EL coche que llevaba a Alathea se sacudía y bamboleaba con gran estruendo sobre el muelle. Firmemente agarrada del marco de la ventanilla, espiaba un mundo de oscuras sombras, de lóbregos cascos de embarcaciones que se mecían con la marea. Las sogas chirriaban, las maderas crujían. El suave golpeteo del agua oscura contra los pilotes del muelle era tan inexorable como el latido de un corazón.
El propio corazón de Alathea latía un poco más rápido, pero, dada la atmósfera, templado por la precaución y un miedo primitivo. Hizo caso omiso a esto último, atribuyéndolo a una imaginación excesiva. Por siglos, los piratas condenados habían sido colgados en el muelle Execution. Pero si los fantasmas caminaban seguramente no acecharían un sitio tan relacionado con la justicia. Seguramente era una buena premonición que fuera en este lugar, de entre todos los enormes muelles de Londres, aquel donde el capitán la había mandado llamar. Ella también buscaba justicia.
El coche se detuvo. Miró hacia fuera, pero todo lo que pudo ver fue la negra densidad del costado de un barco.
La puerta del carruaje se abrió por completo. Una cabeza envuelta en un pañuelo de marinero se delineó contra la noche.
—Si me da la mano, señora, la ayudaré a descender e ir hasta la plancha.
A pesar de ser innegablemente rudos, los marineros habían sido corteses, en la medida en que podían serlo. Alathea extendió la mano y le permitió al marinero ayudarla a descender del carruaje.
—Gracias —dijo, enderezándose, sintiéndose como un faro en el corazón de la noche, su vestido de seda marfil brillando a la luz de la luna. No había llevado chaqueta ni chal al baile. La noche en Mayfair era agradable. Pero allí, una leve brisa que se levantaba desde el agua le hizo sentir como si unos fríos dedos se posaran en sus hombros desnudos. Ignorando el súbito enfriamiento, aceptó el brazo que le ofrecía el marinero.
El muelle, debajo de sus pies, era sólido y la ancha plancha estaba sujeta con sogas y poleas. Se sintió agradecida de poder sujetar el brazo musculoso del marinero mientras trataba de eludir diversos obstáculos. La llevó hasta una pasarela. Ella se sujetó de la soga mientras subían, cruzando el abismo oscuro que estaba por encima de las aguas picadas, entre el muelle y el casco.
Llegó a la cubierta, agradeciendo que no se moviera como había temido. El balanceo era tan suave que podía mantener el equilibrio sin esfuerzo. Con mayor seguridad, miró a su alrededor. El marinero la llevó hasta una trampilla. Mientras él se inclinaba para levantar la tapa, Alathea frunció el ceño para sus adentros. Cuando el capitán le había dicho que dirigía un barco de carga que iba a África, ella se había imaginado uno de mayor porte. La embarcación era más grande que un yate pero sin embargo…
El golpe de la puerta de la escotilla abierta hizo que se volviera. El marinero le hizo un gesto hacia la abertura, en cuyo interior se veía luz procedente de alguna lámpara.
—Si puede descender por la escalera, señora… —E inclinó la cabeza como disculpándose.
Alathea sonrió.
—Lo intentaré.
Recogiendo su falda con una mano, se apoyó en el costado de la abertura y descendió por los gastados peldaños de madera. Había una soga que hacía las veces de baranda. Una vez que pudo cogerse de ella, el resto fue fácil. Al descender vio que un corredor se abría ante ella. Se extendía a lo largo de la embarcación con puertas a ambos lados. La puerta que estaba al final del pasillo estaba semiabierta y la luz de una lámpara asomaba desde allí.
Mientras llegaba a la cubierta inferior y dejaba caer su falda, Alathea se preguntó por qué el capitán no había salido a recibirla. La puerta de la escotilla se cerró.
Alathea miró hacia arriba. Un cerrojo de hierro corrió atravesando la puerta de la trampa y manteniéndola en su lugar. Ella giró, agarrándose de la soga de la escalera…
Su mirada se encontró con la cara de Crowley. A través de los huecos que había entre los peldaños de la escalera, él la miraba con sus ojos negros y vacíos, buscando su rostro, mirando, esperando…
Alathea dejó de respirar. Él la miraba para ver su miedo. Esperando, para regodearse. Mentalmente en lucha, al borde del pánico, se recompuso, entrelazó las manos delante de sí y levantó el mentón.
—¿Quién es usted?
Se sintió complacida con su tono. Aristocrático, listo para tornarse desdeñoso. Crowley no reaccionó inmediatamente. Una pizca de sorpresa brilló en sus ojos. Dudó y luego, decidido, salió de detrás de la escalera.
—Buenas noches, milady.
Alathea se vio acuciada por la urgente necesidad de ponerlo de vuelta detrás de la escalera. Estaba acostumbrada a los hombres altos y grandes. Tanto Gabriel como Lucifer eran tan altos como Crowley, o posiblemente más. Pero ninguno de ellos, ni ningún otro hombre que ella conociera, tenía el peso de Crowley. Su complexión. Era macizo, un toro, y ninguno parecía tan gordo como él. Potente y malvada, su presencia tan cercana amenazaba con sofocarla. Era un esfuerzo enojarse en lugar de salir corriendo. Levantó una ceja y dijo:
—¿Nos conocemos?
Su tono dejaba claro que no había tal posibilidad. Para su creciente intranquilidad, la gruesa boca de Crowley hizo una mueca.
—Basta de juegos, querida. Al menos, no esos juegos.
—¿Juegos? —dijo Alathea, mirándolo por encima de la nariz—. No tengo idea de qué está diciendo.
Él la alcanzó, sin rapidez, pero sin aviso. No había nada que ella pudiera hacer, no había espacio como para evitar sentir la firmeza de sus dedos cerrándose sobre su muñeca. Con la mirada fija en la de él, Alathea se negó a dejar que emergiera su pánico. Levantó de nuevo el mentón y le dijo:
—No tengo la menor idea de lo que está diciendo.
Probó la fuerza de su prensión. Era imposible soltarse y él ni siquiera estaba haciendo su mejor esfuerzo.
—Hablo —continuó, ignorando su fútil intento de liberarse— del interés que ha mostrado por la Central East Africa Gold Company —dijo, mirándola fijamente a los ojos—. Uno de mis planes empresariales.
—Soy una dama. No tengo absolutamente ningún interés en cualquier «plan empresarial» y menos si es suyo.
—Así lo hubiera pensado cualquiera —acordó Crowley—. Fue una sorpresa saber que no era así. Struthers, por supuesto, trató de negarlo pero… —Cerrando la mano sobre la muñeca de Alathea la obligó a levantar el brazo, forzándola a darle la cara.
—¿Struthers? —dijo Alathea, mirándolo.
—Hmm —exclamó y la mirada de Crowley se posó en sus pechos—. El capitán y yo tuvimos una conversación muy satisfactoria. —Su mirada siguió hacia abajo, rastrillándola con insolencia—. Fue imposible para Struthers explicarme por qué un papel que tenía su nombre y dirección, y escrito por una mano evidentemente femenina, estaba tan cuidadosamente colocado entre sus mapas y las copias de esos malditos permisos.
Volviendo a mirarla a la cara, Crowley sonrió de manera desagradable.
—Swales recordaba ese nombre. No fue difícil sumar dos más dos. Ustedes, los Morwellan, han decidido tratar de escabullirse y no abonar el pagaré que su padre ha firmado.
La mirada de Crowley se endureció. Sus dedos apretaron aún más la muñeca de Alathea y la sacudió.
—Debería darles vergüenza.
Alathea se enardeció.
—¿Vergüenza? ¿A nosotros? Creo que esa noción escasamente puede aplicarse al engaño y la estafa que implican sus ganancias mal habidas.
—Se aplica cuando yo soy el estafador —dijo, mientras sus mandíbulas se apretaban amenazantes—. Sé cómo conservar lo mío y hasta donde me concierne, la fortuna de su padre es mía, desde el preciso instante en que firmó el pagaré.
La sacudió de nuevo, sólo para hacerle sentir su fortaleza física y cuán insignificante era ella al lado de él.
—El honor familiar… ¡Bah! Puede despreocuparse de ello. Ahora debe preocuparse más por usted misma, por lo que tengo planeado para usted.
La maldad pura que había en ese gruñido se apoderó de ella. Alathea luchó contra su miedo. Alguna señal de esa lucha debió haberse filtrado en sus ojos ya que el comportamiento de Crowley cambió al instante. El cambio fue tan rápido que asustaba.
—¡Ajá! Así, ¿no? —Con sus ojos brillando, la empujó contra la pared—. Bien, entonces, déjeme contarle lo que tengo planeado.
Se inclinó más hacia ella. Alathea luchó para no apartar el rostro, forzada a encontrarse con su negra mirada sin un solo estremecimiento. Él respiraba pesadamente, bastante más rápido de lo que sería de esperar para su complexión. Tuvo la desagradable sospecha de que era de ese tipo de hombres que encontraba excitación en el miedo de los otros.
—Primero —dijo, enunciando cada palabra, con los ojos mirándola fijamente—. Voy a usarla. No una, sino tantas veces como quiera y de la forma en que yo quiera.
Miró sus pechos, los montes marfileños que quedaban tan tentadoramente expuestos en su elegante vestido. Alathea sintió que su piel se erizaba.
—Oh, sí. Siempre tuve ganas de probar una dama verdadera y de buena crianza. La hija mayor de un conde servirá perfectamente para eso. Y después, si es que aún queda con vida, deberé estrangularla.
«Está loco», pensó Alathea, tragándose las palabras. La voz de Crowley se había hecho más profunda y pronunciaba más lentamente, arrastrando levemente las palabras. Continuaba mirándole los senos. Ella trataba de no respirar profundamente, pero su pulso se estaba acelerando, su boca se secaba y sus pulmones se esforzaban.
—Pero cuidado. —Su tono era el de alguien que evaluaba en voz alta—. Supongo que si sobreviviera podría venderla a los traficantes de esclavos. Se podría sacar un buen precio por usted en África del Norte. No se ven muchas blancas altas como usted, pero… —Se detuvo, moviendo la cabeza como si pensara—. Si quisiera obtener un buen precio, debería ser cuidadoso y no estropear la mercadería de manera demasiado evidente. Y eso no sería divertido. Y no estaría cien por cien seguro de que la amenaza hubiera terminado. No.
Sacudió la cabeza, levantó los ojos y los dirigió hacia los de ella. Eran chatos, sin fondo, sin sentimientos. Alathea no podía respirar.
Su cara era una máscara maligna. Crowley retrocedió apartándola de la pared.
—Me desharé de usted después de hartarme. De esa forma no necesitaré tener cuidado al tomarla.
Cambiando de dirección, repentinamente le acercó la cara a la suya.
—Un castigo apropiado para sus ganas de entrometerse.
Lanzándole una mirada lasciva y con una carcajada que reverberó locamente, comenzó a arrastrarla por el corredor, detrás de él.
—Un castigo apropiado en verdad. Podrá unirse a su amigo Struthers con la marea matinal.
Alathea frenó con los talones.
—¿Struthers? —dijo y arrojándose con todo su peso contra Crowley logró detenerlo—. ¿Ha matado al capitán Struthers?
Crowley frunció el ceño.
—¿Piensa que lo hubiera dejado ir, con toda la información que tenía? —Resopló y volvió empujarla—. El capitán aprovechó su última marea.
—¿Como él tenía información que a usted no le convenía, simplemente lo mató?
—Se puso en mi camino. La gente desaparece. Le pasó a él. Le pasará a usted.
Alathea arañó la mano que la sujetaba de la muñeca.
—¡Usted está loco! No puedo desaparecer como si nada. La gente se dará cuenta. Se harán preguntas.
Crowley echó la cabeza hacia atrás riendo. La maldad que había concentrada en ese sonido sacudió a Alathea como nunca nada antes lo había hecho. La risa cesó abruptamente. La cabeza de Crowley volvió a su sitio. Su mirada oscura se clavó en ella. Incapaz de hacer nada, Alathea se incrustó contra la pared del corredor.
—Sí. —La palabra sonó ferozmente. Crowley la hizo rodar en su lengua y sonrió—. La gente se dará cuenta. Y se harán preguntas. Pero no las preguntas que usted piensa, mi belleza.
Se le acercó, apretándola contra la pared, regocijándose más pronunciadamente que antes.
—Hice una pequeña investigación —dijo, bajando la voz.
Levantó una mano para acariciarle una mejilla. Alathea apartó la cabeza.
Un segundo después, su mano se cerró como una tenaza sobre la mandíbula de ella. Con sus dedos apretándola cruelmente, la forzó a mirarlo.
—Tal vez —dijo ásperamente, con la mirada puesta sobre los labios de Alathea— la mantenga viva lo suficiente como para que vea lo que va a pasarle a su preciosa familia y a quién van a culpar todos.
Se detuvo. Su cercanía hacía que Alathea sintiera que se iba a desmayar. Ella trataba de no respirar profundamente, de no sentir su olor. Su peso se cernía sobre ella. Alathea comenzó a sentirse mareada.
Crowley hizo una mueca con la boca y dijo:
—Su desaparición va a coincidir con mi reclamación de los pagarés. Puedo garantizarle que su familia será atacada por los alguaciles inmediatamente. Estarán confundidos. Nadie sabrá dónde está usted o qué hacer respecto de su desaparición. Todo lo que verá su preciosa sociedad es a su familia desalojada de su casa, andrajosa y usted desaparecida. —Su regocijo se profundizó—. He oído que hay ofertas flotando en el aire por sus hermanas. Esas ofertas se evaporarán. ¿Quién sabe?
Se apretó más contra ella, su mirada fija en sus ojos. Alathea podía sentir la pared de madera clavándosele en la columna vertebral.
—Si disfruto con usted, puede que envíe a algunos caballeros que conozco para hacer una oferta por sus hermanas. Por las tres, claro.
Alathea explotó:
—¡Canalla!
Con toda la fuerza de su brazo, logró darle una bofetada.
Crowley maldijo y se hizo atrás, deteniendo el brazo de Alathea y empujándola, haciéndole perder el equilibrio. Alathea gritó. Él puso una mano sobre su boca y ella lo pateó.
Eso le había dolido. Y su dolor sólo la ponía más furiosa y le daba más fuerzas. Maldiciendo brutalmente, Crowley le soltó el brazo y la tomó por la cintura. Ella le dio codazos en las costillas. Él jugó con ella y luego cerró sus carnosos brazos a su alrededor, atrapándola, con la espalda de Alathea contra su pecho. Levantándola un poco, la empujó por el corredor.
Hacia la puerta entreabierta que estaba al final.
Alathea se retorcía. Pero era inútil. El hombre era tan fuerte como un búfalo. Ella lo pateaba, pero eso era menos que inútil. Tomando un poco de aire y presa del pánico, pensó en aquellos días del pasado en que solía pelear con dos jóvenes flacuchos que siempre habían sido más altos que ella.
Tomando otra bocanada de aire, se estiró y alcanzó las orejas de Crowley. Tiró de ellas tan fuerte como pudo.
Él aulló y echó la cabeza para atrás. Las uñas de Alathea se clavaron en su mejilla.
—¡Perra! —sonó la voz de Crowley en sus oídos—. Pagarás por esto. Por cada rasguño.
Ella se sintió afortunada de que, al ser él tan corpulento, el corredor le resultaba angosto para golpearla. Para hacerlo debía arriesgarse a soltarla.
Maldiciendo con furia, él a medias la cargaba, a medias la empujaba hacia delante. Alathea luchaba y se retorcía pero no hacía más que retrasarlo. Su fortaleza era abrumadora, sofocante. La idea de quedar atrapada bajo su peso hacía que el pánico la recorriera.
A dos metros de la puerta abierta, Crowley se detuvo. Antes de que ella pudiera darse cuenta de lo que él pretendía, abrió otra puerta oculta en la pared y la empujó hacia allí.
Alathea vio la cama fijada contra la pared.
Se aferró al marco de la puerta y redobló su resistencia, pero, pulgada a pulgada, Crowley la forzaba a entrar. Luego descargó la fuerza de su puño contra los dedos de ella, que se aferraban contra el marco.
Con un alarido, la mujer entró y él la empujó para que traspusiera el umbral.
Oyeron pasos que venían de arriba. Se quedaron quietos y miraron al techo.
Alathea aspiró profundamente y gritó con todas sus fuerzas.
Crowley maldijo. La empujó al cuarto.
Ella tropezó con sus faldas y se cayó, pero inmediatamente se incorporó.
—¡Gabriel!
Crowley le cerró la puerta en la cara.
Lanzándose contra la pared, Alathea oyó chirriar una llave y un cerrojo que se corría. Se agachó y pegó un ojo al agujero de la cerradura.
Y vio los paneles de la pared del lado opuesto del corredor.
—¡Gracias a Dios!
Crowley se había llevado la llave. Buscó una horquilla del cabello.
Del otro lado de la puerta, Crowley miraba en dirección a la escalera. Sobre la cubierta se oían pasos, estaban buscando en una escotilla tras otra.
—¿Gabriel? —dijo Crowley con sorna, y luego se rio, se volvió y se dirigió al camarote abierto.
Gabriel halló la escotilla principal. Tiró del pesado pestillo en forma de cruz y lo oyó chirriar. Maldiciendo, redobló sus esfuerzos. Chillingworth apareció y lo ayudó a levantar la puerta de la escotilla, facilitándole la tarea. Miraron adentro, hacia el círculo del corredor alumbrado con faroles y los peldaños de la escalera que conducían abajo.
Mirando a Chillingworth, Gabriel se sacudió las manos y le hizo una señal de que iba a descender. Su rostro parecía carente de expresión. No tuvo problema en proceder sin nerviosismo. Tenía la sangre congelada como el hielo, al igual que sus venas. Nunca había sentido un miedo como ese… un puño frío que le apretaba el corazón. Había conocido a Alathea desde siempre, pero sólo acababa de encontrarla. No podía perderla ahora, no cuando finalmente había hecho de tripas corazón y se había abierto a ella, y cuando ella estaba dispuesta a entregarse a él. No, dejó la idea de lado. Era impensable.
No iban a perderse uno al otro.
Se agarró del borde de la escotilla y se dejó caer por el agujero. Tras localizar los escalones, descendió rápidamente. Era tan alto que alcanzó el piso antes de que el corredor se viera por completo. Avanzando por la cubierta inferior, miró recto a través del vacío… directamente hacia el cañón de la pistola con la que Crowley le estaba apuntando al corazón.
Gabriel oyó el clic del gatillo. Se arrojó al suelo.
La pared del corredor se abrió con un estallido. Una puerta se interpuso, bloqueando el disparo de Crowley. Alathea irrumpió en el corredor. El panel de la puerta se astilló al lado de su hombro. Instintivamente, se agachó.
El estruendo del disparo tronó y retumbó, rebotando sordamente por el corredor.
—¡Abajo! —rugió Gabriel.
Alathea lo miró y luego miró la puerta. Ambos oyeron la maldición de Crowley, oyeron acercarse sus pesados pasos. Alathea se encogió contra la pared del corredor.
Crowley cerró la puerta de un portazo. No miró a Alathea sino a Gabriel, acercándosele con una promesa de muerte en los ojos.
Crowley se volvió y se precipitó al camarote principal.
—¡Aguarda!
Alathea oyó el grito de Gabriel, pero ni siquiera miró, mientras se precipitaba directamente hacia Crowley. Este debía recargar el arma. Gabriel estaba desarmado. Al menos podría demorarlo.
Se arrojó al camarote, esperando ver a Crowley en su mesa o en la cama, recargando frenéticamente. En lugar de ello, lo vio arrojar la pistola al otro extremo del cuarto, mientras se dirigía más allá de la mesa. Al llegar a la pared, cogió la empuñadura de uno de los sables gemelos que colgaban cruzados en sus vainas entre dos ojos de buey.
El sable salió de su funda con un silbido mortal.
Alathea no se detuvo; se lanzó sobre Crowley, confiando en que su condición de mujer la protegería. Jamás se le ocurrió que Crowley podría usar el sable contra ella.
A Gabriel, sí; atravesó el umbral justo a tiempo para verla forcejear con Crowley, que blandía el sable de caballería. De un sólo golpe podía partirla en dos; a Gabriel se le paralizó el corazón. Sintió alivio al ver que Crowley arrojaba a un lado a Alathea, del mismo modo que un buey se habría sacado de encima a un mosquito. Acabó estrellándose contra la pared, aturdida, zarandeada, pero sin heridas.
Gabriel lo vio todo en un instante, el instante antes de que la furia ciega se posesionara de sus sentidos. Después de eso, lo único que vio fue a Crowley.
Crowley se plantó firmemente, cogiendo el sable con las dos manos; su posición misma hablaba a las claras de que jamás se había servido de uno en ninguna batalla.
Gabriel sonrió con fiereza. Crowley se movió. Poniéndose fuera de su alcance, Gabriel empujó una mesita que se interponía en su camino y la arrojó contra la pared. Sus ojos no se despegaban del rostro de Crowley. Lentamente, lo rodeó.
Era el turno de Crowley; él era el que estaba armado. A pesar de su expresión belicosa, de su soberbia beligerancia, la incertidumbre se reflejaba en sus ojos. Gabriel lo vio. Fingió moverse hacia la izquierda. Crowley levantó el sable y golpeó violentamente…
Gabriel ni siquiera estaba cerca del lugar donde había silbado el sable. Desde la derecha de Crowley, se adelantó hasta la guardia de su contrincante, cogió con la mano izquierda los puños de su enemigo en la empuñadura y golpeó con la derecha en la mandíbula del hombre. Crowley gruñó. Intentó volverse hacia Gabriel; la manera en que lo tenía aferrado Gabriel se lo impidió, pero el doble agarre de Crowley también le impidió a Gabriel asir la empuñadura.
Crowley recurrió a sus músculos para quitarse de encima a Gabriel. Gabriel lo soltó y salió despedido. Crowley volvió a golpear con el sable una y otra vez, siguiendo a Gabriel, mientras este lo rodeaba. Cada golpe desequilibraba a Crowley. Gabriel volvía a amagar y Crowley trataba de golpearlo nuevamente. Hasta que Gabriel lo golpeó otra vez en la mandíbula con la mano izquierda. Crowley rugió y se defendió. Liberando uno de los puños de la mano con la que Gabriel le impedía moverse, lanzó otro golpe y alcanzó su objetivo.
Ignorando la marca punzante del sable en su brazo izquierdo, Gabriel se lanzó sobre Crowley y aferró con ambas manos la saliente de la empuñadura del sable. Crowley perdió el equilibrio; Gabriel lo forzó a retroceder hasta la mesa, acercando el sable cada vez más a la cara de su enemigo.
Con los ojos fijos en el filo que se acercaba, Crowley apretó los dientes, reunió todas sus fuerzas y empujó a Gabriel y al arma a un costado. Previendo el movimiento, Gabriel se soltó. El sable voló libremente y cayó ruidosamente al suelo.
Crowley se incorporó, para recibir un sólido puñetazo en el estómago. Aulló y se tambaleó, lanzándose contra Gabriel, con la clara intención de forcejear con él.
Gabriel no iba a darle a Crowley la satisfacción de que le rompiera las costillas. El hombre era un matón, del tipo de los que aprenden su ciencia en las grescas de las tabernas. Dado su tamaño y su falta de agilidad, para ganar confiaba en sus músculos. Crowley habría triunfado fácilmente en cualquier desafío de lucha libre. Sin embargo, los puñetazos eran algo muy distinto; una actividad en la que Gabriel se destacaba.
Descargó golpe tras golpe, concentrándose en la cara y el estómago de Crowley, quien no pudo ponerle un dedo encima. Crowley aullaba y se enfurecía, tambaleándose con cada puñetazo. Gabriel se concentró en ablandarlo, en enfurecerlo aún más. En conseguir tumbarlo. Pero el cráneo de aquel hombre era como una roca. No conseguiría noquearlo con un golpe afortunado.
Apoyada contra la pared, Alathea observaba con el corazón en la boca y conteniendo la respiración. Incluso para sus ojos no expertos, la pelea era una batalla entre unos reflejos de acero gobernando una fortaleza pulida y refinada contra la mera musculatura y una ciega creencia en el poder del peso. Claramente estaba ganando Gabriel, aún a pesar de que ahora se estaba arriesgando, para acercarse más, dentro del radio de acción de Crowley, donde podía lanzar sus golpes con más fuerza. Uno de los bamboleantes puños de Crowley hizo blanco, haciéndole retroceder y echar la cabeza hacia atrás. Para alivio de Alathea, Gabriel pareció no sentirlo, y devolvió el golpe con otro que produjo un crujido horrible. Crowley no podía durar mucho más.
Y él debió de haber llegado a esa misma conclusión. La feroz patada salió de no se sabía dónde. Gabriel la vio, pero sólo tuvo tiempo de girar. Le dio detrás del muslo izquierdo. Crowley pivotó torpemente. Gabriel perdió pie y cayó. Alathea ahogó un grito.
La cabeza de Gabriel pegó en el borde del escritorio con un sonido sordo. Cayó al suelo y allí quedó.
Respirando pesadamente, Crowley se quedó a su lado, los puños cerrados, pestañeando con sus oscuros ojos de cerdo, contusos y semicerrados. Le brillaron los dientes en una sonrisa maliciosa. Miró a su alrededor y dio con el sable, lo recogió sopesando la hoja, mientras se situaba al lado de las piernas retorcidas de Gabriel. Crowley movió los pies de lugar apartándolos mientras ponía las manos en la empuñadura del sable.
Gabriel emitió un quejido. Tenía los ojos cerrados, los hombros contra el piso, la columna doblada. Levantó un poco la cabeza, apoyándose en los codos, frunciendo el ceño, parpadeando confuso y sacudiendo la cabeza, como para recobrar el sentido.
Una expresión de regocijo se apoderó de Crowley. Le brillaron los ojos. Sonreía mientras levantaba la espada.
Sin apenas poder pensar por la corriente de emociones que la inundaban, Alathea avanzaba lentamente a lo largo de la pared, incapaz de respirar. El miedo y la furia eran los más fuertes. Sabía lo que tenía que hacer. Apretando los dientes, se colocó detrás de Crowley, agazapada silenciosamente, siguiendo la pared.
Crowley se estiró hacia arriba, levantando el sable por encima de la cabeza, tensándose para dar el golpe hacia abajo…
Alathea saltó los últimos centímetros que le faltaban, tomó el segundo sable y lo sacó de la vaina. El silbido que hizo llenó el cuarto. Crowley se volvió. Tambaleándose, tardó un instante en recobrar el equilibrio. Comenzó a cambiar de dirección, a redirigir el sable mientras se volvía hacia ella.
El peso del sable al salir de la vaina empujó a Alathea lejos de Crowley. Con un grito ahogado, detuvo la pesada espada y la dirigió, formando un arco, hacia él.
Con los hombros y el torso aún girando, Crowley levantó su sable.
Gabriel finalmente recobró el sentido y lo que vio le hizo detener el corazón.
Levantó las piernas y pateó a Crowley en los muslos.
Crowley se tropezó y perdió el equilibrio. Se tambaleó, sin poder evitarlo, hacia los lados, hacia Alathea, dentro del arco de su sable oscilante.
Potenciado por su peso, el sable centelleó, enterrándose en uno de los costados de Crowley. Alathea profirió un grito ahogado y soltó la empuñadura. El sable permaneció con su punta brillante emergiendo apenas por el frente de la chaqueta de Crowley, el mango temblando a su espalda.
La cara de Crowley se limpió de todo color. El impacto de lo sucedido anulaba toda su expresión. Retomó el equilibrio con los pies en escuadra y el otro sable sostenido fuertemente entre sus puños. Lentamente miró hacia abajo y luego, también lentamente, volvió la cabeza y, mirando por encima de sus hombros, pudo ver el sable que salía de su espalda. Su expresión decía que no comprendía lo que había sucedido…
Arrastró los pies, se dio la vuelta hacia Alathea, todavía sosteniendo su sable.
En una ráfaga de pasos, Chillingworth apareció en la puerta. Echó una rápida mirada, levantó el brazo y le disparó a Crowley.
Con los ojos totalmente abiertos, Alathea no emitió ningún sonido mientras Crowley se sacudía.
La bala había dejado una marca a la izquierda de su enorme pecho. Lentamente, se volvió para mirar, sin comprender, a Chillingworth. Luego sus rasgos se ablandaron, sus ojos se cerraron y cayó hacia delante.
Gabriel liberó sus piernas y luchó por sentarse, todavía confuso, con la cabeza aturdida, y apoyó sus hombros contra el costado del escritorio.
Chillingworth entró en el cuarto, frunciendo el ceño mientras retiraba el sable del costado de Crowley.
—¡Oh! Ya te habías encargado de él.
Luego miró a Gabriel, luego a Crowley y luego nuevamente a Gabriel frunciendo el ceño todavía más.
—¿Cómo diablos lo has hecho?
Gabriel miró el pálido rostro de Alathea.
—Fue un esfuerzo conjunto.
Chillingworth siguió su mirada hasta Alathea, todavía apretada contra la pared y con los ojos azorados, contemplando el cuerpo de Crowley.
Se aproximaron nuevos pasos. Charlie miró.
—He oído un disparo.
Con los ojos desorbitados vio a Chillingworth.
—¿Está muerto?
Gabriel ahogó la risa al decir:
—Muy muerto.
Con una expresión adusta, sólo en parte ocasionada por el dolor de cabeza que sentía, estudió a Alathea y luego le preguntó suavemente:
—¿Estás bien?
Ella parpadeó y luego levantó la cabeza y lo miró.
—Por supuesto, estoy bien.
Su mirada se posó sobre Gabriel. La preocupación destelló en sus ojos. Levantándose la falda, saltó por encima del cuerpo de Crowley.
—¡Buen Dios! ¡El bastardo te ha herido! Déjame ver.
Gabriel se había olvidado de la herida en el brazo. Cuando la vio, descubrió que su chaqueta estaba arruinada por la sangre que, debido al examen de Alathea, manaba libremente. Agachada a su lado, ella apartaba la tela rota de su chaqueta, tratando de ver la herida.
—¿Puedes ponerte en pie? —le preguntó mirándolo a los ojos y luego hizo una mueca—. No, por supuesto que no puedes.
Le hizo señas a Chillingworth para que se le acercase, mientras colocaba los hombros debajo de los de Gabriel.
—Ayúdeme a levantarlo.
Con el ceño fruncido, Chillingworth la ayudó.
—Ten cuidado con el vestido —le dijo Gabriel, ya de pie y apoyándose contra el escritorio.
Alathea se le acercó más, apartándole los cabellos de los ojos para mirar en ellos.
—¿Estás bien?
Exasperado, Gabriel abrió la boca para informarle de que para quedar incapacitado era necesario más que un fuerte golpe en la cabeza y un corte superficial en el brazo. Entonces captó la expresión congelada de la cara de Charlie y sólo dijo:
—Por supuesto que no.
Hizo un gesto respecto de la sangre que le oscurecía la manga.
—Fíjate si puedes detener la sangre. Procura no estropear tu vestido.
Ese vestido inspiraba una fantasía: quitárselo pulgada a pulgada.
—Crowley debe tener alguna tela guardada por aquí —dijo Alathea. Mirando a su hermano agregó—: Charlie, mira por ahí.
Cuando Charlie volvió, Alathea había logrado quitarle la chaqueta a Gabriel y dejar al desnudo la herida. Era superficial, pero amplia, había levantado varias pulgadas de piel, pero en ningún lugar era lo suficientemente profunda como para ser peligrosa. Sin embargo, había sangrado copiosamente y continuaba haciéndolo.
—Toma —dijo Charlie, dándole a Alathea una pila de camisas limpias. Mirando a Crowley agregó—: Él ya no las necesitará.
Mientras tomaba las camisas y comenzaba a rasgarlas en tiras, Alathea no se dignó mirar a Crowley.
Después de examinar el cuerpo, Chillingworth se quedó de pie cerca de él. Miró la herida de Gabriel y continuó examinando el cuarto. Alathea iba y venía por el aparador en busca de agua o vino. Chillingworth la miró hacer y luego miró disgustado a Gabriel.
Este le devolvió una mirada entre anodina y desafiante.
Chillingworth elevó los ojos al cielo. Alathea volvió con un bol de agua. Chillingworth siguió revisando el cuarto.
—Mientras recuperas fuerzas, tal vez Charlie y yo podamos revisar las cosas que hay aquí.
—Buena idea —acordó Gabriel.
—¿Qué es lo que buscamos? —preguntó Chillingworth, dando vueltas en torno del escritorio.
—Pagarés —dijo Alathea, haciendo un alto en la cura—. ¿Estarán aquí? —preguntó, mirando a Gabriel.
Él asintió.
—Es posible. Presumiblemente, la razón por la que Crowley estaba aquí esta noche y no en Egerton Gardenias era porque se asustó cuando supo de nuestras investigaciones —aclaró Gabriel y su expresión se hizo adusta al mirar a Alathea—. Supongo que las actividades de Struthers levantaron mucha polvareda. ¿Te lo dijo Crowley?
—Dijo que había matado al capitán —le contestó Alathea, con los ojos empañados.
Chillingworth miró el cuerpo de Crowley.
—Obviamente su destino era el infierno.
Gabriel tomó a Alathea por la muñeca.
—¿Estás segura de que el capitán está muerto? ¿No pudo sólo decirlo para atemorizarte?
Alathea sacudió la cabeza tristemente.
—Creo que arrojó el cuerpo al río.
Gabriel le acarició la muñeca y luego la soltó.
Chillingworth hizo una mueca.
—No hay nada que podamos hacer entonces respecto del capitán. El villano ya saboreó sus postres. La mejor forma de vengar la muerte del capitán es asegurarnos de que los planes de Crowley mueran con él —dijo y abrió el cajón de un escritorio—. ¿Estás seguro de que esos pagarés estarán por aquí?
—Eso espero —dijo Gabriel, mirando a su alrededor—. Este no es un barco de línea, sino particular. Y es pequeño, construido para alcanzar velocidad, para huir. Mi suposición es que Crowley trasladó sus operaciones aquí, listo para partir ante cualquier novedad. Una vez que se hubiera deshecho de Alathea y de Struthers, seguramente planeaba reclamar los pagarés inmediatamente y dejar Inglaterra tan pronto como se hubiera hecho con el dinero.
Alathea comenzó a vendar el brazo de Gabriel.
—Crowley dijo que reclamaría los pagarés inmediatamente.
Chillingworth continuó buscando por el escritorio. Charlie salió, diciendo que buscaría en los otros camarotes.
En el momento en que Alathea estaba atando las vendas, Charlie reapareció arrastrando un pequeño arcón de marinero. Blandía un documento.
—Creo que esto es lo que estamos buscando.
Efectivamente. El arcón estaba lleno con una gruesa pila de pagarés. Alathea tomó el que tenía Charlie y comenzó a temblar. Gabriel le deslizó un brazo alrededor de la cintura, atrayéndola hacia sí para que se apoyara contra su cuerpo.
—Llévalo a tu casa, muéstraselo a tu padre y luego quémalo.
Alathea lo miró y asintió. Dobló el documento y se lo dio a Charlie con la estricta orden de no perderlo.
Charlie se lo deslizó en el bolsillo y luego se volvió para leer los nombres que estaban en el manojo de documentos que había sacado del arcón.
Chillingworth estaba haciendo lo mismo.
—En su mayor parte, se dedicaba a gente de poca monta. Por las direcciones que tienen, muchos deben de ser apenas dueños de comercios —dijo y luego señaló en dirección a otra pila que había dejado aparte—. Esos son pares, pero la mayoría no son del tipo que usualmente invierte en estos negocios. ¡Y las cantidades que pide! Podría haber vuelto insolvente a media Inglaterra.
Gabriel asintió.
—Codicioso e inescrupuloso. Ese debería ser su epitafio.
—Entonces —replicó Chillingworth, acomodando los documentos—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Quemarlos?
—No —dijo Alathea, frunciendo el ceño—. Si hacemos eso, la gente involucrada nunca sabrá que está libre de esa obligación. Pueden tomar decisiones creyendo que están en deuda con Crowley, cuando esa deuda nunca se cobrará.
—¿Hay direcciones en todos esos documentos? —preguntó Gabriel.
—En los que tengo ante mi vista, sí —contestó Charlie y Chillingworth asintió.
—Tal vez… —dijo Gabriel, mirando hacia un punto distante—. Encuentra algo para envolverlos. Se los llevaré a Montague. Él sabrá cuál es la mejor forma de devolverlos a sus propietarios, de la manera adecuada como para que estén legalmente cancelados.
—Pero si nuestra demanda tiene éxito, también cancelará estos documentos —dijo Alathea, mirando a Gabriel.
Él negó con la cabeza.
—No debemos retenerlos. No haremos nada que nos vincule con Crowley.
—Ciertamente no —dijo Chillingworth, mirando el cuerpo en el piso—. Entonces, ¿qué haremos con él? ¿Dejarlo aquí, simplemente?
—¿Por qué no? Tiene multitud de enemigos. Sin duda le dio órdenes a su tripulación de que se mantuvieran lejos esta noche.
—Todos excepto el guardia —agregó Charlie—, pero él nunca te vio.
Gabriel asintió.
—Dos de los marineros, los que entregaron la nota sabrán algo. Alathea fue atraída hasta aquí, pero nadie sabrá nada más. Ninguna mujer pudo haber soportado a Crowley. Cuando esos hombres regresen al barco, lo encontrarán aquí, solo y muerto. Supondrán que Alathea se fue y que entonces alguien entró y mató a Crowley.
—Sinceramente, dudo que alguien lamente su muerte.
—Tal vez Archie Douglas, aunque hasta eso es improbable.
—Crowley probablemente lo atrapó a él también.
—Es muy posible —consideró Gabriel y luego continuó—. Supongo que, sin Crowley y sin los documentos, la Central East Africa Gold Company simplemente dejará de existir. No tiene capital y Swales, hasta donde sé, no es del tipo de los que pueden dirigir una empresa propia.
Chillingworth aprobó lo que Gabriel decía, asintió y agregó:
—Funcionará. Simplemente lo dejamos, nos llevamos los documentos y se los entregamos a Montague para que los devuelva a sus propietarios.
Envolvieron los documentos con una sábana y Charlie los llevó fuera del barco. Alathea ayudó a Gabriel. Chillingworth fue su vigía. Cuando se unió a los otros, en el carruaje, cubierto por las sombras, dijo:
—Todo despejado.
Alathea suspiró aliviada.
—Ayúdeme a subir a Gabriel.
Chillingworth la miró y, luego, manteniendo abierta la puerta del carruaje, le echó una mirada furtiva a Gabriel.
—¿Debo conducirlos directamente a su casa? —preguntó con tono inocente.
—Por supuesto —contestó Alathea, entrando al carruaje. Luego se volvió para ayudar a Gabriel a subir—. Necesito atender esa herida de manera adecuada tan pronto como me sea posible.
Gabriel miró a Chillingworth con una mueca crispada y luego agachó la cabeza y entró al carruaje. Chillingworth cerró la puerta.
—Quién sabe —dijo lo suficientemente fuerte como para que lo escuchara Alathea—. Hasta tal vez necesite unos puntos.
Luego se acomodó en el asiento del chófer y tomó las riendas, que sostenía Charlie, y condujo el carruaje de regreso hacia Londres.