Capítulo 19

DOMINGO por la noche. Gabriel entró en su casa con su llave. Apenas cerró la puerta, Chance apareció desde la parte trasera del vestíbulo.

Gabriel le entregó el sombrero y el bastón.

—¿Hay brandy en el salón?

—Claro, señor.

Gabriel le hizo una seña para que se retirara.

—No necesitaré nada más esta noche —dijo, y se detuvo con la mano en el picaporte del salón—. Una cosa, ¿Folwell trajo su informe?

—Sí, señor; está sobre la repisa de la chimenea.

—Bien.

Al entrar al salón, Gabriel cerró la puerta y se dirigió directamente hacia el aparador. Se sirvió dos dedos de brandy y luego, con el vaso en la mano, cogió de la repisa el sobre de Folwell y se dejó caer en su sillón favorito. Bebió un largo trago, con la vista en la hoja doblada y después, disponiendo el vaso y la nota sobre una mesita, se apretó los ojos con las manos.

Dios, qué cansado estaba. A lo largo de la última semana, aparte del tiempo que había pasado con Alathea y unas pocas horas de sueño inquieto, había dedicado cada minuto de vigilia a tratar de obtener declaraciones formales —declaraciones con peso legal— de toda una serie de empleados civiles y de edecanes de embajadores extranjeros. Nada de provecho. No era que esos caballeros no quisieran ayudar; era sencillamente por el modo de proceder de la autoridad gubernamental en todo el mundo. Todo debía ser verificado y vuelto a verificar tres veces, y sólo luego era autorizado por alguna otra persona. El tiempo, según parecía, tanto en Whitehall como en las embajadas extranjeras, se medía en una escala distinta.

Suspirando profundamente, Gabriel estiró las piernas y dejó caer la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados. No era su fracaso en el frente extranjero lo que lo preocupaba.

Esa tarde había visitado al capitán Aloysius Struthers. Incluso por esa breve entrevista, resultaba claro que el capitán era de hecho el salvador que Alathea pensaba. Su testimonio, aun en ausencia de otras evidencias que pudiera añadirse a las que ellos ya habían recogido, animaría al más reticente de los jueces a pronunciar una decisión rápida y favorable. El problema era que el capitán se había embarcado en una cruzada con todas las banderas al viento. Ya se había puesto en contacto con conocidos para buscar mapas y licencias de explotación minera.

Gabriel no estaba nada seguro de que ese fuera el modo de colgarle una soga al cuello a Crowley. La cautela hubiera sido una estrategia mejor.

Había pasado media hora urgiendo a Struthers para que fuese cauto, pero el hombre no había querido escuchar. Estaba obsesionado con hacer caer a Crowley. Al final, Gabriel había aceptado y se había ido tratando de ignorar la sensación de peligro que resonaba, cual clarín, en su cabeza.

Todo iría bien en la medida en que Struthers apareciera por la corte la mañana del martes. Hasta entonces, sin embargo, la investigación y sus nervios estarían en el filo de una navaja. Cualquier movimiento erróneo…

Abrió los ojos, se enderezó y alcanzó su vaso para beber de él. Por esa noche no podía hacer nada más para apoyar la causa de los Morwellan. No obstante, era hora de que se ocupara de otra cosa.

Era un cobarde.

Un hecho difícil de enfrentar para un Cynster, pero debía hacerlo. Ella no le dejaba opción.

No había vuelto a ver a Alathea desde su encuentro en la glorieta la tarde previa. Es más, en realidad no había querido verla, hasta que él decidiera qué hacer, cómo responder a su ultimátum. Lo había hecho sentir tan… primitivo, tan despojado de todas sus actitudes elegantes, de esa pátina de encanto social. Con ella, se sentía como un cavernícola, un hombre primitivo que había descubierto repentinamente que el paraíso terrenal estaba más allá de lo que su garrote podía proveerle. Le había descrito los detalles de su vida futura conjunta, intentando hacerle admitir cuán deseable sería, mostrarle cuán fácilmente sus vidas podían acoplarse. En cambio, esa descripción le había abierto los ojos sobre lo desesperado de su deseo por aquello que describía.

No había considerado los detalles con anterioridad, sabía que la quería como su esposa y eso le había parecido suficiente. Pero ahora que había conjurado esas visiones en toda su gloria, estas lo acosaban.

Y habían aguijoneado su cobardía.

¿Iba a arriesgar ese futuro, el glorioso futuro que compartirían juntos, simplemente porque no podía encontrar las palabras para decirle lo que ella quería saber? ¿Porque el sólo hecho de pensar lo que ella significaba para él le había cerrado la garganta y lo había dejado mudo?

Pero no había palabras para decirle todo lo que ella significaba para él, ¿cómo diablos iba a decírselo?

Tragó un poco de brandy y rumió la cuestión. Tendría que decírselo, pronto. La paciencia no había sido nunca su virtud favorita, la paciencia, que hubiera implicado abstinencia, era extraña a su naturaleza. Había resistido más de una semana sin ella, pero su paciencia, al estirarse tanto, estaba a punto de agotarse. Ciertamente no iba a dejar que el caso siguiera su curso y arriesgarse a que ella se volviera al campo. Si lo hacía, debería correr tras ella; y pensar en cómo repercutiría eso en la sociedad, ya muy interesada en ellos, era toda una cuestión.

No. Tenía que decírselo antes del martes por la mañana. Sólo Dios sabía cómo resultarían las cosas, con o sin Struthers. Y si por algún infernal giro del destino las cosas salían mal y la decisión de la corte les era contraria… Si esperaba hasta entonces para armarse de coraje y hablar, iba a tardar toda la eternidad en convencerla de que no estaba haciéndolo para protegerla. Probablemente se volvería loco antes de tener algún éxito. Era mejor atacar ahora, cuando su caso todavía parecía fuerte. Así ella no tendría justificación para atribuirle como motivo su obsesivo instinto protector. Él no lamentaba ese instinto, ni en sueños pensaba pedir disculpas por ello, pero veía que en este caso se iba a interponer en su camino.

Entonces, ¿cómo decirle lo que ella quería saber antes del martes por la mañana?

No podía hacerlo mediante una visita matutina formal, y tratar de hablarle en el parque sería una locura. Tomó la nota de Folwell y estudió la lista de compromisos de Alathea. Como suponía, su siguiente encuentro sería en el baile de los Marlborough al día siguiente por la noche.

Y luego se verían en la corte la mañana siguiente.

Gabriel hizo una mueca. ¿Cómo esperaba el destino que se le declarara y pidiera su mano entre el momento en que se encontraran en la corte y el presente?

—Envíame a Nellie, Crisp. Estaré lista enseguida.

—De acuerdo, lady Alathea. Creo que Nellie está con Figgs. Le informaré de inmediato —dijo Crisp, saliendo por la puerta.

Alathea subió las escaleras, ignorando, obstinada y constantemente, sus vacilantes emociones. Por un lado se sentía casi histérica de alivio, animada hasta el punto de la frivolidad, al haberse sacado de encima la espada que pendía sobre el futuro de la familia durante los últimos meses. El testimonio del capitán apuntaba contra Ranald Crowley. Había momentos en los que realmente tenía que concentrarse para no quedarse con una sonrisa tonta en la cara.

Le había mencionado a su padre y a Serena que las cosas se estaban solucionando. Sólo una rara superstición le había impedido asegurarles que la familia estaba finalmente a salvo. Eso lo haría ya más avanzada la semana, en el instante en que el juez hubiera dado a conocer su veredicto.

Pero estaban a salvo. En el fondo de su corazón, lo sabía.

Su corazón, desafortunadamente, estaba comprometido en otros asuntos y nada inclinado a la alegría inmediata. Había un asunto que lo preocupaba, uno que, para su sorpresa, había pasado a significar más que su familia. Su corazón estaba intranquilo, insatisfecho.

Al alcanzar el final de la escalera, se soltó la falda y suspiró.

¿Qué estaba urdiendo Gabriel?

No lo había visto ni tenido noticias suyas desde que se había ido de la glorieta pronunciando esas duras palabras que seguían retumbando en sus oídos: «¿No te parece que ya hemos desperdiciado suficientes años?».

Entonces, ¿qué? ¿Se imaginaba él que ella se debilitaría y lo consentiría mansamente?

—¡Ja! —con los labios apretados, corrió por esa ala de la casa y abrió la puerta de su dormitorio. Los pasos de Nellie se escucharon detrás de ella.

—Quiero ese vestido marfil y dorado, ese que reservo para las ocasiones especiales.

—¡Ohhh! —dijo Nellie, dirigiéndose al ropero—. Entonces esta es la ocasión.

Alathea se sentó ante el tocador. Delante del espejo, consideró la luz combativa de sus ojos.

—Aún no lo he decidido.

No iba a hacerlo, debilitarse y ceder. Iba a ser tenaz, obstinada, estaba determinada. Desde su punto de vista, era ella la que había corrido todos los riesgos hasta entonces, al preguntarle sus motivos profundos, al ser tan ingenuamente transparente. Era tiempo de que él hiciera su parte y le contara toda la verdad.

Un golpe en la puerta señaló la llegada del agua para el baño. Mientras Nellie vigilaba los preparativos, Alathea se soltó el cabello, lo cepilló y luego lo arrolló en un rodete simple. Nellie cogió sus sales de baño habituales. Ella le murmuró, con las horquillas de cabello en la boca:

—No, esas no. La bolsita francesa.

Las cejas de Nellie se alzaron, pero se precipitó a buscar en el cajón, donde estaba oculto el costoso regalo de cumpleaños que le había hecho Serena. Un momento después se pudo respirar en todo el cuarto un exuberante aroma que recordaba al perfume de la condesa.

La cara de Nellie estaba alegremente iluminada. Sin tener que oír más órdenes, juntó todo lo requerido para llevar a Alathea al escalón más alto de la finura y de la seducción.

Casi una hora después, estaba lista. Mientras se colocaba una cofia dorada en la cabellera, Alathea estudiaba su reflejo tratando de verse a través de los ojos de Gabriel. Su cabello resplandecía, tenía los ojos bien abiertos y brillantes. Su complexión, algo que raramente consideraba, no tenía defectos. Los años habían borrado toda traza de inmadurez de su cara y de su figura, dejando a ambas a punto y refinadas. Con la punta de los dedos, se tocó suavemente los labios y luego sonrió. Rápidamente examinó sus hombros y senos, revelados por el exquisito vestido que Serena había elegido para ella al inicio de esa temporada.

Mientras agradecía con calor el gusto de su madrastra, Alathea se puso en pie. El vestido crujía cuando cayó la seda firme, mientras brillaba el bordado del escote y del dobladillo. Dando un paso atrás, se dio la vuelta y estudió su figura y la forma en que el vestido le acariciaba las caderas. La determinación brillaba en sus ojos.

Estaba convencida de que, el próximo movimiento le correspondía a Gabriel, especialmente dado que él se había permitido hacer la declaración de ella. Haber sido tan ingenuamente transparente era ya bastante malo, pero haber tenido que soportar que él le explicara su propia transparencia era peor.

No iba a cambiar de opinión. Tenía que convencerla, total y completamente, más allá de cualquier duda…

—¡Hey! Aquí —le dijo Nellie, dándose la vuelta desde la puerta, a donde se había dirigido ante un golpe suave—. ¡Mira lo que ha llegado!

Alertada por el tono deslumbrado de Nellie, Alathea observó.

Sosteniendo con reverencia una caja blanca y dorada, Nellie miraba encantada lo que contenía. Luego le sonrió a Alathea:

—¡Es para ti! ¡Y tiene una nota!

El corazón de Alathea pegó un brinco. Se hundió en su taburete. Mientras Nellie se aproximaba con la caja, Alathea se dio cuenta de la razón de su expresión deslumbrada. La caja no era blanca: era vidrio forrado con seda blanca. Tampoco había dorado: las decoraciones de los vértices, de la bisagra y de la tapa eran de oro puro.

Mientras Nellie se la entregaba, Alathea pensó que no podía imaginar algo más exquisito. ¿Qué demonios contenía?

No necesitó abrirlo para darse cuenta. La tapa no tenía forro. A través de ella vio un simple ramillete.

Sí, simple. Pero en todos los aspectos, el ramillete era un complemento perfecto para la caja. Un grupo de cinco flores blancas, de un tipo que ella nunca había visto antes, atadas con una cinta de filigrana dorada. El ramillete estaba colocado en medio de la seda blanca y dejaba ver una nota que había debajo. Los pétalos de las flores eran lozanos, gruesos, aterciopelados y contrastaban con el verde de sus tallos.

Era el ramillete para presentación en sociedad más elaborado, caro y extravagante que Alathea hubiera visto.

Girando en el taburete, dejó la caja sobre el tocador y levantó la tapa. Una marea de perfume la alcanzó, sensual y denso. Una vez que lo hubo inhalado, no la dejó. Deslizó cuidadosamente sus dedos debajo de las flores, levantó el ramillete y lo puso a un lado. Luego sacó la nota. Respirando con dificultad, la abrió.

El mensaje era simple, una línea manuscrita: «Tienes mi corazón en tus manos. No lo destroces».

Leyó las palabras tres veces y aun así no podía apartar sus ojos de ellas. Luego se le nubló la visión. Parpadeó, tragó. Sus manos empezaron a temblar. Dobló rápidamente la nota y la dejó.

Y se concentró en volver a respirar.

—Oh, cielos —pudo decir finalmente, aunque de manera titubeante. Parpadeando frenéticamente miraba con fijeza el ramillete—. Oh, cielos ¿Qué diablos voy a hacer?

—Lo llevarás, claro. Tengo que decir que es muy bonito.

—No, Nellie, no entiendes —objetó Alathea, poniendo las manos de Nellie en sus mejillas—. No hay nadie como él para hacerlo complicado.

—¿Quién? ¿El señor Rupert?

—Sí. Ahora lo llaman Gabriel.

Nellie resolló.

—Bueno, no veo por qué no puede llevar sus flores, aunque él esté usando otro nombre.

Alathea se tragó una carcajada histérica.

—No es su nombre, Nellie. ¡Soy yo! No puedo llevar un ramillete de presentación en sociedad.

Él lo sabía, por supuesto. Ella nunca había tenido su presentación en sociedad, nunca había recibido un ramillete de presentación en sociedad, nunca había tenido la oportunidad de llevar uno.

—¡Es un demonio! —exclamó, sintiendo que iba a llorar de felicidad—. ¿Qué voy a hacer?

Nunca se había sentido tan nerviosa en su vida. Quería llevar las flores y salir corriendo por la puerta como una orgullosa jovencita, y apresurarse para llegar al baile para así poder mostrarle a él, su amante, que ella había entendido. Pero…

—Los chismosos nos miran. —Si llevaba el ramo, ellos serían la comidilla de la noche y posiblemente de toda la temporada.

—Tal vez pueda llevarlo prendido —dijo, probándoselo y orientándolo primero en una dirección y luego en otra, a su derecha, a su izquierda, en el centro del escote.

—No —suspiró—. No lo haré.

Una flor no era tanto sobre el bordado de oro, pero tres, el número necesario para equilibrar el ramillete, era demasiado, muy grande. Demasiado visible. Fuera de otras consideraciones, tendría el ramillete constantemente a la vista. Nunca mantendría la compostura.

—No puedo —dijo abatida y contempló las hermosas flores, la prenda que su guerrero le había enviado como prueba de su corazón. Quería llevarlo con desesperación, pero no se atrevía—. Trae un florero, Nellie.

Nellie la dejó con un bufido de desaprobación.

Alathea sostuvo el ramillete en sus manos, y dejó que todo lo que este significaba la inundara. Luego oyó las voces de Mary y de Alice; parpadeando, tratando de no llorar, volvió a depositar el ramillete en la caja y dispuso esta a un lado de la mesa. Aturdida, concluyó su toilette, se abrochó el collar de las perlas de su madre, se puso los pendientes a juego, y se roció generosamente el perfume de la condesa.

—Allie, ¿estás lista?

—¡Sí, ya voy!

Con la cabeza dándole vueltas, se levantó. Miró el ramillete, acomodado en la delicada caja, inspiró y exhaló, luego cogió su bolsa y se volvió.

—¡Rápido! ¡Ha llegado el carruaje!

—Ya voy.

Al llegar al umbral, Alathea se detuvo. Con la mano en la puerta, se volvió a mirar la delicada caja en la que él le había enviado su corazón.

Su mirada se posó en el espejo que había más allá, en su propio reflejo.

Un momento después, parpadeó. Abandonando la puerta, volvió a atravesar su cuarto.

Se detuvo delante del tocador y cogió la nota de Gabriel. Volvió a leerla. Luego se miró de nuevo en el espejo. Torció los labios. Guardó la nota en su joyero y alzó las manos hasta la cofia.

Tardó un instante en deshacerse de los alfileres. Alathea ignoró el coro de llamadas que venía del pasillo. Esta vez su familia debería esperar.

Tras apartar la cofia, rápidamente desenrolló el ramillete. Envolvió la cinta alrededor del ajustado rodete que llevaba en la cabeza y lo ató con un nudo sencillo, dejando que los extremos de la cinta se intercalaran con los bucles que los rodeaban. Separó tres exquisitos capullos del arreglo. Cuando engarzó los tallos en la mata de su cabello y los prendió con alfileres, sonreía, su corazón volaba y su rostro reflejaba su dicha.

Nellie llegó corriendo, con el florero en la mano y se detuvo abruptamente.

—¡Oh! ¡Muy bien! ¡Esto está mucho mejor!

—Pon las otras en agua. Tengo prisa.

Como un remolino, Alathea apretó el brazo de Nellie y luego, sin aliento, corrió hacia la puerta.

Con las cejas levantadas, Nellie la vio irse y, sonriendo, fue hacia el tocador. Colocó los dos capullos restantes en el florero y luego, con cuidado, lo llevó hasta la mesa que había al lado de la cama. Nellie se sacudió las manos y regresó al tocador para arreglar los peines y cepillos de Alathea. Estaba a punto de irse, cuando la nota cerrada que asomaba en el joyero de Alathea le llamó la atención.

Nellie le echó una mirada a la puerta, luego levantó la tapa del joyero y sacó la nota. La abrió, la leyó, luego la volvió a cerrar y la guardó nuevamente. Y murmuró dichosa:

—Lo vas a lograr, muchacha. Lo lograrás.

En el instante mismo en que ella se apareció en el arco de entrada del salón de baile de lady Marlborough, Gabriel vio sus flores en el cabello de Alathea. Esa visión lo paralizó: la alegría le cerró los pulmones, le produjo alivio y algo mucho más primario. Al detenerse con su familia escaleras arriba, Alathea miró hacia abajo, en dirección al salón de baile, pero no lo vio de inmediato. La mirada de Gabriel no la abandonó mientras ella descendía con una mano en la balaustrada, mientras recorría el salón y buscaba entre la muchedumbre.

Entonces lo vio.

Él tomó aliento y avanzó hacia ella. Sus ojos no abandonaron el rostro de Alathea mientras se le acercaba. No tenía idea de cerca de quiénes había pasado mientras avanzaba entre la multitud. Alcanzó la base de la escalera antes que ella.

Ella bajó los últimos escalones, con la mirada puesta en los ojos de Gabriel, se detuvo en el último escalón y quedó así un poco más alta que él, y luego descendió hasta el suelo e inclinó la cabeza para que él pudiera ver las flores.

—No podía llevarlas de otra forma, ¿lo entiendes, no?

La sensación de triunfo lo atravesó en una ola que casi lo puso de rodillas.

—Has estado inspirada.

Le tomó la mano, sin importarle quién estuviera mirando y se la llevó hasta los labios, mirándola.

—Mi señora.

Los atrapó una fuerza mágica, el avellana de los ojos de ambos ahogándose mutuamente, tan cerca que podían sentir la respiración del otro, el latido del corazón del otro. Ninguno de los dos atinó a sonreír.

—Y a tiempo, además, pero vamos. Hay un asiento libre allí que quiero conseguir.

Alathea saltó y giró. Gabriel miró a los ojos negros de lady Osbaldestone. Ella sonrió y le dio un golpe en el brazo a Gabriel.

—No dejéis que os interrumpa si estáis ocupados con este juego, pero dejadme pasar.

Lo hicieron. Lady Osbaldestone pasó entre ellos y se zambulló en la multitud. Gabriel se volvió, mientras Alathea lo tomaba del brazo.

—Será mejor que la imitemos.

Colocando su mano sobre la de ella, la guio por entre la ya densa multitud.

—Llegamos tarde —musitó Alathea—, sólo unos pocos minutos, pero nos hemos quedado muy lejos en la cola de los carruajes…

—Estaba comenzando a preguntarme si había sucedido algo…

Algo había sucedido. Alathea buscó sus ojos: estaban sonriendo gentilmente, magnánimos en la victoria. Ella miró para otro lado.

—Sabes, nunca hubiera esperado flores de ti.

No dijo nada más. Los músculos que estaban debajo de su mano lentamente se tensaron.

—Había una nota con las flores.

Alathea lo volvió a mirar con una sonrisa.

—Lo sé, la he leído.

Él hizo que se detuviera buscando su mirada.

—Con tal que la hayas entendido…

Su tono implicaba agresión, incertidumbre y una fuerte corriente subterránea de vulnerabilidad. Alathea dejó que su expresión se suavizara y bajó la guardia lo suficiente como para permitir que su corazón se viera a través de sus ojos.

—Por supuesto que la he entendido.

Él miró más profundamente en los ojos de Alathea y luego soltó el aire que hasta entonces había retenido, y dijo:

—No la olvides. Incluso si nunca vuelves a escuchar o ver esas palabras, siempre serán verdaderas. No lo olvides.

—No lo haré. Nunca.

La ruidosa multitud que estaba en torno a ellos se había desvanecido. Por un momento, permanecieron en ese mundo en el cual sólo ellos existían, y entonces Alathea sonrió suavemente, apretó el brazo de Gabriel y lo trajo de nuevo al presente. Ella miró a su alrededor.

—Podrías haber elegido una noche más propicia para tu declaración.

Gabriel suspiró y comenzó a caminar.

—Hasta ahora, nuestro romance… no, nuestras vidas, han sido siempre gobernadas por las circunstancias. Estoy tratando de que nos sacudamos nuestras ataduras y tomemos nosotros las riendas.

—¿De verdad? —dijo Alathea, mientras intercambiaba gestos amables con lady Cowper—. ¿Puedo sugerirte que te resignes a compartir las riendas?

Gabriel la fulminó con la mirada. Sus cejas se levantaron.

—Lo pensaré.

Se pasearon a través de la muchedumbre, sin encontrarse con miembros de sus respectivas familias.

—Esto es ridículo —dijo Alathea, cuando la presión de los cuerpos apretujados la obligó a detenerse—. Gracias al cielo que sólo quedan unas pocas semanas de la temporada.

—Hablando del tiempo que pasa, ¿Struthers se ha puesto en contacto contigo?

Rindiéndose ante lo inevitable, Gabriel la retiró de entre la multitud y se detuvo en un lugar donde podían quedarse parados y conversar con relativa comodidad.

—No, ¿por qué? Pensé que ibas a verlo.

—Y fui. Le di mi dirección y le dije que se pusiera en contacto conmigo si necesitaba ayuda, pero no lo hizo.

—Bien —dijo Alathea encogiéndose de hombros y mirando a su alrededor—. Supongo que eso significa que todo está bien y que lo veremos mañana en la corte.

Entonces Alathea sonrió y estiró la mano diciendo:

—Buenas noches, lord Falworth.

Lord Falworth cogió su mano e hizo una reverencia. Gabriel maldijo para sus adentros. En cuestión de minutos todos los pretendientes estarían allí. La debían de haber localizado buscándolo a él, era lo suficientemente alto como para ser seguido a través de la multitud. Lord Montgomery llegó a continuación. Falworth y los otros intentaron acaparar la conversación y llevar el agua a sus molinos. Con una sonrisa cortés en los labios, Alathea simuló seguir la charla, asintiendo y murmurando en los momentos apropiados.

Con el primer vals, ella sería suya de nuevo. Por desgracia, lady Marlborough era de una generación anterior: había programado un gran número de piezas de todo tipo —incluido un rigodón— entre un gran número de danzas campestres. Tendría que esperar un tiempo por ese vals.

Entretanto…

—Querida lady Alathea, le imploro que me haga el favor de concederme la próxima pieza —dijo Montgomery con una reverencia.

El señor Simpkins miró a su excelencia con un disgusto inocultable.

—Lady Alathea sólo necesita decirlo y me sentiré honrado de acompañarla —dijo, mientras su reverencia se abreviaba hasta hacerse abrupta.

Alathea sonrió serenamente a todos con la mirada finalmente dirigida hacia Gabriel.

—Me temo caballeros —dijo volviéndose hacia sus pretendientes— que no bailaré esta noche.

Todos escucharon. Todos vieron esa rápida y compartida mirada. Ahora todos estaban intrigados. Furiosamente.

—¡Ejem! —dijo lord Montgomery, luchando por no mirar a Gabriel—. ¿Puedo preguntarle…?

Alathea hizo un gesto hacia la multitud.

—Es demasiado cansado incluso imaginar la lucha para abrirse paso en la pista de baile —explicó, favoreciéndolos con una nueva sonrisa—. Prefiero disfrutar de la conversación —agregó, con una mirada dirigida a Gabriel—. Ahorrar energía para los valses.

Con una expresión inescrutable, Gabriel encontró la mirada de Alathea y luego, arrogante, alzó una ceja. Si sus pretendientes no habían entendido todavía el mensaje, ese momento cargado de una sensualidad descarada les abriría los ojos. El guerrero que tenía en su interior rugió su triunfo. Dudó y luego inclinó la cabeza y retiró su mirada de la de ella. A pesar de que su yo primitivo se regodeaba con el gesto que ella había tenido, eso no lo ayudó a mantener la compostura, erosionando el fino barniz que, cuando se trataba de ella, era lo único que le ocultaba al mundo sus verdaderos sentimientos.

Ella había declarado públicamente que era de él. Por lo que su posesividad podía relajarse, triunfante. Pero no se sentía relajado. Alathea había reiniciado la conversación con Falworth, ignorando olímpicamente las miradas no muy convencidas de Montgomery y Simpkins. Gabriel trató de quedarse al lado de ella y no pensar en lo que le gustaría estar haciendo.

Pero era imposible. Ella tenía razón. Marlborough House, repleta hasta el techo, no era un lugar apropiado para lo que él hubiera preferido hacer. Encontrar un cuarto vacío esa noche iba a ser imposible. ¿Habría alguna otra forma en la que pudieran estar solos una hora o un poco más? Con la conversación que se había dado en torno de ellos zumbándole en los oídos, consideró todas las opciones y lamentablemente tuvo que rechazar cada una de ellas. La miró. Apenas ella y su familia estuvieran libres de las amenazas de Crowley, tenía que raptarla, por unas pocas horas al menos, para calmar a la bestia que tenía en su interior.

Pensar en cómo podía aliviar sus clamorosas necesidades no lo ayudaría. Apretando los dientes, encaminó sus pensamientos hacia otro lugar. Struthers. Al mediodía, había enviado a Chance para ver al viejo lobo de mar y para que le ofreciera sus servicios, en la medida en que pudiera necesitarlos. El capitán había echado a Chance, no de manera del todo inesperada, con un áspero pero educado rechazo. Chance, obedeciendo sus órdenes, había estado vigilando el alojamiento de Clerkenwell Road. El capitán se había ido por la tarde rumbo a la ciudad y hacia el puerto. Chance lo había seguido fielmente, un talento que había aprendido en su vida anterior, pero el capitán debió de haberse dado cuenta de que lo seguían. Fue a una taberna y luego desapareció. Chance había buscado en los tres callejones a los cuales tenía salidas la taberna pero no había podido encontrar al hombre. Derrotado, volvió a Brook Street para informarle.

Si el capitán era lo suficientemente astuto como para librarse de Chance, entonces podía cuidarse solo. Era de suponer. El presentimiento de peligro que había surgido en Gabriel durante su primer encuentro con el capitán continuaba preocupándolo.

Miró a Alathea. Al menos ella estaba a salvo. De Crowley. Pero no estaba enteramente a salvo de él, no al menos según Alathea. Tenían casi una década que recuperar y más de un evento para celebrar. Su mirada se dirigió hacia su cabello, al regalo que él le había hecho y que finalmente había logrado lo que había buscado durante tantos años. Se había deshecho de sus malditas cofias. Nunca más se pondría una. Se aseguraría de que ella nunca más pensara en eso.

Todo lo cual se agregaba a su tensión, a la impaciencia que podía sentir crecer como una marea, una presión creciente que no podía liberar, al menos no allí, ni entonces. Respiró profundamente y se concentró en su cara, abruptamente consciente de que se estaba acercando al final de sus terribles ataduras. Miró a su alrededor a los caballeros que los rodeaban. Ninguno parecía ser más amenazante para ella que él.

Enderezándose, se acercó, consciente del provocativo perfume de la condesa que se desprendía delicadamente de su piel suave. Pensar cuánto más fuerte se iba a percibir ese aroma una vez que la piel de Alathea entrara en calor, gracias a la pasión, lo hizo cerrar los puños.

Arriesgarse a protagonizar una escena en ese momento no tenía sentido. Haría mejor si colocaba sus clamorosos instintos y su posesividad en otra parte.

Un repentino estallido de carcajadas en un grupo cercano hizo que los pretendientes de Alathea miraran hacia atrás. Aprovechó la oportunidad y tocó la parte trasera del brazo de Alathea, sus dedos suavemente posados en la suave piel, desnuda por encima del guante.

Una vívida conciencia los recorrió a los dos. Y ella lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué?

La palabra apenas había salido de su boca. Ella estaba tan aturdida como él.

—Voy a dar una vuelta. Volveré para el primer vals.

La mirada de Alathea se dirigió hacia los labios de Gabriel. Estaban tan cerca que podía sentirlos respirar. Ella humedeció los suyos.

—Tal vez —murmuró Alathea— eso sea lo mejor.

Retiró su mirada de la de Gabriel. Gabriel asintió.

Logró darse la vuelta sin rozarle los labios.

Lo vio alejarse y luego, suspirando para sus adentros, volvió a prestar atención a sus pretendientes, ya que el jaleo cercano había terminado y ellos volvían a entablar conversación. Se sentía aliviada de que Gabriel se fuera. Sentía su tensión subyacente. El hecho de que ahora sabía qué la provocaba, lo que verdaderamente la provocaba, el saber que la causa era ella, no la tranquilizaba. Sin embargo, hubiera preferido liberarse de sus pretendientes, deslizarse sujeta del brazo de Gabriel y hacer todo lo que pudiera para calmarlo.

Manteniendo la sonrisa cortés en su lugar, animaba a sus pretendientes a entretenerla. Su corazón, sin embargo, no estaba allí. Cuando un lacayo se le acercó con una nota doblada en una bandeja, ese órgano ingobernable le dio un brinco. Su primer pensamiento fue que su guerrero había encontrado algún refugio y la estaba llamando a su lado.

Pero la realidad fue mucho más preocupante.

Querida lady Alathea:

Encontré toda la información que buscaba y más. Tengo evidencia suficiente como para desacreditar los manejos de Crowley, pero fui llamado a mi barco y debo levar anclas y partir con la marea de la mañana. Debe venir enseguida. Tengo que explicarle algunos de los detalles de los mapas y documentos en persona y será vital para su argumentación que yo haga una declaración firmada ante testigos y deje todo en sus manos.

Le imploro que no pierda el tiempo. Debo levar anclas en el mismo instante en que cambie la marea. Ánimo, querida señora, el final está cerca. Todos los documentos necesarios estarán pronto en sus manos y será capaz de enviar a Crowley al demonio.

Me tomé la libertad de enviarle un carruaje con gente que la escolte. Debe confiar en estos hombres, saben adónde llevarla. Pero debe venir enseguida o todo puede fracasar.

Su respetuoso servidor:

ALOYSIUS STRUTHERS, CAPITÁN

Alathea levantó la vista. Sus festejantes estaban conversando entre ellos y le habían dado un momento de privacidad en el cual leer la nota. Se volvió hacia el lacayo:

—¿Hay un carruaje esperando?

—Sí, milady. Un carruaje y un cierto número de… hombres. Probablemente sean marineros.

Alathea asintió.

—Por favor, dígale a esos hombres que estaré con ellos en un momento.

El lacayo estaba demasiado bien entrenado como para mostrar cualquier tipo de reacción. Hizo una reverencia y se fue a cumplir lo que se le había encargado. Alathea tocó el brazo de Falworth y les sonrió a lord Montgomery, a lord Coleburn y al señor Simpkins.

—Me temo, caballeros, que debo dejarlos. He recibido un mensaje urgente de un pariente enfermo.

Murmuraron comprensivamente, pero ella dudó que le hubieran creído. Alathea inclinó la cabeza y los dejó. Sumergiéndose en la multitud, levantó la cabeza, buscando. No pudo ver a Gabriel.

—¡Maldición! —murmuró y comenzó a recorrer en sectores el salón. Lo había tenido encima de ella durante semanas. Ahora, cuando lo necesitaba, no estaba en ningún lado. La multitud era tan densa que no podía estar segura de que no estuviera cruzándose con él. Vio a Celia, a Serena y a las gemelas, pero su primo no aparecía por ningún lado. Tampoco Lucifer. Se detuvo en los primeros escalones de las escaleras que daban al salón de baile, y lanzó una mirada exasperada a su alrededor, pero no pudo ver a ninguno de los otros Cynster que pudieran ayudarla.

—¿Señora? —dijo el lacayo que se había materializado a su lado—. Los hombres insisten en que deben irse ya.

—Sí, muy bien. —Con una última mirada disgustada alrededor del salón, Alathea se levantó la falda y se volvió. Entonces pudo ver a Chillingworth hablando con un grupo de otros invitados al abrigo de las escaleras.

—Un momento.

Dejó al lacayo y se zambulló entre la multitud. Con una carcajada y una inclinación, Chillingworth les dio la espalda a sus amigos y ella se le acercó. La vio inmediatamente.

Él comenzó a sonreír y luego se dio cuenta de la expresión de Alathea. Buscó sus ojos.

—¿Qué pasa?

Alathea tomó la mano que él le ofrecía y le dio la nota.

—Por favor. Cuide de que esto le llegue a Gabriel. Es importante. Yo tengo que irme.

—¿Adónde va? —preguntó Chillingworth, atrapando tanto la nota como la mano de Alathea. Miró al lacayo que estaba en las escaleras como a un sirviente de librea dispuesto a susurrar chismes en el primer oído que encontrara.

Alathea siguió su mirada.

—Tengo que irme con alguien. Esto es un mensaje. Gabriel lo entenderá.

Con una habilidad forjada durante años de luchar con los Cynster, se liberó de Chillingworth.

—Sólo asegúrese de que la reciba tan pronto como sea posible.

El primer lacayo había llegado hasta su lado.

—Milady, los marineros se están poniendo nerviosos.

—¡Marineros! —exclamó Chillingworth, tratando de sujetarla del brazo.

Alathea lo eludió. Empujando al lacayo se apresuró para alcanzar las escaleras.

—No tengo tiempo para explicaciones —dijo lanzándole esas palabras a Chillingworth, que la seguía tan rápido como podía—. Sólo déle la nota a Gabriel.

Al llegar a la parte de las escaleras que estaban libres de gente, se levantó la falda y apretó el paso.

—¡Alathea! ¡Deténgase!

No lo hizo. Siguió obstinadamente hasta el final de las escaleras y luego se apresuró a cruzar el arco de entrada y salir de la casa.

En el otro extremo de la escalera, Chillingworth la buscaba. Un nuevo flujo de invitados lo llevaba hacia abajo, haciéndole imposible seguirla. Otros invitados que lo habían oído lo miraban extrañados. Con los labios sonrientes, simplemente los ignoró.

—¡Maldición! —Miró la nota que tenía en su puño y luego se volvió para buscar entre la multitud—. Servir a Cynster malditamente bien.

Encontró a Gabriel en el cuarto de juegos de naipes, con los hombros contra la pared, mirando ociosamente una partida de whist.

—Toma —dijo Chillingworth dándole la nota—. Es para ti.

—¡Oh! —exclamó Gabriel, enderezándose. El presentimiento que lo aguijoneaba se convirtió en un puñetazo. Tomó la nota.

—¿De quién es?

—No lo sé. Alathea Morwellan me encargó que te la diera, pero no creo que sea de ella. Ella se ha ido.

Gabriel leyó la nota. Al llegar al final maldijo. Miró a Chillingworth.

—¿Se ha ido?

Chillingworth asintió.

—Y, por cierto, traté de detenerla, pero la has entrenado demasiado bien. No responde a las órdenes verbales.

—No responde a ninguna orden —dijo Gabriel, dirigiendo la atención hacia la nota—. ¡Maldición! Esto no tiene buen aspecto.

Su expresión se endureció. Dudó y luego le dio la nota a Chillingworth.

—¿Qué dirías tú?

Chillingworth leyó la carta y luego hizo una mueca.

—Efectivamente, le dice que vaya inmediatamente tres veces. No es buena señal.

—Exactamente lo que pienso —confirmó Gabriel y tomó de nuevo la nota, la colocó en su bolsillo y empujando a Chillingworth le dijo—: Ahora todo lo que me queda por hacer es tener alguna idea de adónde ha podido ir.

—Marineros —dijo Chillingworth siguiéndolo—. El lacayo dijo que los hombres que la esperaban eran marineros.

—Los muelles. Fantástico.

Estaban acercándose a las escaleras cuando Chillingworth, todavía detrás de Gabriel propuso:

—Iré contigo. Podemos tomar mi carruaje.

Gabriel le lanzó una mirada por encima del hombro.

—No me voy a sentir agradecido, lo sabes.

—Mi único interés en esto —replicó Chillingworth mientras subían las escaleras— es traer de vuelta a la dama para que ella pueda acosarte por el resto de tu vida.

Ya al final de las escaleras, se abrieron paso a través de la galería y luego descendieron por la escalinata y atravesaron el vestíbulo. Pasaron raudamente por la puerta principal, hombro contra hombro.

Charlie Morwellan miraba hacia atrás, hacia los escalones del patio delantero, y chocó con ellos en el umbral. Se cayó.

—Perdón —dijo. Comenzaba a hacer una reverencia cuando reconoció a Gabriel.

—¿Sabes adónde va Alathea? —le preguntó Charlie. Miró hacia el camino que llevaba a la ciudad—. No puedo entender adónde tiene que ir con esos tipos tan rudos.

Gabriel lo cogió por los hombros.

—¿Adónde van? ¿Alguna idea?

Charlie parpadeó.

—Pool de Londres. El muelle Execution.

Gabriel lo soltó.

—¿Estás seguro?

Charlie asintió.

—Estaba tomando el aire, dado el terrible apretujamiento que hay allí dentro, y me puse a conversar con el marinero… —Pero ya le estaba hablando a las dos espaldas que partían presurosas—. ¡Hey! ¿Adónde vais?

—A buscar a tu hermana —le contestó Gabriel y miró a Chillingworth.

—¿Cuál es tu carruaje?

—Uno pequeño. —Chillingworth recorría las filas de carruajes dispuestos a lo largo del camino.

—Debí haberlo adivinado —murmuró Gabriel.

—Sí —le replicó Chillingworth—. Yo, por lo menos, tenía planes para esta noche.

Gabriel también tenía planes, pero…

—¡Allí está!

Junto con otros cocheros, el chófer de Chillingworth había dejado el carruaje de su patrón al cuidado de otros dos, mientras el resto se había ido a una taberna cercana.

Uno de los cuidadores le ofreció:

—Puedo correr como el viento y traerle a su chófer en un momento, jefe.

—No, no tenemos tiempo. Dile a Billings que vaya a casa por su cuenta.

—Muy bien, señor.

El carruaje estaba atrapado entre otros dos. Necesitaron los esfuerzos combinados de Gabriel, Chillingworth, Charlie y los otros dos cocheros para hacerle sitio y liberarlo. Chillingworth esperó hasta que Gabriel se subió al asiento delantero junto a él y Charlie saltó en la parte de atrás, antes de darle la orden a los caballos.

—Billings va a tener un ataque cardíaco —dijo Chillingworth, mirando a Gabriel—. Pero no es eso lo que me preocupa. ¿Qué está pasando?

Gabriel se lo contó, omitiendo sólo la extrema situación de riesgo financiero de los Morwellan.

—O sea que ella piensa que va a encontrarse con el capitán.

—Sí, pero todo es muy extraño. ¿Por qué esta noche, la última antes de la audiencia? Llamé a su compañía naviera el último viernes y no había expectativas de que el capitán saliera pronto. Struthers mismo no esperaba salir por algunas semanas.

—¿Y ese Crowley? ¿Qué tipo de persona es?

—Peligroso. Sin principios. Una rata de albañal. Sin escrúpulos.

Chillingworth miró a Gabriel, viendo sus rasgos, la expresión granítica que le daban las luces callejeras.

—Comprendo. —Chillingworth volvió a mirar a sus caballos, él mismo con una expresión preocupada.

—Alathea va a estar bien —les aseguró Charlie—. No tienen por qué preocuparse por ella. Ningún pícaro podrá hacerle mella.

Había una confianza insoslayable en su voz. Gabriel y Chillingworth intercambiaron miradas, pero ninguno intentó explicarle que Crowley no era un mero pícaro.

Era un canalla.

—Pool de Londres —musitó Chillingworth alcanzando su látigo—. Los barcos pueden zarpar directamente desde allí.

Con un giro de las muñecas, azuzó a sus caballos, que hicieron repicar sus cascos a lo largo del Strand.