreglaré para que no te pierdas el resto de los bailes; después, cuando lleguemos a casa, Nellie te lo dejará como nuevo.
—Oh —exclamó Alice y, viendo a Gabriel, parpadeó y le ofreció una sonrisa llorosa. Luego miró a Alathea—. ¿Podemos ir?
—Sí —dijo Alathea, echándole una mirada altiva y desdeñosa a Gabriel—. Hemos concluido nuestra conversación.
Cuando los ojos de él se toparon con los de ella había furia, pero cuando su mirada alcanzó a Alice, la expresión de Gabriel era afable.
—Los volantes se rompen todo el tiempo —le dijo Gabriel—. Si no, pregúntale a las gemelas. Se les rompe uno por baile.
Alice sonrió amablemente y le echó una mirada expectante a Alathea.
—Vamos. El tocador debe de estar en el pasillo.
Mientras tomaba la delantera, Alathea pudo sentir la mirada de Gabriel en su espalda. Había estado criticando sus sombreritos a lo largo de los tres últimos años, desde el momento mismo en que empezó a usarlos. Ella sospechaba que la causa de su vehemente desagrado era un misterio tanto para él como para ella… y nada había cambiado, a Dios gracias.
Habían vuelto a lo que, para ellos, era la normalidad.
Mientras Alathea salía del salón de baile, Gabriel suspiró aliviado y se alejó. ¡Bien! Todo había vuelto a ser como de costumbre; la preocupación que lo había estado fastidiando durante los últimos días literalmente se evaporó. Después de su metedura de pata en Bruton Street, la necesidad de arreglar las cosas con Alathea y reestablecer su relación habitual lo había distraído, e incluso le había robado la concentración necesaria para llevar a cabo sus planes con la condesa.
Pero ahora todo se había arreglado. Alathea, sin duda, había abrigado un deseo similar; estaba lista para volver a su comportamiento acostumbrado tan pronto como él le ofreciera la oportunidad de hacerlo; él había visto ese destello de interés en los ojos de la joven antes de que ella le saltara encima.
La sensación de libertad que Gabriel sintió fue muy real; ahora podría prestarle plena atención a la cuestión que, cada vez más, reclamaba su alma de guerrero: la condesa y su seducción… Ahora todas sus energías podrían concentrarse en eso.
Tardó cinco minutos en arreglar el volante roto. Sin prisa por regresar, Alathea pidió un vaso de agua y bebió un sorbo; el intercambio de palabras con Gabriel la había impresionado más de lo que estaba dispuesta a admitir. Le estaba resultando cada vez más difícil mostrarse enemistada con él, mantener la voz cortante y no suavizarla hasta adquirir el tono de la condesa (tono que empleaba en privado con aquellos a quienes quería).
Otra dificultad más, por si no tuviera suficientes.
Diez minutos más tarde, volvió a entrar al salón de baile detrás de Alice. No se veía a Gabriel por ninguna parte.
Alice regresó a su círculo de damitas jóvenes y caballeros bisoños. Alathea se paseó; escrutando el gentío, ubicó a Gabriel. Discretamente, se colocó en una posición cercana a la pared opuesta a donde estaba él; esta vez, cerca de un pilar protector. No, parecía que nada podía protegerla de la atención de los Cynster; Lucifer se le acercó casi de inmediato.
—¿Volante roto?
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Alathea parpadeando.
—Las gemelas lo intentan todo el tiempo.
—¿Lo intentan?
—Intentan usar eso como excusa para escabullirse. Claro, el volante o lo que sea a veces se rompe, pero si uno aceptara que la plétora de accidentes que sufren sus guardarropas se deben a la torpeza de sus parejas de baile, habría que creer que toda la mitad masculina de la alta sociedad no sabe manejar los pies.
Alathea no sonrió.
—Pero ¿por qué las gemelas intentan escabullirse?
—Porque tienen la fantasía de dar con caballeros poco recomendables si consiguen escaparse de nuestra vista.
Alathea observó que la expresión de Lucifer era perfectamente seria. Él escrutó la multitud y luego desvió la vista en la dirección de la joven.
—Pero tú entiendes de qué se trata… Te he visto vigilando a la pequeña Alice.
—No estaba vigilándola… Nunca antes había roto un volante y no tenía alfileres, o no sabía cómo colocarlos. Sencillamente, la estaba ayudando.
—Tal vez, pero sé que estás al tanto… Tú también la estabas vigilando.
Esa noche, Alathea estaba sufriendo una sobredosis de varones Cynster. Respiró hondo, contuvo el aliento por un instante y, luego, se volvió hacia su compañero de charla.
—Alasdair.
Eso captó la atención de él, que la miró enarcando una ceja.
—Tú y tu igualmente equivocado hermano debéis poner fin a esa ridícula obsesión. Las gemelas tienen dieciocho años. Estuve con ellas; conversé con ellas. Son damitas sensatas y equilibradas, perfectamente capaces de manejar sus propias vidas, al menos en lo que se refiere a relacionarse con los caballeros apropiados y a elegir a sus propios consortes.
Lucifer frunció el entrecejo y abrió la boca para hablar…
—¡No! Cállate y óyeme lo que te voy a decir —dijo Alathea—. Esta noche ya estoy hasta la coronilla de discutir con los Cynster, ¡y me harás el favor de decírselo también a tu hermano! —agregó, dirigiéndole una mirada sombría—. Ambos tenéis que entender que la constante vigilancia a la que sometéis a las gemelas acabará por hacer que enloquezcan. Si no les dais el espacio para que encuentren su camino, se rebelarán y entonces os tocará solucionar algún lío infame. ¿Cómo te sentirías si, cada vez que pusieses un pie en un baile, te siguieran y limitasen tus actos?
—Eso es otra cosa. Podemos cuidarnos a nosotros mismos —dijo Lucifer, escrutando su rostro e, inmediatamente, suspiró—. Olvidaba que no has estado demasiado tiempo en Londres —agregó, reflejando en su sonrisa la esencia de la condescendencia fraterna—. Hay todo tipo de sinvergüenzas merodeando a la buena sociedad; no podemos dejar a las gemelas sin vigilancia. Sería como sacar a pasear dos corderitas y luego alejarse para que se hicieran cargo los lobos. Por eso vigilamos. Y no tienes que preocuparte por Mary y Alice… Vigilar a cuatro es lo mismo que vigilar a dos.
Hablaba sinceramente. Alathea gruñó:
—¿Se te ha ocurrido alguna vez que las gemelas posiblemente sean capaces de cuidar de sí mismas?
—¿En un lugar como este? —preguntó Lucifer, mirando a las muchachas objeto de su discusión y meneando la cabeza—. ¿Cómo podrían hacerlo? Y debes admitir que, cuando se trata de engañar a las damas, somos los mayores expertos.
Alathea se contuvo de poner los ojos en blanco. Estaba decidida a hacer mella o, al menos, a golpear en el orgullo de los Cynster. Recorriendo con la vista el salón de baile, buscó inspiración.
Y entonces vio a Gerrard Debbington que se dirigía hacia Gabriel, quien estaba charlando con un conocido. Gerrard saludó con un movimiento de la cabeza y Gabriel le devolvió el saludo. Aun estando del otro lado del salón, Alathea pudo sentir el repentino interés que Gerrard le despertaba a Gabriel.
—Mira —dijo Lucifer, acercándose a ella—, toma el caso de lord Chantry, quien siempre está husmeando alrededor de la falda de Amelia.
—¿Chantry? —preguntó Alathea, con la mirada fija en el otro lado del salón. El caballero que había estado conversando con Gabriel se había ido, dejándolo solo con Gerrard. Al instante, el tono de la conversación cambió. Gerrard se movió; Alathea ya no pudo ver su rostro.
—Hmm. Se supone que tiene una bonita propiedad en Dorset y, por lo que dicen las damas, es un tipo de lo más encantador —continuó Lucifer.
—¿De veras?
Alathea podía decir que, por la intensidad de la expresión de Gabriel, lo que fuese que Gerrard le estaba diciendo era extremadamente importante.
—Con todo, Chantry tiene otra cara.
Tenía que acercarse para poder escuchar; obviamente, estaban discutiendo sobre algo vital.
—Está endeudado. Cuenta las monedas.
A punto de ponerse en movimiento, Alathea miró a su alrededor y se encontró cara a cara con Lucifer, que era quien había hablado.
—¿Qué?
—Lo persiguen los acreedores y anda buscando una boda rápida con una rica heredera que lleve billetes atados al ramo —añadió Lucifer.
—¿Quién?
—Lord Chantry —respondió Lucifer, frunciendo el entrecejo—. Te he estado hablando de él para que entiendas por qué vigilamos a las mellizas. ¿Acaso no me escuchabas?
Alathea parpadeó. Dejar atrás a Lucifer, precipitarse por el salón de baile atiborrado de gente y acercarse lo suficiente a Gabriel como para entreoír lo que estaba diciendo era imposible. Aparte de todo eso, Lucifer no se despegaría de ella.
—Mmm… sí. Cuéntame más.
Alathea se movió para poder seguir teniendo a Gabriel a la vista.
Lucifer se relajó y prosiguió:
—Bien, pues ese es Chantry. Y, claro, Amelia ha estado sonriéndole dulcemente toda la semana pasada. Muchacha tonta. Intenté prevenirla, pero ¿crees que me escuchó? Oh, no. Se dio ínfulas e insistió en que Chantry era divertido.
Gabriel buscó con la mirada. Como si lo hubiesen mandado llamar, Diablo, el objeto de la mirada de Gabriel, se apartó del círculo de Honoria y se acercó para unirse a la conversación.
Se estaba planeando algo grande.
—Otro ejemplo perfecto de sinvergüenza es Hendricks (ese de ahí, a la derecha de Amanda). Es todavía peor que Chantry.
Dejando que el monólogo de Lucifer continuara, Alathea observaba la reunión que tenía lugar del otro lado del salón. Vane se acercó como por casualidad; también él se sumó a la discusión. Se barajaban ideas —¿acuerdos?—; eso estaba claro por las miradas que intercambiaban y los gestos ocasionales. Finalmente, se tomó una decisión. Fuera la que fuese, involucraba a Gerrard Debbington. A Gerrard y a Gabriel. Diablo y Vane parecían ser consejeros, menos involucrados en los detalles del plan.
Tenía que enterarse del plan.
—De modo que ya ves por qué las vigilamos. ¿Lo entiendes ahora?
Alathea volvió a prestarle atención a Lucifer. ¿Cuál era la respuesta correcta? ¿Sí? ¿No? Suspiró. ¿Qué importaba? Las gemelas tendrían que pelear sus propias batallas. Poniéndole una mano sobre el brazo, lo tranquilizó.
—Está empezando un vals… Ven a bailar. Necesito distraerme.
—No puedo… Estoy vigilando.
—Gabriel está libre…, hazle una señal. Él puede reemplazarte.
Eso hizo Lucifer y Gabriel aceptó, y ella consiguió distraerse.
Y le vino muy bien.
Para cuando estaba en el carruaje, en dirección a su casa por las calles desiertas, había aceptado el hecho de que debería volver a encontrarse con su caballero. Exprimiéndose los sesos, intentó imaginar algún lugar seguro para que la condesa pudiese encontrarse con él. Algún lugar que inhibiera sus exigencias de una recompensa mayor.
Ya había tenido suficiente recompensa.
No podía permitirle que reclamara nada más, ni siquiera aunque hubiese averiguado otras cosas. Ya se había tomado demasiadas libertades.
Pero ¿cómo impedirle que se tomara aún más?