Capítulo 5

LA oficina de Heathcote Montague daba a un patio pequeño, escondido detrás de unos edificios, a un paso del Banco de Inglaterra. De pie ante la ventana, Gabriel contemplaba los adoquines, con la mente fija en la condesa.

¿Quién era ella? ¿Acaso era una invitada en Osbaldestone House y contenía una risa secreta cuando pasaba bailando a su lado? O sabía que él asistiría con todos los otros Cynster, y se habría colado y esperado en el jardín hasta su encuentro, para escabullirse nuevamente entre las sombras. Si así fuera, había corrido un riesgo considerable: quién sabe con quién podría haberse topado inadvertidamente. No le gustaba que ella corriese riesgos; ese era uno de los puntos que había intentado dejar bien claro. Pero sólo después de hacerle el amor; después de saciarse con sus encantos femeninos y de hacerle perder la cabeza.

Tenía la fuerte sospecha de que ella ni siquiera sabía qué era perder la cabeza por el sexo. Pero lo sabría, tan pronto como volviera a estar a solas con ella. Después de la noche anterior, era seguro; ya se estaba relamiendo por las noches agitadas que vendrían.

—Hmm. Aquí no hay nada.

Tardó un instante en regresar al presente; luego, se volvió.

Heathcote Montague, perennemente pulcro, preciso pero modesto, puso las tres notas que acababa de recibir a un costado de su escritorio y las miró.

—Casi todos me lo hicieron saber. No se ha puesto en contacto con ninguno de nosotros, con ninguno de nuestros clientes. Precisamente, eso es lo que se podría esperar, si la Central East Africa Gold Company fuera otro de los planes deshonestos de Crowley.

«Nosotros» se refería al selecto grupo de hombres de negocios que manejaban los asuntos financieros y las inversiones de las familias más ricas de Inglaterra.

—Dado que quien se encuentra detrás es Crowley —dijo Gabriel, abandonando la ventana y comenzando a caminar—, y que está evitando a todos los inversores conocidos, creo que podemos concluir razonablemente que su ardid es un fraude. Además, si la suma en cuestión es comparable a la del pagaré que vi, de seguir su curso, ese fraude va a causar considerables problemas financieros.

—Así es —confirmó Montague, y retrocedió un paso—. Pero usted conoce el punto de vista de la ley tan bien como yo. Las autoridades no se involucrarán hasta que el fraude sea evidente…

—Para entonces, siempre es demasiado tarde —afirmó Gabriel, volviéndose hacia Montague—. Quiero detener ese fraude rápida y limpiamente.

—Le será difícil con pagarés —contestó Montague, sosteniéndole la mirada—. Supongo que no quiere que ese pagaré que vio sea ejecutado.

—No.

Montague sonrió.

—Después de la última vez, Crowley no va a explicarle sus planes a usted.

—No es que me los haya explicado la última vez.

Gabriel regresó a la ventana. Él y Ranald Crowley habían tenido una breve pero nada amable historia en el pasado. Una de las primeras empresas de Crowley había cotizado en la City: parecía muy clara, se veía muy tentadora. Había sido colocada para enganchar a un gran número de inversores de la alta sociedad, hasta que le preguntaron la opinión a Gabriel. Él consideró la propuesta, hizo unas cuantas preguntas pertinentes, aunque no obvias, sobre las que no obtuvo respuestas satisfactorias, y los pájaros levantaron el vuelo. El incidente le cerró muchas puertas a Crowley.

—Probablemente —observó Montague—, usted sea una de las personas que peor le caen a Crowley.

—Lo cual implica que, en este caso, no puedo aparecer ni mostrar que estoy en la cuestión. Tampoco usted —señaló Gabriel.

—La mera mención del apellido Cynster bastará para enfurecerlo.

—Y para hacerlo sospechar. Si es tan astuto como lo pinta su reputación, ya lo sabrá todo sobre mí.

—Es verdad —corroboró Montague—. Pero vamos a necesitar detalles de la propuesta específica que se le hizo a los inversores para obtener sus pagarés, de manera que podamos demostrar el fraude.

—De modo que necesitamos a alguien digno de confianza.

Montague parpadeó.

—¿Digno de confianza?

—Alguien —dijo Gabriel, mirándolo a los ojos— que tenga aspecto de poder ser trasquilado como una oveja.

—¡Serena!

Junto con Serena, sentada a su lado, Alathea se volvió para ver a lady Celia Cynster, quien las saludaba con la mano desde su cabriolé estacionado a un costado de la calzada.

Serena le devolvió el saludo y le dijo a su cochero:

—Por aquí, Jacobs… Tan cerca como pueda.

Con la espalda tan tiesa como un atizador, Jacobs dispuso el carruaje a escasa distancia del de Celia. Para cuando Alathea, Mary y Alice habían descendido al césped, Celia y sus muchachas ya estaban con ellas.

—¡Qué maravilla! —exclamó Celia, observando a sus hijas Heather, de dieciséis años, y Eliza, de quince, quienes felicitaban a Mary y a Alice.

En un instante, el aire bullía de conversaciones y preguntas inocentes. A las cuatro jovencitas las unían sus infancias compartidas, del mismo modo que a Alathea, a Lucifer y a Gabriel. Celia indicó en dirección a sus hijas:

—Insisten en salir de paseo, sólo para aburrirse al cabo de unos minutos.

—Aún tienen que aprender que la conversación social es el Comment ça va? ¿El lubricante que hace girar las ruedas de la alta sociedad?

—El lubricante que engrasa las ruedas de la alta sociedad.

Celia se volvió hacia quien había hablado, una dama ya mayor de sorprendente belleza, que se había detenido ante ella.

Alathea le hizo una profunda reverencia:

—Excelencia.

Serena, todavía sentada en el carruaje, se inclinó y repitió esa palabra.

Sonriente, Helena, la duquesa viuda de St. Ives, con la mano enguantada, cogió la cara de Alathea y, volviéndola hacia sí, le dijo:

—Con el paso de los años te vuelves más atractiva, ma petite.

Debido a sus frecuentes visitas a Quiverstone Manor, la viuda era una antigua conocida de los Morwellan. Alathea sonrió y se enderezó. Las cejas de la viuda también se levantaron.

—No tan petite —agregó mientras la miraba a los ojos y levantaba aún más una de sus cejas—, lo que hace todavía más misteriosas las razones por las que aún no te has casado, ¿eh?

Las palabras habían sido dichas suavemente. Alathea sonrió y no quiso dejarse llevar. A pesar de que estaba acostumbrada a esas preguntas inquisitoriales, la inteligencia de los ojos verde claro de la viuda siempre la dejaba con la incómoda sensación de que sospechaba la verdad.

El carruaje se meció mientras Serena se levantaba, con la clara intención de unírseles. Helena le dijo:

—No, no. Yo subo, así podemos hablar cómodamente.

Y gesticulando en dirección a Celia y Alathea, agregó:

—Estas niñas deben estirar las piernas.

Alathea y Celia miraron en la dirección que Helena había señalado: las cuatro muchachas, cabezas juntas y brazos entrelazados, estaban listas para pasearse por el parque.

—Al menos podemos pasearnos juntas y conversar —suspiró Celia con resignación.

Dejando a Helena sentada al lado de Serena, Alathea y Celia siguieron a las cuatro muchachas, pero sin intención de unírseles. Solo necesitaban tenerlas a la vista, lo cual las dejaba libres para hablar sin trabas.

Celia inmediatamente aprovechó la ocasión.

—¿Le has hablado a Rupert desde tu llegada a la ciudad?

—Sí. —Alathea buscó mentalmente hasta recordar su encuentro (el que había tenido con Rupert, no con Gabriel)—. Nos encontramos un momento, mientras las niñas y yo estábamos paseando.

—Bien, entonces ya habrás visto. ¿Qué voy a hacer con él?

Alathea se tragó la observación de que nadie nunca había sido capaz de hacer nada con Rupert Melrose Cynster. Era tan maleable como el granito y siempre estaba en guardia contra la manipulación. En cuanto a Gabriel…

—No vi nada inusual en él. ¿Qué te preocupa?

—¡Él! —los puños de Celia se crisparon en el mango de su sombrilla—. Es todavía más irritante que su padre. Al menos, a su edad, Martín tuvo el buen tino de casarse conmigo. Pero ¿Rupert cuándo piensa casarse?

—Tiene apenas treinta años.

—Más que suficiente. Demonio ya se ha casado y Richard también. Y Richard es sólo un año mayor que Rupert.

Un minuto después Celia suspiró.

—No es tanto el hecho de casarse, sino su mentalidad. Ni siquiera mira a las damas de la manera apropiada, al menos no con la idea de una relación correcta. E incluso en lo que respecta a otros tipos de relación, bueno… las informaciones son escasamente alentadoras.

Alathea trató de mantener la boca cerrada, pero…

—¿Alentadoras?

Delante de ellas, las cuatro muchachas estallaron en carcajadas. Mirando hacia las jóvenes Celia explicó:

—Parece ser que Rupert es frío, incluso con sus amantes es distante.

—Siempre fue… —Alathea iba a decir «reservado», pero lo reconsideró— cauteloso.

Eso estaba mucho más cerca de la realidad. Y prosiguió:

—Siempre mantiene sus sentimientos bajo estricto control.

—Control es una cosa. Auténtico desinterés es otra —la preocupación ensombreció los ojos de Celia—. Si no puede ponerse fogoso ni siquiera en esos lances, ¿qué posibilidad tiene cualquier dama digna de ser la yesca para su pedernal?

Alathea luchó por mantener los labios cerrados. Esa conversación, bajo cualquier punto de vista, resultaba muy inapropiada, pero ella y Celia tenían el hábito, que ya se prolongaba por más de una década, de hablar sobre los hijos de esta última con una franqueza que habría hecho ruborizar a los protagonistas de sus conversaciones. Pero ¿Rupert frío? No era un adjetivo que ella pudiera asociar con él, ni como Alathea Morwellan, ni menos como la condesa.

—¿Estás segura de que esa descripción obedece a la realidad? ¿No será que esas damas sobre las que has oído hablar no… —gesticuló— le interesaban?

—Puede ser. Pero, con frecuencia, mi información viene de damas contrariadas en las que él había estado interesado. Todas, sin excepción, se desesperaron por causarle una muy buena impresión. Si la mitad de las historias son ciertas, él apenas debe recordar sus nombres.

Las cejas de Alathea se arquearon. Que Rupert no recordara un nombre era un signo seguro de que no estaba prestando atención, lo que significaba que no estaba realmente interesado.

—No me extrañaría —observó, dirigiendo la conversación lejos de su Némesis— que Alasdair se casara primero.

—¡Ja! No te dejes engañar por ese encanto fácil. Él es incluso peor que Rupert. Oh, no en el sentido de que sea frío, más bien lo contrario. Pero es irresponsable, informal y consentido. Está ocupado disfrutando, sin ataduras de ningún tipo. Desarrolló una profunda convicción de que su libertad no necesita grilletes. —La desaprobación vibraba en el tono de Celia—. Todo lo que puedo hacer es rezar para que alguna dama tenga lo que hay que tener para ponerlo de rodillas —añadió mientras miraba hacia delante, para comprobar que las niñas seguían paseándose. Después de un momento, murmuró—: Pero es realmente Rupert quien me preocupa. Es tan indiferente. Tiene tan poco interés.

Alathea frunció el ceño. Gabriel no había tratado a la condesa como si fuera indiferente y tuviese poco interés. Lejos de ello. Pero no podía contarle eso a Celia. Parecía extraño que el retrato que le había pintado Celia fuera tan diferente del hombre que ella conocía y del hombre que estaba descubriendo, el que la había tenido entre sus brazos esa noche.

Celia suspiró.

—Si quieres, tómalo como la preocupación de una madre por su primogénito, pero no consigo ver cómo podrá ninguna dama romper las defensas de Rupert.

Era posible, si una lo había tratado por años y sabía dónde estaban las grietas. Sin embargo, Alathea admitía para sus adentros que fácilmente podía verlo negarse a dejar que cualquier dama se le acercase, al menos en un sentido emocional. No le gustaban ni la cercanía ni lo emocional. Él y ella habían estado emocionalmente próximos durante todas sus vidas, y ya se veía cuál era la reacción que ella le provocaba. Si Celia estaba en lo cierto, ella era la única mujer a la que alguna vez le había permitido traspasar sus defensas.

Todo en su interior se paralizó. ¿Acaso la experiencia de Gabriel con ella lo había endurecido contra todas las mujeres?

Recordó a la condesa. Con la condesa había sido resuelto, atento, por cierto no distante ni frío. ¿O la distancia y la frialdad venían después? ¿Después de…?

Preocupada, se sacudió esos pensamientos. Mirando hacia delante, vio a las cuatro muchachas que se acercaban a un grupo de dandis en ciernes.

—Será mejor que nos demos prisa.

Celia miró; sus ojos se endurecieron.

—Vamos. ¿En qué lugar de Londres iba a encontrar a alguien adecuado para hacer de oveja?

Tras separarse de Lucifer y los amigos con quienes habían comido en el humeante ambiente del White, Gabriel escudriñó a los ocupantes de los distintos lugares por donde pasaba. Ninguno encajaba en el papel. Tenía que ser alguien que no tuviese una conexión obvia con los Cynster y en quien se pudiese confiar. Alguien lo suficientemente espabilado como para interpretar el papel, pero de aspecto anodino. Alguien que estuviera dispuesto a acatar sus órdenes. Alguien fiable.

Alguien con dinero para invertir y aspecto de crédulo.

A pesar de que tenía muchos contactos que podrían estar facultados en la mayoría de esos aspectos, este último criterio los dejaba a todos afuera. ¿Dónde se suponía que iba a encontrar a ese alguien?

Se detuvo en los escalones del White y se quedó pensando; luego, terminó de bajar y se dirigió hacia Bond Street.

Era el momento culminante de la temporada y brillaba el sol; según lo esperado, toda la alta sociedad y sus familiares paseaban por esa calle de moda. La multitud era considerable, el tránsito estaba atascado. Gabriel se paseaba tranquilamente, escrutando los rostros, saludando a aquellos a quienes conocía, calculando, rechazando, considerando alternativas, tratando de ignorar a la mitad femenina de la población. Necesitaba una víctima, una oveja, no una dama esbelta.

Aun si viese a la condesa, dudaba que pudiera reconocerla. Fuera de su estatura y de su perfume, sabía muy poco sobre ella. Si la besara, la reconocería, pero difícilmente podría besar a cada dama posible por si acaso fuera su hurí. Por otro lado, ya había decidido que el modo más rápido de tener a la condesa precisamente donde la quería tener era saber más sobre la compañía, y para ello necesitaba encontrar a su oveja.

Iba por la mitad de la calle cuando, de repente, delante de Gabriel, salieron cuatro damas de una sombrerería y se apiñaron en la acera. En el instante en que Gabriel reconocía a las Morwellan, Alathea levantó la cabeza y lo vio. Serena, Mary y Alice siguieron la mirada de la joven y sus rostros pronto se iluminaron con sonrisas.

No tuvo otro remedio que seguirles el juego. Adoptando su personaje social, le dio la mano a Serena, intercambió gestos de saludo con Mary y Alice y, por último, más fríamente, con Alathea. Mientras las cuatro damas se alejaban de la multitud reunida en los escaparates de los comercios, más cerca del bordillo de la acera para poder conversar más tranquilamente, Alathea se quedó atrás, ubicándose luego a un buen metro de distancia de Gabriel, de modo que le daban la espalda a la congestionada calzada, con Serena, Mary y Alice enfrente de ellos.

—Esta mañana, por casualidad, nos encontramos con tu madre y tus hermanas —le informó Serena.

—En el parque —agregó Mary—. Estábamos de paseo; fue divertido.

—Había algunos caballeros tontos —dijo Alice—. Llevaban unos espantosos corbatines, no como los tuyos o los de Lucifer.

Respondió con soltura; a decir verdad, sin pensar. Aun cuando Serena, Mary y Alice se encontraban bien alto en su lista de las personas con las cuales deseaba ser amable, con Alathea a tres pasos, sus sentidos, como siempre, estaban pendientes de ella.

Se sentía picado y con comezón.

A pesar de que apenas le echó un vistazo, sabía que llevaba un vestido de calle color lavanda y un sombrero debajo del cual, estaba seguro, se escondía uno de esos retazos de encaje que tan ofensivos le parecían. No podría hacer comentario alguno, ni siquiera indirecto, con Serena delante… por otro lado, si cruzaba una mirada con Alathea, ella sabría en qué estaba pensando.

Con eso en mente, miró hacia su lado.

Detrás de Alathea, el caballo que tiraba del carruaje se alzó sobre dos patas…

Gabriel cogió a Alathea y la atrajo hacia sí, cambiando con ella de posición y protegiéndola instintivamente. Un casco les pasó silbando al lado de las cabezas. El caballo relinchó, tiró del carruaje, luego volvió a tratar de patear. Gabriel recibió el golpe en la espalda.

Se sacudió, pero quedó de pie.

Lo que siguió fue el caos más absoluto. Todos gritaban. Llegaron hombres de todas partes para ayudar. Otros daban instrucciones. Una dama se puso histérica, otra se desvaneció. En segundos, estaban rodeados por una muchedumbre ruidosa; el conductor del caballo en cuestión era el centro de atención.

Gabriel se quedó sin moverse sobre el bordillo de la acera. Tenía en sus brazos a Alathea. Sus sentidos todavía no se recuperaban; tampoco podía ordenar sus ideas. Haciendo un gran esfuerzo, oyó a Serena, a Mary y Alice que reprendían ruidosamente al conductor; estaban indignadas, pero no histéricas. Todos cuantos los rodeaban, observaban el amontonamiento en la calle, ignorando por un momento su presencia y la de Alathea.

Trató de recuperar el aliento, pero no pudo. Se apoderó de él una multitud de emociones; entre otras, la de alivio porque Alathea no había sido herida. No había sido amable; la había arrojado violentamente contra sí, luego la había abrazado muy fuerte; la muchacha estaba soldada a él desde los hombros hasta las rodillas. Ella lanzó un grito ahogado; luego, volvió a gritar cuando Gabriel fue pateado por el caballo.

La mirada de ella estaba fija por encima de su hombro, pero por la respiración agitada de la joven, Gabriel sospechó que no veía nada. Sus senos, aplastados contra su pecho, despedían una leve fragancia a flores; suaves zarcillos de cabello asomaban por debajo de su sombrero, a centímetros apenas del rostro de Gabriel.

Sintió que ella recuperaba el aliento; la atravesó un leve escalofrío. Volvió a ser ella misma —Gabriel sintió que se tensaban los músculos de su espalda—, y luego giró la cabeza y lo miró a los ojos.

Sus miradas se encontraron y quedaron fijas una en la otra: ojos color avellana hundidos en ojos color avellana. Los ojos de ella estaban nublados; había tantas emociones persiguiéndose unas a otras por sus ojos que Gabriel no pudo identificar ninguna. Luego, abruptamente, la confusión se disipó y se destacó nítido un sentimiento. Gabriel lo reconoció instantáneamente, aun cuando habían pasado años desde la última vez que la había visto. La preocupación que había en los ojos de Alathea lo alertó: la había olvidado.

—¿Estás bien? —sus manos, atrapadas entre ambos, lo tenían cogido por el abrigo—. El caballo te ha pateado.

Como no le respondió de inmediato, Alathea trató de sacudirlo. Su cuerpo se apretó al de él. Gabriel recuperó el aliento.

—Sí, estoy bien —contestó, pero no lo estaba—. Me ha golpeado con la pata, no con el casco.

Ella se quedó quieta en sus brazos, con franca preocupación en el rostro.

—Debe de dolerte.

Le dolía todo. Se sentía tan excitado que era como una agonía.

Lo supo en el momento en que ella se dio cuenta. Pegada a él, no pudo evitar notarlo. Alathea parpadeó, luego bajó las pestañas, miró sus labios, después su corbatín. Al cabo de un instante, respiró profundamente y se movió un poco. Era una señal que hacía mucho tiempo existía entre ellos: no trataba de liberarse —sabía que no podría—, estaba pidiendo que la dejara ir.

Forzar sus brazos a soltarla y hacerla retroceder fue la labor física más difícil que le había tocado llevar a cabo en su vida. De inmediato, ella se preocupó de su falda y no lo miró.

Se sentía nervioso, torpe, avergonzado… giró sobre sus talones para ver el desastre que había en la calle, rogando porque ella no se hubiese dado cuenta del color de sus mejillas.

Alathea lo supo en el instante en que la mirada de él la abandonó. No podía respirar; la cabeza le daba vueltas de manera tan enloquecida que se sintió desorientada y mareada. Irguiéndose, mientras se resolvía el altercado, simuló observar, agradecida de que este requiriese la intervención de Gabriel. Aguardó tensa sobre el pavimento, inclinando rígidamente la cabeza cuando el caballero que estaba a cargo del potro se le acercó para deshacerse en disculpas.

Mentalmente, se repetía un único estribillo: «Gabriel no se ha dado cuenta».

Aún no.

La pregunta de si, de repente, se daría cuenta, la dejó rígida como un palo.

Entonces apareció Serena, preocupada como una madre tanto por ella como por su protector.

—¿Seguro que estáis bien?

Sin que la edad o la compostura la inhibieran, Serena cogió el brazo de Gabriel y lo hizo girar.

Alathea se permitió echar una fugaz mirada al rostro de Gabriel, mientras Serena le sacudía el abrigo.

Gabriel frunció el ceño, pero seguía avergonzado.

—No ha sido nada —aseguró, liberándose del brazo de Serena, buscó con la mirada a Mary y a Alice—. Sería sensato que nos retirásemos. —Y, después de dudar, le preguntó a Serena—: ¿Está cerca el carruaje que os ha traído?

—Jacobs nos está esperando justo a la vuelta de la esquina —dijo Serena, con un gesto en esa dirección.

Por primera vez desde que la había dejado ir, Gabriel la miró directamente; Alathea, de inmediato, les hizo señas a Mary y a Alice, y luego se volvió en dirección al carruaje. Lo último que necesitaba era pasearse del brazo de él.

Gabriel le ofreció el brazo a Serena; ella estaba muy dispuesta a apoyarse en él. A lo largo de todo el camino hasta el carruaje, le estuvo agradeciendo muchas veces su rápida y eficiente reacción. Convenientemente separada de él por Mary y Alice, Alathea murmuró su agradecimiento, permitiendo que la efusividad de su madrastra reemplazara a la suya.

Estaba agradecida; sabía que tendría que expresarlo. Pero no se animaba a acercársele demasiado después de haber estado recientemente en sus brazos. Cualquier cosa podría llegar a disparar en él una aciaga convergencia de recuerdos; con la cabeza alta, caminó hasta el carruaje, el temor bajándole por la espalda.

A grandes zancadas, llegó al carruaje la primera y subió sin esperar a que Gabriel la ayudase. Él le lanzó una mirada dura y luego ayudó a subir a las otras. Por último, se apartó y las saludó; Jacobs sacudió las riendas.

En el último momento, Alathea se volvió… y sus miradas se encontraron… La joven inclinó la cabeza y miró hacia delante.

Gabriel observó el carruaje que se alejaba con estruendo por la calle lateral, con la mirada fija en el sombrero de Alathea, en sus hombros cubiertos de sarga color lavanda. Se quedó mirando hasta que el carruaje desapareció a la vuelta de una esquina; luego, su expresión se volvió adusta y se encaminó nuevamente a Bond Street.

De nuevo entre la bulliciosa muchedumbre, caminó con la mirada fija adelante, sin ver. Todavía se sentía aturdido, atónito para ser preciso. ¡Haberse excitado tanto con Alathea! No podía comprender cómo le había pasado aquello, pero difícilmente podía simular que no había ocurrido… todavía sentía los efectos.

También se sentía estremecido, desequilibrado y horrorosamente incómodo. Jamás ella lo había hecho sentir así; siempre habían sido amigos íntimos, pero eso nunca le había pasado por la cabeza.

Siguió caminando; gradualmente, su mente se fue aclarando.

Y la respuesta obvia se presentó para su alivio.

Alathea no; la condesa. Había pasado toda la noche anterior planeando cómo y cuándo terminaría de seducirla, excitándose con los detalles; esa mañana, se disponía a implementar su plan. Luego, el destino, bajo la forma de un caballo, había lanzado a Alathea a sus brazos. Obvio.

Era poco sorprendente que su cuerpo hubiese confundido a las dos mujeres: ambas eran altas, aunque la condesa era mucho más alta. Ambas eran esbeltas, finas, de complexión muy similar. Ambas tenían los mismos músculos finos y flexibles en sus espaldas, pero eso —supuso— era lo que había que esperar de toda mujer alta y esbelta; era una necesidad estructural.

Sin embargo, las diferencias eran más notables que los parecidos entre ambas. Si él se atreviese a besarla, Alathea le cantaría cuatro frescas, seguramente no se derretiría en sus brazos con la seductora y sensual generosidad que exhibía la condesa.

El pensamiento lo hizo sonreír. Su próximo pensamiento —sobre lo que Alathea pensaría de su reacción una vez que hubiese tenido tiempo de considerarla— suprimió toda inclinación a la frivolidad. Luego recordó la opinión que, desde hacía mucho, ella tenía sobre él y su estilo de vida de libertino. Volvió a sonreír. Habría considerado su reacción como lujuria desenfrenada… y, probablemente, no se habría equivocado. Pero era a la condesa, su hurí nocturna, a quien deseaba.

La deseaba con mucha intensidad. Lo sorprendía un poco que ese deseo fuera más allá de lo físico. En realidad, quería conocerla: saber quién era ella, qué cosas disfrutaba, qué pensaba, qué la hacía reír. Era misteriosa e intrigante, sin embargo, extrañamente, se sentía muy cerca de ella.

Era un enigma que él trataba de resolver, de comprender en todos sus aspectos.

Para hacerlo, necesitaba seguir adelante con su plan… Levantó la cabeza y volvió a concentrarse en lo que lo rodeaba. Casi había llegado al final de Bond Street. Al cruzar la calle, recomenzó a escrutar a la multitud. Todavía necesitaba a su víctima. Tenía que haber alguien…

—¡Dios santo! ¿Adónde crees que vas?

La pregunta y el bastón puesto a la altura de su ombligo le hicieron prestar atención.

—¡Paseándote con la nariz levantada por Bond Street! ¡Vaya! Ni siquiera sabes a quién dejas con el saludo en la boca.

Al mirar el par de ojos brillantes, como de pájaro, en esa cara vieja y suave, Gabriel sonrió.

—Minnie —dijo apartando el bastón de la mujer y le dio un rápido beso en la mejilla.

—Humm —hizo Minnie con voz implacable, pero sus ojos brillaban—. Recuérdame que le cuente esto a Celia, Timms.

—Sí —dijo la dama alta que estaba al lado de Minnie, perdiendo la oportunidad de mantener los labios cerrados—. Muy desaprensivo: vagabundear por Bond Street sin prestar la debida atención.

Gabriel se inclinó de manera extravagante.

—¿Se me ha perdonado? —preguntó, mientras se enderezaba.

—Lo consideraremos —contestó Minnie, mirando alrededor—. ¡Ah! Aquí está Gerrard.

Gabriel observó al sobrino de Minnie —Gerrard Debbington, hermano de Patience, la esposa de Vane—, cruzar la calle con una bolsa de nueces, que estaba claro que le habían mandado a buscar, en la mano.

—Aquí están —dijo Gerrard, dándole la bolsa a Minnie y sonriéndole a Gabriel.

Gabriel le devolvió la sonrisa.

—¿Siempre cuidando las perlas de Minnie?

—Gracias a Dios, ya no hay peligro. Ahora vivo en casa de Vane y Patience, pero, de vez en cuando, voy a dar un paseo con Minnie.

A pesar de que apenas tenía dieciocho años, Gerrard parecía mayor; su aplomo se debía en parte a la influencia de su cuñado. Lo que Gabriel detectaba detrás del atuendo elegante de Gerrard era la mano de Vane. De casi un metro ochenta, Gerrard tenía la altura y el ancho de hombros de un hombre bien plantado. El resto de su apariencia, su comportamiento poco remilgado, su franqueza y confianza en sí mismo, podían atribuírsele a la influencia de su hermana; Patience Cynster era el epítome absoluto de la franqueza.

Gabriel abrió la boca y rápidamente la cerró. Necesitaba pensar. Gerrard tenía, después de todo, apenas dieciocho años y había un cierto riesgo. Y era el hermano de Patience.

—Vamos a echar un vistazo en Asprey —dijo Minnie, dirigiéndole una mirada inocente—. ¿Habrá tal vez allí alguna cosita que necesites?

Gabriel devolvió la mirada con la misma inocencia.

—No por ahora —dijo, y por su mente pasó la imagen de la condesa. Quizá, después de que lo premiase, él la recompensaría a su vez. Los diamantes lucían bien en una mujer tan alta. Dejando de lado la cuestión, hizo una reverencia—. No os entretengo más.

Con un bufido atenuado por una sonrisa, Minnie asintió. Timms la cogió del brazo y siguieron caminando. Con una sonrisa y una inclinación de la cabeza, Gerrard se volvió para seguirlas.

Gabriel dudó y luego lo llamó:

—¡Gerrard!

—¿Sí? —dijo Gerrard, volviéndose.

—¿Sabes dónde está ahora Vane?

—Si lo andas buscando, prueba en Manton’s. Sé que iba a encontrarse allá con Diablo en algún momento de la tarde.

Con un rápido saludo, Gabriel se encaminó hacia Manton’s.

—Tendrá que ser para agosto —dijo Diablo, extendiendo el brazo y apretando el gatillo. El disparo impactó a apenas dos centímetros del centro del blanco.

Vane entrecerró los ojos en dirección al callejón.

—Parece muy justo. ¿Está seguro Richard?

—Según lo que entendí, Catriona es la que está segura. Richard, en este momento, no está seguro de nada.

Poniéndose delante de Diablo para disparar, Vane hizo una mueca.

—Conozco la sensación.

—¿Qué es esto? —dijo Gabriel, apoyándose contra el muro divisorio y dirigiéndoles una mirada de burlona consternación—. ¿Una clase para futuros padres?

—¿Vienes a aprender? —preguntó Diablo con una sonrisa.

—Gracias, no.

Con tono grave, Vane apuntó el largo cañón de su pistola hacia abajo.

—También a ti te tocará algún día.

Gabriel hizo una mueca.

—Tal vez algún día, pero quiero preservar mi inocencia. Sin detalles, por favor.

Tanto Honoria, la duquesa de Diablo, como Patience estaban encinta. Mientras Diablo mostraba la indiferencia de uno que ya había pasado antes por la situación, Vane estaba con los nervios de punta. Apretó el gatillo. En cuanto se disipó el humo, vieron que su bala apenas había rozado la diana.

Diablo mandó al asistente a buscar otra pistola y luego se volvió hacia Gabriel.

—Supongo que habrás oído que nuestras madres han decidido realizar una reunión familiar especial para darle la bienvenida a la familia a Catriona.

—¿Así que entonces es seguro que viene?

Diablo asintió.

—Mamá recibió ayer una carta de ella. A Catriona le han dicho que puede viajar hasta finales de agosto. Con Honoria que dará a luz a principios de julio y Patience algo después, la celebración tendrá que ser en agosto.

Gabriel parpadeó, retomando las palabras de Diablo:

—No me digáis que Richard ha ingresado en vuestro club.

—De hecho, sí —respondió Vane, sonriendo maliciosamente—. Ahora, sólo falta que Demonio y Flick vuelvan de sus andanzas, con Flick radiante, por así decirlo, y pensar dónde meternos el próximo agosto.

—Mejor alertar a Lucifer —dijo Gabriel—. Mamá se pondrá imposible.

—Claro que tú podrías darle una alegría.

La mirada que Gabriel le lanzó a Diablo fue la de un hombre traicionado.

—Esa es una idea verdaderamente horrible.

Diablo se rio.

—Aunque parezca extraño decirlo, uno se acostumbra a la situación —observó, arqueando una ceja negra sugestivamente—. Hay compensaciones.

—Debe haberlas —murmuró Gabriel.

—Pero si no has venido a discutir nuestras inminentes paternidades, ¿qué es lo que te trae por aquí? —dijo Vane, apoyando también los hombros contra el muro.

—Una estafa.

Gabriel les explicó brevemente el fraude de Crowley, evitando toda mención a la condesa.

—Crowley —dijo Diablo, enarcando una ceja en dirección a Gabriel—. ¿No era el de la inversión en una mina de diamantes?

Gabriel asintió.

—¿No fuiste tú el que lo puso en evidencia? —preguntó Vane.

Gabriel volvió a asentir.

—Razón por la cual esta vez necesito ayuda, y no precisamente la vuestra —explicó, mirando a Vane—. Necesito a alguien que no esté relacionado de manera obvia.

Vane miró intrigado; Gabriel les explicó rápidamente la necesidad de saber los detalles precisos de la oferta hecha a los inversores.

—¿Y entonces…? —preguntó Vane.

—¿Qué piensas de emplear a Gerrard Debbington? —sugirió Gabriel.

—¿Cómo víctima? —inquirió Vane, parpadeando.

—No me han visto con él, y si él da la dirección de Minnie en lugar de la tuya, no hay razón para que alguien pueda vincularlo inmediatamente con ningún Cynster. Sé que Crowley no está bien relacionado con la clase alta; en ese campo, usa a Archie Douglas, y Archie no conoce en absoluto a Gerrard.

—Es verdad —aceptó Vane.

—E incluso si Archie preguntara, tratando de informarse sobre los antecedentes de Gerrard, todo lo que oiría es que Gerrard es razonablemente rico y que posee una mansión en Derbyshire. No se le ocurriría preguntar por las vinculaciones de Gerrard o por su hermana.

—O por sus tutores —añadió Vane.

—Precisamente. Gerrard parece mayor de lo que es.

Vane lo consideró y dijo:

—No veo por qué Gerrard no podría desarrollar un interés en las minas de oro. —Y mirando a Gabriel, agregó—: Claro, con tal que no se lo digamos a Patience.

—No me imaginaba que lo hiciéramos.

—Bien —dijo Vane, separándose del muro, mientras el asistente volvía al callejón—, entonces, si quieres, le explicaré la cuestión a Gerrard, para ver qué piensa. Si está de acuerdo, te lo enviaré.

Gabriel asintió.

—Hazlo —dijo, y cogiendo la pistola de más que el asistente había traído, la sopesó—. ¿Cómo vais?

Dispararon diez rondas. Gabriel venció fácilmente a los otros, lo que le hizo fruncir el ceño.

—El matrimonio —observó— os ha embotado los sentidos.

—Es sólo un juego, no tiene importancia —dijo Vane, encogiéndose de hombros—. El casamiento sirve para reformular las prioridades.

Gabriel se lo quedó mirando; luego, miró a Diablo, quien a su vez miraba hacia atrás, sin intentar corregir el curioso pensamiento de Vane.

Leyendo lo que pensaba en sus ojos, Diablo sonrió y dijo:

—Comienza a pensar en ello, porque así como agosto sigue a julio, ya te llegará el momento.

Las palabras paralizaron a Gabriel, al igual que le había ocurrido en la boda de Demonio; otra vez un hormigueo premonitorio le bajó por la espalda. Se las arregló para reprimir el escalofrío subsiguiente. Con una expresión tranquila y su afabilidad habitual, acompañó a los otros dos fuera del callejón.

A las cinco en punto, Gabriel estaba hojeando perezosamente el Gentleman’s Magazine, cuando alguien llamó a su puerta. Oyó los pasos de Chance en el salón; con una sonrisa, volvió a su revista.

Un minuto después, se abrió la puerta de la sala. Chance permaneció allí y anunció:

—Un tal señor Debbington viene a verlo, milord.

Gabriel suspiró para sus adentros.

—Gracias, Chance, pero no soy un lord.

Chance frunció el ceño y dijo:

—Creía que todos en la alta sociedad eran lores.

—No.

—Oh —exclamó Chance, y viendo la mirada de Gerrard, que esperaba detrás de él para pasar, se movió para franquearle el umbral—. Bien, aquí está. ¿Quiere que les sirva un poco de brandy?

—No. Eso es todo.

—Muy bien, señor.

Y con encomiable aplomo, Chance hizo una reverencia al salir, y no se olvidó de cerrar la puerta.

Gerrard se quedó mirando la puerta cerrada y luego miró a Gabriel de manera inquisidora.

—Está aprendiendo —explicó Gabriel, indicándole una silla a Gerrard—. ¿Te apetece un poco de brandy?

Gerrard sonrió.

—No, Patience seguramente lo notaría. —Y tras acomodarse en la silla, miró a Gabriel y le dijo—: Vane me ha hablado de la estafa que estás tratando de poner en evidencia. Me encantaría ayudarte. ¿Qué necesitas que haga?

Omitiendo toda mención a la condesa, Gabriel expuso su plan.