EL baile había tenido lugar el lunes por la noche. Alathea no volvió a ocuparse de Gabriel hasta el miércoles. Paseando por el parque, detrás de las hermanas de él y de las suyas, escoltadas por lord Esher y por el señor Carstairs, se hallaba sumida en pensamientos perturbadores a propósito de Crowley y de la Central East Africa Gold Company, cuando sintió que la llamaban. Heather Cynster señaló el cercano camino de los carruajes, donde su hermano Gabriel retenía su tiro de incansables caballos, que piafaban, impacientes. A medida que apresuraba el paso, Alathea tuvo la clara impresión de que los caballos reflejaban el estado de ánimo de su amo.
—Buenos días.
Alathea tuvo que levantar la cabeza para mirarlo, debido al asiento alto del vehículo. El carruaje atrajo el interés de las muchachas y de sus pretendientes, y le dejaron a ella la cuestión de vérselas con su conductor.
Este le hizo señas para que subiera.
—Vamos. Te llevaré a dar una vuelta por la avenida.
—No, gracias —dijo sonriendo.
Él la miró fijamente.
Los otros lo habían oído.
—¡Ve, Allie! Lo disfrutarás.
—Estaremos bien.
—Será por unos minutos.
—Carstairs y yo nos comprometemos a cuidar de las muchachas en su lugar, lady Alathea.
Alathea mantuvo la mirada fija sobre el rostro de Gabriel.
—¿Cuál fue la última vez que llevaste a una dama por el parque?
Gabriel la estudió por un largo momento y luego apretó los labios.
—Sostenlos, Biggs —ordenó.
Su mozo de cuadra saltó desde atrás y corrió hacia la cabeza de los caballos. Gabriel ató las riendas y bajó de un salto.
Sin una palabra, la cogió del brazo y saludó con la mano a los otros. Absortas en sus propias preocupaciones, las muchachas estaban a gusto. De mutuo acuerdo, ella y Gabriel esperaron hasta que el grupo estuvo lo suficientemente adelantado, de modo que pudieran hablar sin ser oídos, y luego siguieron tras sus pasos.
—No hay razón para que no me dejes conducirte por el parque.
—No tengo intención de dejarte declarar tus intenciones de manera tan desembozada —contestó Alathea, lanzándole una mirada de reprobación—. No voy a dejarme manipular por tales maniobras.
—Peor para ti. ¿Quién te lo dijo?
—Tu madre siempre está contando tus hazañas… las tuyas, las de Lucifer y las del resto de tus primos. Parece que el hecho de que ninguno de vosotros lleve damas al parque (salvo que sean sus esposas) es bien sabido por todos.
Gabriel lo había hecho a propósito.
—¿Qué te parece Gretna Green[1]? Podríamos llegar allá en dos días.
—Por ahora, tengo cosas que hacer aquí. Tan pronto como haya terminado con eso, espero volver a retirarme al campo.
—Yo, en tu lugar, no haría apuestas.
—Bueno, ¿y qué has sabido? Supongo que anoche recibirías mi nota.
—Sí, pero no la he visto hasta hoy por la mañana. Anoche estuve ocupado tratando de sacarles información a algunos funcionarios africanos —contestó Gabriel.
—¿Qué te dijeron?
—Lo suficiente como para confirmar extraoficialmente que al menos cuatro permisos gubernamentales de Crowley son falsos. Estoy haciendo lo posible para que lo dicho de manera informal se vuelva oficial, pero la burocracia de los gobiernos jamás trabaja rápido. Para cuando debamos hacer nuestra presentación, no tendremos ningún respaldo oficial a nuestra petición.
—¿Y cuándo será eso? —quiso saber Alathea.
—No me parece que debamos esperar más allá del próximo martes.
—¿Tan pronto?
—No podemos arriesgarnos a que Crowley ejecute sus pagarés, y apostaría cualquier cosa a que va a hacerlo hacia finales de la semana que viene —explicó Gabriel y miró a Alathea—. La petición todavía no está lista. El empleado de Wiggs debería terminarla, como muy tarde, para mañana. Wiggs me la traerá. Si no hay más que agregar, con tu autorización, le diré a mi abogado que pida una cita para el martes por la mañana a uno de los jueces del tribunal para someterle el caso. No debemos aguardar más: una tentativa posterior, una vez que el pagaré sea ejecutado y se nos exija el dinero, nos dejaría en una posición legal considerablemente peor.
—Si no hay otro remedio —dijo Alathea, con una mueca.
—Alertaré a Diablo y también a Vane. Él hará venir a Gerrard a la ciudad cuando se lo necesite —dijo Gabriel.
Contemplando el rostro y el perfil de la mujer, abrió la boca para decir: «Thea, es un riesgo grande», pero no pronunció esas palabras. Si él ya había considerado todos los peligros y alternativas, ella también. No había peligro para ella: se casaría con él en breve y él rescataría de la miseria tanto a su familia como a Alathea; ella lo sabía sin que él tuviese que decirlo. Pero ¿qué pasaría con Morwellan Park y con el título que un largo linaje de Morwellan había poseído desde tiempos remotos? ¿Qué sucedería con el orgullo familiar? Eso era lo primero que ella se había propuesto proteger y no era algo que pudiese ser rescatado sin arriesgarlo todo.
Sus motivaciones no necesitaban ser explicadas a un Cynster. Todo lo que él podía hacer era estar a su lado y hacer todo lo posible para que ella triunfase.
Y tal vez, proporcionarle una distracción.
—En realidad, la razón por la que he venido a buscarte no era decirte esto. He conseguido entradas para la representación del viernes de El barbero de Sevilla. Tal vez a ti y a tu familia os gustaría asistir.
Alathea se lo quedó mirando.
—El viernes por la noche es la última representación. Será una noche de gala.
—Eso tenía entendido.
La producción había causado sensación entre la aristocracia. El productor había decretado que la interpretación final sería una gala, en agradecimiento al elenco y a los mecenas.
—Pero… las localidades para la gala se agotaron apenas fue anunciada la semana pasada. ¿Cómo has podido conseguir entradas para todos nosotros?
—¡No importa cómo obtuve las condenadas entradas! ¿Vendrás?
—Por lo que a mí respecta, ¡por supuesto que iré! En cuanto a los demás, pregúntales tú mismo —dijo Alathea e hizo señas al grupo que se había congregado alrededor del carruaje de los Morwellan.
Gabriel se sintió aliviado al ver que sus hermanas ya se habían despedido y se dirigían al carruaje de su madre, situado un poco más allá. Celia lo vio y lo saludó, pero no esperaba que él le respondiera. Tampoco se sorprendió de verlo nuevamente paseando con Alathea. Esos hechos hablaban de que Celia, por lo menos, entendía sus intenciones y las aprobaba. Gabriel sabía que podía contar con su apoyo en caso de necesidad.
Gabriel se unió a los otros ante el carruaje de los Morwellan, y les ofreció con delicadeza su invitación, la cual incluía específicamente tanto a Esher como a Carstairs. Alathea lo miró con curiosidad, pero no dijo nada. No tenía que hacerlo: todos estaban ansiosos por asistir a la gala de El barbero de Sevilla.
Cuando llegó con los otros a la ópera, la noche del viernes, Alathea descubrió que Gabriel no sólo había conseguido las entradas sino que la ubicación era una de las más buscadas: los dos palcos privados que estaban encima del escenario. Se encontró con Gabriel en el vestíbulo; él la tomó a ella de un brazo y a Serena del otro y las condujo escaleras arriba, por el corredor alfombrado del primer piso, hasta la dorada puerta del palco que daba a la izquierda del escenario.
Todos los ojos se volvieron mientras ellos se sentaban. Los ocupantes de los palcos menos favorecidos estiraban el cuello para ver quiénes se sentaban en esos lugares privilegiados en la noche del evento más celebrado de la temporada. Las murmuraciones abundaban cuando Alathea, cabeza erguida y expresión serena, se sentó en una de las butacas al frente del palco. Serena se sentó al lado de ella y volvió la cabeza para darle las gracias a Gabriel, mientras él se sentaba en la butaca de atrás y al lado de la de Alathea.
Alathea habría peleado con él de buen grado, pero no en público. En aquella situación, todo lo que podía hacer era sonreír y devolver las graciosas inclinaciones de cabeza que le hacían las matronas. Mary y Alice, con los ojos abiertos de par en par, se sentaron en la fila de delante, más allá de Serena. Esher y Carstairs se sentaron detrás de ellas. Su señoría se inclinó hacia Serena y trabó conversación con ella. Alathea se volvió en dirección a Gabriel, con la intención de informarle de que después pelearía con él, pero se lo encontró inclinado más cerca de ella, con el ceño fruncido.
—Mis disculpas. No me di cuenta de que íbamos a atraer tanta atención.
Alathea sonrió y lo absolvió de culpa. Se abstuvo de contestarle de manera ácida que ese era el grado de atención que él, un Cynster, debía esperar al pedirle la mano.
—Supongo —dijo en un susurro, y mirando brevemente a Serena para asegurarse de que no escuchaba nada— que no has tenido noticias del capitán.
—No —respondió él, levantando la vista hasta la frente de ella, con el ceño fruncido—. Deja de preocuparte. De una forma u otra nos las arreglaremos.
Ocultando toda evidencia externa de su estado, Alathea suspiró.
—He hecho todo lo que he podido de antemano, por si acaso… —Gesticuló desesperanzada—. Pagué todas las cuentas del baile: la comida, las modistas, los sombrereros, hasta los músicos. Todos pensaron que estaba loca al pedir que mandaran su cuenta de inmediato.
—Lo creo. Si habéis pagado todo ya, los Morwellan vais a ser la única familia que finalizará la temporada con las cuentas claras.
—Pensé que sería mejor; en cierta forma, más ético. Prefería que se les pagara a nuestros honestos acreedores antes de que Crowley reclamara todo lo que tenemos.
Los dedos de Gabriel se cerraron sobre la mano de Alathea. Ante la sensación de los labios de él acariciando el dorso de sus dedos, ella sólo tuvo tiempo de ponerse en tensión.
—Relájate. Olvídate de la Central East Africa Gold Company. Olvídate de Crowley, al menos por esta noche.
Con la cabeza, le señaló el escenario. El telón se levantaba ante el aplauso generalizado.
—Te he traído aquí esta noche y el único agradecimiento que quiero es que lo disfrutes. Deja de preocuparte.
Hizo girar su mano y le acarició la parte interna de la muñeca con los labios; luego la soltó. Alathea miró el escenario mientras se apagaban las lámparas de la sala e hizo lo que Gabriel le había pedido.
No fue difícil: la producción era un tour de force; los cantantes, soberbios; la escenografía y la orquesta, insuperables. En aquellas pocas semanas de su primera estadía en Londres, se había enamorado de los espectáculos musicales. Desde entonces, moría por ellos; los esfuerzos de los teatros provinciales no se podían comparar con la extravagante opulencia de las veladas de Londres.
A causa de las escenas adicionales y de las arias especiales que se presentaban como parte de la gala, sólo iba a haber un intermedio, que tendría lugar después del segundo acto. Cuando cayó el telón y se encendieron las lámparas, Alathea suspiró con satisfacción y miró a Gabriel.
Él levantó una ceja y luego movió su corpulenta humanidad.
—Hora de estirar las piernas.
Alathea se volvió hacia Serena.
Su madrastra desplegó su abanico y lo agitó ante su rostro.
—Voy a quedarme aquí… Vosotros podéis recorrer los corredores, pero estad de vuelta a tiempo para el próximo acto.
Les sonrió a todos, a Esher del brazo de Mary y a Carstairs al lado de Alice. Gabriel les hizo señas para que se adelantaran y luego él y Alathea salieron del palco, introduciéndose en el mar de gente. Nada podían hacer, sino dejarse llevar con todos los demás.
—Olvídate de vigilar a los otros —aconsejó Gabriel—. Pero, dime, ¿ya han dicho algo?
—Ambos han pedido ver a papá el próximo miércoles —dijo Alathea, con una sonrisa—. Supongo que están preparando muy seriamente el encuentro para obtener su consentimiento. Nadie se ha animado a decirles que no necesitan tomarse el trabajo. Cada uno a su manera, son dos tesoros.
—Déjalos hacer. El matrimonio, al fin y al cabo, es una cuestión seria, no algo en lo que un caballero pueda embarcarse sin la debida consideración.
—¿De veras? Entonces podría sugerir…
—No. No puedes. Veintinueve años de conocerte es suficiente.
Vestido como alabardero de la Torre de Londres, se les acercó un lacayo, que les presentó una bandeja llena de vasos; cada uno cogió un vaso y ambos bebieron. La condesa Lieven los saludó por entre la multitud; mientras estaban a su lado y sufrían sus observaciones, sonó la campana que llamaba al público de vuelta a sus asientos.
Diez minutos más tarde, lograron llegar a su palco y se hundieron en sus asientos, en el momento en que se levantaba el telón. Gabriel dispuso su silla de modo que pudiese ver el rostro de Alathea, iluminado por la luz del escenario. Luego se dispuso a observar, no la pieza, sino las expresiones que animaban los rasgos de la joven, las señales de alegría, de tristeza, de deleite que evocaba la historia que se desarrollaba. Los intérpretes tenían subyugados a los aristócratas, pero para Gabriel sólo existía Alathea.
La segunda parte del programa excedió las expectativas que había despertado la primera; al final, el público estaba de pie, aplaudiendo frenéticamente y las flores llovían sobre los solistas cuando se inclinaban para saludar. Por fin, todo acabó y el telón cayó por última vez. Gabriel observó cómo Alathea suspiraba profundamente y se volvía hacia él, con una expresión risueña en los ojos y todas sus preocupaciones desvanecidas por el momento.
Una recompensa suficiente.
Los otros prorrumpían en exclamaciones de admiración y discutían los puntos fuertes de la función. Inclinando la cabeza, Alathea estudió a Gabriel. Su sonrisa se hizo más marcada.
—No te hacía falta simular que prestabas atención.
—Uno de los beneficios de que nos conozcamos tanto es que no hay necesidad de andarse con rodeos.
Ella buscó su rostro.
—¿Por qué has hecho esto? Tomarte todo este trabajo, permitirte lo que estoy segura que ha sido un gasto increíblemente horroroso.
Gabriel le devolvió la mirada sin apartar la vista.
—La música te gusta.
Era así de simple; dejó que ella leyera la verdad en sus ojos. Ella se estremeció. Buscó el chal que había olvidado sobre el asiento y lo cogió. Dudó y luego se volvió de modo que le permitiese a Gabriel ponérselo sobre los hombros. Tras soltar la seda fina, acercó sus manos a los hombros de ella; se acercó más, y murmuró:
—Como con otros placeres, mi recompensa es tu gozo.
La mirada que ella le lanzó era fascinante; la expresión de Alathea, difícil de identificar. Él no tuvo posibilidad de hacerlo en el breve lapso que le tomó escoltarla escaleras abajo, donde esperaban sus carruajes.
Cuando la ayudó a subir al mismo carruaje negro al que había ayudado a subir a la condesa en las semanas pasadas, ella le apretó la mano. Luego se agachó y entró al carruaje. Gabriel cerró la puerta y se apartó, mientras Folwell agitaba las riendas.
Alathea se hundió en el carruaje, frunciendo el ceño ahora que las sombras le daban la libertad de hacerlo. A su lado, Alice charlaba animadamente con Tony Carstairs, sentado enfrente de ella. Los dejó diseccionar el espectáculo; había otra interpretación por la cual se sentía más afectada.
Una interpretación que comenzaba a pensar tal vez no era tal.
Si hubiese alguna posibilidad de que eso fuera…
Era tiempo de enfrentarse a su temor y la emoción que lo originaba. Ambas circunstancias le resultaban nuevas. Consentía la emoción, mientras simulaba que el temor no existía. No podría seguir así por mucho tiempo.
Siguió ensimismada durante el viaje de vuelta a Mount Street, respondiendo distraídamente cuando, junto a Serena y sus hermanastras, despidió a Esher y a Carstairs delante de la puerta de entrada. Subió los escalones, murmuró unas buenas noches y luego, rodeada por las atenciones de Nellie, continuó analizando cada uno de sus encuentros pasados, tratando de ver más allá del escudo de su caballero andante. Finalmente sola, se echó un chal sobre el camisón y se acurrucó sobre un asiento mullido ante la ventana.
Morwellan House tenía más de cincuenta años y había sido construida encima de los cimientos de una residencia mucho más antigua. Los Morwellan habían sido dueños de la propiedad durante siglos. Cuánto tiempo seguirían allí dependía de los dioses. No obstante, su vida estaba en sus propias manos. Se quedó mirando fijamente los árboles añosos al final del prado trasero, luego suspiró profundamente, cruzó los brazos sobre el alféizar de piedra de la ventana y apoyó el mentón sobre sus muñecas.
¿Cuándo se enamoró de él? ¿Había sido a los once, esa primera vez que él se había sentido tenso al estar cerca de ella? ¿O fue más tarde? ¿Acaso el amor había florecido sin que lo supiera en algún momento de su adolescencia? ¿O había sido su fantasía de niña que, paulatinamente, se había desarrollado hasta convertirse en otra cosa?
Preguntas que hoy no podían ser respondidas. Lo único que sabía era que, en algún momento, había ocurrido. En verdad, no parecía ser algo nuevo tanto como algo recientemente descubierto, una vulnerabilidad que no sabía que poseía hasta que el destino y las circunstancias se lo habían revelado. Ya era algo suficientemente malo, pero había más cosas con las que debía enfrentarse. Lo amaba, pero su amor todavía no había florecido por completo. Todavía era como un capullo, que acababa de retoñar al cabo de un prolongado invierno; aún debía abrirse. Todavía debía experimentar toda la expresión de su amor, el espectro completo de su anhelo. Pero podía sentir la fuerza, el poder que hinchaba a ese capullo; si se liberaba, barrería con su voluntad; se convertiría en la fuerza dominante de su vida.
Ese hecho no hacía más que agregarse a su temor.
Los dos hilos de su preocupación —su familia y su amor— estaban gobernados por una resolución simultánea. Más allá de lo que sucediera en el tribunal, ella sabía que él estaría allá, listo para salvarla, cualquiera que fuese el resultado, victoria o derrota. Si era victoria, la presionaría para que se rindiese; si era derrota, no esperaría autorización alguna sino que sencillamente la reclamaría como suya. Desde el punto de vista de él, todo iba a salir a pedir de boca; desde el de ella, no.
Por fin comprendió la naturaleza de su miedo, ahora que admitía la extraña idea de amarlo. Uno de los beneficios de tener veintinueve años era conocerse bien. Amarlo como sabía que haría si se permitía darle rienda suelta a su amor, significaría un compromiso completo, que la dejaría totalmente enredada en la relación que ambos tenían. Era incapaz de hacer las cosas a medias: cuando daba, lo daba todo. Si le ofrecía su corazón, sería de él, por completo y para siempre. Aún no lo había hecho, aún no le había entregado ni su amor ni su vida. Si consentía en ser su esposa, haría precisamente eso.
Pero ¿qué sucedería si él no la amaba?
El dolor que sentía venía de ahí. Se había enfrentado a la adversidad, al sufrimiento y a la soledad, a la amenaza de la servidumbre y de la indigencia, al miedo de ver a sus seres queridos en andrajos. Encontraría la fuerza cuando la necesitara, pero sabía en el fondo de su corazón que el dolor resultante de la generosidad de Gabriel la mataría.
Porque él sería amable, considerado y siempre gentil. Y aunque no la amase del mismo modo en que ella lo amaba, el amor que ella sentía por él era de tal suerte que la destruiría interiormente. No podría albergarlo, no podría limitarse a guardarlo en su fuero interno de no haber alguien a quien ofrecérselo, a quien prodigárselo. Había esperado demasiado tiempo para que el capullo floreciese: ahora florecería gloriosamente o se marchitaría hasta morir. No había otra forma. Y si moría, también ella moriría.
Era mejor que el capullo volviera a congelarse y que nunca floreciera.
Estaba segura de que él no la amaba. Ni por un instante había creído que el destino hubiera sido tan maleable como para hacer que él se enamorase locamente de ella. La vida nunca había sido así de amable. Él se preocupaba por ella, sí, tal como siempre se había preocupado, de ese modo racionalmente cauto que tenía, en el que cada emoción era precisamente lógica.
Eso era lo que la enfadaba. ¿Cómo se atrevía a ser tan lógico, cuando ella se sentía tan exaltada? Sin embargo, esa diferencia había parecido confirmar que lo que él sentía no era el amor que ella estaba descubriendo. En ese momento él la deseaba, quería cuidarla, protegerla, casarse con ella, pero no la amaba. Se había mantenido firme contra sus propósitos, completamente segura de que los interpretaba correctamente.
Hasta esa noche.
No había sido por la extravagancia del palco, ni siquiera por el hecho que él, según le constaba a ella, no hubiese apreciado la música. El momento en que la certeza había sido conmovida hasta sus cimientos fue cuando él dijo en un suspiro: «Como con otros placeres, mi recompensa es tu gozo».
Lo que la había conmovido era el tono de su voz, tan habituada estaba a cada matiz, a cada inflexión que él emplease. Pronunció esas palabras como si la que hablara fuera su alma y no sólo su mente. Esas palabras habían resonado dentro de ella como si, en ese momento, se hablaran de corazón a corazón.
¿Se había equivocado? ¿La amaba? ¿Podría él amarla?
El problema era cómo saberlo.
Levantó la cabeza y miró hacia las estrellas, hacia la luna que lentamente palidecía en el oeste. No podía preguntárselo directamente. Si ella no estaba preparada para confesarle su amor en voz alta, difícilmente podía esperar que él hiciera otro tanto. Se sentía demasiado vulnerable como para hacerle tal confesión. Y en lo que respectaba a esperar que él se pusiera de rodillas y le declarase su amor…
Curvando los labios, estiró las piernas y se levantó. Caminó hacia su lecho reflexionando. Se deslizó entre las sábanas sin tener en mente un plan para hacer que Gabriel le confiara su intimidad, pero estaba determinada a lograr eso. No seguiría viviendo sin saber si había una mínima probabilidad de que el destino, al final, les sonriera y les enviara a ambos el amor.
A la mañana siguiente el día amaneció plomizo, el cielo acerado, la luz grisácea: todo coincidía con su humor. Mientras jugaba con su tostada, consciente de la naturaleza apagada de las conversaciones que se daban alrededor de la mesa del desayuno, Alathea peleaba por sobreponerse a un sentimiento atenuado de catástrofe en ciernes. El triunfo de su baile había sido eclipsado por la persistente preocupación acerca de la tenebrosa posibilidad de que su defensa incompleta no convenciera a la corte de que la Central East Africa Gold Company era un fraude. La magia especial de la noche anterior en la ópera, con la seductora insinuación de que, tal vez, también Gabriel estuviera ocultando la verdadera naturaleza de sus sentimientos, se había dispersado con las frías luces de la mañana.
A pesar de las varias horas sin dormir, no había sido capaz de diseñar un plan que le garantizara poder bajar las defensas de Gabriel, esa barrera con la cual él había protegido su corazón, al menos desde que ella tenía conocimiento. A pesar de su cercanía, Alathea no podía ver dentro de su alma.
Ella no lo hacía mejor. Siempre había sido cuidadosa en proteger sus sentimientos más íntimos. Tampoco iba a bajar la guardia y dejar que él viera dentro de su alma. Desafortunadamente, esa parecía la única táctica con cierta posibilidad de éxito, pero los riesgos eran enormes.
Reprimiendo un suspiro, alcanzó la tetera. Debía de haber algo que ella pudiera hacer, alguna acción positiva que pudiese llevar a cabo para librarse de ese humor tan adusto. Si no podía develar las complejidades de su enemigo vuelto amante y ahora posible esposo, entonces debía proseguir con sus investigaciones. Tenía que haber algo aún no intentado, algo todavía no buscado. Alguna piedra a la que todavía faltara dar la vuelta…
Miró a Charlie.
—¿Ya habéis visitado el museo, tú y Jeremy?
—No —contestó Charlie, encogiéndose de hombros—. Queríamos hacerlo mientras estuviéramos aquí, pero…
Jeremy exclamó:
—¿Podemos ir hoy? El jardín trasero está demasiado mojado como para correr con el coche por allí.
Alathea miró a Alice y Mary.
—¿Por qué no vamos todos? Hace semanas que no salimos juntos y no hay nada más que hacer esta mañana.
Un tirón de mangas hizo que Alathea se diera vuelta. Augusta la miraba con sus ojos marrones abiertos de par en par.
—¿Yo también?
Alathea sonrió, su depresión cedía.
—Por cierto, encanto, tú también.
Una hora después, Alathea estaba de pie en una de las cavernosas salas del museo, mirando lo que se suponía era un mapa del centro de África Oriental, dispuesto sobre una larga mesa y protegido por una cubierta de vidrio. Estaba señalado Lodwar, pero no figuraba Fangak, ni Kingi, ni siquiera Kafia Kingi. Para más contrariedad, Lodwar parecía estar a orillas de un ancho río, un río que el explorador, cuyo trabajo ella había estudiado, aparentemente no había observado.
Alathea suspiró.
No se había molestado en ir antes al museo, pensando que el empleado de la Royal Society habría mencionado cualquier exposición que fuera útil. Desesperada, sin embargo, había sido capaz de hacer un gran avance. Al preguntarle al custodio de la puerta principal y descubrir que el museo tenía una exposición e incluso un buen mapa, su corazón había dado un brinco. Tal vez…
Dejó a los otros vagando por allí: Charlie y Jeremy con los objetos militares; Mary, Alice y Augusta con la cerámica antigua, y se deslizó hacia esa sala. Sólo había un gabinete con artefactos nativos y unas pocas acuarelas con temas de la vida salvaje del centro de África Oriental.
El corazón le pesaba tanto como el plomo. Había levantado incluso esa piedra, pero, como en todo el resto, no había nada de ayuda debajo de ella. Con una última mirada de disgusto al poco útil mapa, se alejó. Chocó contra un caballero.
—Oh —exclamó, y sujetó su chal que se deslizaba.
—Le pido me disculpe, querida —dijo el caballero, haciendo una reverencia—. Estaba tan indignado por estas cosas oropeladas que no estaba mirando por dónde iba. —Su gesto señaló la exposición entera.
—Al contrario, era yo la que no miraba —contestó Alathea, mientras contemplaba las cejas profusamente pobladas del hombre, que colgaban sobre sus rasgos curtidos por los elementos. Esos rasgos estaban enmarcados por unas patillas entrecanas. Sus ojos eran de un azul lavado, su abrigo pasado de moda y sus pantalones de pana y hasta la rodilla ya no se usaban en la ciudad. La postura que adoptaba también era inusual: las manos entrelazadas detrás de la espalda; sus pies, separados, sus piernas, en tensión…
Dándose la vuelta abruptamente hacia la exposición, Alathea señaló el mapa y dijo:
—¿Eso es entonces incorrecto?
La respuesta desdeñosa del hombre fue inmediata:
—Paparruchadas. Todo. Nada que ver con eso, le doy mi palabra.
—¿Usted estuvo allí?
—Cuando navegaba y tenía que esperar meses debido a alguna inundación, o a alguna hambruna, o a una escaramuza entre tribus, recorrí las colinas junto con un explorador. Y bien, cruzamos el continente entero una cierta cantidad de veces. —El movimiento de su mano recorría el área en la cual estaban los intereses de la Central East Africa Gold Company—. No hicimos progresos en el Gran Desierto del centro de África Oriental. Es un erial polvoriento. Ese río que se ve allí no es más que un hilito de agua y sólo en la época de lluvias.
—¿Usted navega? —dijo Alathea conteniendo el aliento—. ¿En un barco?
—Ciertamente —contestó el hombre, y colocando su sombrero debajo del brazo y haciendo una reverencia de épocas pasadas dijo—: Capitán Aloysius Struthers a su servicio, señora. Capitán del Dunslaw, que navega para Bentinck y Compañía.
Alathea exhaló y tomó aliento extendiendo la mano.
—Capitán, usted no tiene idea de cuán contenta estoy de conocerlo.
Struthers pareció sorprendido, pero instintivamente tomó la mano de Alathea. Alathea, sin vergüenza, estrechó la de él. Dio una rápida mirada a su alrededor.
—Si nos sentamos en ese banco, podría explicárselo. Mi interés tiene que ver con la Central East Africa Gold Company.
El cambio en la expresión de Struthers fue inmediato.
—Ese canalla de Crowley —estalló—. Discúlpeme, señora, pero cuando pienso en todo el daño que ha hecho ese chacal, me hierve la sangre.
—¿De verdad? Entonces podría estar interesado en saber que un amigo y yo tenemos planes para hacer fracasar sus negocios.
Deslizando su mano de la de ella, Struthers le ofreció el brazo.
—Estaré endemoniadamente interesado en escuchar a cualquiera que tenga intención de ponerle un palo en la rueda a ese forajido. Pero ¿qué hace una dama como usted mezclada con gente de esa calaña?
Explicarle eso requería un tiempo. Alathea dudó pero, al final, le reveló su identidad. Si quería la ayuda de Struthers, lo único que podía hacer era serle franca. Le delineó los planes de Crowley y luego le detalló las falsas pretensiones que ellos habían descubierto. Para su alivio, Struthers entendió toda la situación rápidamente.
—Correcto, ese es su juego. Es un chupa sangre. Estafó a los colonos y los abandonó por toda el área. Y lo que le hizo a las tribus locales… —añadió, mientras su expresión se endurecía—. No quiero dañar sus oídos con las historias de sus infamias, mi señora, pero si alguna vez hubo un canalla que debería estar en el infierno, ese es Ranald Crowley.
—Sí, bueno, estoy de acuerdo. Sin embargo nuestro problema es que no tenemos pruebas para rechazar las pretensiones de Crowley. Toda nuestra evidencia es conjetural, a partir de lo que sabemos por otros. Necesitamos desesperadamente alguien que pueda presentarse ante el juez y corroborar lo que sabemos: un testigo, en definitiva.
Struthers se enderezó.
—El capitán Aloysius Struthers es su hombre, señora. Y puedo hacer algo mejor que darle mi parecer. Sé donde puedo obtener mapas. Y si pregunto por ahí, de manera disimulada, estoy seguro de que puedo obtener más información sobre las pretendidas posesiones de Crowley. Pueden ayudarnos. No puedo asegurarlo con certeza, pero creo que un viejo conocido tiene los derechos mineros de esa área. Puedo preguntárselo fácilmente. Usted necesitará tener la mayor cantidad de clavos posibles cuando llegue el momento de cerrar el ataúd de Crowley.
Alathea no discutió. La reacción del capitán hacia Crowley, la sombría mirada que surgía en sus ojos cada vez que lo mencionaba la asustaba más que lo que ella había visto del villano.
Struthers asintió con decisión.
—Será un honor acabar con ese forajido. Ya.
Se volvió hacia Alathea y le preguntó:
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted cuando tenga mis pruebas?
—La audiencia será el martes por la mañana —Alathea buscó en su bolso y encontró un lápiz— en los juzgados del Tribunal de Comercio.
El único papel que tenía era la entrada del museo. El dorso estaba en blanco. Lo partió por la mitad.
—Si necesita ponerse en contacto conmigo, aquí tiene mi dirección. —Escribió su nombre y su dirección. No tenía sentido darle la dirección de Gabriel. El capitán no sólo no conocía a su caballero andante, sino que su protector tenía el hábito de estar dando vueltas por la ciudad. En ese momento estaba haciendo un serio esfuerzo por tomar conocimiento formal del estatus de la Central East Africa Gold Company a partir de los representantes en Londres de las autoridades africanas. Tampoco ella tenía muchas esperanzas al respecto. El capitán era su mejor baza, su salvador, ciertamente. Si tenía que ponerse en contacto con alguien era mejor que lo hiciese con ella. No podían arriesgarse a perder el contacto con él. Le dio el papel garabateado.
—¿Dónde se hospeda usted?
Él le dio la dirección de un alojamiento en Clerkenwell.
—Me alojo en un lugar diferente cada vez que vengo a Londres. No suelo quedarme mucho tiempo.
Alathea escribió la dirección y luego puso el papel en su cartera.
—No va a navegar de nuevo antes del martes, ¿no es cierto?
—Es poco probable —murmuró Struthers, leyendo la dirección de Alathea. Deslizó el papel en el bolsillo de su chaqueta—. Muy bien, entonces.
Ambos se levantaron. Struthers le hizo una reverencia y agregó:
—No tenga miedo, señora. Aloysius Struthers no la abandonará.
Dicho eso, se colocó el sombrero y, con un movimiento adusto de cabeza, se despidió.
Alathea lo vio irse. Una ola de alivio la recorrió. Mareada, se hundió en el banco. Cinco minutos después, Mary, Alice y Augusta la encontraron sentada allí, sonriendo.
—Sí —les contestó respondiendo a su pregunta—. Podemos ir a casa.
Mandó un mensaje a Brook Street, apenas arribaron a la casa. Gabriel llegó cuando se levantaban de la mesa, después del almuerzo. Sin darle oportunidad de saludar al resto de la familia, Alathea lo arrastró hacia la glorieta.
Como si estuvieran a tono con su humor, las nubes se habían disipado. Los demás los siguieron hacia la parte soleada del jardín, dispersándose para descansar y jugar, pero ninguno intentó seguirlos hacia la umbría privacidad de la glorieta.
—Presumo —dijo Gabriel, siguiéndola y subiendo los escalones— que me vas a revelar enseguida la naturaleza de tu «fantástico descubrimiento».
—El capitán Aloysius Struthers —dijo Alathea, girando y hundiéndose en el sofá—. Lo encontré.
—¿Dónde?
—En el museo. —Y con regocijo le contó su encuentro—. Y no sólo está de acuerdo en testificar sobre la falsedad de los reclamos de Crowley, sino que dijo que puede obtener mapas verificados y detalles sobre los contratos de arrendamientos mineros. —Gesticulando expansivamente, agregó—: Podrá ayudarnos más de lo que pensábamos.
Gabriel frunció el ceño. Sorprendida ella preguntó:
—¿Qué pasa?
Haciendo una mueca Gabriel le contestó:
—Estaría satisfecho con la simple presentación del capitán ante el juez. Con su testimonio, le daría firmeza a nuestro argumento y no necesitaríamos nada más.
—No nos va a hacer daño tener unos cuantos datos más que nos respalden.
—Hmm. ¿Te dijo Struthers dónde se hospeda?
Alathea sacó la hoja doblada de su bolsillo.
—Copié la dirección para ti ¿Irás a verlo?
Gabriel leyó la dirección. Su expresión se hizo sombría.
—Sí. Si hubiera estado en Surrey, no me molestaría. Pero dada la situación, creo que sería aconsejable.
—¿Por qué?
—Para advertirle. Si hace mucha bulla respecto de mapas y arrendamientos de minas, puede alertar a Crowley. Podemos estar cerca del final, pero Ranald Crowley no es un oponente al cual pueda dársele la espalda.
—Es cierto que no, pero el capitán parece conocerlo muy bien.
—Sin embargo, voy a hablarle. No estará de más subrayarle la necesidad de mantener el secreto —dijo, poniendo la nota en su bolsillo. Gabriel miró a Alathea, se dio la vuelta y se sentó al lado de ella diciendo—: Lo que me lleva a otra cosa.
Alathea se movió para hacerle espacio, y lo miró intrigada.
—No vayas sola a ningún lado. No lo hagas hasta que tengamos en las manos la decisión final. No, incluso después de eso, tampoco. No hasta que Crowley se haya ido de Inglaterra.
—Y yo que pensaba que era la melodramática.
—Lo digo en serio —dijo, tomándole la mano—. Crowley no es un villano cualquiera, predecible. No reconoce otra ley que la de la jungla. En cuanto sepa de nuestros planes y hasta el momento en que retorne a la jungla o algún otro lugar incivilizado, no estarás a salvo —aseguró, atrapando su mirada—. Prométeme que no irás a ningún lugar sola y que, incluso acompañada, restringirás tus salidas a lo puramente social. No más visitas al museo, o a la Torre, no más investigación. Ahora tenemos lo suficiente para derrotar a Crowley. No hay razón para ponerte en peligro.
Una ráfaga de risas, procedente de donde Charlie y Jeremy estaban en el jardín, incordiando a Mary y Alice, que estaban sentadas sobre una alfombra, llegó hasta ellos.
—Ellos están a salvo. Mientras permanezcan entre el gentío, todos estaréis a salvo. Ese no es un ambiente en el cual Crowley pueda moverse sin atraer la atención de manera inmediata. —Mirando a Alathea, Gabriel apretó su mano—. Prométeme que te cuidarás.
Alathea lo miró a los ojos. Vio apremio y una desacostumbrada suavidad en las profundidades color avellana de su mirada.
—Seré cuidadosa, pero si…
—Sin «pero», sin «si». —En un abrir y cerrar de ojos toda la suavidad había desaparecido de su cara. Su caballero protector la miraba fijamente—. Promételo.
Una exigencia, no una súplica. Alathea le devolvió la mirada.
—Seré cuidadosa, no haré tonterías. Con eso debes darte por satisfecho. Nunca seré tuya para que me gobiernes.
La expresión de Gabriel, la dureza granítica de su mirada, reforzó su tono grave.
—Estás caminando sobre hielo delgado.
Sí, pero ¿qué había debajo? Desesperada por saberlo de una vez por todas, Alathea le devolvió la mirada altaneramente.
—Soy mía, no tuya.
El color avellana se topó con otro color avellana. Pasó un momento largo y, luego, él miró para otro lado. Su expresión se hizo más dura mientras miraba a Jeremy y Alice, Augusta y Mary. Expuso sus planes:
—Déjame decirte lo que va a pasar después de que ganemos el juicio contra la Central East Africa Gold Company. Primero, nos casaremos. No ocultándonos en cualquier rincón, sino justo aquí en el corazón de la sociedad. En la iglesia de St. Georges, una bonita mañana de junio. Después de la boda, dividiremos nuestras vidas entre Londres y Somerset: la temporada en Londres y varios viajes de negocios según se requiera, pero pasaremos la mayor parte del año en Quiverstone Manor. Aparte de cualquier otra cosa, desde allí tú y yo podremos echar un ojo en Morwellan Park y ayudar a Charlie si lo necesita. Y estarás allí para ver crecer a Jeremy y a Augusta. Podremos apoyar a Augusta para su presentación en sociedad y, mientras estemos en Londres, podrás ver a Mary y a Esher y a Alice y a Carstairs. Mientras tanto, podrás ponerte en contacto con los arrendatarios del Manor a quienes todavía no conoces y ayudar a mamá con las miles de cosas que hace para la propiedad; así estarás lista para hacerlo cuando a ella le flaqueen las fuerzas. Y allí estarán Heather, Eliza y Angelica, quienes, como ya sabes, se sentirán encantadas de considerarte como su hermana. Puedes enseñarles a no reírse tontamente, Dios sabe que mamá todavía no lo ha logrado… El ala este debe ser redecorada. Nunca hice más que ordenar que limpiaran los muebles viejos. Desconozco el estado en que se encuentra la mitad de ella, aunque mi cama allí es suficientemente sólida.
Alathea se tragó la pregunta «¿suficientemente sólida para qué?». La respuesta no tardaría en venir.
—Y si todo eso no te mantiene suficientemente entretenida, tengo un cierto número de otras distracciones planeadas: al menos tres niños y un buen número de hijas. —Dándose la vuelta, buscó su mirada—. Tuyos y míos. Nuestros. Nuestro futuro.
Ella le sostuvo la mirada y rogó que él no pudiera ver cuánto tocaba en su corazón ese relato.
—Imagínate. Nosotros sentados debajo del viejo roble en el jardín sur, mirando jugar a nuestros niños. Escuchando sus voces estridentes, las carcajadas, los llantos. Calmándolos, reconfortándolos o simplemente sosteniéndolos. —Buscó los ojos de ella; los suyos eran duros como ágatas—. Siempre te gustaron los niños, siempre esperaste tener una tribu propia. Ese fue siempre tu sueño, tu destino. Lo sacrificaste por tu familia, pero ahora el destino te lo está devolviendo.
Su mirada barrió la cara de Alathea y luego, como si estuviera satisfecho con lo que había visto, se sentó normalmente y miró hacia el jardín.
—Te conozco demasiado bien como para creer que sacrificarás ese sueño por segunda vez.
Su confianza encrespó el humor de Alathea, pero ella hizo a un lado la tentación de la ira. Sus palabras, su pronunciamiento, deberían de haberla estremecido. Pero no había en ellas la ternura que se da entre amantes. Habían sido las palabras de un guerrero: lógicas, prácticas. Su caballero protector llevándola hacia un nuevo comienzo, por el cual ella debía estarle agradecida y acceder a todas sus demandas.
Era suficiente como para hacerla reír, pero no lo hizo. Si él se hubiera comportado de forma encantadora y hubiese presentado sus argumentos con el tacto leve y etéreo del que, ella sabía, él era capaz, su corazón se habría hundido sin dejar huella. Así era como él se comportaba en cuestiones que no lo tocaban profundamente. En lugar de ello, se presentó ante ella con su lado guerrero, todo granito impenetrable y con un escudo inexpugnable. Ella no podía por menos que preguntarse qué protegía. Levantando el mentón, fijó la mirada en su perfil.
—¿Y qué hay de nosotros? De ti y de mí. De ambos, juntos. ¿Cómo nos ves?
La cuestión tocó un punto sensible. Su entrecejo cambiante y una tensión infinitesimal de los músculos, hasta ahora rígidamente controlados, se lo hicieron saber.
—Nos veo en la cama —dijo, gruñón— y también en unos pocos lugares más. ¿Quieres saber los detalles?
—No. Soy bastante imaginativa para hacerme una idea.
—Entonces, bien —manifestó, pero su voz se había suavizado, como si al pensar en la pregunta de ella hubiese visto más de lo que esperaba—. Imagino que cabalgaremos cada día como solíamos hacerlo. A ti siempre te gustó cabalgar… ¿Sigues en ello?
Al cabo de un instante de duda, ella respondió:
—Vendí todos los caballos años atrás.
Él asintió con la cabeza.
—De modo que cabalgaremos cada día. Y, acabo de darme cuenta, puedes ayudar con las cuentas de la propiedad, lo que nos dejará más tiempo para las cabalgatas. E invirtiendo, invertiremos, estudiaremos las noticias, descartaremos los rumores, los comprobaremos con Montague y mis otros contactos. Yo administro todos los fondos de los Cynster. Dadas las circunstancias, hiciste bien las cosas con el dinero de los Morwellan, pero yo juego más fuerte.
—No soy particularmente dada a la agresividad.
—Puedes dedicarte al aspecto defensivo, entonces: bonos y capital —dijo, gesticulando expansivamente—. Así es cómo nos veo.
Alathea esperó un momento y luego dijo suavemente:
—Sabes perfectamente que no es eso lo que quise decir. Quería saber qué veías entre nosotros.
Gabriel sacudió la cabeza y se la quedó mirando con el ceño fruncido.
—Thea, deja de resistirte. Pronto nos casaremos. Todo lo que he dicho es lo que va a pasar… lo sabes.
—No sé nada de eso. ¿Por qué te imaginas que aceptaré tus órdenes?
Él dudó, su mirada no se apartó de la de ella. Luego dijo:
—Aceptarás porque me amas.
Alathea sintió cómo sus labios se abrían, cómo se le abría la boca. Horrorizada, buscó los ojos de Gabriel. La comprensión que vio la horrorizó aún más. ¿Cómo podía saber? Se enfrentó a él con una mirada combativa.
—Yo seré quien juzgue si te amo o no.
—¿Acaso estás diciendo que no? —preguntó con voz de advertencia.
—Estoy diciendo que todavía no he llegado a una conclusión.
Con un bufido de disgusto, Gabriel apartó la vista.
Aunque lo murmuró, Alathea lo oyó decir: «¿No te das cuenta de que te amo?… ¡No sabes cuánto!». Y mirándola fijamente, agregó:
—Te amo.
—¿De qué manera?
Al cabo de un instante, desvió la vista; esta vez, su mirada se fijó sobre el jazmín, que florecía masivamente por encima de la glorieta, llenando los arcos con fragantes capullos blancos que la brisa agitaba. Cogió un ramillete, lo cortó. Con la vista hacia abajo, lo hizo girar entre sus manos, con dedos largos que acariciaban los capullos suaves como terciopelo.
—¿A cuántos hombres les has permitido hacer el amor contigo?
—Lo sabes perfectamente bien —dijo Alathea, poniéndose tensa.
—Precisamente —dijo él, con la vista sobre los jazmines—. Sólo a mí. No sabes…
Alathea aguardó; al cabo de un buen rato, respiró hondo y lo miró a los ojos.
—Sé que me amas —dijo Gabriel— por la manera en que te entregas a mí. La manera en que te comportas cuando estás en mis brazos.
—¡Y bien! —exclamó, reprimiendo el estallido—. Dado que eres el único amante que he tenido…
—Dime —preguntó con palabras aceradas, interrumpiéndola de plano—, ¿puedes imaginarte haciendo lo que has hecho conmigo con otro hombre?
Se lo quedó mirando. Ni siquiera podía comenzar a hacerse una imagen mental; la idea le resultaba extremadamente ajena.
Tan ajena que de pronto se dio cuenta de que estaba perdiendo de vista sus prioridades.
—Estás evitando mi pregunta.
Era una manera de desviar su mente de la dirección a la cual él la había llevado, de considerar en cambio que, si él supiera que ella lo amaba, se sentiría aún más caballerosamente obligado a casarse con ella, dejando fuera cualquier otra motivación. Advertirlo impulsó en ella una ráfaga de emociones, esperanza y frustración presentes por igual. Esperanza de que la razón para la coraza autoprotectora de él fuera un corazón tan vulnerable como el suyo; frustración por no saber convencerlo para que bajase la guardia lo suficiente como para que ella lo averiguase.
Sintió que tenía los puños apretados, los ojos completamente cerrados, y que debía exigir que él le dijese la verdad. En lugar de ello, dejó la vista fija en él y dijo cuidadosamente:
—No me casaré contigo hasta que me digas por qué quieres casarte conmigo y hasta que pongas tu mano sobre el corazón para jurarme que me has dicho todas tus razones, hasta la última.
Aquellos que pensaban que él era el epítome del caballero civilizado nunca habrían reconocido a ese guerrero violentamente primitivo que ahora se le enfrentaba. Afortunadamente, ella lo había frecuentado lo suficiente como para no temblar.
—¿Por qué?
El aire mismo se estremeció ante esas dos palabras, tan llenas de pasiones reprimidas: ira, frustración y deseo apenas sofrenado.
Alathea no pestañeó.
—Porque necesito saber.
Él mantuvo la mirada sobre ella por tanto tiempo que Alathea empezó a sentirse aturdida; luego, Gabriel desvió la vista y se puso de pie abruptamente.
Miró por encima de los prados y luego a ella. Su expresión era impasible. Con una sacudida de los dedos, arrojó el ramito de jazmines sobre la falda de Alathea.
—¿No te parece que ya hemos desperdiciado suficientes años?
Levantó la mirada y luego se volvió para descender la escalinata.
Alathea, sentada en la glorieta, reprodujo mentalmente lo que se habían dicho, preguntándose si hubiese dicho algo distinto de haber tenido la oportunidad, hecho algo diferente o logrado algo más.
Al cabo de una hora, alzó los jazmines y aspiró el perfume embriagador. Se concentró en el ramito; luego, con una mueca de autorreprobación, se lo puso en el escote.
Para que le diera suerte.
Había apostado contra el destino por sus hermanas y había ganado. Ahora jugaba sólo por su propio futuro… ¿Acaso no le había dicho a Gabriel que no era agresiva? Arriesgaría todo en el último tiro.
Lo volvería a hacer sin parpadear.
Con un suspiro, se incorporó y se dirigió a la casa.