EN su vida se había sentido tan sofocada.
Con un codo apoyado sobre la mesa del comedor, Alathea le daba vueltas a una tostada y luchaba por llevar algo de orden al caos de su mente. No era tarea sencilla, cuando todavía no se había recuperado del todo.
¡Qué ingenua había sido al ignorar el presagio de ese primer beso tan inocente! ¡Qué manera de sellar un pacto! No se le había ocurrido que, sin una reacción destemplada que lo detuviese, seguramente volvería a besarla de nuevo. De modo que ahí estaba ella, con una agitación completamente inesperada y nunca antes sentida. Sólo la idea del beso de la noche anterior —la serie de besos— bastaba para confundir su cerebro. Sin embargo, había una conclusión horriblemente clara. Su caballero errante creía que era una mujer casada —una mujer casada y con experiencia—, con quien podría coquetear libremente. Pero no era así. Hasta entonces él no había sospechado nada, pero ¿cuánto más lejos podría ella transitar ese camino de recompensas sin entregarse del todo?
¿Sin tener que entregarse del todo?
Ya tenía bastante con todo eso, pero, para colmo, le había arrebatado el control de la situación. Sólo Dios sabía ahora hacia dónde se encaminaban sus planes tan cuidadosamente concebidos.
Debería haber previsto ese movimiento de él para asumir el control; siempre había sido el líder en sus juegos de infancia. Pero ya no eran niños y, durante los últimos diez años, ella se había acostumbrado a mandar: ser relegada sumariamente al rango de ayudante era un poco difícil de soportar.
A su alrededor, el resto de la familia charlaba, comía y se reía; hundida en sus pensamientos, apenas los oía. Levantó la tostada, se puso a masticarla y decidió que, al menos, tenía que permitirle imaginarse que era él el que estaba a cargo de la situación. Era un Cynster y lo necesitaba; no tenía sentido darse con la cabeza contra la pared. Eso no significaba que tuviera que dejar mansamente que tomara todas las decisiones: sólo tenía que permitirle que lo creyera así. Lo que llevaba a la cuestión de cómo podría asegurarse de que él no siguiera avanzando mientras la mantenía en la ignorancia.
Debía encontrarse con él regularmente, una perspectiva que le ponía los nervios de punta. El siguiente paso era organizar su próximo encuentro, pero todavía necesitaba recobrarse de la última reunión. Había contado con que su profunda veta caballeresca lo llevaría a ayudarla; ni siquiera en sus sueños más descabellados se había imaginado que él habría cambiado tan diabólicamente como para reclamarle una recompensa.
Incluso esa palabra se había alterado para siempre en sus pensamientos. Ahora le evocaba de manera instantánea algo ilícito. Algo excitante, emocionante, tentador-Seductor.
Sus pensamientos la mareaban; le faltaba el aire. Sólo recordar ese momento en el carruaje, cuando, con típica prepotencia, él posó sus labios sobre los de ella, todavía le daba vértigo. Acordarse de lo que había sucedido a continuación la hacía ruborizar.
De pronto, apartó las visiones mentales y recordó las sensaciones. Resultó peor. Alzó la taza, bebió un sorbo y rogó que nadie hubiese notado su rubor. No se había ruborizado en los últimos cinco años; posiblemente, ni siquiera en los últimos diez. Si de repente empezaba a sonrojarse por nada, le harían preguntas; daría lugar a especulaciones. Lo último que necesitaba.
Enterró implacablemente todos los recuerdos del viaje hasta su casa, y se dijo que no tenía razón de reprenderse por nada; no habría podido impedir lo ocurrido sin haber despertado sospechas.
No tenía sentido seguir pensando en ello, más allá de darle sentidas gracias a su ángel de la guardia: casi había estado a punto de espetarle su nombre cuando la liberó. «Rupert» había andado revoloteando en la punta de su lengua; apenas se las había arreglado para tragarse la palabra. Pronunciarla habría significado el fin inmediato de su farsa: ella era la única mujer más joven que la madre de Gabriel que seguía llamándolo por su primer nombre de pila. Él mismo se lo había dicho.
No sabía por qué era tan terca al respecto; era como seguir aferrada a un tiempo pasado mucho más sencillo. Siempre pensaba en él como Rupert.
«Mi nombre es Gabriel».
Aquellas palabras resonaron en su mente. Mirando hacia las ventanas, reflexionó sobre ello; él tenía razón, ahora era Gabriel, no Rupert. Gabriel contenía al niño, al joven, al hombre que había conocido como Rupert, pero también abarcaba más. Una mayor profundidad, un mayor espectro de experiencia… una reserva mayor.
Al cabo de un momento, apartó de sí aquellos pensamientos, y terminó el té. Como la condesa, debería recordar llamarlo Gabriel, en tanto que como Alathea seguiría nombrándolo Rupert.
Y debería encontrar un modo de limitar las recompensas. Sin duda, Gabriel intentaría protestar.
—Creo que esta mañana deberíamos pasar a ver a lady Hertford —dijo Serena, revisando las invitaciones del día y considerando a Mary y Alice—. Da una recepción y creo que, si os ponéis esos vestidos que nos entregaron ayer, sería una buena ocasión para lucirlos.
—¡Oh, sí! —exclamó Mary—. Empecemos a mostrarnos.
—¿Habrá otras jóvenes allí? —preguntó Alice.
—Naturalmente —respondió Serena, volviéndose hacia Alathea—. Y tú también debes venir, querida, si no me pasaré todo el tiempo teniendo que explicar tu ausencia.
Dijo eso con una sonrisa cariñosa, pero que reflejaba determinación. Alathea le devolvió la sonrisa.
—Por supuesto que iré, aunque sólo sea para ofrecer mi apoyo.
Mary y Alice se alegraron aún más. En medio de una seria discusión sobre cintas, sombreros y redecillas, todas se retiraron a sus aposentos a prepararse para la excursión proyectada.
En verdad se parecía mucho a una misión militar.
Una hora más tarde, de pie en un costado del salón de lady Hertford, Alathea ocultó una sonrisa. Serena había comandado la carga metafórica al campo de la dama, posicionando sus tropas con ojo experto y juicio sagaz. Mary y Alice, olvidada la timidez inicial, estaban charlando animadamente con un grupo de damiselas igualmente jóvenes e inexpertas. Serena se había sentado con lady Chelmsford y con la duquesa de Lewes, quienes también tenían bajo sus alas a jovencitas debutantes en sociedad. Alathea habría apostado una buena suma a que la conversación ya se había desviado hacia qué caballeros levantarían pañuelos arrojados al suelo durante esa temporada.
En cuanto a ella misma, se había quedado tranquilamente a un costado del salón, aunque sabía que estaba siendo examinada por todos. Tal como Serena había anticipado, si no se hubiese dejado ver, se habría cuestionado su paradero, pero ahora que las matronas presentes habían confirmado que la hija mayor del conde —soltera, lo que constituía un misterio, pero ahora jefa del grupo familiar— no se salía para nada de lo previsible y estaba muy a gusto con sus hermanastros y madrastra, al no ofrecer miga para el cotilleo, había sido descartada de la conciencia colectiva.
Lo cual le venía muy bien.
Al finalizar el té, recorrió con la vista el lugar buscando una mesa en la que dejar la taza. Tras descubrir una más allá de la chaise en la que estaba sentada la anfitriona, que conversaba con una de sus invitadas, Alathea se deslizó al lado de la pared y pasó detrás de la chaise para depositar su taza. Estaba a punto de retirarse, cuando las palabras «Central East Africa Gold Company» la dejaron petrificada en el lugar.
Miró fijamente la parte de atrás del cabello crespo y rojo de lady Hertford.
—Un beneficio absolutamente seguro, dijo mi primo, tan convencido que se lo conté a Geoffrey. Le di el nombre del hombre que estaba al frente, pero Geoffrey se puso a carraspear y a arrastrar los pies —explicaba lady Hertford e, inclinándose más cerca de su amiga, bajó la voz—. Puedes estar segura de que le señalé que, con los inesperados costos en los que había incurrido su heredero en Oxford, debería sentirse impaciente por mejorar su situación financiera. Le dije sin rodeos que, este año, Jane no sólo precisaría mejores vestidos, sino también una mejor asignación. Pero ¿acaso eso lo conmovió?
Lady Hertford se sentó tiesa como un atizador, desaprobando a su esposo en cada frase.
—Estoy convencida —dijo entre dientes— de que es sólo porque mi querido primo Ernest lo sugirió, y a Geoffrey nunca le gustó Ernest.
Su amiga murmuró comprensiva y luego cambió de tema, para hablar de sus hijos. Alathea se apartó. Claramente, lord Hertford compartía su reacción respecto de la Central East Africa Gold Company; en su caso, a juzgar por el comentario de lady Hertford, debido a la persona que estaba al frente.
Del otro lado del salón, una viuda rica con turbante le hizo señas; Alathea acudió a su llamada. Con una calma sonrisa, soportó un interrogatorio intensivo sobre su obsesión por el campo y su soltería. Por supuesto que las palabras «solitaria pasada de moda» o «marido» no aparecieron en la conversación.
Una invencible serenidad y una negativa inflexible a dejarse arrastrar le permitieron, finalmente, sacarse de encima a lady Merricks, quien bufaba y la despedía con la mano.
—Desorbitada: ¡eso es lo que eres! Tu abuela habría sido la primera en decirlo.
Con esa observación resonándole en los oídos, Alathea volvió a instalarse al otro lado del salón; se preguntó si se animaría a mencionarle a su anfitriona la cuestión de la Central East Africa Gold Company. Una rápida mirada al semblante redondo y rubicundo de lady Hertford echó por tierra la idea. Era poco probable que lady Hertford tuviese cualquier información fuera de la que ya había divulgado. Más aún, la pregunta de Alathea la sorprendería. Las mujeres de su clase, jóvenes o no, no deberían interesarse en esos asuntos; no se suponía que las damas de su posición supiesen que tales cuestiones existían.
Lo que claramente constituía un obstáculo, porque tampoco podía, por el mismo motivo, interrogar a su señoría.
Alathea le echó un vistazo a la puerta. ¿Se animaría a deslizarse en el estudio de lord Hertford y buscar allí? Se preguntó sobre las probabilidades de encontrar algo útil; si enterarse del nombre del hombre que estaba detrás de la compañía le había bastado a lord Hertford para enfriar su interés, parecía improbable que hubiese necesitado anotarlo.
La posible recompensa no merecía el riesgo de que la sorprendieran husmeando en el estudio de lord Hertford. Podía imaginarse el escándalo que eso podría provocar, especialmente si salían a la luz las razones por las que la encontraban buscando.
¿Y qué pasaría si Gabriel se enterase?
No, tendría que ser paciente. La sola palabra la irritaba… la repetía mordazmente. En cuestiones de la Central East Africa Gold Company era la condesa, y la condesa tenía que depositar su confianza en Gabriel.
La paciencia y la confianza estaban bien, pero tales virtudes de nada servían para calmar su curiosidad o para disipar la convicción de que, si lo dejaba actuar demasiado solo, Gabriel resolvería todo el asunto y se presentaría ante ella para exigir alguna recompensa imposible, o bien se enredaría con algún detalle que lo distrajera, y perdería por completo el hilo de la cuestión. Una u otra cosa eran posibles. Si él siempre había sido el líder, ella siempre había sido su eminencia gris. Ya era hora de reclamar ese lugar.
Estaban en una fiesta en Osbaldestone House. De pie al lado de la silla en la que Serena estaba sentada conversando con lady Chadwick, Alathea escudriñaba la multitud reunida para celebrar el cumpleaños número sesenta de lady Osbaldestone. Para sus planes, el lugar era perfecto.
Dos días habían pasado desde su encuentro imprevisto en Lincoln’s Inn, dos días en los que Gabriel debía de haber investigado al agente de la compañía y el lugar desde donde negociaba. Era hora de que la condesa pidiese un informe.
Ante ella, se encontraba y alternaba la flor y nata de la clase alta. No se bailaba, había sólo un cuarteto de cuerda instalado en una alcoba, luchando en vano para ser oído por encima del barullo. La conversación —el cotilleo y las agudezas— eran las ocupaciones primordiales de la velada, actividades en que descollaba la huésped de honor.
Lady Osbaldestone estaba sentada en una silla de cara al centro del salón. Alathea le echó un vistazo. La anciana golpeó con su bastón contra el piso, luego lo apuntó en dirección a Vane Cynster, en ese momento de pie ante la mujer. Vane retrocedió como refugiándose detrás de la esbelta figura de su esposa. Alathea se había encontrado con Patience Cynster en el parque unos días antes. Patience hizo una serena reverencia a lady Osbaldestone.
Alathea deseó tener un poco más de paciencia; sus ojos buscaron el reloj por tercera vez en diez minutos. Aún no eran las diez en punto; la fiesta apenas había empezado. Los invitados todavía llegaban. Gabriel ya estaba allí, pero era demasiado temprano como para que se materializara la condesa.
Los Cynster estaban allá en masse. Eran parientes de lady Osbaldestone. Alathea estaba observando a dos bellezas, en ese momento acompañadas por el curiosamente poco impresionado Gabriel, cuando unos dedos largos la cogieron por el codo.
—Bienvenida a la ciudad, querida.
Los dedos se deslizaron hacia abajo para enredarse con los suyos y apretarlos brevemente. Alathea se volvió, con una sonrisa resplandeciendo en su rostro.
—Me preguntaba dónde andabas —dijo, dirigiendo una sonrisa de aprecio hacia la figura alta, de cabello y atuendo oscuros, que tenía a su lado—. ¿Cómo se supone que debo llamarte: Alasdair o Lucifer?
El hombre le sonrió, dejando ver al pirata que se escondía detrás de la fachada elegante.
—Ambos nombres estarán bien.
—¿Los dos son adecuados? —preguntó Alathea, enarcando una ceja.
—Hago todo lo que puedo.
—Estoy segura —dijo ella, mirando a través del salón—. Pero ¿qué está haciendo?
Lucifer siguió la mirada de la joven hasta su hermano.
—Guardia. Nos turnamos.
Alathea estudió a las muchachas y captó su parecido.
—¿Son primas vuestras?
—Hmm. No tienen un hermano mayor que las cuide, así que las cuidamos nosotros. Diablo está a cargo, claro, pero ahora no suele estar en la ciudad. Está muy atareado, ocupándose de los acres ducales, de los fondos ducales y de la sucesión ducal.
La mirada de Alathea se posó en la figura alta y llamativa del duque de St. Ives.
—Ya veo.
Diablo le dedicaba una exagerada atención a la dama altanera y dominante que estaba a su lado.
—¿La dama que lo acompaña…?
—Honoria, la duquesa.
—¡Ah! —exclamó Alathea, asintiendo.
La mirada penetrante de Diablo se explicaba. A lo largo de los años, ocasionalmente había conocido a todos los primos de Gabriel y de Lucifer; no tenía problemas para reconocerlos entre el gentío. El parecido familiar era neto: la marca de fábrica era una apostura general, aunque todos eran perfectamente distintos; desde las sorprendentes miradas de pirata de Diablo a la fría gracia de Vane, desde los rasgos clásicos de Gabriel a la oscura belleza de Lucifer.
—No puedo ver a los otros dos.
—No están aquí. Richard y su bruja residen en Escocia.
—¿Su bruja?
—Bueno, su esposa, que en verdad es una especie de bruja. En esos lugares la conocen como la Dama del Valle.
—¿De veras?
—Mmm. Y Demonio está ocupado escoltando a su nueva esposa en una prolongada gira por las pistas de carreras de caballos.
—¿Carreras de caballos?
—Tienen un interés compartido por las carreras. De pura sangre.
—Oh —exclamó Alathea, revisando mentalmente su lista—. De modo que sólo vosotros dos no estáis casados.
Lucifer la miró con los ojos entrecerrados.
—Et tu, Brute?
Alathea sonrió.
—Sólo ha sido una mera observación.
—La mía también, o me vería tentado a señalar que quienes viven en un invernadero no deberían arrojar piedras.
—Sabes que decidí que el matrimonio no es para mí —dijo Alathea, sin que su sonrisa flaqueara.
—Ya sé que me lo dijiste… Lo que nunca entendí es por qué.
—No importa —dijo ella, meneando la cabeza. Su mirada volvió a las dos bellezas rubias que charloteaban alegremente, ignorando de manera estudiada la indolente presencia deliberadamente intimidatoria de Gabriel a apenas unos metros de ellas—. Esas primas vuestras, ¿son gemelas?
—Sí. Esta es su segunda temporada, pero sólo tienen dieciocho años.
—¿Dieciocho? —dijo Alathea, mirando a Lucifer y luego volviendo la vista a las muchachas para revisar sus vestidos a la moda, un poco más elegantes que lo permitido a una joven en su primera temporada y sus peinados más sofisticados, así como la seguridad de sus gestos. Al considerar a Gabriel que las vigilaba como un ángel potencialmente vengador, Alathea meneó la cabeza—. Entonces ¿qué hace él ahí? Si tienen ya dieciocho… ¿por qué…? —Y se volvió para mirar a Mary y a Alice, quienes estaban hablando cerca de allí—. Alice sólo tiene diecisiete.
—¿Alice…? —exclamó Lucifer, volviéndose para observar a Mary y a Alice—. Dios santo… No me había dado cuenta de que estuviesen aquí —agregó, frunciendo el ceño y mirando hacia sus primas—. ¿Me disculpas?
Sin esperar respuesta, se encaminó hacia Mary y Alice. No le costó esfuerzo alguno separarlas del grupo en que se encontraban. Cruzó el salón con una de cada brazo, mientras Alathea observaba. La pregunta sobre lo que estaba haciendo se esfumó de la mente de la joven cuando la respuesta se hizo presente: Lucifer presentó a las hermanas de Alathea a sus primas y, un momento después, se escabulló del círculo que formaban las cuatro muchachas, rodeado ahora por un grupo sumamente seguro y respetuoso de jóvenes caballeros.
La mirada autocomplacida que observó en Lucifer cuando este se mezcló con la muchedumbre hizo que Alathea meneara la cabeza, no tanto con sorpresa, sino más bien con resignación. A menudo le había tocado ser el objeto de la protección de los varones Cynster, de modo que reconocía el impulso. Sabiendo que se suponía que debía aprobarlo —a pesar de no estar del todo segura de hacerlo—, sonrió en respuesta a la mirada interrogadora de Lucifer.
Este fue derecho a donde estaba Gabriel. Con discreción, Alathea se unió al grupo de Serena, reunido alrededor de lady Osbaldestone. Con el rabillo del ojo, observó a Lucifer explicar su nuevo arreglo; Gabriel asintió y le pasó la guardia a Lucifer. Lucifer puso mala cara, pero aceptó, tomando el lugar de Gabriel al lado de la pared.
Alathea le dirigió una mirada al reloj. Perfecto. Las maniobras de Lucifer iban a resultar inesperadamente útiles; se sintió segura de que, durante la próxima hora, podría confiar en él y en sus bellas primas para mantener felizmente ocupadas a Mary y Alice. Y ahora, no había tiempo que perder…
Majestuoso, aunque bien integrado en la rutilante escena, el mayordomo de lady Osbaldestone se abrió paso entre la multitud. Se detuvo ante Gabriel y le presentó una bandeja de plata. Gabriel tomó una nota de la bandeja y le indicó con un gesto al mayordomo que se retirase. Abrió la hoja doblada, le echó un vistazo; luego volvió a doblarla y la deslizó en su bolsillo.
Todo el procedimiento no había durado más de un minuto; a menos que alguien hubiese estado observando específicamente a Gabriel, en la aglomeración, nada se habría visto. Nada en su expresión traicionaba sus pensamientos.
Confiando en que él seguiría las instrucciones de la nota, Alathea miraba hacia otro lado, prestando atención a Serena y a sus vecinos, hasta que fuera el momento de la próxima jugada.
Llegó a la glorieta cinco minutos antes, ya casi sin resuello. Se dijo que se debía a las prisas, porque había corrido mientras observaba en todas direcciones al mismo tiempo para asegurarse de que nadie la hubiera visto escabullirse. La presión que sentía en sus pulmones nada tenía nada que ver con el hecho de que estuviese por encontrarse con Gabriel —no con Rupert, sino con su álter ego mucho más peligroso—, nuevamente en la oscuridad de la noche.
Folwell había estado aguardando, como se le había indicado, entre los densos arbustos que bordeaban el camino de los carruajes. Había traído la capa de Alathea, el velo y los zapatos de tacones altos, así como su perfume especial. Aspirando profundamente —armándose de valor—, Alathea dejó que el aroma exótico envolviese su cerebro. Era la condesa.
Así disfrazada, en realidad se sentía como si fuese otra; no lady Alathea Morwellan, soltera y jefa del grupo familiar. Era como si su anonimato y su perfume seductor sacaran a la luz otro lado de su personalidad; le costaba poco meterse en el papel.
La glorieta estaba ubicada al final del macizo de arbustos (lo recordaba de otros años). Se hallaba lo suficientemente alejada de la casa para salvaguardarla del riesgo de toparse con otros, y rodeada por árboles y plantas trepadoras que velaban la luz, consideración pertinente ya que no podía cambiarse el vestido.
Fuera, crujió la grava. Un repentino estremecimiento la atravesó. Un cosquilleo de excitación le recorrió la piel. De cara hacia el arco de entrada, se irguió, con la cabeza levantada y las manos entrecruzadas firmemente por delante. La expectación recorrió sus venas imperiosamente. Dominó un escalofrío, respiró tensa. Esa noche, estaba decidida a controlarse.
Por el vano de la entrada apareció una silueta negra: su caballero protector que llegaba para rendir cuentas. Era una presencia oscura, intensamente masculina y familiar, aunque al mismo tiempo desconocida. Él se detuvo en el umbral y la localizó en la oscuridad. Dudó y ella sintió la mirada del hombre, que la examinaba. Sintió entonces una inexplicable necesidad de dar la vuelta y huir. Sin embargo, se quedó donde estaba, silenciosa y desafiante.
Él se adelantó y dijo:
—Buenas noches, querida.
Ella era una criatura de noche y de sombra, apenas discernible como una figura más oscura, en el sombrío interior de la glorieta. Gabriel no podía ver nada más que su altura, su velo y su capucha, pero sus sentidos se habían centrado abruptamente en esa figura: estaba seguro de que era ella. Se detuvo directamente ante la mujer y la estudió, consciente del atractivo perfume que emanaba de su piel:
—No ha firmado su nota.
A pesar de no verla, sabía que había arqueado altivamente las cejas.
—¿Cuántas damas le envían mensajes para tener un encuentro con usted en una glorieta oscura?
—Más de las que usted imagina.
—¿Estaba esperando a alguien más? —continuó ella.
—No —respondió Gabriel, y tras una pausa agregó—: La estaba esperando a usted. —Claro que no allí, en Osbaldestone House, en sus propias narices, pero no podía imaginarla sentada tranquilamente en su cuarto de estar esperando que pasara una semana antes de ponerse en contacto con él nuevamente—. Me imagino que le gustaría saber lo que he podido averiguar, ¿no?
Percibió el ronroneo de su propia voz y sintió el recelo de la dama cuando le contestó:
—Es cierto —dijo, levantando el mentón, con una mirada desafiante.
—Swales no vive en la dirección de Fulham Road. Allí hay un pub llamado Onslow Arms. El propietario es un tal Henry Feaggins. Es él quien recibe el correo de Swales.
—¿Feaggins sabe dónde vive Swales?
—No. Swales simplemente pasa por allí cada cierto tiempo. No tenía cartas para él, así que dejé una carta mía, una hoja en blanco. Swales fue esta mañana y la recogió. Uno de mis hombres lo siguió. Swales se dirigió hacia una mansión en Egerton Gardens. Parece que vive allí.
—¿Quién es el dueño de la mansión?
—Lord Archibald Douglas.
—¿Lord Douglas?
—¿Lo conoce? —preguntó Gabriel, mirándola con intensidad.
Ella asintió.
—¿Él es el jefe de la compañía?
Su pregunta respondió la de Gabriel en sentido afirmativo.
—Es poco probable. Archie Douglas sólo se preocupa por el vino, las mujeres y los naipes. Su fuerte es gastar dinero, no hacerlo. Sin embargo… —Se detuvo como para considerar cuánto más debía revelar. Al mirar la cara de esa mujer detrás del velo, admitió para sí que esa investigación era tan de ella como de él, si no más—. Si Swales es el agente de la compañía y está usando la casa de Archie como base, entonces hay una muy buena probabilidad, mejor incluso que el dinero, de que un amigo de Archie, que al parecer reside en su casa en este momento, sea el poder que se oculta detrás de la Central East Africa Gold Company.
—¿Y quién es ese amigo?
—El señor Ranald Crowley.
El nombre cayó como una piedra.
—Lo conoce —afirmó sin preguntarlo.
—Nunca nos hemos visto. Sin embargo, hemos cruzado espadas, financieramente hablando, y sé mucho sobre su reputación.
—¿Qué sabe?
—Nada bueno. Es un truhán con el corazón negro. Se cree que estuvo involucrado en un cierto número de negocios poco limpios, pero, cada vez que las autoridades demuestran algún interés en sus negocios, estos sencillamente se evaporan. Nunca ha habido prueba alguna en su contra, pero en el… digamos, en los bajos fondos del mundo de los negocios, es muy conocido. —Dudó un instante y agregó—: Y muy temido. Se dice que es astuto y peligroso; muchos aseguran que, si la ganancia lo justificase, no le haría ascos al asesinato.
La joven sintió un escalofrío y cruzó los brazos sobre su pecho.
—De modo que es un truhán listo y con el corazón negro —dijo, y tras una pausa añadió—: He oído que lord Hertford declinó invertir en la compañía solamente por «el hombre que estaba al frente».
Concentrándose en ella, Gabriel hizo un gesto desdeñoso y dijo:
—No se preocupe por Crowley; yo me encargaré de la situación. Él alargó la mano en dirección a ella, quien estuvo en sus brazos antes de darse cuenta. Sorprendida por descubrir sus manos sobre el pecho de él, levantó la vista.
—¿Qué…?
Gabriel notó el nerviosismo en la voz de ella, sintió la expectación que la recorría.
—Mi recompensa por localizar a Swales —pidió, sonriendo para sus adentros.
—Nunca he dicho nada sobre recompensas —lo reprendió ella, con la respiración entrecortada.
—Ya sé —dijo él, y la apretó contra sí, apartando el velo; puso sus labios a la altura de los de ella y los rozó prolongadamente una, dos veces… Ella tembló, luego se rindió. Gabriel contuvo la respiración, mientras el vivo y femenino calor de ella se hundía contra su cuerpo endurecido: una caricia tentativa, sugestiva. Con sus labios a milímetros de los de ella, murmuró—: Sin embargo, tendrá que pagar.
No hizo ningún esfuerzo por rechazarlo: reclamaba sus derechos, sus labios se afirmaban y luego se endurecían sobre los de ella. Lo recibió, no activa, sino dispuesta a seguirlo, con sus reacciones como un espejo en el que se reflejaba el deseo de Gabriel, sus necesidades. Inconscientemente, pulgada a pulgada, sus manos subieron, deslizándose sobre los hombros de él. Ladeó el rostro en una invitación a profundizar su beso.
Eso hizo Gabriel. Ella se hundió en su abrazo y él la estrechó más fuertemente, apretándola aún más. El perfume de la dama penetró el cerebro del hombre.
Todo lo que él le pedía, ella se lo concedía, no sólo voluntariamente, sino con una ardiente generosidad que era una invitación al saqueo. Una invitación que él aceptó, pero sin arrebatar nada que no se le entregase libremente. Si él deseaba, ella ofrecía —siempre dispuesta, accediendo—, como si se complaciera en dar. Lo cual provocaba que él deseara más.
Le empujó el velo hacia atrás; con la cabeza de ella echada hacia atrás, ya no había necesidad de sostenerlo. Deslizó la mano hacia abajo, hasta encontrar la abertura de la capa. Como tenía las manos de la joven sobre sus hombros, no podía quitarle la capa, pasándola por los brazos de ella. En lugar de ello, la abrió, deslizando la palma sobre la seda del vestido, por encima de su espalda hasta cogerla por la parte posterior del talle. Sosteniéndola así, puso su otra mano debajo de la pesada capa; cerró ambas manos sobre las caderas de la muchacha y la atrajo aún más.
Ella se entregó sin un murmullo de disconformidad; era tan alta que las caderas de ambos estaban casi a la misma altura, sus muslos contra los de él, el hueco que se producía entre ambos servía de cuna para la erección de Gabriel. La muchacha no dio signo alguno de ser consciente de ello; él tampoco le dio tiempo para pensarlo. Sus labios seguían sobre los de ella, dominando sus sentidos, mientras buscaba placeres más audaces.
Al acercar la mano a los pechos de ella, se preguntó si no había ido demasiado lejos: la descarga que le produjo fue muy real. Instintivamente, la calmó, distrayéndola con los labios, la lengua, con besos progresivamente explícitos, pero no retiró la mano. Instantes después, ella respiró entrecortadamente. Debajo de su mano, sus pechos se hincharon; contra la palma, sintió el pliegue del pezón. Sólo entonces acarició la suave carne, sintiendo su calor y firmeza. Ella sólo llevaba dos capas de seda fina y nada más. La tentación de apartarlas, de bajar la cabeza y de poner la boca sobre la carne dulce de la joven aumentaba a cada instante, con cada respiración compartida.
Gabriel dejó que la compulsión creciera, acariciando, incitando, provocando, hasta que supo que los pechos le dolían de deseo y que quería más. Sólo entonces se ocupó de los minúsculos botones que cerraban su corpiño. Deslizó los dedos por la seda del hombro, buscó y encontró las cintas de la camisa.
Ella sabía lo que él estaba haciendo. Su conciencia, centrada, agudizada, seguía los dedos de él; la fina tensión de los músculos de su espalda se incrementó; luego, mientras él tiraba, se cerró. Suelto el minúsculo lazo, las cintas se deslizaron libres. Gabriel hizo una pausa, aflojando el beso para darle a ella la oportunidad de detenerlo si quisiera. Sabía muy bien que no lo intentaría. Buscó, encontró y volvió a tirar. Los labios de ella temblaron contra los suyos. Suavemente, tiró dejando que la camisa cayera, arrastrando la seda sobre la piel sensibilizada.
Luego, deliberadamente, empujó hacia un lado la seda más pesada del corpiño y, con la mano, frotó alrededor de su pecho, piel sobre piel suave como la seda.
La respiración de ella se volvió entrecortada. Los dedos de Gabriel se afirmaron, obligándola a ahogar un grito.
Volvió sobre sus labios, demasiado hambriento, demasiado necesitado, aun cuando sus sentidos se daban un festín. Nunca había sido tocada, no de la manera en que él estaba tocándola, acariciándola hasta hacerla gemir y aferrarse a él. La piel de ella quemaba; sus pezones, duros como brotes, se entregaban al tacto de él. Era una ingenua sensual, tan generosa con su cuerpo como lo había sido con sus labios, ofreciendo instintivamente cada centímetro. Los ardientes montículos de sus pechos eran un deleite sensual demasiado tentador como para ignorarlo.
Cuando él retiró sus labios, ella murmuró algo incoherente, y echó la cabeza hacia atrás de manera que él pudiera seguir la línea de su garganta, cosa que hizo con cuidado de no dejarle marcas. Lo atrajo la dulce carne que llenaba su mano; bajó la cabeza y oyó que ella sofocaba otro grito.
Fue una advertencia que su experiencia le aconsejaba considerar. Estaba yendo demasiado rápido, empujándola incesantemente por un camino que ella nunca había transitado. De modo que aminoró la marcha, presentándole cada sensación, dejándola asimilar la gloria de cada una antes de pasar a la próxima. Sólo cuando estuvo completamente lista, acercó la boca a uno de los anhelantes pechos. La joven hundió los dedos en los hombros de Gabriel, se arqueó en sus brazos, pero no para separarse. Ardía, y en las manos de él era maleable, la esencia misma de una mujer sensual.
Era fascinante, una hurí, una mujer infinitamente tentadora; disfrutaba su calor, se daba un festín en su prodigalidad, con la certeza de que, con el tiempo, sería suya. No esa noche, sino pronto. Muy pronto.
Cuando por fin levantó la cabeza, ella se apretó contra él, con el cuerpo ardiente de deseo, de necesidad. Él recibió los labios que ella le ofrecía, enorgullecido por su entusiasmo. Dejó que sus manos vagaran hasta sus caderas, encima de la suave ondulación de su trasero, recorrió sus hemisferios, lo acarició luego con astucia hasta que ella dispuso sus caderas sensualmente contra las suyas, buscando de forma instintiva algo que la calmara.
No le dio nada: no era el momento. Tal vez ella fuera extraordinariamente sensible, gloriosamente generosa, pero esa noche sería ir demasiado lejos, demasiado rápido. Era sensualmente ingenua, definitivamente ignorante, aun cuando no debía de ser del todo inocente. El caso era que había conocido sólo a un esposo mucho mayor, quien claramente no la había apreciado en toda su magnitud. Lo seguía a ciegas; él lo sabía. Él, sin embargo, podía prever lo que iba a pasar, cómo se presentaba la situación, cómo se desarrollaban los acontecimientos. Y aunque había rehecho el guión, saltándose algunas lecciones, hasta el punto en que la rendición total de la joven parecía inminente, el momento todavía no había llegado.
Eso le decía su mente fría y calculadora de libertino muy experimentado. Su cuerpo, por desgracia, estaba lejos de esa frialdad y no quería escuchar; la mayor parte de su mente estaba también embelesada con esa maravilla entre sus brazos.
Para comenzar a pensar en dejarla ir, para aceptar que ese interludio de sensualidad desbordada y esa promesa de vertiginosa gloria tenían que llegar a un final no consumado, tuvo que hacer uso de una voluntad de acero y de cada pizca de su determinación. Conquistar su mente, convencer a sus labios, su lengua, sus brazos y manos de que obedecieran fue toda una batalla.
Por fin, logró levantar la cabeza. Respiró hondo, sintiendo sus senos calientes y firmes contra su dilatado pecho, y se tomó sólo un minuto más para sentir su delicioso contacto, la confiada forma que se apoyaba contra él, el suave jadeo de su respiración contra su mandíbula, la embriagadora tentación de su perfume. Para sentirla a ella. La mujer suspiró; una exhalación temblorosa cargada de excitación. Su aliento acarició la mejilla de Gabriel.
Sus brazos masculinos, en vez de relajarse, se afirmaron, giró la cabeza y sus labios buscaron los de ella, olvidando sus propósitos. Ella lo detuvo colocando una mano en su mejilla.
—Suficiente.
Por un instante, Gabriel dudó, porque la orden de ella no concordaba con la manera en que se hallaba, suave y tentadora en brazos de él.
Como si hubiese sentido la colisión entre la voluntad y el deseo, la condesa repitió:
—Ya ha tenido suficiente recompensa.
La tomó de la mano y la retuvo, sin saber muy bien qué haría a continuación. Luego aspiró hondo, le hizo girar la mano y la besó en la palma.
—Por ahora.
Se enderezó, la ayudó a depositar los pies en tierra y la sujetó hasta que estuvo estable.
El primer movimiento de ella fue levantar la mano y, con debilidad, volvió a ponerse el velo. Él distinguía con claridad su silueta; visiblemente aturdida, miró su corpiño abierto. Él se acercó.
—Espere… permítame.
Así lo hizo. Él le colocó la camisa, ató las cintas sueltas y luego cerró el corpiño. El nerviosismo de ella crecía. En el instante en que estuvo abrochado el último botón, volvió a ponerse la capa; luego, echó una mirada alrededor.
—Ah… —Era evidente que le costaba recuperarse. Respiró profundamente para calmarse y, todavía débil, señaló la casa—. Vuelva usted primero.
A pesar de haberla encontrado allí, no estaba dispuesto a dejarla en ese lugar, sola en la oscuridad.
—Caminaré con usted hasta el borde de los arbustos y, una vez allí, iré yo primero.
Por un momento, pensó que ella iba a discutir, pero asintió.
—Muy bien.
Le ofreció el brazo y la mujer lo aceptó; caminando despacio, la condujo fuera de la glorieta.
Nada dijo mientras la conducía por los ventosos senderos, y él pudo pensar en lo cómodo que se sentía en compañía de ella y en su actitud confiada y segura, a pesar de la oscilación sensual de sus nervios, que no necesitaba recurrir a la pantalla protectora de la conversación. Ahora se daba cuenta de que ella no hacía comentarios insustanciales. El palabrerío sin sentido no era el estilo de la condesa.
Alcanzaron el último seto y se detuvieron. Escrutó el rostro velado de la mujer y luego inclinó la cabeza.
—Hasta la próxima.
Se dio la vuelta y atravesó el prado.
El pulso de Alathea seguía desbocado y su cabeza continuaba girando. Observó cómo su caballero de hombros anchos se dirigía a la casa y vio cómo su silueta se recortaba contra las ventanas iluminadas. Subió los peldaños de la terraza y entró en la casa sin haber mirado ni una vez hacia atrás.
Retrocedió hacia la oscuridad y esperó durante un buen rato, mientras su piel febril se enfriaba, mientras los latidos de su corazón se regularizaban, mientras la excitación que se había apoderado de ella —la audacia, la compulsión y ese deseo terriblemente salvaje y licencioso— menguaba. Intentó pensar, pero no pudo hacerlo. Por fin, pegada a las sombras, desando el sendero de los carruajes.
Folwell estaba esperándola. Alathea le entregó la capa y el velo, y se cambió de zapatos. El mozo de cuadra se escabulló al carruaje, llevándose el disfraz de la joven. Otra vez ella misma —al menos en apariencia—, volvió a entrar en la casa por una puerta lateral y se encaminó hacia los aseos.
Afortunadamente, no se trataba de un gran baile; el aseo estaba tranquilo. Sentada ante una mesa provista de un espejo, ordenó agua caliente y una toalla, y se lavó las muñecas, las sienes y el escote, eliminando todo rastro del exótico perfume de la duquesa. Luego pidió agua fría, mojó una punta de la toalla y, cuando no miraba ninguna otra dama, apoyó la compresa sobre sus labios hinchados.
No se atrevió a mirar, pero estaba segura de que él debía de haberle dejado alguna marca. Que la había quemado, o eso fue lo que sintió. Gracias a Dios nada se veía por encima de su escote. Sólo con pensar en la boca de Gabriel sobre sus pechos se acaloró. Sentía aún la caricia de sus manos; deseó que todavía estuviesen allí.
En el espejo se topó con sus propios ojos. Se miró fijamente durante algunos instantes, luego sonrió. Apartó la mirada, y volvió a hundir la toalla en el agua fría; después de una nueva mirada furtiva a su alrededor, volvió a aplicársela sobre los labios aún enrojecidos. No era su costumbre engañarse a sí misma; no tenía sentido simular que no sabía que él iba a pedirle su recompensa cada vez que revelara nuevos hechos, y las probabilidades de que lo hiciera eran muchas. Ella había ido hasta la glorieta sabiendo que sus protestas posiblemente serían demasiado débiles para impedirle obtener todo lo que deseara.
En eso no se había equivocado, pero era demasiado tarde para lamentarse. En verdad, no estaba segura de querer hacerlo.
Sin embargo, eso no alteraba el hecho de que ahora estaba metida en un buen lío.
Gabriel creía que estaban jugando a un juego en el que él era un experto consumado, pero al cual ella nunca antes había jugado. Conocía algunas de las reglas, pero no todas; sabía cuáles eran algunos de los movimientos, pero no los suficientes. Ella era la que había comenzado la farsa, pero ahora era él el que se había hecho cargo del control y quien corregía el guión por ella pergeñado, asignándole un papel a la medida de sus necesidades. A la medida de sus propios deseos.
Trató de sentir el fastidio adecuado, pero pensar que él la deseaba le impidió conseguirlo. Todo aquello la intrigaba, la atraía. Ninguna serpiente había sido jamás tan persuasiva; ninguna manzana, tan tentadora.
Ningún caballero, tan irresistible en sus exigencias.
Eso último la hizo suspirar: cambiar de dirección resultaba imposible. Había comenzado con la farsa; tenía que interpretar su papel. Sus opciones estaban severamente limitadas.
Revisó sus pensamientos; luego, con su calma habitual, decidió que, cuando estuviese a solas con él, no sería lady Alathea Morwellan, sino la condesa misteriosa. Gabriel había besado a la condesa y había sido la condesa quien había respondido.
No ella.
No había daño alguno; nadie saldría dañado.
Bajó la toalla. Consideró que sus besos —y el resto de ella— habían resultado una recompensa muy satisfactoria para él. Había sentido su hambre —su apetito voraz— y estaba segura de que no se trataba de algo prefabricado. La interacción entre ambos no lo había herido en modo alguno y, aunque podría ser inquietante —incluso reveladora—, tampoco a ella le había hecho mal.
Y el hecho de que sus besos alcanzaran para satisfacer a uno de los más exigentes amantes de la alta sociedad era una pluma invisible que exhibir orgullosamente en su sombrerito de soltera, el que llevaría el resto de su vida.
Se concentró de nuevo en el espejo, inspeccionó críticamente su rostro y labios. Casi normales.
Frunció los labios con ironía. Imposible hacerse la hipócrita y simular que no lo había disfrutado, que no había sentido un estremecimiento, la mayor excitación de su vida. En esos largos minutos en que él la tuvo en sus brazos, se sintió una mujer completa por primera vez en su vida; él le hizo sentir cosas que nunca antes había sentido, compulsiones desconocidas. Tenía veintinueve años, estaba para vestir santos, no había duda de que era una solterona. Pero en sus brazos no se había sentido vieja en absoluto; se había sentido viva.
Llevada por la necesidad, había dejado de lado toda esperanza de saber alguna vez lo que era tener un hombre. Tenía sus anhelos, pero los había guardado bajo llave, diciéndose que nunca podrían ser colmados. Y nunca lo habían sido; no todos, no ahora. Pero si, mientras protegía una vez más a su familia, se presentaba la oportunidad de experimentar un poco de aquello de lo que se había privado ¿no era justo que lo hiciera? ¿Sabía que estaba jugando con fuego? ¿Tentando al destino más allá de los límites de toda cordura?
Dejó la toalla y se quedó mirándose a los ojos. Luego se puso de pie y se volvió en dirección a la puerta.
No podía darle la espalda a su familia, lo cual significaba que no podía alejarse de Gabriel.
Lo deseara o no, estaba atrapada en su propia farsa.