VEINTE minutos después de la medianoche, Gabriel estaba delante de la puerta de roble que protegía las oficinas de Thurlow y Brown, y estudiaba el viejo cerrojo. Al cruzar el silencioso patio, no había visto a nadie. Brillaba la luz en unas pocas ventanas, detrás de las cuales había empleados que, se suponía, trabajaban de noche; las oficinas de abajo estaban ocupadas, pero nadie lo había oído colarse por las escaleras.
Tanteó en sus bolsillos buscando la ganzúa que había traído, adecuada a un cerrojo tan grande. De manera simultánea, sin pensarlo, probó la puerta, haciendo girar el picaporte. La puerta se abrió sin problemas.
Gabriel se quedó mirando la puerta, el cerrojo que había quedado abierto, e intentó imaginarse al viejo empleado cerrando y marchándose a casa sin echar el cerrojo.
La escena era poco convincente.
No vio luz alguna por la rendija que había entre la puerta y la jamba. Abrió la puerta un poco más. Más temprano, ese día, se había abierto sin ruido. El área de la recepción y la oficina que la seguía estaban a oscuras. Sin embargo, en la oficina al fondo del pasillo brillaba una pálida luz.
Al cerrar la puerta, Gabriel aflojó el pestillo. Apoyó el bastón al lado de la puerta y se detuvo, dejando que los ojos se acostumbraran a la oscuridad más espesa, y observó la posición de la puerta de madera de la reja del sector de la recepción, a través de la cual entraban los clientes a las oficinas.
Esa puerta también se abrió sin ruido.
Con sus pisadas amortiguadas por la alfombra, se abrió paso silenciosamente por el pasillo y se preguntó si era remotamente posible que el señor Brown, sin «e», estuviese trabajando tan tarde. La luz ocasionalmente temblorosa debía de proceder de una lámpara puesta muy baja; la lámpara también estaba al parecer cubierta por una pantalla; la luz del cuarto, alejada de las ventanas, pertenecía tal vez al escritorio de Brown. Detenido en el umbral, Gabriel escuchó, y oyó el sonido regular de las páginas al ser pasadas. Luego sonó el suave golpe de un libro que se cerraba y de papeles revueltos. A eso siguió un sonido diferente, que identificó como el de papeles y libros que se guardan en una caja de hojalata y, finalmente, el ruido de la caja que se cerraba.
Se abrió otra caja. Un segundo después, oyó volver más hojas, de manera constante, apresurada. No parecía ser el señor Brown.
Sin poder contener la curiosidad, Gabriel atravesó el umbral en dirección al espacio oscurecido que creaba la puerta entornada y miró por la rendija.
Una figura alta, con capa y capucha puestas, estaba parada ante un gran escritorio, revolviendo unos papeles que sacaba de una de las cajas que había encima del mueble. Las manos enguantadas y la curva de la mandíbula, que se revelaba fugazmente cuando agachaba la cabeza cada vez que ponía los documentos en dirección a la luz para poder verlos, la delataban. La lámpara estaba sobre el escritorio, a su izquierda, con el gran libro de contabilidad colocado a su alrededor para que hiciese las veces de pantalla.
Repentinamente consciente de la tensión de sus músculos —la cual no había advertido hasta entonces—, Gabriel se echó hacia atrás contra la estantería de libros y reflexionó.
Esperó hasta que ella revisara metódicamente todo el contenido de la caja que tenía abierta y volviese a colocar todos los papeles en su lugar. Entonces estiró la mano y empujó la puerta. La puerta crujió.
Ella ahogó un grito. Los papeles se desperdigaron. Como una ráfaga, se colocó el velo y se dio la vuelta tan rápidamente que, a pesar de estar muy cerca, él no pudo verle la cara. Con una mano sobre el pecho y la otra aferrada al borde del escritorio contra el que se había vuelto, la condesa lo miró desde el anonimato más profundo, como cuando se encontraron en Hanover Square.
—Oh… —Su voz flaqueó como si no tuviese certeza del registro que debía asumir; luego, con un esfuerzo obvio, recuperó el aliento y, en el mismo tono bajo de voz que él podía recordar, agregó—: Es usted.
—Como puede ver —dijo Gabriel, haciendo una reverencia.
La mujer continuó mirándolo fijamente.
—Me ha dado… un buen susto.
—Le pido disculpas, pero no esperaba encontrarla aquí —le contestó saliendo de entre las estanterías y avanzando. Se detuvo frente a ella, estudió el brillo de sus ojos detrás del velo, y deseó que este fuera aún más fino—. Se suponía que era yo el que tenía que localizar al señor Thurlow y al señor Brown. ¿Cómo supo usted que estaban aquí?
Ella respiraba agitadamente, su mirada fija en el rostro de él. Luego miró hacia otro lado. Con un paso a un lado, se deslizó de donde había quedado atrapada, entre él y el escritorio, y se dio la vuelta suavemente para quedar de espaldas a él.
—Tuve suerte —respondió. Su voz era baja y se hizo más fuerte mientras seguía, juntando los papeles—. Tenía que visitar a nuestro abogado en Chancery Lane y, siguiendo un impulso, entré en el Inn. Vi los carteles, los busqué y los encontré.
—Debería haberlo dejado en mis manos. Quédese en la seguridad de su hogar mientras yo me ocupo —dijo Gabriel, sin saber por qué estaba tan enfadado. Al fin y al cabo, ella era libre. Pero también le había pedido ayuda…
La mujer se encogió de hombros y le contestó:
—Pensé que, ya que los había encontrado, debía ver qué podía descubrir. Cuanto antes localicemos la compañía, mejor. Lo único que necesitamos es su dirección.
Gabriel, para sus adentros, frunció el ceño. ¿El beso que le había dado la última vez había hecho que ella no quisiera volver a verlo? Si era así, demasiado tarde. Pero su nerviosismo al hablarle era una clara señal. Conocía demasiado bien a las mujeres para confundir resistencia con rechazo. Si ella no hubiera estado interesada en él, no habría actuado de esa manera extraña.
—¿Cómo ha entrado? El cerrojo no estaba echado… —Sólo entonces advirtió que las cajas que ella había estado revisando tenían candado. Una estaba abierta, pero…—. ¡Usted sabe abrir cerraduras!
Ella cambió de posición.
—Bueno, sí, es un pequeño talento que tengo —comentó gesticulando.
Gabriel se preguntó cuántos otros talentos ocultaba.
—En todo caso, es un talento que compartimos.
Tomó una de las cajas que ella iba a revisar. Todas estaban marcadas con un apellido. La que cogió él rezaba «Mitcham». Observó la pequeña cerradura.
—Aquí —dijo ella. La miró. Una mano delicada, enguantada en el más fino cuero, le tendió una horquilla—. Es del tamaño apropiado.
Su mano rodeó la de ella mientras cogía la horquilla de entre sus dedos. Abrió la caja en un santiamén. Retiró la tapa y cogió los papeles que había dentro.
—¿Ya ha dado con algo? ¿Algún detalle, nombres u otras referencias a la compañía?
—No. Nada. No hay cajas ni aquí ni en el otro cuarto con el nombre de la compañía. Pero seguramente tiene que haber una caja con sus archivos. Si son clientes, tienen que tener una, ¿no le parece?
—Es de suponer —le respondió Gabriel, mirando la estancia. Confirmó su impresión acerca de los titulares de la firma—. El señor Thurlow y el señor Brown parecen conservadores incondicionales. Si la compañía es cliente de ellos, debe tener una caja.
Codo a codo, buscaron rápida pero concienzudamente. Pasó una hora. Finalmente, la condesa, tras poner los papeles en la última caja, se la entregó a Gabriel para que le pusiera cerrojo diciéndole en un suspiro:
—Nada.
—Aún nos queda el despacho de Thurlow. Esto es solo la mitad —comentó Gabriel, colocando la última caja en la estantería. Tomó la lámpara y le hizo señas de que lo siguiera.
Ella ya había cerrado y colocado en su lugar el libro de contabilidad que había usado como pantalla. Dio una última mirada al escritorio para verificar que todo hubiese quedado como estaba y salió antes que él.
—¿Estaba entornada? —le preguntó Gabriel.
—Sí —respondió, mirando hacia atrás y confirmándole la situación de la puerta—. Así, tal cual.
En la oficina de Thurlow, acomodaron el lugar donde iban a trabajar —limpiaron el escritorio y colocaron la lámpara con un libro a modo de pantalla, como lo habían hecho antes— y comenzaron. Buscar documento tras documento alguna mención a la Central East Africa Gold Company era un trabajo lento y agotador. La oficina de Thurlow contenía más cajas que la de Brown. Las estanterías eran más altas.
Gabriel iba revisando la mitad de una caja cuando escuchó un «¡Oh!» ahogado. Tuvo el tiempo justo para dejar caer los papeles que tenía, cruzar la oficina en dos grandes zancadas y atrapar la pila de cajas que se tambaleaban sobre la cabeza de la condesa.
Ella era suficientemente alta como para alcanzar el estante superior, pero en esa oficina no había podido coger las cajas, sólo las tocaba. Estirándose al máximo, había logrado tantear la pila de cajas al borde de la estantería, pero estas se habían inclinado y comenzaban a deslizarse.
Gabriel consiguió cogerlas por encima de su cabeza, rodeándola con los brazos y atrapando con sus hombros los de ella. Ambos se quedaron quietos, sosteniendo las cajas de latón para que no cayeran al suelo con estrépito.
Los separaba menos de un centímetro.
Pudo sentir cómo el perfume de ella envolvía sus sentidos. Su calor femenino, recubierto por una carne suave y sensual, lo martirizaba. La necesidad de acortar la distancia que los separaba, de sentirla contra él, se volvió acuciante.
Notaba el pulso precipitado de la mujer, el repentino nerviosismo que se había apoderado de ella. Oyó su respiración entrecortada, sintió su incertidumbre…
Inclinando la cabeza, tocó con sus labios la sien velada de la mujer. Ella se quedó quieta; la tensión que la había dominado cambió de golpe de lo físico a lo sensual: de haber quedado físicamente paralizada, pasó a tambalearse al borde de un precipicio de sensualidad. Gabriel cerró la brecha que los separaba hasta apoyarse en ella, tocándola pero no apretándola. Desplazó sus labios por la sien de la dama, recorrió la línea de su cabello recogido, hundió la cabeza y siguió la curva de su oreja, deslizando luego los labios para incitar y estimular la parte sensible del lóbulo.
Hábilmente la tentaba a que se relajase y se apoyase contra él. El velo de seda se movía debajo de sus labios, como una caricia secundaria. La condesa contuvo la respiración en un tembloroso sollozo. Él inclinó la cabeza y recorrió la larga línea de su garganta hasta que, por fin, ella exhaló el aire. Tímidamente, lista para escabullirse ante el menor avance, dejó que sus hombros descansaran sobre el pecho de él.
Sonriendo interiormente por su triunfo, Gabriel levantó la cabeza y besó suavemente su cuello, alentándola a que levantase la barbilla hasta que finalmente ella se echó hacia atrás. Las cálidas curvas de su espalda se hundieron de manera más clara contra él.
Él quería mucho más, pero sus manos estaban presas de las cajas que todavía sostenía en alto y no se atrevía a romper el hechizo. Ella se avenía a recibirlo, pero era tan espantadiza como una yegua no acostumbrada a la mano del hombre. De modo que él siguió acariciándola sin complicarla, de manera directa, sin intimidarla, y a medida que pasaban los segundos, ella se hundía más contra él. El sutil calor de la condesa fluía contra el miembro erecto de Gabriel; estaba excitado, pero se contenía. En su mente, ella era un castillo que él intentaba tomar por asalto; su victoria presente casi equivalía a observar la caída de su puente levadizo.
Poco a poco, ella cedió hasta terminar apoyada por completo contra él. Todavía era presa de una leve tensión, pero se debía más a la fascinada expectativa que a la resistencia. Él le dio un beso más decidido en el hueco debajo de la oreja y oyó su respiración trémula. La sacudió un temblor, seguido por un grito ahogado.
—Se me van a caer las cajas.
Gabriel alzó la cabeza y miró, y sofocó un suspiro. Los brazos de la joven estaban temblando. Él se enderezó; instantáneamente ella hizo lo propio. Gabriel contuvo el aliento. Retrocedió. Con mucho cuidado, ella cambió de posición las manos y aferró las dos cajas de abajo, permitiéndole a Gabriel levantar las tres de arriba.
Bajó los brazos, se movió a un lado, se volvió y, tiesa como un palo, con inconfundible resolución en cada uno de sus movimientos, llevó las dos cajas hacia el escritorio.
Lo dejó con tres cajas de hojalata y un dolor muy definido.
Gabriel las llevó hasta el escritorio y las apiló sobre las cajas de ella, que ya había abierto una. Sin mirarlo, levantó los papeles de la caja y comenzó a revisarlas. Entrecerrando los ojos, él consideró atraerla contra sí; la manera severa y abrupta con que ella volvía las páginas lo disuadió.
Se contuvo y recogió la pila de papeles en la que había estado buscando. Le dirigió a la joven una mirada incisiva. Si ella la vio, no dio signo de ello.
Continuaron la búsqueda en silencio.
Justo cuando Gabriel estaba preguntándose si, tal vez, no se habría equivocado y la Central East Africa Gold Company, por alguna razón desconocida, no había merecido una caja, la condesa se irguió.
—Aquí está.
Gabriel le echó una mirada a la caja; estaba etiquetada «Swales».
Sosteniendo una pila de papeles orientada a la luz de la lámpara, la condesa los estudió rápidamente uno a uno. Gabriel se movió para ubicarse detrás de ella, de modo que pudiese leer por encima de su hombro.
—Estos son documentos que la compañía necesitaba para registrarse, para poder llevar a cabo negocios en la City de Londres —anunció él escrutando la hoja que sostenía la condesa—. Y la compañía es un cliente formal de Thurlow y Brown.
—¿Porque todos esos papeles mencionan a Thurlow y Brown como los representantes?
—Sí. La firma debe de haber sido contratada desde el momento en que la compañía se inscribió en la City. Eso significa que habrá muy pocos documentos legales que lleven indicada la dirección de la compañía.
—Tiene que haber uno —aseguró ella, mirando por encima de su hombro; el velo marcaba sus labios. La mirada de Gabriel estaba fija sobre ellos y la joven se quedó inmóvil; luego, un frágil temblor la sacudió. Desvió la vista y, respirando entrecortadamente, preguntó—: ¿O tendremos que revisar alguna oficina del gobierno para encontrarlo?
No alcanzó a ver la sutil sonrisa en los labios de Gabriel.
—Debería haber al menos dos documentos que contengan la dirección de la compañía —informó Gabriel—. Uno es el registro principal de la empresa, pero ese, muy probablemente, deben tenerlo los propietarios. El otro, sin embargo, es un documento que preparan todos los abogados y notarios, pero del que muchos clientes nada saben.
Extendió la mano y sacó la última hoja de la pila; ella lo dejó hacer. Gabriel la levantó y sonrió:
—Aquí está. Son las instrucciones internas de la firma para contactar con su cliente.
—El señor Joshua Swales —leyó la joven—. Agente de la Central East Africa Gold Company, a cargo del señor Henry Feaggins, Fulham Road, 142.
Releyeron los nombres y la dirección; luego Gabriel retornó la hoja a la caja. Tomó la pila de manos de la condesa, y revolvió entre los papeles.
—¿Qué está buscando?
—Me pregunto si tendremos la suerte de encontrar la lista de inversores… o una lista de pagarés que la firma tenga preparados…, pero, no —añadió, frunciendo el entrecejo y volviendo a apilar los papeles—. Sean quienes sean, demuestran ser muy cuidadosos.
Ella sostuvo la caja mientras él volvía a colocar los papeles en su interior; luego Gabriel la cerró. Ella lo siguió hasta los anaqueles, cargada con las otras cajas. Gabriel las colocó en el orden correcto y luego se volvió para descubrir que ella ya estaba de nuevo ante el escritorio, ordenando las cosas, enderezando el secante, volviendo a alinear todo.
Tras echar un último vistazo a la estancia, Gabriel alzó la lámpara y preguntó:
—¿De dónde ha sacado esto?
—De la mesita de allí atrás.
La mujer lo condujo. Gabriel colocó la lámpara en la mesita que le indicó y luego esperó a que ella pasara por la puerta de la reja para bajar la mecha. La luz se apagó.
—Esperemos que el empleado no sea de los que controlan el nivel de aceite de su lámpara —murmuró, mientras iba desde el escritorio del empleado a la puerta.
La joven no respondió, y esperó en la puerta.
Gabriel abrió y recogió su bastón. Ella pasó y él la siguió; cerró la puerta y, luego, se agachó para hacer girar las pesadas clavijas del cerrojo. No era tarea sencilla. Por fin lo logró.
—Por Dios, ¿cómo lo ha conseguido? —le preguntó a la dama enderezándose.
—Con dificultad.
Por cierto, no con una horquilla para el pelo. Picado en su curiosidad, la siguió escaleras abajo. Los tacones de ella retumbaban sobre la piedra. Cruzar los adoquines en silencio iba a ser imposible. Al pie de la escalera, cogió la mano de la dama y la posó sobre su manga. La condesa lo miró sorprendida, o eso supuso él.
—Me imagino que su carruaje la espera.
—En el extremo más alejado del parque.
—La escoltaré hasta allí.
En esas circunstancias difícilmente podría discutirle, aunque Gabriel sabía que ella consideraba hacerlo. Pero si lo hubiera intentado, él le habría informado de que, gracias a las cinco cajas de hojalata, ahora tenía más oportunidades de ir volando hasta su carruaje que de despedirlo con nada más que palabras.
Había reglas para todo tipo de compromisos, en la seducción como en la guerra; él las conocía todas y era un maestro consumado en explotarlas para su propio provecho. Pasados los primeros encontronazos, las damas con las que había tenido algo que ver habían terminado por conceder que su explotación también las beneficiaba a ellas. En última instancia, la condesa no se quejaría.
Salieron, cruzando abiertamente el patio. Gabriel sintió los dedos de la dama estremecerse nerviosamente sobre su manga y, luego, calmarse. Echó una rápida mirada a su rostro velado y luego escrutó sus formas cubiertas por la capa.
—Parece una mujer que acaba de enviudar, pero que, sin embargo, tiene una buena razón para visitar tarde el Inn.
La dama le echó una mirada; luego, asintió ligeramente y alzó la cabeza.
Tras admirar la imperiosa inclinación del mentón de la condesa, Gabriel miró hacia adelante. Era una actriz de primera: ahora no dejaba traslucir ni pizca de temor. Si debía tener una mujer de compañera, estaba contento de que fuese ella. Podía pensar, abrir cerrojos con una horquilla y tomar parte de una farsa: todos puntos a favor. A pesar de la irritación inicial al hallarla en el estudio, ahora se sentía muy satisfecho del papel que ella había desempeñado.
Desde luego que se impondría y se aseguraría de que no volviera a implicarse en más búsquedas nocturnas, pero eso tendría que esperar hasta después de que dejaran atrás al portero que daba cabezadas en su garita, al lado del portón. Con la cabeza en alto y la espalda derecha, la condesa pasó como si el portero no existiese. El hombre se tocó la gorra respetuosamente, luego bostezó y volvió a repantigarse en su banco.
Continuaron caminando. Entre las sombras de los inmensos árboles del parque, esperaba un pequeño carruaje negro. El cochero, encorvado sobre las riendas, los vio acercarse.
Gabriel se detuvo junto al carruaje y abrió la puerta.
La condesa retiró la mano.
—Gracias por…
—Un instante —la interrumpió él, cogiéndola de la mano para ayudarla a entrar en el coche. Sintió la sorprendida mirada de la mujer, que accedía. Cuando estuvo sentada, Gabriel se dirigió al cochero—. Brook Street, apenas pasado South Molton.
Con esas palabras, entró al carruaje de la condesa y cerró la puerta. La mujer se le quedó mirando pasmada cuando él se sentó a su lado. El carruaje se había puesto en movimiento.
Al cabo de un momento de tenso silencio, dijo:
—No sabía que me había ofrecido a llevarlo.
Gabriel contempló su rostro velado.
—No dudo de que lo habría hecho… Decidí ahorrarle la molestia.
Oyó una risa ahogada, inmediatamente reprimida. Con los labios curvados, miró hacia delante.
—Al fin y al cabo, tenemos que considerar nuestro próximo movimiento.
Él ya había planificado varios: todo podía intentarse en un carruaje cerrado que atravesaba la noche.
—Ya lo creo —dijo ella, con voz serena.
—Pero, en primer lugar, hay algo que quiero que quede claro desde el principio. Usted me pidió ayuda y yo accedí a dársela. También me hizo prometer que no trataría de conocer su identidad.
—¿Ha cumplido? —inquirió ella, sobresaltada.
El desenfado de Gabriel desapareció.
—Lo prometí. Así que he cumplido. —Cada palabra sonaba medida; cada frase, firme—. Pero si quiere que siga jugando su juego, si vamos a continuar con nuestra alianza para salvar a los hijos de su marido de la ruina, usted tendrá que prometer que acatará mis reglas.
Ella se mantuvo en silencio durante unos cincuenta metros. Luego preguntó:
—¿Sus reglas?
Gabriel podía sentir la mirada de la mujer a un lado de su rostro; él mantuvo la vista al frente.
—¿Y cuáles son esas reglas suyas?
—Regla número uno: debe prometerme que nunca volverá a proceder sin que yo lo sepa.
La mujer preguntó, levemente agitada:
—¿Sin que usted lo sepa?
Gabriel escondió una sonrisa cínica; ya había tratado lo suficiente con mujeres para no usar la palabra «permiso».
—Si usted y yo procedemos con independencia, especialmente en un asunto tan delicado como este, es muy probable que nos crucemos, con efectos desastrosos. Si tal cosa sucede y revelamos nuestros intereses a la compañía demasiado pronto, entonces todos los esfuerzos que usted hizo habrían sido en vano. Y usted no está lo suficientemente al corriente de cómo funcionan las cosas en la City para apreciar todas las ramificaciones que podríamos descubrir; al fin y al cabo, por eso buscó mi ayuda.
La mujer no tuvo la usual cautela femenina de guardar silencio; nuevamente, exigía calcular, considerar. Cuando se balanceaban girando en una esquina, preguntó:
—Esas reglas…, ¿cuáles son las otras?
—Sólo hay dos… Ya le he dicho una.
—¿Y la segunda?
Gabriel se volvió y la miró.
—Por cada parte de la información que reunamos, voy a exigir una recompensa.
—¿Una recompensa? —preguntó con cautela. Él reprimió una sonrisa rapaz.
—Una recompensa: un pequeño obsequio que, como prueba de agradecimiento, se da por los servicios prestados.
Ella sabía precisamente lo que quería decir. Al cabo de un instante, se aclaró la garganta y le preguntó:
—¿Qué recompensa quiere?
—Por ubicar a Thurlow y Brown… un beso.
Se quedó quieta, tan quieta que Gabriel se preguntó si la había escandalizado. Ella sabía muy bien quién y qué era él. Desde detrás de su velo lo miraba fijamente, pero no dejaba traslucir nerviosismo alguno: sus manos estaban cruzadas sobre su regazo, quietas.
—¿Un beso?
—Hmm… —Esta vez no pudo dejar de curvar los labios ni reprimir el seductor ronroneo que se había colado en su voz—. Sin el velo. Quíteselo.
—No.
Calma absoluta.
Con arrogancia, enarcó las cejas. Ella se enderezó en el asiento.
—No. El velo… Yo…
Él suspiró con resignación.
—Muy bien.
Antes de que pudiese pensar en algún pretexto por el cual negarse de plano al beso, él cogió su rostro con una mano, levantó con el pulgar el velo hasta los labios de ella, y los cubrió con los suyos.
Los labios de la mujer se abrieron en una exclamación de sorpresa; cuando él los atrapó, se quedó quieta. No se quedó paralizada ni sintió pánico; simplemente permaneció sentada, reconfortada y viva, dejando que él hiciera con sus labios a voluntad. Gabriel la hizo inclinar levemente la cabeza; el rostro de ella se mantenía tranquilo, no estaba rígida. Pero no había respuesta cuando él la besaba.
No estaba obteniendo lo que quería, pero sabía que debía ser paciente. La besó con suavidad, moviendo con delicadeza sus labios sobre los de ella, azuzándola con astucia, esperando…
La primera señal de su rendición fue un estremecimiento, penetrantemente dulce, una onda de pura sensación. Sintió un tirón en la respiración de la dama, la creciente tensión de su espalda.
Luego, los labios de ella se movieron, se hicieron firmes debajo de los de él: todavía no ofrecían, pero estaban vivos. Era como una estatua que estuviera cobrando vida, mármol frío que se calentaba poco a poco, un caparazón de piedra que se derretía, dando paso a la carne, la sangre y la vida.
Sostuvo el rostro de ella y aumentó la presión de su beso. Supo que acababa de levantar del regazo una mano enguantada hacia su propia mano. Los dedos de la dama se mantuvieron inmóviles en el aire, a unos centímetros de su mano; luego, muy delicadamente, casi como si no estuviese segura de que la mano de Gabriel fuese real, tocó los nudillos de él.
El tacto vacilante de ella lo estremeció: traía consigo una inocencia asombrada que lo cautivaba, apoderándose de él.
Las yemas envueltas en la piel de los guantes continuaron, recorrieron el dorso de la mano de Gabriel; dudaron por un trémulo instante, luego se posaron. Como una mariposa en el dorso de su mano.
Los dedos de la joven no se aferraban, no tiraban; se limitaban a tocar. Gabriel aspiró —aspiró profundamente su perfume— e intensificó sus caricias. Por una vez en la vida, pidiendo, no exigiendo.
Y ella daba. Por su propia voluntad, inclinaba más la cabeza, balanceándose hacia él, mientras le ofrecía los labios.
Se lanzó como un conquistador que la tomaba, la reivindicaba como propia, pero se frenaba al instante cuando la sentía repentinamente asustada. No estaba acostumbrada a que la besaran. Por más extraño que pareciera, Gabriel lo sabía; ignoraba la causa, pero hacía lo posible para tranquilizarla, para provocarla, para alentarla.
Era una buena alumna; pronto, le devolvía los besos con suavidad, pero sin reservas. Él anhelaba atraerla a sus brazos, pero la experiencia se lo desaconsejaba. El nerviosismo que ella había mostrado antes se explicaba entonces: por la razón que fuese, no estaba acostumbrada. Todo lo que parecía poder asimilar en ese momento eran los labios de él sobre los suyos y su mano en su rostro, de modo que se limitó a eso.
Se dispuso a confundirla y a provocarla, a llevarla a que cediera más, a que buscara más. Cuando, titubeante, ella abrió los labios, él sintió que su asedio había triunfado, pero esa vez tuvo cuidado de sacar ventaja demasiado rápido; lo que equivale a decir que saboreaba cada dulce momento en que la joven se entregaba, cada instante parte de un collar de preciosas sensaciones individuales engarzadas como gemas.
Cuando tímidamente ella tocó la lengua de él con la suya, y luego lenta, sinuosamente lo acarició, Gabriel estuvo a punto de perder la cabeza.
Era como un vino fino: mejor cuando se la saboreaba con lentitud.
Finalmente se separó de ella en el momento en que el coche chirrió al girar en una esquina. Con agitación, estudió los labios de la dama, brevemente iluminados por el destello de una farola. Eran carnosos, intensamente rosados, estaban un poco hinchados.
—Ahora, por averiguar la dirección de Swales…
Los labios de ella se abrieron: si fue para protestar o para invitarlo, él no quiso saberlo. Volvió a cubrirlos. Esta vez se amoldaron con facilidad a los de él, y se abrieron por completo en el momento en que los tocó con la lengua.
No tardarían en llegar a Brook Street. Saberlo lo estimuló a beber con mayor intensidad, a tomar todo lo que ella le ofrecía; luego, a buscar, a indagar, a tentarla a ir más lejos.
Ella se entregaba, no muy fácil ni voluntariamente, con pasos titubeantes por un sendero que —él lo sabía por instinto— jamás había transitado. Nunca antes la habían besado apasionadamente, nadie la había despertado de ese modo. Gabriel se preguntó por el difunto marido de la condesa.
La apretó contra sí, urgiéndola, con labios implacables. La habría llevado lejos, mucho más lejos, pero esa noche ya no había tiempo.
El carruaje disminuyó su marcha y luego se detuvo, balanceándose.
A su pesar, se separó de sus labios. Por un instante, mientras sus respiraciones se cruzaban, se sintió tentado a… Luego, alejó la mano y dejó caer el velo de la mujer. Le revelaría quién era por su propia voluntad. Sería ese un momento que él deseaba saborear.
Se enderezó. Ella se hundió contra el asiento. La dama intentó hablar, pero casi se sofocó; aclarándose la garganta, lo intentó de nuevo:
—Señor Cynster…
—Me llamo Gabriel.
A pesar del velo, sus miradas se fundieron. Se lo quedó mirando, mientras sus senos se agitaban bajo el abrigo.
—Creía que iba a considerar nuestro próximo movimiento.
La mirada de él no flaqueó.
—Créame, ya lo he hecho.
Esperó. Ella no respondió, sino que se lo quedó mirando. Inclinó entonces la cabeza.
—Hasta nuestro próximo encuentro —se despidió Gabriel, alcanzando la puerta—. A propósito, ¿cuándo será?
Al cabo de un instante, ella respondió.
—Me pondré en contacto con usted en un día o dos.
Estaba sin aliento; él escondió una sonrisa triunfante.
—Muy bien —contestó y, con intención, endureció la mirada; ella se quedó clavada en su asiento—. Pero recuerde lo que le he dicho. Deje a Swales para mí.
Aunque no había nada que agregar, esperó. Ella asintió, uno de esos asentimientos crispados:
—Sí. Está bien.
Satisfecho, abrió la puerta y descendió al pavimento. Al cerrar, le hizo una señal al cochero. Las riendas chasquearon; el carruaje se marchó retumbando.
Lo vio alejarse, luego se volvió y subió los escalones, mucho más que meramente satisfecho con los logros de la noche.