Capítulo 21

CHILLINGWORTH dejó a Alathea y a Gabriel en Brook Street.

—Ve directamente a casa —le dijo Alathea a Charlie mientras subía las escaleras al lado de Gabriel sujetándole el brazo y ayudándolo—. No sé cuánto tardaremos. Dile a tu madre que no hay necesidad de que me esperéis.

Gabriel sonreía mientras buscaba la llave de su casa. Podía imaginar la cara de Chillingworth. Había ofrecido, de manera cortés, llevar a Charlie hasta Marlborough House. Eso probablemente lo haría acreedor a otra cuota de la gratitud de los Cynster. Dado que no podían haber estado seguros de cuán incapacitado había quedado Crowley, antes de que Chillingworth le disparara, esa noche las acciones del conde habían crecido de manera considerable.

Charlie dio las gracias, los caballos de Chillingworth pegaron unas patadas y el carruaje siguió su marcha. Deslizando la llave en la cerradura, Gabriel la hizo girar. Mirando a Alathea, abrió la puerta.

Esa, después de todo, pronto iba a ser su casa. Simplemente estaba adelantando un poco las cosas. Sin embargo, no estaba tan loco como para levantarla y cargarla para cruzar el umbral.

En cambio, ella lo azuzó para que entrara, inquieta como una gallina que cuida a sus polluelos.

Chance apareció al final del vestíbulo. Estaba en camiseta, claramente sorprendido de ver que su patrón volvía tan temprano. Cuando vio con quién estaba, miró con ojos desorbitados y comenzó a retroceder silenciosamente.

Alathea lo vio y le hizo señas.

—Tú eres Chance, supongo.

—Ajá —dijo, inclinando la cabeza y acercándose cautelosamente—. Soy yo, madame.

Alathea lo miró fijo y luego asintió.

—Sí, bueno, tu patrón está herido. Quiero que me lleves un bol de agua caliente, pero no demasiado, a su cuarto, y que me traigas ropas limpias y vendas. Y algún bálsamo también. ¿Supongo que tendrás alguno?

Mientras tanto, ella atravesaba el vestíbulo, remolcando a Gabriel.

—Humm —exclamó, retrocediendo ante su avance. Chance miró con aire de impotencia a Gabriel.

—Es lady Alathea, Chance.

Chance hizo una reverencia.

—Encantado de conocerla, madame.

—Ciertamente —contestó Alathea despreocupada por la presentación—. Quiero esas cosas y necesito que me ayudes un momento en el piso de arriba —ordenó, y cuando Chance la miró estupefacto, ella se inclinó hacia delante y lo miró a los ojos.

—Ahora. Inmediatamente.

Chance se echó hacia atrás, tropezándose con sus propios pies.

—¡Oh! Correcto. Enseguida, madame —dijo, y se escurrió por la puerta de paño.

Alathea lo observó marchar, y luego sacudió la cabeza; mientras tiraba de Gabriel en dirección a las escaleras dijo:

—Tus excentricidades no terminan de asombrarme.

Procedió a ayudarlo a subir por la escalera.

Ella no hubiera podido hacerlo sin contar con la voluntad de Gabriel, una muy buena voluntad, a pesar del hecho de que él odiaba ser el objeto de preocupación de una mujer. Estaba dispuesto a aceptar su inquietud, dado que ella iba a tener que hacer alguna afirmación formal: una clara e inequívoca aceptación de su corazón.

Quería escucharlo, pero ella era perennemente obcecada. Animarla a dar rienda suelta a sus sentimientos iba a hacer más difícil que ella cediera, que se plantara ante el último obstáculo. Así que subía las escaleras mansamente, intentando que llegara el momento correcto, dejando que ella pensara que estaba débil. Efectivamente, se sentía un poco mareado, aliviado de que se hubiera terminado todo, de que Crowley estuviera muerto y de que ya nada oscureciera su horizonte e impaciente, animado por anticipado como un joven imberbe al darse cuenta de que ella era suya.

Todo lo que necesitaba ahora era escucharla decirlo.

—Aquí —le dijo, deteniéndose frente a la puerta de su habitación e inclinándose contra el marco, dejando que ella girara el picaporte y abriera la puerta.

Sin la menor duda, ella lo hizo entrar, llevándolo hasta la amplia cama. Lo empujó un poco para sentarse a su lado. Sus dedos se dirigieron hacia el improvisado vendaje y miró con impaciencia hacia la puerta.

—¿Dónde está ese hombre?

—Estará aquí en un momento —dijo Gabriel, incorporándose para facilitar que le retirara la chaqueta. Ella se la retiró y prontamente lo hizo acostarse de nuevo para luego desatarle los puños.

Gabriel hizo una mueca como para ocultar una sonrisa. ¿Hasta dónde llegaría si la dejaba?

—¿Te duele?

Enderezando apresuradamente sus labios, negó con la cabeza.

—No.

Miró el rostro de Alathea, y vio en sus ojos, en la preocupación que los llenaba, el amor que nacía.

—No —volvió a decirle mientras le tomaba una mano—. Thea, estoy bien.

Frunciendo el ceño, ella apartó la mano de Gabriel y le apoyó la palma en la frente.

—Espero que no tengas fiebre.

Gabriel tomó aliento:

—Thea…

Chance entró presuroso con un bol de agua, sujeto entre las muñecas, una toalla en un brazo, ropas y un pote de bálsamo en la otra mano.

—¿Está todo lo que ha pedido, madame?

—Sí —dijo Alathea, aprobando con la cabeza—. Tráigame esa mesa más cerca. Y también la lámpara.

—¡Oh! Hay mucha sangre —dijo Chance, mientras movía la mesa. Miró a Alathea—. ¿Tal vez quiera brandy, madame? ¿Para limpiar la herida?

—Una idea excelente —dijo, levantando la cabeza—. ¿Hay por aquí?

Su mirada se dirigió a la licorera del vestidor.

Gabriel se enderezó.

—¡No! Eso es…

—Perfecto —dijo Alathea—. Tráelo aquí.

—Thea… —dijo Gabriel, horrorizado. Observó cómo Chance iba como una flecha hasta el vestidor y volvía con la licorera llena con un brandy francés extraordinariamente añejo—. En realidad, no necesito…

—Quédate quieto —dijo Alathea, mirándolo a los ojos—. Me preocupa que en cualquier momento empieces a delirar. Por favor, déjanos a Chance y a mí ocuparnos. Luego podrás descansar. ¿Está bien?

La miró a los ojos; hablaba en serio. Gabriel se mordió la lengua, le echó una mirada a Chance y luego asintió.

Durante los siguientes quince minutos, soportó sus cuidados conjuntos. Se había olvidado de que Chance tenía razones para querer devolverle su amabilidad. Sentado en silencio sobre la cama, fue acallado por la bondad, la preocupación y el amor. Era agradable, aun cuando sintiera estar embaucándolos.

Con la ayuda de Chance, Alathea cortó en tiras su camisa; luego, suavemente se ocupó de la herida, aparentemente sin inquietarse por la visión de su pecho desnudo. Gabriel se sentía impaciente por modificar eso, pero… Chance todavía estaba en el cuarto. Alathea limpió tiernamente el gran tajo, luego lo lavó.

Gabriel mantenía la mirada en el cabello de Alathea. A pesar de todo lo que había pasado, los tres capullos todavía estaban firmemente en su lugar; eran un reconocimiento a su declaración. No era su intención quitárselos. No lo haría hasta que la promesa de ambos se hubiese concretado en palabras. Muchas veces. Mientras ella estaba preocupada por su brazo, él sentía como si estuviesen ensayando para lo que iba a venir, y pensaba de qué manera era mejor arrancarle las palabras que quería oír sin tocar aquellas flores.

En tanto esperaba que se le secara la sangre del brazo, Alathea se enderezó y se acercó más, con el calor de sus pechos a centímetros de su rostro. Gabriel intentó no respirar, mientras ella investigaba el golpe que tenía en la cabeza.

—Tiene el tamaño de un huevo de pato —dijo, coherentemente horrorizada.

Gabriel cerró los ojos y trató de no quejarse. La tela fría que le puso sobre el chichón ayudaba a mitigar el terrible dolor de cabeza. Sólo había un remedio para el dolor que sentía en la ingle. Cuando finalmente Alathea volvió la atención al brazo con la intención de vendarlo, Gabriel miró fijo a Chance. Este tardó un instante en entender el mensaje. Cuando lo hizo, se mostró asombrado, pero como Gabriel frunció el ceño, el sirviente recogió apresuradamente las ropas, toallas y el bol, y salió por la puerta.

El clic del pestillo coincidió con el instante en que Alathea anudaba el vendaje alrededor del brazo de Gabriel.

—Listo —dijo, y alzó la vista hasta su rostro—. Ahora puedes descansar.

—Aún no.

Gabriel la sujetó por la cintura con las manos y la obligó a recostarse con él en la cama. Su grito de sorpresa fue sofocado cuando rodaron sobre los almohadones y cuando él se colocó encima de ella, atrapándola.

—¡Ten cuidado con tu brazo!

—Mi brazo está perfectamente bien.

—¿Qué quieres decir con que está bien? —preguntó ella, todavía debajo de él.

—Justamente eso. Intenté decírtelo. Es sólo un corte superficial… No parece probable que muera por eso.

—Creí que era serio —observó, con el ceño fruncido.

—Ya lo sé —dijo, inclinando la cabeza, y le mordisqueó los labios—. Era evidente.

Se incorporó sobre ella; la sensación de sus formas largas y flexibles, tensándose debajo de él, le provocaron un afán primitivo de posesión, matizado por el deseo, por la urgencia y por otra emoción casi demasiado viva como para contenerla.

Todavía con el ceño fruncido, apoyó las manos sobre el pecho desnudo de Gabriel.

—Te debe de doler. Te debe de latir la cabeza.

—Duele, pero no es la cabeza lo que me late —dijo, cambiando sugestivamente de posición y empujando sus caderas contra las de ella.

Los ojos de Alathea se abrieron ligeramente, mientras cambiaba de posición debajo de él para recibir su erección en el triángulo de sus muslos. Confirmaba su estado. La mirada que le echó fue arquetípicamente la de la resignación femenina.

—¡Hombres! —dijo y con renovado vigor lo empujó, luchando por sentarse—. ¿Sois todos iguales?

—Los Cynster, sí —dijo Gabriel y rodó a un costado, observándola desconcertado, mientras ella buscaba sus cordones. Volvía a hacerlo: tomaba una dirección que no había previsto. Tardó un instante en entender el cómo y el porqué. Luego, decidió seguirle la corriente. Buscó sus cordones—. Espera. Déjame hacerlo a mí.

Gabriel fantaseó con quitarle el vestido blanco y dorado; en él, fácilmente podía imaginársela como a alguna sacerdotisa, alguna vestal pagana destinada a ser adorada. Mientras le sacaba el vestido por los hombros, la veneró, ungiendo con sus labios cada centímetro de piel sedosa revelado. Ella se estremeció. Sobre ella, se llenó una mano con uno de sus pechos, mientras la carne se afirmaba con el tacto, acalorándose a medida que la amasaba. Alzó la otra mano para cogerle la cabeza, buscando con sus largos dedos los alfileres que le mantenían ajustado el cabello y cuidando de no desplazar las tres flores blancas que adornaban su coronilla y que eran la evidencia de su adoración. Su cabello quedó suelto; los dedos de Gabriel se endurecieron alrededor del pezón. Con un gemido, Alathea dejó caer la cabeza hacia atrás, ofreciendo los labios. Los tomó, glotón, se hartó en su boca, hambriento, consciente de que ya no necesitaba retenerse. Estaba con él. A ambos los guiaba la misma necesidad, un ferviente deseo de contener, de poseer, de asegurarles a sus almas que habían sobrevivido a todo el peligro, sanos y salvos. Degustar el seductor futuro, la libertad de amar que habían ganado.

Los planes de Gabriel degeneraron en una insensata y dulce sucesión de manos buscándose, de gemidos incoherentes y entrecortados, de dulces caricias y besos ardientes, de dedos urgentes y carne trémula. Se desprendieron uno a otro de cada centímetro de tela, contentos sólo cuando yacieron piel contra piel, con las largas piernas entrelazadas, arrebujados bajo un caos de mantas. La atrajo hacia sí, poniéndose sobre ella, rodeándola. Con un solo movimiento, penetró en su interior.

Lo recibió con un grito ahogado, arqueando el cuerpo, tensándose, relajándose, luego derritiéndose en él. Su rendición era implícita. Gabriel se apretó contra ella. Esa noche quería ser categórico. De modo que la cabalgó lentamente, uniéndose a ella en largos y lentos empellones, fusionando sus cuerpos como fusionarían sus vidas, profunda, completamente. Cuando él se hubo levantado sobre ella, ella se apretó contra él, atrapándolo. Él lo consintió y sus cuerpos quedaron en contacto desde las rodillas al pecho. Ella se onduló debajo de él, intercambiando la suntuosidad del terciopelo y de la seda, la gloria de la necesidad femenina.

Él la llenó una y otra vez hasta que ella ahogó un grito y se aferró a él.

Así permaneció él, saboreando su glorioso clímax, disfrutando de su suspiro de saciedad. Esperó hasta que ella se relajó completamente debajo de él. Luego, volvió a cambiar de posición.

Todavía lentamente, sin ningún apuro. Tenía toda la noche y lo sabía. Ni siquiera esto, la gloria de su entrega, iba a distraerlo esa noche.

Pasaron un minuto o dos antes de que ella se meneara, antes de que su cuerpo instintivamente buscara más y encontrara su ritmo constante. Sus párpados se abrieron lo suficiente como para que mirara fijamente a Gabriel. Su lengua le tocó los labios. Él se introdujo más profundamente y ella se arqueó.

Un destello de sorpresa brilló en sus ojos.

Un instante después, Gabriel sintió sus manos trepando, buscando suavemente los planos de su espalda curvada, hasta acariciarle los flancos.

Ella vio su mirada.

—¿Qué pasa?

Su sonrisa parecía una mueca entre sus dientes apretados. Ella era cálida y suave y tentadora debajo de él.

—Quiero escucharte decirlo.

Las palabras eran suaves, graves, pero suficientemente claras. No le preguntó qué era lo que él quería que dijera.

Debajo de su cuerpo, debajo de la continua e incansable arremetida, se meneó.

—Tengo que ir a casa.

Él negó con la cabeza.

—No hasta que lo digas. Te mantendré aquí desnuda y caliente y anhelante hasta que admitas que me amas.

—¿Anhelante? No es…

Gabriel cortó esas palabras con sus labios. Cuando las limpió de su boca y de su cerebro, se echó hacia atrás, incorporándose ayudado por los brazos como para entrar más profundo en su resbaloso calor.

Ella ahogó un grito, jadeó y mordió un quejido. Se retorció un poco.

—Tú… tú lo sabes.

—Sí. Lo sé. Ahora más que antes. Ciertamente ahora lo sé. Después de verte actuar esta noche. Ahora, incluso Charlie y Chillingworth lo saben.

Su estado hacía que ella respondiera lentamente. Lo miró fijo, parpadeando y luego preguntó débilmente:

—¿Qué? ¿Qué es lo que ellos pueden pensar…?

Gabriel no podía sonreír, aunque quería hacerlo. Fue difícil incluso encontrar la fuerza para responderle.

—Casi has matado a un hombre hoy por salvarme y durante las últimas dos horas has estado inquietándote y echando humo por lo que cualquiera sabe que es un poco más que un rasguño. Casi hiciste que Chillingworth tuviera un ataque al hígado.

Alathea deseó poder fulminarlo con la mirada, pero su cuerpo era presa de un dulce calor, sus sentidos estaban muy interesados en la gloria que se construía entre ellos. Su mente colgaba de la cordura de un hilo muy fino.

—No sabía que era un rasguño. Me dejé llevar por el olfato.

—Te dejaste llevar por el amor —dijo bajando la cabeza y encontrando sus labios en un beso cargado de promesas sensuales—. ¿Por qué no lo admites?

Porque sólo esa noche ella pudo entender plenamente lo que ese amor conjunto implicaba. Su alegría compartida se veía confrontada al miedo a la pérdida, a la repentina desesperación que la había asaltado cuando él, su vida, casi había sido asesinado frente a ella. Había mucho más amor del que ella imaginaba. Amar a alguien tan profundamente era algo que asustaba.

Alzando la cabeza, pasó los labios por la mandíbula de Gabriel.

—Si es tan obvio…

Él levantó la cabeza fuera del alcance de Alathea.

—A pesar de que sea obvio, quiero escucharlo de ti.

Él le introducía toda su masculinidad con largos, lentos y lánguidos golpes, para mantenerla excitada, pero no tanto como para dejarla satisfecha. El humor de ella, desafortunadamente, estaba totalmente subyugado por el deseo.

—¿Por qué? —preguntó arqueándose, desesperando por tenerlo más adentro.

—Porque hasta que no lo hagas, no puedo estar seguro de que lo sepas.

Alathea abrió los ojos totalmente y miró a los de Gabriel. Bajo sus párpados pesados no podía detectar el más leve signo de humor. Estaba absolutamente serio. A pesar de todo, a pesar de la forma en que su corazón dolía con sólo mirarlo.

—Por supuesto, te amo.

El conjunto de la cara de Gabriel, sus rasgos, grabados por la pasión pero con una expresión algo controlada, no cambió.

—Bien. Entonces te casarás conmigo.

No había pregunta en esas palabras. Alathea suspiró, luchando por no sonreír. A él no le causaría gracia. Las riendas estaban en sus manos y él estaba conduciéndola directamente hacia la iglesia.

Ni siquiera apreció su suspiro. Seguía dentro de ella, mirándola con gravedad.

—No te irás de esta habitación hasta que estés de acuerdo. No me importa si tengo que tenerte aquí por semanas.

A pesar de sus mejores esfuerzos, finalmente emergió una sonrisa de sus labios, aun sabiendo que la amenaza no era en broma. Él lo haría, si ella lo obligaba.

Era un Cynster enamorado.

Dejando que su sonrisa se hiciera más marcada, alcanzó un mechón de cabello que colgaba de su frente.

—Está bien, te amo y me casaré contigo. ¿Hace falta que te diga algo más para que vayas más rápido?

Ella sólo entrevió su sonrisa victoriosa, mientras él se inclinaba para besarla. Le hizo pagar esa extorsión demandándole más y más.

Casi lo volvió loco de deseo.

Pero valió la pena.

Luego, cuando yacían enredados entre las sábanas, no dormidos, pero demasiado cómodos para moverse, Alathea colocó su cabeza en el hombro de Gabriel y consideró vagamente una vida plena en esa paz.

Porque era paz lo que la inundaba, una indescriptible sensación de haber encontrado su verdadero hogar, su verdadero lugar, su verdadero amor. Era amor lo que la rodeaba y él era suyo, no tenía ya la menor duda. Sólo eso, un profundo y compartido amor, podía llenar su corazón, así, de tal forma que ella no podía imaginar ninguna mayor alegría que yacer desnuda entre sus brazos desnudos, su respiración como un suave resuello en su oído, su brazo pesado sobre su cintura, su mano posesivamente colocada sobre su trasero.

Eran tan parecidos. No tenían que apresurarse respecto de su futuro. Tenían que hacerlo con los ojos abiertos, procurando no pisarse el uno al otro. Ambos tenían que hacer ajustes, eso estaba implícito en la naturaleza de los dos. Sin embargo, mientras ese futuro los llamaba, levantándose como un nuevo sol en el horizonte, ella estaba muy cómoda, muy sensualmente acomodada como para ocuparse de eso ahora.

Ella estaba cómoda, sí, y eso era un descubrimiento. Incluso ahora, cuando era totalmente consciente de la fortaleza que había en ese cuerpo que estaba debajo de ella, en sus brazos musculosos que la abrazaban tan suavemente, en los miembros de acero que la presionaban. Incluso ahora ella estaba relajada, calmada. Consciente del crujiente cabello que yacía bajo su mejilla, exquisitamente consciente de sus piernas peludas que estaban enredadas con las suyas. Consciente hasta el alma de la calidez que había dentro de ella, del firme miembro que se apretaba contra su muslo. La realidad entera la dejó profundamente satisfecha.

Profundamente feliz.

Como una bendición.

Cerró los ojos y disfrutó.

Al final, él se retorció, sus brazos aferrados a ella y la tensión retornó a sus miembros. La atrajo hacia sí y luego apoyó sus labios contra su sien.

—Nunca dejaré que te olvides de lo que has dicho.

Alathea sonrió. ¿Estaba sorprendida, acaso?

—Entonces —dijo, sacudiéndola levemente—. ¿Cuándo nos casaremos?

Habían, aparentemente, llegado a la iglesia.

Abriendo los ojos, Alathea, diligentemente se puso a pensar en casamientos.

—Bueno, están Mary y Esher, y Alice y Carstairs también. Una boda conjunta sería lo mejor.

Su resoplido significó que no.

—Podrán ser tus hermanastras, pero son dulces, inocentes y están repletas hasta estallar de esas usuales nociones románticas. Les tomará meses decidir los menores detalles. No tengo la intención de esperar sus decisiones. Nosotros nos casaremos primero.

Y abrazándola aún más dijo:

—Tan pronto como sea posible.

Alathea sonrió.

—Sí, mi señor.

Su tono burlón la hizo ganarse un dedo en las costillas. Gritó y se retorció. Él tomó aliento. La acomodó de nuevo, su toque convertido en caricia, ociosamente acariciándole las caderas.

—Ya he hablado con tu padre.

Alathea dio un respingo.

—¿Lo hiciste? ¿Dónde?

—Ayer. Lo vi en el establecimiento de White. Ya había arreglado con él los detalles para mandarte las flores.

Su mano siguió con sus lentas caricias, sutilmente tranquilizadoras.

Alathea miró hacia el futuro, el futuro al que él la estaba llevando rápidamente.

—Me van a extrañar. No sólo la familia, sino también los empleados: Crisp, Figgs y el resto.

Las lentas caricias continuaron.

—Estaremos cerca —dijo Gabriel—. A sólo unos pocos kilómetros de distancia. Podrás cuidarlos hasta que Charlie tenga novia.

—Supongo… —Y después de un momento añadió—: Nellie vendrá conmigo, por supuesto y Folwell. Y Figgs es la hermana de tu ama de llaves, después de todo.

—¿La hermana de Tweety?

—Sí. Por eso, seguro que me enteraré si hay problemas.

—Nos enteraremos si hay problemas. Yo también lo querré saber.

Levantó la cabeza para mirarlo a la cara.

—¿De verdad?

Él le sostuvo la mirada.

—Quiero compartir cualquier cosa que pase en tu vida desde ahora.

Ella estudió sus ojos, leyó sus sentimientos para los años por venir en la pregunta que había estado siempre con él: ¿habría podido ahorrarle esos once años si lo hubiera sabido antes, si hubiera abierto sus ojos y la hubiera mirado de verdad?

Ella puso una mano en la mejilla de Gabriel.

—No creo que pase nada serio, si ambos estamos observando.

Estirándose, ondulando licenciosamente en su abrazo, puso sus labios sobre los de él. Él la levantó y la acomodó, puso su estómago contra su rígido abdomen y luego llenó su boca con caricias que la estremecieron hasta la punta de los dedos.

Ella estaba a punto de hervor cuando él se retiró. Acariciando su frente con sus labios, murmuró:

—Tuve fantasías por semanas sobre la condesa y cuándo se me revelaría.

Las palmas de él apenas rozaron la espalda desnuda de Alathea hasta atraparle la nalgas, dejando claro cuánto quería que la condesa se revelara.

—¿Estás decepcionado?

Sus manos se cerraron posesivamente. La cambió de posición, giró sus caderas, con una erección entre sus rizos y apoyada en el abdomen de Alathea. Ella contuvo el aliento.

Él emitió una risita.

—Las revelaciones que tuve eran mucho mejor que cualquier fantasía.

Ella lo miró y él le sostuvo la mirada.

—Te amo —dijo Gabriel.

Las palabras eran simples y claras. Buscó sus ojos y luego sus labios se relajaron.

—Y tú me amas. Es difícil que haya mejores revelaciones que estas.

Alathea puso la cabeza en el hueco de sus hombros, de forma que él no pudiera mirarla mientras las palabras se deslizaban hacia su corazón.

—Todavía no puedo creer que nuestros problemas hayan terminado, que Crowley esté muerto. No necesitamos preocuparnos por él nunca más. No tengo que preocuparme más por las finanzas de la familia.

De manera abrupta, se enderezó y se sentó. Gabriel la retuvo. Ella levantó la cabeza.

—¡Los documentos! Charlie tiene nuestro pagaré, pero todo el resto… Los dejamos en el carruaje de Chillingworth.

Gabriel comenzó a acariciarla de nuevo.

—No te preocupes. Él los cuidará. Te has preocupado mucho durante los últimos once años. No necesitas preocuparte por nada más ahora.

Alathea volvió a sus brazos.

—Eso no será fácil, ¿sabes?

—Estoy seguro de que podré encontrar una buena cantidad de asuntos que te mantengan ocupada.

—Pero tú manejas tu propiedad. No hay nada que yo pueda hacer a ese respecto.

—Puedes ayudarme. Seremos socios.

—¿Socios? —La idea era lo suficientemente extraña como para que ella levantara la cabeza y lo mirara a los ojos.

Él continuó acariciándole la espalda.

—Hmm.

Ella frunció el ceño.

—Supongo…

Dándose la vuelta, se acomodó confortablemente, envolviendo con sus brazos la mano que él tenía en su cintura.

—Puedo llevar los asuntos de la casa. ¿O eso lo hace tu madre?

—No. Claro que lo puedes hacer.

—Y si quieres puedo ocuparme de las cuentas de la propiedad. ¿O lo hace tu padre?

—Papá dejó que me ocupara de los asuntos de la propiedad hace dos años. Ni él ni mi madre siguen involucrados en eso.

—Oh —dijo Alathea—. Entonces somos sólo nosotros dos.

—Mmm. Podemos dividirnos las tareas de la forma en que queramos.

Ella tomó aliento y lo contuvo.

—Quisiera manejar activamente mis propias inversiones. Como lo hice con los fondos de mi familia.

Gabriel se encogió de hombros.

—No veo por qué no.

—¿No? —trató de mirarlo, pero él lo hizo antes—. Pensé que lo desaprobarías.

—¿Por qué? Por lo que sé eres buena en esas cosas. Lo desaprobaría si no lo fueras. Pero si vamos a ser socios en general, no hay razón para que no seamos socios en esa esfera también.

Alathea se relajó. Después de un momento murmuró:

—¿Quién sabe? Hasta puede que seamos amigos después de todo.

Gabriel la abrazó más fuerte.

—¿Quién sabe? Incluso eso. —Era un pensamiento peculiarmente atractivo—. Creo que disfrutaré con eso.

Pasó un momento y luego ella murmuró:

—Yo también.

Haciendo una mueca con la boca, Gabriel la apretó con un brazo, colocando su otra mano sobre la suave curva de su abdomen.

—Dadas las presentes circunstancias, sugiero que nos concentremos en el aspecto más pertinente; es decir, el más inmediato de nuestra asociación.

Ella tomó aliento mientras él deslizaba sus dedos hacia abajo, hurgando entre los rizos para alcanzar la suavidad que protegían. Con un solo dedo, él la atacó. Ella se estremeció.

—Realmente creo que debes prestar más atención a esto.

Con una sonrisa, él rodó y se levantó como para colocarse encima de ella. Ella lo buscó y lo encontró. Ahora le tocaba gemir a él.

—Convénceme.

Esas palabras eran un desafío, precisamente del tipo que ella sabía que deleitaban su alma de Cynster. Él se lanzó a su encuentro, en cuerpo y alma.

Cuando ella estaba ya retorciéndose debajo de él, caliente, lista y ansiosa, él la llenó de un solo y largo golpe. Apoyado por encima de ella, él le miró la cara, mientras con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, se arqueaba y lo tomaba. Sus flores seguían brillando contra su hermoso cabello castaño. Él se retiró un poco y arremetió suavemente de nuevo, para verla aceptándolo, para ver sus flores estremecerse y entonces cambió a un ritmo continuo y fácil, estremeciéndola implacablemente, tomando la ruta más larga hacia el paraíso.

Ella gritó, lo sujetó, pero había una sutil sonrisa en sus labios. Él inclinó la cabeza y chupó un pezón y lo mordisqueó.

—Para el momento en que Jeremy y Augusta hayan crecido, puedo garantizarte que, si cuidas este aspecto de nuestra sociedad, tendrás una tribu propia para sustituirlos.

Sus labios se levantaron levemente. Parecía estar sopesando sus palabras.

—¿Una tribu?

Sonaba intrigada.

—Nuestra propia tribu —gritó Gabriel, mientras ella se apretaba contra él.

Alathea sonrió. Alcanzó su cuello con la mano y condujo sus labios a los de él.

—De acuerdo, siempre y cuando esa sea una garantía de hierro.

La risa estalló en su pecho, erupcionó por su garganta y se derramó sobre ella. Se sacudieron y apretaron, atolondrados como niños. Luego, abruptamente, la risa terminó. Algo mucho más poderoso daba vueltas en torno de ellos, a través de ellos y se cerraba sobre ellos, llevándolos a otro mundo.

Finalmente se durmieron, la ciudad silenciosa a su alrededor, el futuro arreglado, sus corazones en paz.

Alathea se deslizó en los brazos de Gabriel y los sintió cerrarse sobre ella. No importaba lo que les deparara el futuro, lo iban a afrontar juntos, lo iban a manejar juntos, vivir juntos. Eso era un futuro mucho mejor de lo que ella jamás había pensado tener.

Puso sus brazos en torno de él, lo abrazó y luego se relajó, satisfecha con ese abrazo.

A la mañana siguiente, Lucifer se paró en los escalones del frente de la casa de Brook Street y vio la partida de la dama que, para su sorpresa, había pasado la noche calentando su cama. Y a él, levantando una mano y saludándola, mientras el carruaje partía. Volvió hacia el interior, dejando que asomara su victoriosa sonrisa. Ella había sido un desafío, pero perseveró y, como siempre, había triunfado.

El éxito era muy grato.

Revisando dulces recuerdos, se dirigió hacia el comedor. Necesitaba un desayuno.

Por cortesía de Chance, la puerta estaba entreabierta. Lucifer la empujó, abriéndola del todo, con bastante ruido.

Vio una escena que le heló la sangre en las venas.

Gabriel estaba sentado en su lugar habitual, a la cabeza de la mesa, sorbiendo su café. A su derecha estaba Alathea Morwellan, mirando soñadoramente hacia delante, con una taza de té en la mano y una tostada mordisqueada en la otra.

Ella estaba radiante. Y un poco ruborizada. Como si…

Sorprendido, Lucifer miró nuevamente a Gabriel. Su hermano también parecía muy satisfecho, y no precisamente por el sabroso desayuno.

La lóbrega conclusión sobrevoló su cabeza y se hizo más evidente, tomando sustancia lentamente.

Gabriel sintió algo que venía desde la puerta y miró. Encontró la mirada sorprendida de Lucifer y le contestó con una mirada transparente despreocupada; mientras alzaba una ceja y gesticulaba hacia Alathea, le dijo:

—Ven y dale la bienvenida a tu futura cuñada.

A Lucifer se le pintó una sonrisa en la cara y cruzó el umbral.

—Felicitaciones.

Alathea, notó, aún parecía un poco mareada, pero él conocía a su hermano.

—Bienvenida a la familia —le dijo e, inclinándose, le dio un beso fraternal. No podía parar de murmurar mientras se enderezaba—. ¿Estáis seguros de que no os habéis vuelto locos?

Fue Alathea la que le contestó frunciendo el ceño.

—Por lo que recuerdo, no somos nosotros los que nos volvimos locos.

Lucifer abandonó ese camino, así como también cualquier esperanza de entender. Hizo todas las conjeturas posibles, dijo todas las palabras correctas, mientras luchaba por encontrarle sentido a todo aquello. ¿Alathea y Gabriel? Sabía que no era el único que jamás lo habría pensado.

—La boda —le informó Gabriel— será tan pronto como podamos arreglarla, y con certeza antes de la de los Morwellan y de que el resto de la sociedad deje la ciudad.

—Hmmm —contestó Lucifer.

—¿Estarás allí, no?

Ante la mirada de Alathea, Lucifer sonrió y dijo:

—Por supuesto.

Estaría allí para ver a su hermano, el último soltero, calzarse los grilletes del matrimonio. Después de eso, se iría.

Iba a desaparecer.

Londres, incluso la sociedad, en su sentido más amplio, era demasiado peligrosa para el último miembro soltero de la familia Cynster.

La temporada terminó como siempre con una erupción de matrimonios, pero ese año, entre todos, sobresalió uno, definitivamente «la boda de la temporada». La historia de cómo lady Alathea Morwellan le había dado la espalda a su futuro para ayudar a su familia en el campo, sólo para retornar once años después y domesticar al más distante miembro de los Cynster, echaba fuego a la imaginación romántica de la sociedad.

La iglesia St. Georges de Hanover Square estaba repleta el día en que lady Alathea contrajo nupcias. La multitud fuera de la iglesia era compacta, ya que los que no habían sido invitados al evento encontraron una razón para pasar por allí. Todos se estiraban para ver a la novia radiante, de marfil y oro, con tres flores poco comunes en su largo velo. Cuando apareció en la cima de la escalinata del brazo de su orgulloso marido, flanqueados por una tropa de hombres Cynster y una bandada de hermosas esposas de los Cynster, la multitud suspiró a coro.

Era el tipo de romance que deleitaba a la sociedad y a todo Londres.

A las tres en punto, después de que la multitud se hubiera retirado para saborear todo lo que habían visto, contar los detalles y embellecer sus recuerdos, Gabriel aún continuaba considerándose afortunado de haberse liberado de la muchedumbre delante de la iglesia y de haber podido partir para Mount Street para el festejo.

De pie cerca de una ventana en el cuarto de estar de Morwellan House, espiaba a través de los cortinajes, reconociendo la calle. Había una pequeña multitud esperando que ellos salieran, pero era manejable.

—¿Libre?

Al acercarse Demonio, Gabriel se volvió. Su primo parecía complacido consigo mismo, de manera irritante. Gabriel pensó que Demonio era aún recién casado como para que su expresión se hiciera más profundamente satisfecha. Diablo y Vane habitualmente tenían esa expresión. Richard era más difícil de descifrar, pero el brillo en sus ojos cuando se apoyaba en Catriona era igualmente revelador. Gabriel tenía la vana esperanza de que él no fuera tan fácilmente descifrable.

—Casi.

Le dio la espalda a la ventana.

—Súmale los invitados que están dentro y sigue siendo una buena multitud, pero creo que podremos deshacernos de ella en un tiempo razonable.

—¿Adónde vais a ir? ¿O es un secreto?

—Sólo para Alathea.

Brevemente, Gabriel le resumió sus planes de llevar a Alathea rápidamente en un recorrido por los condados rurales, visitando ciudades como Liverpool o Sheffield, que ella nunca antes había visto, pero que tenían un papel destacado en sus negocios.

—Terminaremos en Somersham para la celebración de nuestras madres que planeaste para este verano.

—Si no llegas a estar allí, tu vida correrá peligro.

Gabriel sonrió.

—Richard obviamente no se arriesgará —dijo, señalando el lugar en donde la cabeza de su primo se inclinaba sobre los bucles de su esposa.

—Sin lugar a dudas —acordó Demonio—. Dijo que estará camino al norte un día después de la celebración. No confía en tener a Catriona de viaje en la condición en que estará para entonces.

—Estoy seguro de que Catriona tendrá todo perfectamente planeado. Incluso si así no fuera, emitirá un decreto y las cosas serán según sus deseos. Eso pasa cuando se es Dama del Valle.

—Hmmm. Incluso siendo así, puedo entender lo que Richard siente.

Gabriel miró a Demonio, preguntándose si eso significaba que…

Antes de que pudiera formular la pregunta apareció Alathea.

Se deslizó en el salón y su corazón se detuvo. Se había cambiado para el viaje, poniéndose un vestido de seda color morado, con el cuello que servía como marco para su cabello, rico y sedoso con la luz de la tarde. Tenía las perlas de su madre en la garganta, los pendientes a juego en sus orejas. No llevaba otro adorno, en condescendencia a la consigna de Gabriel de que nada cubriera la gloria de su cabello. Ninguna otra cosa excepto los tres capullos blancos que estaban fijados a su escote, atados con una cinta de filigrana dorada.

Eran las flores de su velo, las flores que él le había enviado esa mañana con otra nota tan simple como la primera.

«Te amo».

Era todo lo que le quería decir, pero Gabriel sabía, de la forma en la que sólo un Cynster lo sabe, que él estaría buscando el resto de su vida formas para decirle lo mismo.

Ella echó un vistazo al salón, lo descubrió e inmediatamente sonrió. Sus ojos brillaban y se deslizó a su lado.

Mientras ella apoyaba una mano sobre su brazo, Gabriel alzó una ceja y le preguntó:

—¿Lista?

Arrugó un poco la nariz y contestó:

—Tenemos que darles unos minutos a Augusta y Jeremy.

Incluso esa noticia no podía menguar su entusiasmo: conocía a su esposa lo suficientemente bien como para saber que los jóvenes Morwellan no cruzarían la línea. Todo lo que quería era irse y tenerla a ella de nuevo para él solo.

Flick, la joven esposa de Demonio, se les unió con un sonido de faldas azules, cara animada y los ojos brillantes; tenían un brillo interior que, repentinamente, ahora que se había acostumbrado a los ojos de Alathea, Gabriel advirtió que todas las novias de los Cynster compartían.

Interesante.

—Vamos —dijo Flick, reclamando el brazo de Demonio—. Es hora de que os vayáis.

—¿Por qué estás tan entusiasmada? —preguntó Demonio—. No necesitas atrapar ningún ramo esta vez.

—Quiero ver quién lo hace —contestó tirando de él—. Las escaleras están repletas.

Mirando a Gabriel, Demonio retrocedió un poco.

—¿Dónde está Lucifer? —Y, con su demoníaca sonrisa asomando, agregó—: Quería darle un consejo.

Gabriel recorrió la multitud y luego alzó una ceja hacia Demonio.

—Sospecho que ya se ha ido.

Demonio resopló.

—¡Qué tonto! —Levantó una ceja hacia Gabriel—. Apuesto a que no le irá bien.

Gabriel negó con la cabeza.

—Algunas cosas deben ser así.

Demonio reconoció el comentario con una rápida sonrisa y asintiendo, y por fin se rindió a la impaciencia de Flick.

Gabriel dirigió la mirada a Alathea y simplemente sonrió.

Después de un momento ella lo miró a él.

—¿Lista? —le preguntó Gabriel.

Ella le sostuvo su mirada.

—Sí.

—Por fin. —Cubrió la mano de Alathea que yacía sobre su manga.

Salieron del salón, fuera de la casa e iniciaron un viaje que duraría el resto de sus vidas.