Capítulo 2

A-LA-THE-AAA. ¡Cucú! ¡Allie! Por favor, ¿puedes pasar la mantequilla?

Alathea se concentró: Alice le estaba señalando un punto del otro lado de la mesa. Mirando distraída en esa dirección, su cerebro se puso tardíamente en sintonía con la realidad; levantó el plato de la mantequilla y se lo pasó.

—Estás en babia —dijo Serena, sentada a su lado, al final de la mesa.

Alathea hizo un gesto como restándole importancia.

—Es que anoche no dormí bien.

Había estado tan nerviosa, concentrada en hacer de condesa, desesperada por conseguir la ayuda de Rupert, que no había descansado en absoluto antes de su cita de las tres en punto. Y luego…, después de su éxito, después de ese beso, después de darse cuenta de que… Se repuso de la distracción y dijo:

—Aún no me acostumbro a los ruidos de la calle.

—Tal vez deberías mudarte a otro dormitorio.

Mirando el bondadoso rostro de Serena, con la frente surcada por la preocupación, Alathea sujetó firmemente la mano de su madrastra.

—No te preocupes. Estoy muy contenta con mi dormitorio. Da a los jardines del fondo.

El rostro de Serena se relajó.

—Bueno… si estás segura. Pero ahora que Alice te ha despabilado —agregó con un brillo en los ojos—, quería saber cuánto podemos permitirnos gastar en los vestidos de las niñas.

Alathea atendió a Serena de buena gana. Baja, regordeta y vestida como una matrona, Serena era amable y retraída, aunque en materia de la presentación en sociedad de sus hijas, demostraba ser astuta y muy lista. Con verdadero alivio, Alathea le había confiado a Serena los detalles del cuidado de la vida social de todos, incluyendo los guardarropas de las muchachas, más que contenta de desempeñar un papel secundario a ese respecto. Se encontraban en la ciudad desde hacía más de una semana y todo estaba dispuesto para una agradable temporada social.

Lo único que tenía que hacer era demostrar que la Central East Africa Gold Company era un fraude, y todo estaría bien.

El pensamiento devolvió su mente a su preocupación inicial, y al hombre al que había reclutado la noche anterior. Echó un vistazo alrededor de la mesa, contemplando a su familia con los ojos de él. Ella y Serena charlaban sobre géneros, ribetes y sombreros, con Mary y Alice pendientes de sus palabras. En el otro extremo de la mesa, su padre, Charlie y Jeremy hablaban de temas masculinos. Alathea oyó a su padre que reflexionaba sobre las atracciones del Gentleman Jackson’s Boxing Saloon, una opción que garantizaba el entretenimiento tanto de Charlie como de su precoz hermano menor.

Dejando a Serena, Mary y Alice debatir sobre colores, Alathea se volvió hacia el miembro más joven de la familia. La niña estaba sentada a su lado, con una gran muñeca sobre el regazo.

—¿Y cómo estáis tú y Rose esta mañana, tesoro?

Lady Augusta Morwellan levantó sus enormes ojos marrones en dirección a Alathea y sonrió confiadamente.

—Esta mañana la he pasado muy bien en el jardín, pero Rose —dijo volviendo la muñeca para que Alathea la pudiese ver— ha estado quisquillosa. La señorita Helm y yo pensamos que deberíamos llevarla a pasear esta tarde.

—¿Un paseo? ¡Oh, sí! Es una idea excelente, justo lo que necesitamos —dijo Mary, que ya había planteado los requisitos de su indumentaria y, con sus lozanos rizos marrones y sus ojos brillantes, estaba lista para un nuevo motivo de entusiasmo.

—Empiezo a sentirme encerrada con todas estas casas y calles. —Con cabello rubio y hermosos ojos, Alice era más seria y contenida—. Y Augusta no quiere que perturbemos a Rose con nuestra charla.

Augusta le devolvió la sonrisa a su hermana.

—No. Rose necesita silencio.

Demasiado joven como para compartir la excitación que se había contagiado al resto de la familia, Augusta se contentaba con pasear por el parque vecino, de la mano de la señorita Helm y mirar, con grandes ojos, todas las cosas nuevas y diferentes.

—¿Hay algún otro lugar al que podamos ir? Quiero decir, ¿otro lugar distinto del parque? —preguntó Alice, mirando a Alathea y luego a Serena—. No tendremos nuestros vestidos nuevos hasta la semana próxima, de modo que probablemente sea mejor no ir allá con demasiada frecuencia.

—Igualmente yo preferiría que no fuerais más al parque —dijo Serena—. Mejor que os vean pocas veces por semana, y ya estuvimos ayer.

—¿Dónde iremos, entonces? Tiene que ser algún lugar con árboles y césped —dijo Mary, fijando su brillante mirada en el rostro de Alathea.

—En realidad… —Alathea consideró que el hecho de haber podido reclutar a su caballero no significaba que tuviera que sentarse cruzada de brazos y dejar que él hiciera toda la investigación. Volvió a concentrarse en las caras de sus hermanastras—. Conozco un parque silencioso y tranquilo, lejos de todo este ruido. Muy parecido al campo, uno casi puede olvidarse de que está en Londres.

—Eso parece perfecto —declaró Alice—. Vamos allí.

—¡Nosotros vamos a Bond Street! —dijo Jeremy, empujando hacia atrás su silla.

Charlie y el conde hicieron otro tanto. El conde sonrió a sus mujeres:

—Me llevo a estos dos a dar un paseo vespertino.

—¡Voy a aprender a boxear! —dijo Jeremy, bailando alrededor de la mesa mientras lanzaba al aire puñetazos dirigidos a oponentes invisibles.

Riéndose, Charlie atrapó los puños de Jeremy y luego, en parte bailando vals y en parte peleando, lo sacó del cuarto. Las protestas con voz aflautada de Jeremy y las bromas de Charlie se desvanecieron a medida que ellos se aproximaban a la puerta de la calle.

Mary y Alice se levantaron como para seguirlos.

—Voy a buscar nuestros sombreros —dijo Mary, mirando a Alathea—. ¿Tomo también el tuyo?

—Por favor —dijo Alathea, levantándose también.

El conde se detuvo a su lado y le tocó el brazo con la punta de los dedos:

—¿Está todo bien? —preguntó suavemente.

Alathea lo miró. A pesar de su edad y de los problemas que cargaba sobre sus hombros, su padre, unos centímetros más alto que ella, seguía siendo apuesto. Vislumbrando las sombras de dolor y de arrepentimiento en sus ojos, le sonrió tranquilizadoramente y, cogiendo su mano entre las suyas y apretándola, le dijo:

—Todo está bien.

Conocer los detalles del pagaré lo habría devastado. Pensaba que la suma era mucho más pequeña: el palabrerío del pagaré era tal que se necesitaban cálculos aritméticos para determinar la suma total. Lo único que había querido era ganar unas pocas guineas extra para gastar en las bodas de las niñas. Ella había dedicado algún tiempo a consolarlo y a asegurarle que, aunque la situación era mala, no era el fin.

Había sido difícil para él continuar como si nada hubiese sucedido, con el fin de que sus hijos no sospecharan. Sólo ellos tres —él, Serena y Alathea— sabían de esta última amenaza o incluso del peligroso estado de las finanzas del condado. Desde el principio acordaron que los niños no debían saber que su futuro pendía de un hilo.

A pesar de que había pasado toda su vida adulta tratando de arreglar los problemas que su padre había causado, Alathea no había sido capaz de ponerse en contra de él. Era el hombre más adorable y cariñoso. Simplemente, cuando se trataba de dinero, era un inepto.

Él le sonrió, triste y desamparado y le dijo:

—¿Hay algo que yo pueda hacer?

Ella le cogió el brazo y lo apretó.

—Sigue haciendo lo mismo, papá. Mantén entretenido y lejos de las travesuras a Jeremy —dijo retrocediendo, y agregó—: Eres tan bueno con ellos, ambos son realmente tu mejor obra.

—Es cierto —reconoció Serena—. Y si Alathea dice que no hay nada de que preocuparse, entonces no tiene sentido preocuparse. Ella nos mantendrá informados. Sabes que siempre lo hace.

Pareció que el conde iba a responder, pero desde la puerta de entrada llegó el sonido de gritos y golpes. El conde apretó los labios.

—Será mejor que vaya antes de que Crisp dimita.

Rozó con los labios la sien de Alathea, se agachó para besar la mejilla de Serena y luego atravesó el vestíbulo, enderezando los hombros y alzando la cabeza mientras cruzaba el umbral.

Serena y Alathea lo siguieron más lentamente. Desde la puerta del comedor, vieron que la refriega del vestíbulo se resolvía bajo la dirección del conde.

—Realmente es un padre maravilloso —dijo Serena, mientras el conde acompañaba a sus hijos a la puerta principal.

—Lo sé —dijo Alathea, contemplando su partida, sonriente—. Estoy muy impresionada con Charlie —agregó, mirando a Serena—. El próximo conde de Morwellan satisfará las expectativas de todos. Es una maravillosa mezcla de vosotros dos. Contenta, Serena inclinó la cabeza.

—Pero también ha recibido una gran dosis de tu sentido común. ¡Gracias a ti, querida, el próximo conde de Morwellan sabrá cómo administrar su dinero!

Ambas se rieron, pero era cierto. No sólo Charlie era apuesto, bondadoso y siempre dispuesto a divertirse, sino que —y en buena medida debido a Serena— era amable, considerado y abiertamente generoso. Gracias a la influencia del conde, era un caballero de pies a cabeza y, como también pasaba al menos un día por semana con Alathea en la oficina de la finca —lo había hecho durante varios años—, a los diecinueve años iba camino de aprender a administrar con éxito la fortuna familiar. A pesar de que todavía no conocía hasta qué punto habían descendido las arcas del condado, Charlie sabía ahora, al menos, lo indispensable para hacer que se llenaran.

—Será un excelente conde.

Alathea levantó la vista y vio a Mary y Alice, que bajaban las escaleras taconeando, con los sombreros puestos, cintas ondeantes, su propio sombrero flameando en la mano de Mary. Augusta se había escabullido antes; Alathea había visto fugazmente a la más joven de sus hermanastras, que se dirigía al jardín de la mano de la señorita Helm.

Charlie, Jeremy, Mary, Alice y Augusta: esas eran las razones por las que había inventado a la condesa. Aun cuando llegara a descubrir su engaño, Alathea no podía creer que su caballero desaprobara sus motivos.

—¡Vamos! —dijo Alice, sacudiendo su sombrilla en la puerta—. La tarde vuela; ya hemos pedido el carruaje.

Alathea recibió su sombrero y se volvió hacia el espejo para ponérselo sobre el moño. Con una mirada crítica sobre sus hijas, Serena enderezó una cinta aquí y arregló un bucle allá.

—¿Adónde pensáis ir?

Alathea abandonó el espejo cuando el ruido de los cascos anunció el carruaje.

—A los campos de Lincoln’s Inn. Los árboles son altos, el césped verde y bien cuidado y nunca hay demasiada gente.

Serena asintió.

—Sí, tienes razón; pero qué lugar extraño…

Alathea se limitó a sonreír y siguió a Mary y a Alice escaleras abajo.

Gabriel descubrió la placa de bronce que identificaba las oficinas de Thurlow y Brown, en el lado sur de Lincoln’s Inn. Edificado alrededor de un patio de adoquines, Lincoln’s Inn sólo albergaba bufetes de abogados. Sus muros internos alternaban con puertas de arco regularmente distribuidas, cada una de las cuales daba acceso al sombrío hueco de una escalera. Al lado de cada arco, había placas de bronce que indicaban las firmas legales que albergaban escaleras arriba.

Tras consultar un libro que enumeraba a los abogados de los tribunales, Montague había indicado a Gabriel que fuese a Lincoln’s Inn; había descrito la firma como pequeña, antigua pero mediocre, sin asociación conocida con ninguna cuestión remotamente ilegal. A medida que subía las escaleras, Gabriel pensó que, si él hubiese estado detrás del tipo de estafa que era la Central East Africa Gold Company, el primer paso que hubiera dado en dirección a los inversores confiados y crédulos habría consistido en la contratación de una firma como Thurlow y Brown, una firma opresivamente correcta y prácticamente moribunda, que difícilmente podría alardear de talentos o conexiones que suscitaran preguntas incontestables. Las oficinas de Thurlow y Brown estaban en el segundo piso, en la parte de atrás del edificio. Cuando Gabriel buscó el picaporte de la pesada puerta de roble, notó el ancho cerrojo que tenía debajo. Al entrar, escudriñó la minúscula recepción. Detrás de una reja baja, un viejo empleado trabajaba en un escritorio elevado, que custodiaba el acceso a un breve pasillo que daba a un cuarto en la parte de atrás y a un segundo ambiente fuera del área de recepción.

—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó el empleado, aferrándose al escritorio. Frunciendo el entrecejo, hojeó una agenda—. No tiene cita —añadió, haciendo que sonara como una ofensa.

Con una expresión de afable aburrimiento, Gabriel cerró la puerta, notando que no tenía pasador ni pestillos suplementarios, sólo ese cerrojo ancho e incómodo.

—Thurlow —murmuró, volviéndose hacia el empleado—. Había un Thurlow en Eton cuando estuve allí. Me pregunto si será el mismo.

—No puede ser —dijo el empleado, señalando con una mano manchada de tinta hacia la puerta entreabierta que había fuera del área de la recepción—. Su señoría es lo suficientemente mayor como para ser su padre.

—¿De veras? —Gabriel hizo ver que se sentía decepcionado. Claramente, «su señoría» no estaba—. Bueno. En realidad, al que he venido a ver es al señor Browne.

El empleado volvió a fruncir el ceño y de nuevo revisó su agenda.

—Usted no tiene cita esta tarde.

—¿No tengo? Qué extraño. Estoy seguro de que me dijo a las dos.

El empleado meneó la cabeza.

—El señor Brown ha salido. No volverá hasta más tarde.

Dejando que el fastidio se vislumbrara en sus rasgos, Gabriel golpeó la reja de la recepción con su bastón.

—¡Así es como procede Theo Browne! ¡Nunca puede cumplir sus compromisos!

—¿Theo Browne?

—Sí, el señor Browne —dijo Gabriel, mirando al empleado.

—Pero ese no es nuestro señor Brown.

—¿No? —preguntó Gabriel, y clavó la mirada en el empleado—. ¿Su Browne se escribe con una «e»?

El empleado meneó la cabeza.

—¡Maldita sea! —dijo Gabriel—. Estaba seguro de que era Thurlow y Browne. —Y frunciendo el entrecejo agregó—: Tal vez es Thirston y Browne. Trapston y Browne. Algo así —añadió con una mirada inquisitiva.

El empleado volvió a menear la cabeza.

—Lamento no poder ayudarlo, señor. No conozco ningún bufete con esos nombres. Fíjese, hay unos Browne, Browne y Tillson en el otro patio… ¿No serán esos los que anda buscando?

—Browne, Browne y Tillson. —Gabriel repitió el nombre de la firma dos veces con diferentes inflexiones; luego, frunció el ceño—. ¿Quién sabe? Podría ser. —Y dirigiéndose hacia la puerta—: ¿En el otro patio dice?

—Sí, señor… Cruzando la calle de los carruajes por el edificio.

Agitando su bastón a modo de saludo, Gabriel salió y cerró la puerta detrás de sí. Luego se sonrió y descendió las escaleras.

Nuevamente fuera, cruzó el empedrado. Había visto lo suficiente como para confirmar que el despacho de Thurlow y Brown era, precisamente, como se lo había descrito Montague: recargado y deslucido por el polvo. Había averiguado a quién correspondía cada habitación y, a través de las puertas abiertas, había visto los archivos cerrados de los clientes alineados contra las paredes de las oficinas de ambos socios. Los archivos no estaban guardados aparte. Estaban allí, al alcance de la mano y el único impedimento entre la escalera y los archivos era el viejo picaporte de la puerta principal.

Tampoco había visto ningún signo de otro empleado. Sólo había un escritorio y muy poco espacio fuera de las oficinas de los socios: ninguna zona para que un empleado o un aprendiz pudieran pasar allí la noche.

Enteramente satisfecho con su trabajo de esa tarde, Gabriel saludó con su bastón al guardián del edificio y se encaminó hacia el portón secundario que daba a los campos adyacentes.

Ante él un pequeño ejército de árboles añosos, como antiguos centinelas, extendían sus ramas protectoras sobre los senderos de grava y las franjas de césped. El sol se derramaba. La brisa agitaba las hojas, arrojando sombras cambiantes sobre las alfombras verdes por las cuales caminaban caballeros y damas, mientras esperaban a otros que realizaban sus consultas en las oficinas de los alrededores.

Gabriel se detuvo en el patio delantero de adoquines que había más allá de la puerta, mirando sin ver los árboles.

¿La condesa se sentiría tan impaciente como para contactar con él esa noche? La posibilidad lo entusiasmó, más aún al darse cuenta de que la impaciencia de ella probablemente no superara a la suya. Cuando estuvo en su compañía, sintió que la conocía, que sabía el tipo de mujer que era; lejos de ella, se daba cuenta de lo poco que sabía de la mujer real que había detrás del velo. Saber más, rápidamente, parecía imperativo; necesitaba descubrir cómo echarle mano a una mujer que, hasta ese momento, había sido un fantasma en medio de la noche.

Por desgracia, no podía saber más hasta que ella lo decidiera; al menos, cuando ella lo hiciera, tendría algo sobre qué informarle.

Encogiéndose de hombros, se decidió por Aldwych como mejor lugar para conseguir un caballo, y se dirigió hacia el lado sur de los campos. A mitad de camino, oyó que alguien decía su nombre.

—¡Gabriel!

—¡Aquí!

Las voces que venían de los campos eran sin duda femeninas, y también sin duda correspondían a jóvenes. Gabriel se detuvo y escrutó el prado oscurecido por las sombras: dos jovencitas primorosas, con sus sombrillas inclinadas en ángulos imposibles, se meneaban de arriba abajo y saludaban como locas. Deslumbrado por la luz del sol, reconoció a Mary y Alice Morwellan. Levantó el bastón a modo de respuesta, y esperó hasta que pasase el negro y solemne carruaje de una viuda rica para cruzar la estrecha calle.

Alathea lo vio venir y tuvo que reprimir las ganas de gritarle a sus hermanas. ¿Qué habían hecho? Lo había visto atravesar los portones del Inn y detenerse. Lo observó y se dijo que no la distinguiría entre las sombras, que no había razón para que su corazón latiera de prisa, para que sus nervios se alterasen.

Él no se dio cuenta de su presencia; Alathea se sorprendió de que se hubiera puesto en acción tan pronto por la condesa. Supuso que era por ella que estaba allá. De haberlo sabido, jamás se habría arriesgado a ir hasta aquellos campos. La posibilidad de toparse con él cerca de los lugares que pudiese asociar con la condesa no formaba parte de sus planes. Necesitaba mantener a sus dos personajes completamente alejados entre sí, en especial si él se encontraba cerca.

Mientras se acercaba por el camino, balanceando el bastón, con sus anchos hombros erguidos, el sol brillaba sobre su cabello color avellana, resplandeciendo sobre sus mechones ligeramente ondulados. Los pensamientos de Alathea quedaron en suspenso, detenidos; había olvidado por completo que Mary y Alice estaban con ella.

Lo habían visto y lo llamaron; ahora no había escapatoria. Cuando cruzó el césped en dirección a ellas, Alathea suspiró, levantó el mentón, crispó las manos alrededor del mango de su sombrilla… e intentó contener el pánico.

Él no podía reconocer unos labios que había besado pero que no había visto. ¿O sí?

Con una sonrisa plácida, Gabriel se encaminó hacia las sombras de los árboles. Mary y Alice pararon de brincar y sonrieron; sólo entonces, luego de acostumbrar la vista y sin la distracción de las sombrillas, vio a la dama que estaba detrás de las muchachas.

Alathea.

Casi le fallaron las piernas. Estaba allí, erguida y alta, silenciosamente contenida, con la sombrilla levantada en el ángulo precisamente adecuado para proteger del sol su fina piel. Por supuesto que no lo saludó.

Ocultando su reacción —la fuerte sacudida que lo estremecía cada vez que la veía inesperadamente y la punzante sensación que seguía—, Gabriel continuó su marcha. Alathea lo miró con su mirada fría de costumbre, con su habitual desafío, su atención altiva que jamás dejaba de exasperarlo.

Él desvió la mirada, sonrió y saludó a Mary y a Alice. Inclinándose de manera extravagante para besarles las manos, las hizo reír.

—¡Estamos completamente sorprendidas de verte! —dijo Mary.

—Hemos venido dos veces al parque —confió Alice—, pero más temprano. Probablemente aún no habías llegado.

Gabriel se abstuvo de responder que raramente visitaba el parque, al menos durante las horas acostumbradas, y se esforzó en concentrar su mirada en ambas hermanas.

—Sabía que ibais a venir a la ciudad, pero no me había enterado de que ya estabais aquí.

La última vez que las había visto había sido en enero, durante una fiesta dada por su madre en Quiverstone Manor, la casa familiar de Somerset. Morwellan Park y Quiverstone Manor eran propiedades linderas y compartían un dilatado límite en común; ambas tierras combinadas, y las cercanas Quantock Hills, habían sido territorio de la infancia de Gabriel, de la de su hermano Lucifer y de la de Alathea.

Con total familiaridad, Gabriel dirigió cumplidos a ambas muchachas, sorteó sus preguntas, e hizo gala de su sofisticado personaje londinense para el evidente deleite de ambas. Sin embargo, a pesar de que las entretenía con trivialidades, su atención seguía pendiente de la fría presencia que estaba a unos metros. La razón de aquello constituía un misterio pertinaz: Mary y Alice eran muchachas chispeantes; en cambio, Alathea era fría, serena, tranquila; de un modo singular, como un imán para los sentidos de Gabriel. Las muchachas eran como torrentes burbujeantes y alborotados, mientras que Alathea parecía un lago profundo y pacífico, calmo y algo más que Gabriel nunca lograba definir. Era intensamente consciente de ella, al igual que ella era consciente de él. Él se daba perfecta cuenta de que no habían intercambiado saludos.

Nunca lo hacían. Desde luego que no.

Armándose de valor, levantó la vista de los rostros de Mary y Alice y miró a Alathea. A su cabello. Pero ella llevaba un sombrero; él no podía adivinar si también tenía puesta una de esas ridículas cofias o uno de esos estúpidos tocados de encaje que había empezado a ponerse alrededor del moño. Probablemente Alathea llevaba alguna de esas cursiladas, pero Gabriel no podía decirlo, a menos que la viera. Apretó los labios y bajó la mirada hasta que sus ojos encontraron los de ella.

—No me había enterado de que ya habíais llegado a Londres.

Le hablaba directamente, le hablaba en concreto a ella, y el tono de su voz era por completo distinto del que había empleado para hablarles a las muchachas.

Alathea pestañeó y se aferró aún más fuerte a la sombrilla.

—Buenas tardes, Rupert. Qué bonito día. Llegamos a la ciudad hace una semana.

Él se sintió agarrotado.

Alathea lo notó. Se le hizo un nudo de pánico en el estómago. Miró a Mary y a Alice y se forzó a sonreír serenamente.

—En breve las muchachas harán su presentación en sociedad.

Después de un instante de duda, Gabriel siguió el ejemplo de Alathea y procuró sonreír.

—¿De veras? —dijo, y volviéndose a Mary y Alice, las interrogó sobre sus planes.

Alathea trató de respirar de manera regular, intentó mantener a raya su súbito aturdimiento. Se negaba a dejar que su mirada se desviara. Conocía el rostro de él tan bien como su propio rostro: los ojos grandes, con párpados caídos, los labios expresivos y singularmente irónicos, la nariz y la frente clásica, el mentón cuadrado. Era lo suficientemente alto como para ver por sobre la cabeza de Alathea (era uno de los pocos que podían hacerlo). Era lo bastante fuerte como para someterla, si quisiera, y suficientemente despiadado como para hacerlo. No había nada en su físico que ella no conociera, nada que explicase por qué la estaba haciendo sentir aún más tensa que de costumbre.

Nada, fuera del hecho de que ella lo había visto la noche anterior en el atrio de St. Georges, mientras que él no la había visto a ella.

El recuerdo de los labios de Gabriel cubriendo los suyos, del seductor tacto de sus dedos en su mentón le cerró los pulmones, la puso tensa y con los nervios de punta. Sintió un cosquilleo en los labios.

—En tres semanas tendrá lugar nuestro baile —le contaba Mary—. Estás invitado, claro.

—¿Vendrás? —preguntó Alice.

—No me lo perdería por nada en el mundo —dijo Gabriel, y su mirada se desvió hacia el rostro de Alathea y, nuevamente, volvió al de las muchachas.

Gabriel sabía muy bien lo incómodo que se siente un gato cuando lo frotan a contrapelo: precisamente como él se sentía siempre que estaba cerca de Alathea. No sabía cómo sucedía; ni siquiera sabía si ella en realidad hacía algo para lograrlo: era, sin más, la reacción que le despertaba. Él reaccionaba y ella se cerraba. Entre ellos, el aire podía cortarse con un cuchillo. Todo había comenzado cuando eran niños y se había vuelto más intenso con los años.

Gabriel mantuvo la mirada sobre las muchachas, pero sentía de manera despiadada y agobiante la necesidad de mirar a Alathea.

—Pero ¿qué hacéis aquí?

—Fue idea de Allie.

Sonrientes, ambas se volvieron hacia ella; apretando los dientes, él tuvo que hacer otro tanto. Con frialdad, Alathea se encogió de hombros y dijo:

—Oí que este era un lugar tranquilo para pasear; un lugar donde sería poco probable que las damas se toparan con elementos disolutos.

Como él.

Alathea había elegido vivir una vida enterrada en el campo. Gabriel no sabía por qué ella creía que eso le daba el derecho de desaprobar su estilo de vida; lo único que sabía era que ella lo desaprobaba.

—¿De veras?

Gabriel trataba de decidir por dónde presionarla: si por la razón verdadera por la que ella estaba en el parque o por su impertinencia al desaprobar su estilo de vida. Incluso con las muchachas que tenían delante de ellos, todas oídos y con los ojos atentos, fácilmente podía llevar la conversación a un nivel en el que no pudiesen entender. Sin embargo, la cuestión era Alathea. Era obstinadamente terca; él no se enteraría de nada que ella no quisiera contarle. También poseía una inteligencia que igualaba a la suya; la última vez que habían cruzado espadas verbales —en enero, a propósito del estúpido sombrerito Alexandrine que ella llevaba en la fiesta de la madre de Gabriel— los dos habían salido heridos. Si ella, con los ojos relampagueantes, las mejillas ruborizadas de ira, no hubiese levantado la nariz y se hubiese alejado ofendida, muy probablemente él la habría estrangulado.

Con los labios apretados, le dirigió una mirada que ella le sostuvo sin miedo. Estaba observando, esperando, y parecía capaz de leer sus pensamientos. Estaba lista y deseosa de trabarse en uno de sus habituales duelos.

Y ningún verdadero caballero decepciona jamás a una dama.

—¿Así que acompañarás a Mary y a Alice por la ciudad?

Alathea estuvo por asentir, pero se detuvo y levantó la cabeza, con altivez.

—Por supuesto.

—En tal caso —dijo Gabriel, dedicándoles una sonrisa encantadora a Mary y Alice—, procuraré buscaros alguna diversión.

—No te molestes. A diferencia de alguien a quien podría nombrar, no necesito divertirme todo el tiempo.

—Creo que descubrirás que, a menos que encuentres distracciones, la vida de la alta sociedad puede ser infernalmente aburrida. ¿Qué otra cosa, si no el aburrimiento, te habría podido traer hasta aquí?

—El deseo de evitar a los caballeros impertinentes.

—Qué feliz encuentro el nuestro, entonces. Si tu objetivo es evitar a los caballeros impertinentes, nunca son demasiadas las precauciones que tiene que tomar una dama de la alta sociedad. No hay modo de saber de antemano cuándo o dónde se topará uno con la impertinencia más escandalosa.

Mary y Alice le sonrieron confiadamente; lo único que les importaba era el dejo que él tenía al hablar, tan sofisticado. Él sabía que, detrás de este, Alathea detectaba el acero; podía sentir su tensión creciente.

—Te olvidas de que soy perfectamente capaz de arreglármelas con la impertinencia más indignante, por poco divertidos que pueda considerar tales encuentros.

—Qué extraño. Para la mayoría de las damas esos encuentros no son para nada poco divertidos.

—Yo no soy «la mayoría de las damas». Las distracciones de las que tan devoto eres no me parecen divertidas.

—Eso es porque todavía no las has probado. Por otra parte —agregó, persuasivo—, estás acostumbrada a montar todos los días. Necesitarás alguna actividad para… mantener la forma.

Alzó los ojos, llenos de una límpida inocencia, hasta hallar los de ella, esperando encontrar una mirada de soslayo, plena de fastidio. En lugar de ello, los ojos de Alathea estaban muy abiertos, no escandalizados, sino… Tardó un instante en decidir cuál era su expresión.

A la defensiva. La había puesto a la defensiva.

La culpa se adueñó de él.

«¡Demonios!». Hasta cuando le ganaba perdía.

Ahogando un suspiro —sin saber qué se lo provocaba—, miró para otro lado, mientras trataba de sofocar la irritación que siempre le causaba ella —esa extraña agresión que siempre evocaba— y actuar normalmente. Razonablemente.

Se encogió ligeramente de hombros.

—Debo continuar mi camino.

—Yo diría que sí.

Para alivio de Gabriel, Alathea se contentó con esa pulla. Observó cómo se inclinaba ante las muchachas, provocando nuevas risas. Luego, se irguió y la miró.

Fue como mirar en un espejo; ambos tenían los ojos color avellana. Cuando miraba los de ella, generalmente veía sus propios pensamientos y sentimientos, reflejados una y otra vez, hasta el infinito.

Pero aquella vez, no. Lo único que vio aquella vez fue una firme defensa, un escudo que la hacía inexpugnable a él. Que la protegía de él.

Parpadeó y el contacto se interrumpió. Con una breve inclinación de la cabeza, que ella le retribuyó, se volvió y partió.

Aminorando la marcha mientras se acercaba al extremo del prado, se preguntó qué habría hecho si ella le hubiese ofrecido la mano. Esa pregunta sin respuesta lo llevó a pensar cuál había sido la última vez que ella lo había tocado de algún modo. No podía recordarlo, pero por cierto no había ocurrido en la última década.

Cruzó la calle, echando los hombros hacia atrás a medida que la tensión cedía; le pareció que estar fuera de su presencia era un alivio, pero no era eso. Era la reacción —la que nunca había entendido pero que ella le despertaba con tanta fuerza—, que se le iba pasando.

Alathea lo observó irse; sólo cuando las botas de él retumbaron contra los adoquines, volvió a respirar tranquila. Con los nervios relajados, miró a su alrededor. A su lado, Mary y Alice charlaban alegremente, con tranquila despreocupación. Siempre la asombraba que sus seres más próximos y queridos nunca notaran nada extraño en los encuentros cargados de tensión entre ella y Gabriel; fuera de ellos, sólo Lucifer lo notaba, presumiblemente porque había crecido al lado de ambos y los conocía muy bien.

A medida que su pulso se normalizaba, despertó en ella el júbilo.

No la había reconocido.

De hecho, si comparaba la actitud de él cuando se reunió con la condesa la noche anterior con la poderosa reacción que acababa de manifestar ante ella, Alathea dudaba que Gabriel hubiese establecido una relación entre ambas mujeres.

Esa mañana, acababa de darse cuenta de que no era su ser físico el que a él le resultaba tan perturbador. Si Gabriel no sabía que estaba ante Alathea Morwellan, nada sucedía. No había irritación contenida, ni chispas, ni choques. Ningún problema. Con una capa y un velo, no era nada más que otra mujer.

No quería pensar en por qué eso la hacía sentirse tan feliz; era como si se hubiese quitado un peso del corazón. Claramente era su identidad lo que a él le causaba problemas, y era —ahora lo sabía— problema de él, algo que primero había surgido en él y contra lo cual ella luego reaccionaba.

Saberlo no hacía que las consecuencias fueran más fáciles de sobrellevar, pero…

Se concentró en los portones de hierro forjado a través de los cuales había aparecido Gabriel. Estaban abiertos para permitir el paso de carruajes al patio del Inn.

Llegó la noche y, con ella, un extraño desasosiego.

Gabriel iba de un lado al otro del salón de su casa en Brook Street. Había cenado y se había vestido para salir y honrar el salón de baile de algún anfitrión de la alta sociedad al que favorecería con su presencia. Tenía para elegir entre cuatro invitaciones; ninguna, sin embargo, lo atraía.

Se preguntaba dónde pasaría su velada la condesa. Y se preguntaba dónde pasaría la suya Alathea.

La puerta se abrió; Gabriel detuvo su trajín. Chance, su ayuda de cámara, con el cabello blanco brillante, inmaculadamente vestido de negro, entró con una bandeja con la licorera llena de brandy y vasos limpios.

—Sírveme uno, por favor.

Gabriel se apartó mientras Chance, bajo y menudo, se dirigía al aparador. Se sentía particularmente trastornado; esperaba que un brandy fuerte le despejara la mente.

Había dejado Lincoln’s Inn animado por su pequeño éxito, concentrado en la condesa y en el juego sensual que se desplegaba entre ellos. Luego se encontró con Alathea. Diez minutos en su compañía lo habían dejado sintiéndose como si la tierra se hubiera movido bajo sus pies.

Alathea había sido parte de su vida desde que él tenía uso de razón; nunca antes le había ocultado sus pensamientos. Siempre había sido completamente libre en sus opiniones, incluso aunque a él no le agradaran. Cuando se encontraron en enero, había sido abierta como de costumbre, había mostrado su lengua afilada de siempre. Pero esa tarde, le había impedido entrar, lo había mantenido a distancia.

Algo había cambiado. No podía creer que sus comentarios la hubiesen puesto a la defensiva; tenía que haber algo más. ¿Acaso le había ocurrido algo de lo que él no estaba enterado?

La perspectiva lo desestabilizaba. Quería concentrarse en la condesa, pero sus pensamientos derivaban continuamente a Alathea.

Al llegar al final de la habitación, se dio la vuelta y casi chocó con Chance.

Chance se tambaleó hacia atrás. Gabriel lo cogió de un brazo, rescatando al mismo tiempo el vaso lleno de la bandeja peligrosamente inclinada.

—¡Uy! —exclamó Chance, blandiendo la bandeja ante su semblante poco atractivo—. Ha faltado poco.

Gabriel lo miró fijamente, hizo una pausa y dijo:

—Eso es todo.

—A mandar, señor.

Con alegre despreocupación, Chance se encaminó a la puerta. Gabriel suspiró.

—«A mandar», no. Un sencillo «Sí, señor» bastaría.

—Oh —dijo Chance, deteniéndose al llegar a la puerta—. De acuerdo. «Sí, señor».

Abrió la puerta y vio a Lucifer, que estaba por entrar. Chance retrocedió, inclinándose y haciendo ademanes.

—Pase, señor. Ya me iba.

—Gracias, Chance.

Lucifer entró sonriente. Chance salió imperturbable. Luego recordó y volvió para cerrar la puerta.

Gabriel, cerrando los ojos, bebió un largo trago de brandy.

Lucifer se rio entre dientes.

—Te dije que no sería una simple cuestión de cambiarle la ropa.

—No me preocupa —dijo Gabriel; abrió los ojos y consideró la enorme cantidad de brandy que había en su vaso. Luego suspiró y se dejó caer en un sillón bien mullido que había a un lado del hogar—. Se convertirá en alguien digno del trabajo, aunque eso lo mate.

—A juzgar por sus progresos hasta la fecha, podría matarte a ti primero.

—Es muy posible —dijo Gabriel, bebiendo otro sorbo tonificante—. Hay que darle tiempo.

De pie ante la repisa de la chimenea, mientras revisaba su propio montón de invitaciones, Lucifer le lanzó una mirada a Gabriel.

—Creí que ibas a decir que había que darle una oportunidad.

—Eso sería redundante. Él es Chance, «oportunidad». Precisamente, es por eso que lo bauticé así.

Chance no era el verdadero nombre de Chance; nadie, incluido Chance, sabía cuál era. En cuanto a su edad, calculaban que debía de tener unos veinticinco años. Chance era producto de los barrios bajos de Londres; su ascenso a la casa de Brook Street le había llegado por su propio mérito. Metido en un grave aprieto mientras ayudaba a un amigo, Gabriel tal vez no la habría contado si no hubiese sido por la ayuda de Chance, brindada no por ninguna promesa o recompensa, sino simplemente por el hecho de ayudar a otro hombre que llevaba las de perder. En cierto modo, Chance había rescatado a Gabriel; Gabriel, a su vez, había rescatado a Chance.

—¿Cuál has elegido? —Lucifer desvió la vista de sus invitaciones a las cuatro invitaciones alineadas que había sobre la repisa de la chimenea, del lado de Gabriel.

—No he elegido. Todas me parecen igualmente aburridas.

—¿Aburridas? —Lucifer le echó una mirada—. Debes tener cuidado al usar esa palabra, y aún más en darle vía libre a esa sensación. Mira lo que pasó con Richard. Y con Diablo. Y también con Vane. Piensa en ello.

—Pero con Demonio, no; él no se aburría.

—Corría y eso tampoco funcionó —dijo Lucifer, y al cabo de un momento agregó—: Y de todos modos, estoy seguro de que él ahora está aburrido. Ni siquiera sabe si participará en algún evento de la temporada.

Su tono dejaba ver que tal comportamiento le parecía incomprensible.

—Dales tiempo, apenas se casaron hace una semana.

Una semana atrás, Harry Cynster, Demonio, su primo y uno de los miembros del grupo de seis, popularmente conocido como los Abogados Cynster, había pronunciado las fatídicas palabras y se había casado con su novia, quien compartía su interés por las carreras de caballos. Demonio y Felicity, en ese momento, estaban haciendo una gira prolongada por los principales hipódromos.

Con su brandy en la mano, Gabriel reflexionó:

—Después de algunas semanas o meses, me atrevo a decir que se habrán cansado de la novedad.

Lucifer le lanzó una mirada cínica. Ambos sabían muy bien que, cuando los Cynster se casaban, por extraño que pareciera, nunca se cansaban de la novedad. Más bien lo contrario. Para ambos era un acertijo inexplicable, aunque, en su condición de últimos miembros del grupo de los solteros, eran extremadamente reticentes a que se lo explicasen.

Por qué hombres como ellos —como Diablo, Vane, Richard y Demonio— podían de pronto dar la espalda a todos los placeres femeninos que tan libremente ofrecía la alta sociedad y alegremente —y según las apariencias, con satisfacción— adecuarse a la felicidad marital y a los encantos de una sola mujer era un misterio que confundía sus mentes masculinas y desafiaba su imaginación. Ambos, sinceramente, esperaban que nunca les ocurriese a ellos.

Volviéndose a poner la capa, Lucifer eligió de su montón una tarjeta con los bordes dorados.

—Voy a la casa de Molly Hardwick —dijo, dirigiéndole una mirada a Gabriel—. ¿Vienes?

Gabriel estudió el rostro de su hermano; en sus ojos, azul oscuro destelló la expectativa.

—¿Quién estará allí?

Una sonrisa iluminó el rostro de Lucifer.

—Una cierta joven matrona, a cuyo marido los proyectos de ley del Parlamento le resultan más atractivos que ella.

Esa era la especialidad de Lucifer: convencer a damas de pasiones insatisfechas de que le permitieran ocuparse de ellas. Considerando los largos rizos negros jovialmente desmelenados de su hermano, Gabriel levantó una ceja y preguntó:

—¿Qué probabilidades tiene?

—Ninguna en absoluto —dijo Lucifer yendo hacia la puerta—. Se rendirá. No esta noche, pero pronto. —Deteniéndose en la puerta, se inclinó ante el vaso de brandy—. Supongo que vas a llevar esto hasta el final, en cuyo caso, te lo dejaré.

Abrió la puerta de un tirón y un momento después esta se cerró detrás de él.

Gabriel estudió los paneles oscuros de la puerta, luego levantó su vaso y le dio otro sorbo. Con la mirada ahora en el fuego que ardía en la chimenea, estiró las piernas, cruzó los tobillos y se acomodó para pasar la velada.

Sintió que le convendría permanecer allí las horas previas a la medianoche, seguro y cómodo, ante su propio hogar, antes que arriesgar su libertad en un baile de la alta sociedad, por más tentadoras que fueran las damas de la concurrencia. Desde que fuera anunciado el compromiso de Demonio, hacía casi un mes, cada matrona con una hija que reuniese las condiciones apropiadas le había echado el ojo, como si el matrimonio fuese algún cáliz envenenado que se estuvieran pasando unos a otros los Abogados Cynster, y ahora le tocase a él.

Podían esperar sentadas, él no iba a beber.

Giró la cabeza y estudió la pila de diarios amontonados en un rincón de la mesa. El último número del Gentlemen’s Magazine estaba allí, pero… se puso a pensar en la condesa, en su metro ochenta. Era raro encontrar una dama tan alta…

Alathea era casi igual de alta.

Tres minutos después, descartó los pensamientos que, motu proprio, se habían agolpado en su mente. Pensamientos confusos, pensamientos inquietantes, pensamientos que lo dejaban más trastornado de lo que recordaba haber estado nunca. Vació la mente y se concentró en la condesa.

Le gustaba ayudar a la gente; no en el sentido general, sino de forma específica. A individuos en particular. Como Chance. Como la condesa.

La condesa necesitaba su ayuda; más aún: se la había pedido. Alathea, no y no lo había hecho. Dada la forma en que se sentía, era lo mismo. Con la mirada fija sobre las llamas, mantuvo su mente centrada en la condesa, en tramar la próxima fase de su investigación y en planear el próximo paso en la seducción de la dama.