Capítulo 17

LA cena formal que precedía al baile era, en términos sociales, más importante que el mismo baile. El conde, Serena y Alathea se habían puesto de acuerdo en que esa cena, sin reparar en gastos, debía ser la más brillante, hasta tal punto que haría que el conjunto de la sociedad recordara a los Morwellan. Alathea había supervisado cada detalle personalmente, desde la lista de invitados que había organizado Serena, la cartulina blanca en donde se habían impreso las invitaciones, hasta el brillante cristal y el servicio de plata así como el servicio de cena de Messien y el mantel de crujiente damasco blanco. Los doce platos previstos habían sido cuidadosamente preparados para complementarse en un delicioso desfile culinario. El vino era excelente. Ninguno de los cincuenta invitados sentados a la larga mesa podría albergar la menor sospecha acerca de cómo iba la economía en Morwellan House.

Desde su asiento, a mitad de la mesa, Alathea miraba cómo se servía el sexto plato. Todo estaba saliendo bien y los ruidos que se escuchaban por todas partes —conversaciones, risas, el constante entrechocar de la porcelana y la platería— eran testimonio fiel de ello. Su padre, que presidía el evento en la cabecera de la mesa, tenía un aspecto magnífico. Serena, en el otro extremo, resplandecía en su seda azul y era su contrapunto perfecto. En el sector opuesto al de Alathea y distribuidas entre los invitados, Mary y Alice conversaban. Charlie estaba sentado un poco más lejos a su derecha. Los tres estaban vestidos a la perfección Cada uno era un paradigma de expectativas sociales.

Con su vestido de seda ámbar y con una cofia bordada con cuentas en la cabeza, Alathea contribuía a la fachada.

Su corazón se alegraba cuando miraba a su alrededor. Lo habían logrado. Habían venido a Londres y, a pesar de las dificultades, habían conseguido el lugar que por derecho les correspondía en la sociedad. Para ilustrar su éxito Sally Jersey la miró, sonriendo y asintiendo. Sentada más allá, la princesa Esterhazy había ya dado su aprobación. Sólo al seguir la mirada de Sally Jersey hacia Serena, se le ocurrió a Alathea preguntarse por qué ambas damas le hacían cumplidos a ella. Por supuesto dirigían a Serena sonrisas de aprobación por la cena y demás. Pero ¿qué era lo que ella había hecho para atraer su beneplácito?

Giró la cabeza hacia Gabriel, sentado a su izquierda. Había estado tan absorta en la cena que no había registrado como algo extraño su aparición para escoltarla hasta la mesa. Había crecido acostumbrada a tenerlo cerca, a descansar sus manos sobre el brazo de Gabriel y a dejarse llevar a través de la multitud. No fue hasta que vio la mirada inquisitiva de Lucifer a mitad del cuarto plato que se dio cuenta. Una mirada a la expresión intrigada de Celia le confirmó que la repentina inclinación de ambos por la compañía del otro no se le había escapado a nadie.

Esa sospecha la aplastó súbitamente. Antes de que ella tuviera la oportunidad de preguntarle si lo había planeado así, Gabriel la miró y vio su expresión contrariada.

—Relájate. Todo está saliendo bien. —Indicando un plato servido en la mesa, continuó—: Esto está excelente. ¿De qué es la salsa?

Alathea miró el plato.

—Uva moscatel y jarabe de granada.

No tenía sentido discutir sobre cómo había logrado sentarse al lado de ella. Estaba allí. Debía sacar ventaja de eso.

—¿Cómo va la petición?

Se encogió de hombros.

—Empezamos bien. Pero no lo suficiente como para estar seguros de un resultado favorable.

Ella frunció los labios. Él no contestó.

Alathea prosiguió, su voz era casi un susurro, mientras consideraba la bandeja que tenía ante sí.

—Todo lo que tenemos está abierto a discusión. No tenemos nada claro, ninguna falsedad obvia y absoluta. Todas nuestras acusaciones dependen de la palabra de otros a quienes no podemos llamar para verificar los hechos. Sin un testigo de buena fe, sin el capitán Struthers, todo lo que necesita Crowley es negar nuestros argumentos. El peso de la prueba recae sobre nosotros.

Se sirvió las alubias en salsa blanca y pasó la bandeja.

—Tenemos que encontrarlo, ¿no es cierto?

Gabriel la miró.

—El caso sería favorable con él. Si no, va a ser difícil.

—Debe de haber algo más que podamos hacer.

Otra vez sintió su mirada sobre ella.

—Lo encontraremos.

Debajo de la mesa, la mano de Gabriel se cerró sobre la suya. Su pulgar le acarició la palma.

—Pero hoy disfruta de tu éxito. Deja al capitán y a Crowley para mañana.

Sin poder mirarlo, asintió y rezó para que su rubor no se notara. La mano de Gabriel sobre la suya le había evocado un recuerdo sensual de su cuerpo envuelto en torno del de ella, acariciando sus… Cuando su mano se deslizó determinadamente Alathea levantó la cabeza y tomó aliento, mirando al resto de la mesa en vez de a Gabriel.

—¿Debo considerar que ambos, Esher y Carstairs, son serios?

Alathea dirigió la mirada a Mary. Junto a ella lord Esher estaba callado y atento, y Mary dulcemente agradecida. Una escena similar tenía lugar hacia el otro lado de la mesa, donde el señor Carstairs estaba sentado junto a Alice.

—Así lo creo. Sus padres estaban encantados de estar invitados esta noche —dijo Alathea, indicando a lady Esher y la señora Carstairs. Sus respectivos maridos estaban más alejados de ella en la mesa.

Gabriel siguió su mirada y luego dirigió su atención a la bandeja que él le pasaba a Alathea.

—Esher tiene una hermosa propiedad en Hampshire. Le va bien y presta atención a sus bienes. Es un muchacho agradable, con mucho sentido del humor, pero sensato y correcto. Por lo que sé está en una posición muy satisfactoria. Dudo que le ponga reparos a la falta de dote de Mary.

—Ella tiene una dote.

—¿Tiene? —dudó y luego preguntó—. ¿Cuánto?

Alathea se lo dijo. Gabriel comentó:

—Lo suficiente como para asegurar que no haya ninguna elevación de cejas censora. Has tapado todas las grietas.

Alathea inclinó la cabeza.

Gabriel prosiguió:

—Bueno, si a Esher no le preocupa el dinero, en el caso de Carstairs es menos probable aún. Mientras la fortuna de Esher es antigua y bien consolidada, la de Carstairs es antigua y nueva a la vez. Ellos se conocieron en Eton y, desde entonces, han sido amigos íntimos, lo que convendría a Mary y Alice de manera formidable.

—Viven cerca uno del otro.

—La propiedad de Carstairs está al sur de Bath, a una distancia adecuada para visitas a Morwellan Park. Su abuelo materno tiene intereses navieros, afición que heredó Carstairs. Tiene reputación de hacer negocios prudentes en el tipo de empresas correcto. Es ambicioso en esa área y no se conformará con ser un inversor pasivo.

La aprobación era clara en el tono de Gabriel. Alathea lo miró.

—¿Un contacto útil para ti, tal vez?

—Tal vez.

—¿Cómo averiguaste todo eso sobre Carstairs y Esher?

—Pregunté por ahí. Disimuladamente. Supuse que tu padre no tendría los contactos necesarios para averiguar todo esto.

—No los tiene —Alathea dudó y luego inclinó la cabeza—. Gracias.

Desvió la vista, recorriendo la mesa y fingiendo escrutar a los invitados para no dejar que su gratitud se hiciera demasiado visible. El réprobo que tenía a su lado —el que tan bien la conocía— no debía ser alentado. Trataba de no pensar demasiado en lo fácil que era su vida con él cerca, proveyendo las seguridades que ella necesitaba pero que no podía lograr por sí misma. Tener el hombro de Gabriel para apoyarse resultaba una oferta demasiado seductora.

Su mirada vagabunda se topó con Lucifer, que bebía su vino, contemplándolos a ella y a Gabriel. Su expresión era serena y pensativa.

Sonriendo tranquilamente, Alathea dejó que su mirada se paseara un poco más, sólo para encontrar más miradas curiosas. Tardó unos pocos minutos en darse cuenta de por qué Gabriel y ella motivaban tantas preguntas en tantas mentes. Era la forma en que conversaban entre ellos. Estaban tan en sintonía, tan atentos a cualquier matiz que no necesitaban mirarse para saber qué quería decir el otro. Hablaban como dos personas que se conocen muy bien, como dos que, según dice la gente, se «entienden» desde hace tiempo.

Hablaban como amantes.

No volvió a prestarle atención a Gabriel hasta que el último plato fue retirado de la mesa. Todos los invitados se dirigieron entonces hacia el salón de baile. Él ya estaba de pie y le ofreció el brazo. Colocó su mano sobre la manga de Gabriel y le permitió ayudarla a levantarse. Tan pronto como ella estuvo de pie, le cogió la mano, apretándola contra su brazo, posesivamente, y dejó que ella se uniera a la cola que salía de la cena.

El mensaje que él le estaba enviando a todos los observadores interesados era clarísimo. Aunque Gabriel, cuando quería, podía comportarse de manera diabólica, estaba segura de que en ese momento no estaba montando una escena falsa. Su conducta era simplemente una expresión instintiva de sus sentimientos por ella.

Él se dio cuenta de la mirada de Alathea y alzó una ceja.

—¿Qué pasa?

Ella miró sus ojos color avellana y luego hizo una mueca, sacudió la cabeza y miró hacia delante.

—Nada —contestó.

No iba a cambiarlo y en su fuero interno sabía que, si él cambiaba, iban a perder su nueva intimidad.

El salón causó sensación entre los invitados. Plantada en el lugar de recepción, Alathea escuchó numerosos cumplidos sobre la original decoración, mientras ayudaba a Alice y a Mary a saludar a las matronas más intimidantes. Por desgracia, más de una nave de guerra, cuando se distraía de Alice y Mary, estaba pronta a apuntar sus cañones sobre ella.

—Absolutamente criminal —declaró lady Osbaldestone, mientras estudiaba con sus impertinentes su figura cubierta de seda—. Un desperdicio, ¡un desperdicio!

Con un dedo huesudo, hurgaba entre sus costillas diciendo:

—Dios sabe por qué has estado escondiéndote tanto tiempo, pero ha llegado el momento de que alguien te saque de la estantería.

Otras atacaban por otro rumbo:

—Entonces, querida, ¿pasas mucho tiempo haciendo tareas de caridad? —preguntaba lady Harcourt, de la misma edad que Alathea, con una sonrisa falsa—. Debe de ser tan agradable tener una vida tranquila.

Alathea respondió a todas esas preguntas con una sonrisa serena y calma seguridad. Cuando la marea entrante se alivió, apareció Gabriel quien, alentado por Serena, la retiró de allí.

—Pero Mary y Alice…

—Serena está con ellas. Hay alguien a quien quiero que conozcas.

—¿Quién?

Su tía abuela Clara era una dulce anciana, aunque un tanto despistada. Acarició la mano de Alathea y dijo:

—Tus hermanas son adorables, querida, pero primero debemos verte casada a ti.

—Precisamente lo que yo le digo —acotó Gabriel.

Por encima de la cabeza de lady Clara, Alathea miró a Gabriel entonando los ojos.

—Claro que sí —dijo lady Clara, acariciándole la mano nuevamente—. Debemos encontrar un agradable caballero para ti. Tal vez ese adorable chico Chillingworth.

La expresión de Gabriel era impagable. Alathea apenas pudo contener la risa, y contestó:

—No lo creo —mientras sonreía a Clara.

—¿No? Bien, entonces, veamos. ¿Quién más podría ser?

Diablo se detuvo delante de ellos antes de que Clara pudiera evaluar otras opciones. Ella soltó a Alathea para atrapar la manga de Diablo, y le preguntó:

—¿Ha venido Honoria?

Diablo sonrió.

—Está al otro lado del salón. Te llevaré ante ella si quieres.

—Si eres tan amable —contestó tomando su chal con una mano y a Diablo con la otra. Lady Clara sonrió a modo de despedida y se fue.

—Ahí están los Carmichael —señaló Gabriel, y le indicó a Alathea una pareja cuya propiedad no estaba lejana a Morwellan Park. Se dirigieron hacia ellos.

Durante los siguientes veinte minutos se movieron por entre la creciente multitud, deteniéndose aquí o allá para dialogar siempre bajo la dirección de Gabriel. Sólo cuando pudo espiar a lord Montgomery y luego a lord Falworth entre el mar de cabezas, Alathea se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Si ellos se movían de una conversación a otra, sus pretendientes no iban a tener oportunidad de reunirse a su alrededor.

Alathea se tragó la protesta y prefirió moverse por entre la multitud del brazo de Gabriel a detenerse para ser rodeada por sus pretendientes, tan frecuentemente vacuos. Fingirse ignorante de esas maniobras era el mejor camino a seguir.

Los músicos comenzaron a tocar y la multitud se dividió en dos mágicamente, dejando un amplio espacio vacío. Puesto que Mary y Alice tenían permiso desde hacía tiempo, la primera pieza fue un vals. Con ganas de ver colmadas sus expectativas de que Esher bailara con Mary y Carstairs con Alice, Alathea acompañó ansiosamente a Gabriel hasta la pista de baile.

Ciertamente, Mary y Esher comenzaron primero, Mary ruborizada de manera deliciosa, con su sonrisa por toda declaración, mientras Esher parecía el orgullo en persona. Alathea sonrió vagamente mientras transcurría el vals y luego miró hacia la parte posterior del salón. Alice ya estaba rodeada por los brazos de Carstairs. Ambos parecían perdidos en los ojos del otro, ajenos a la multitud que los rodeaba.

Alathea suspiró. Había jugado sus cartas con sus hermanas y ganaría. Tendrían el futuro que había deseado para ellas y que merecían plenamente. Serían felices y amadas…

El vals de Alice y Carstairs concluyó.

Un momento después, Alathea también estaba en medio de la pista de baile, girando entre los brazos de Gabriel. Sus ojos se abrieron de par en par. No había otras parejas en la pista.

—¿Qué…?

Gabriel alzó una ceja.

—Mi pieza, según creo.

Le hubiera encantado decirle lo que pensaba de su arrogancia, pero, bajo la mirada curiosa de la gente, todo lo que podía hacer era instalar una sonrisa en sus labios y dejarse llevar. Sin embargo, lo miró firmemente.

Él sólo sonrió, acercándola contra sí, mientras otras parejas acudían a la pista de baile. Se inclinó hacia ella al dar la vuelta.

—No me tientes.

Esas palabras susurrantes acariciaron los oídos de Alathea y ella se estremeció.

—Debería sentirme ofendida.

—Pero no lo harás. Sabes que no puedo contenerme.

Su respuesta se limitó a un resoplido. Prolongar esa conversación no lograría calmarla. La sensación persistente de que disfrutaba del vals con él, de la calidez de su mano en la espalda a través de la seda y de sentirse cautiva de su fortaleza, girando sin esfuerzo por todo el salón, era una distracción suficiente.

Deseó no haber pensado que todo el placer de su vida dependía cada vez más de él.

Terminada la pieza, se pasearon una vez más entre la multitud, dialogando con los conocidos. Estaban dejando uno de esos grupos cuando Gerrard Debbington saludó a Gabriel. Gabriel se detuvo y Gerrard, tras avanzar serpenteando entre el gentío, finalmente los alcanzó.

Le sonrió a Alathea.

Ella le devolvió la sonrisa olvidando completamente que no lo había encontrado en la recepción inicial.

—Hola.

Gabriel apretó los dedos de la mano de Alathea y los presentó. Alathea continuó sonriendo como si acostumbrara hablar con caballeros a los que no conocía previamente. Gerrard, afortunadamente, había sido educado demasiado bien para hacer comentarios al respecto.

Miró a Gabriel.

—¿Puedo hablar contigo?… Hay algo que debes saber.

Gabriel hizo un gesto hacia Alathea.

—Ella sabe de mis intereses y sobre Crowley. Puedes hablar con libertad.

—Oh. —La sonrisa de Gerrard ocultó su sorpresa—. En ese caso… Ayer salía del Tattersal, cuando literalmente me topé con Crowley. Estaba con un caballero. Vane dijo que era lord Douglas. Desafortunadamente, Vane y Patience estaban justo detrás de mí y Patience habló. Por lo que dijo, resultó obvio que era mi hermana —hizo una mueca y siguió—. Sólo una hermana diría algo así. Como ella iba del brazo de Vane, no hacía falta ser muy listo para adivinar la conexión. Vane me dijo que te contara esto y te preguntara qué piensas.

—Pienso —dijo Gabriel— que debemos discutir las posibilidades con Vane. —Miró por encima del mar de cabezas—. ¿Dónde está?

—Al fondo a la izquierda —dijo Gerrard, estirando el cuello—. Cerca de la pared. Patience está con él.

Alathea ubicó la pluma púrpura que Patience Cynster tenía en el pelo.

—Allí, donde está el segundo espejo.

Se encaminaron en esa dirección, pero al atravesar la multitud, Gerrard tomó la delantera. Gabriel atrajo hacia sí a Alathea.

—Necesito hablar con Vane de esto. Gerrard podría estar en peligro.

Alathea lo miró con preocupación.

—¿Por Crowley?

—Sí. Necesito que distraigas a Patience, mientras hablo con Vane.

—¿Por qué no puedes hablar del asunto delante de Patience? Después de todo Gerrard es su hermano.

—Por esa misma razón. Y en caso de que no lo hayas notado, Patience está embarazada, por lo que Vane ciertamente no querrá que se preocupe por una amenaza hacia Gerrard que nosotros nos aseguraremos de que nunca se materialice.

—¿O sea que quieres que la distraiga? ¿Que sea cómplice de mantener en la oscuridad algo que ella tiene todo el derecho de saber? —Alathea estalló con otra idea que superaba a la de los derechos fraternales de Patience—. Dime: si existiera una amenaza hacia Charlie o Jeremy, ¿me lo contarías o harías que nunca supiera de ella?

La forma en que los labios de Gabriel se sellaron fue una respuesta suficiente. Ella entrecerró los ojos mirándolo.

—¡Hombres! Pero ¿qué te has creído…?

—Dime, ¿quién quería parar a Crowley? —inquirió Gabriel.

Alathea pestañeó.

—Yo.

—¿Y a quién le pediste que lo parara?

—A ti.

—Recuerdo vagamente haberte pedido que obedecieras mis órdenes.

—Sí, pero…

—Thea, basta de discusiones. Necesito hablar con Vane y no quiero que Patience se sobresalte innecesariamente.

Visto de esa forma…

—Oh, muy bien —dijo echándole una mirada torva—. Pero no lo apruebo.

Se liberaron de la multitud y avanzaron hasta Vane y Patience. Con una sonrisa segura, Alathea llevó a Patience hacia un lado. Gabriel escondió una sonrisa cuando escuchó que Alathea le preguntaba sobre su embarazo. El tópico perfecto, la excusa perfecta para excluir a los hombres de su charla.

Los hombres en cuestión pronto formaron su propio grupo.

—¿Qué te parece? —le preguntó Vane.

—Muy peligroso. Crowley pudo haberlo sabido por Archie Douglas enseguida. —Gabriel miró a Vane—. ¿Puedo suponer que Archie estaba lo suficientemente sereno como para reconocerte?

—Definitivamente. Estaba muy sobrio, esto fue antes del mediodía.

Gabriel miró a Gerrard.

—No hay más que hablar. Tenemos que sacarte de la circulación.

Gerrard se encogió de hombros.

—Puedo ir a casa en Derbyshire por un tiempo.

—No. Demasiado lejos. Tienes que estar al alcance de Londres y del tribunal. Te necesitaremos como testigo para corroborar los detalles de la propuesta de la compañía a los inversores.

Vane preguntó:

—¿Cómo piensas que reaccionará Crowley?

—Creo —contestó Gabriel— que de momento se detendrá. Ha estado en el juego demasiado tiempo como para actuar apresuradamente. Y falta poco para que pueda reclamar los pagarés. Creo que pensará que Gerrard me había consultado después del encuentro. No hay razón para que sospeche que yo sabía sobre el encuentro de antemano. Incluso, si Gerrard me hubiese mencionado alguno de los esquemas de Crowley antes del encuentro, le habría aconsejado que no acudiese. Por eso, imaginará que me consultó después y que le aconsejé que no invirtiera en la compañía. No supo nada de Gerrard después y ahora sabe por qué. Está tan cerca de tener en sus manos una pequeña fortuna que no querrá hacer demasiada bulla innecesariamente. No creo que venga a buscar a Gerrard por ahora, pero lo hará, y buscando venganza, en el momento en que se entere de que hay una denuncia contra la compañía.

—¿Cuán peligroso es?

Gabriel encontró la mirada de Vane.

—Lo mataría sin dudar.

Vane alzó las cejas. Gabriel continuó:

—La información que he recibido sugiere que puso hasta su último centavo en este montaje. Si los documentos de la compañía fracasan, estará en la ruina. Y probablemente tendrá tras él a algunos acreedores desagradables y furiosos. Yo calificaría a Crowley como más peligroso que una rata rabiosa acorralada.

—Hum —dijo Vane, mirando a su esposa que hablaba animadamente con Serena, a un metro de ellos—. Me preocupa Patience. Parece algo pálida, ¿no?

Gabriel evaluó el estado de salud que las sonrosadas mejillas de Patience dejaban traslucir.

—Definitivamente paliducha.

—Una corta estadía en Kent le servirá para recuperarse. Aire fresco, sol…

—Y muchos trabajadores en los campos que rodean la casa. Justo lo que ordenó el doctor. —Gabriel se dirigió entonces a Gerrard—. Y tú, por supuesto, como un buen hermano, la acompañarás.

Gerrard sonrió.

—Como queráis. Puedo estar tanto allí como aquí.

Vane hizo un gesto, señalando a Alathea y Patience.

—¿Les decimos la novedad?

Diez minutos después, Gabriel y Alathea estaban nuevamente inmersos en la multitud. Alathea sonrió.

—Es muy atento por parte de Vane preocuparse tanto por Patience, aun cuando no hay necesidad. Ella está perfectamente.

—Sí, bueno, los maridos tienen que hacer lo que les corresponde, especialmente cuando se trata de una Cynster —dijo Gabriel mirando a Alathea—. ¿Alguna novedad de la que te hayas enterado?

—Hablamos sobre embarazos.

—Lo sé.

Alathea se adelantó, se detuvo y se dio la vuelta para detenerse ante él.

—¿Qué estás sugiriendo…? ¿No…?

Los ojos de Gabriel se abrieron de par en par.

—¿No qué?

Los músicos comenzaron de nuevo. Deslizando un brazo alrededor de su cintura, la atrajo hacia él, hacia sus brazos y hacia la pista de baile.

Con la mirada fija por encima de sus hombros, Alathea inspiró hondo. Ignorando el rojo que cubría sus mejillas, categóricamente afirmó:

—No estoy embarazada.

El profundo suspiro de Gabriel le hizo cosquillas en las orejas.

—Bueno, siempre hay esperanzas.

La mano de Gabriel se movía sobre su espalda en pequeños círculos. Alathea se mordió los labios para frenar la repentina compulsión de decirle la verdad: que no sabía si estaba embarazada o no. No iba a discutir esas cosas con él, definitivamente. Especialmente no con él.

—Bueno, algún día estarás embarazada de mi hijo. Lo sabes, ¿no?

Cerró los ojos y también trató de cerrar los oídos para no escuchar esas palabras que caían directo en su mente, en su corazón, en su alma vacía y ansiosa.

—Amas a los niños. Y quieres tener los tuyos propios. Te daré tantos como quieras.

Giraban, sin prestarle atención a la música, moviéndose según una melodía que escuchaban en otro plano.

—Tú quieres tener un hijo mío. Yo también. Eso ocurrirá algún día. Thea, confía en mí, eso ocurrirá.

Ella se estremeció. Para su inmenso alivio, él no dijo nada más, sólo siguió girando por la pista de baile. Cuando la música terminó y él la soltó, ella pudo recuperarse. Sin embargo, no lo miró. En cambio, examinó el salón.

—Voy a ver si Serena…

—Todo está bien. Ella me ha dicho que te aleje de las preocupaciones.

Eso hizo que ella lo mirara.

—No lo hizo.

—Sí lo hizo y sabes que un caballero debe hacer todo lo que esté a su alcance para satisfacer a su anfitriona.

Su contestación fue impedida por la llegada de lord y lady Collinridge, los vecinos que eran dueños del viejo granero con la angosta ventana trasera. Los Collinridge los conocían a ambos desde su infancia, pero no habían visto a Gabriel desde hacía años. Con una dulce sonrisa, Alathea alentó a lady Collinridge para que se acercara y atormentara a su torturador.

Al fin, Gabriel inventó que su madre lo había mandado llamar para poder escapar, y se llevó a Alathea con él.

—Jezabel —le susurró, mientras atravesaban la multitud que ahora había alcanzado la misma densidad que la de cualquier otro baile de la temporada.

—Te lo merecías —le respondió Alathea. Un repentino agolpamiento de cuerpos los detuvo, Gabriel detrás de Alathea.

—Hmmm. ¿Y qué más me merezco?

Alathea tragó saliva cuando sintió una mano que se deslizaba sobre su cadera para ejecutar un circuito placentero en torno a su trasero revestido de seda.

Cerrando la mano, Gabriel levantó la cabeza y susurró en sus oídos:

—Tal vez quisieras retirarte a tu despacho. Después de todo, tu madrastra me ordenó que hiciera todo lo que estuviera a mi alcance para mantenerte entretenida.

Alathea no pudo resistir la necesidad de girar la cabeza y mirarlo a los ojos. Bajo sus pesados párpados, sus ojos brillaban con un fuego dorado. No había ninguna duda respecto a sus intenciones.

Su mirada se detuvo en los labios de Gabriel. ¿Podía la tentación presentarse de una manera más potente que esta?

El apretujamiento en torno de ellos cesó y ella pudo entonces respirar.

—No hay cerradura en la puerta de mi oficina. ¿Lo recuerdas?

Habló antes de pensar. Sus mejillas se sonrojaron. La perversa risa entre dientes de Gabriel le hizo pensar en un bucanero que estuviera a punto de atraparla, pero su mano dejó su trasero, su carne febril, cerrándose brevemente, de manera afectuosa, en su cadera antes de liberarla. El flujo de gente se puso en movimiento de nuevo y siguieron.

Casi inmediatamente se encontraron con lady Albermarle, pariente lejana de los Cynster y se detuvieron a conversar. Después de ella pasaron a hablar con lady Horatia Cynster.

—No tengo idea —respondió a la interrogación de Gabriel— de si Demonio y Felicity volverán a la ciudad antes del final de la temporada. Por lo que dicen todos, lo están pasando muy bien. Lo último de lo que nos enteramos es que andaban por Cheltenham.

Hablaron durante algunos minutos y luego, nuevamente, se pusieron en movimiento. La siguiente dama con la que intercambiaron saludos resultó ser también pariente de los Cynster; Alathea se quedó pensando. Era cierto que había un montón de Cynster y muchas más relaciones familiares. Sin embargo…

Cuando volvieron a ponerse en marcha, le echó una mirada y le dijo:

—Por casualidad, ¿no me estarás presentando a tu familia?

—Claro que no… Ellos ya te conocen. Y los que no te conocían te fueron presentados en la recepción.

Alathea suspiró exasperada. La mirada de Gabriel, la posición de su mandíbula la alertaron de que toda protesta sería infructuosa… Tenía una idea fija. Las riendas estaban en sus manos y la estaba conduciendo a toda velocidad hacia el matrimonio. Meneó la cabeza.

—¡Eres imposible!

—No. La imposible eres tú. Yo, simplemente, soy inflexible.

Alathea trató de ocultar la risa, pero no pudo.

—¡Lady Alathea! —dijo lord Falworth, abriéndose paso entre la multitud para hacerle una reverencia—. Querida señora, he estado buscándola obstinadamente. Se lo aseguro. —Y le echó una mirada censora a Gabriel—. Pero ahora que la he encontrado, creo que acaba de comenzar un baile. ¿Me haría el honor?

Alathea sonrió. A pesar de todos sus modales de petimetre, Falworth era un caballero afable y un compañero muy correcto.

—Por supuesto, señor. Soy yo la que se sentirá honrada —dijo. Ya era tiempo quizá de que pusiera alguna distancia entre ella y su sedicente guardián—. Si me disculpa, señor Cynster.

Y dicho esto, con una inclinación de cabeza dirigida a Gabriel, apoyó la mano sobre la manga de Falworth y lo dejó guiarla hacia donde se estaban disponiendo los bailarines.

Tan pronto como comenzó el baile, se olvidó de Falworth y sus pensamientos se dirigieron a Gabriel. Había —y probablemente siempre había habido— sólo un hombre para ella: el hombre de quien siempre había estado muy cerca a lo largo de toda su vida. Y ahora él quería casarse con ella. Se preocupaba por ella, pero no del modo que ella podía aceptar como una base firme para el matrimonio. No tenía idea de lo que debía hacer, de cómo hacerse cargo de la situación y marcar un rumbo seguro para ambos. Con cada día que pasaba, crecía la presión para darse por vencida, para rendirse.

Su única defensa contra eso era sencilla, pero sólida. El miedo. Un miedo imposible y constante de un dolor mayor, tan profundo que jamás podría ser capaz de sobrellevarlo. Un dolor que presentía aunque no lo conociera, un dolor que podía imaginar, pero que nunca había sentido. El tipo de dolor al que ninguna persona sensata se expondría.

Eso es lo que sabía. Tenía demasiado miedo para consentir que se casaran, si lo que él sentía por ella era, fuera del deseo pasajero, un ligero cariño y el deber de protegerla.

Mientras daba giros y se balanceaba al compás de las figuras de la danza, consideró esa verdad y el hecho de que implicaba que nunca tendría un hijo de él.

Nunca, jamás tendría hijos propios.

Pero eso había sido decidido once años atrás. Sin embargo, el destino había abolido su determinación.

A un costado de la pista de baile, Gabriel observaba cómo Alathea giraba graciosamente. Ella pensaba en otra cosa, en algo que no era el baile: en su mirada había una distancia, en su expresión una calma cerrada que significaba que mentalmente estaba en otra parte. Estaba seguro de que ella estaba pensando en él. Quería que pensara en él, pero… tenía la profunda sospecha de que lo que pensaba en ese momento no seguía los caminos que él deseaba. Sus instintos lo instaban a presionarla, a estar tan encima de ella como pudiera. Sin embargo, otra sensación —una sensación más fuerte— lo alertaba de que la decisión era de ella. Y sabía lo fácil que era de influenciar.

En ese momento, su campaña estaba teñida por las circunstancias y su presa demostraba ser escurridiza. Cada vez que pensaba que la tenía a su alcance, se alejaba, con los ojos muy abiertos, levemente intrigada, pero no convencida.

En ningún momento lo bastante convencida de casarse con él.

Ese hecho lo dejaba con la sensación de estar atrapado y, cada vez que ella se alejaba de su lado, de no ser en absoluto civilizado. No había ninguna pared conveniente contra la que pudiese apoyarse y vigilarla, de modo que merodeaba por el borde de la pista, sin ganas de ser abordado por ninguna de las damas deseosas de que él las mirase.

Tuvo éxito en evitar a las damas comedidas, pero no pudo evitar a Chillingworth. El conde se cruzó directamente en su camino.

Sus miradas chocaron. De mutuo acuerdo, cambiaron de posición para quedar hombro con hombro, mirando hacia la pista de baile.

—Estoy sorprendido —dijo Chillingworth, arrastrando las palabras— de que no te hayas cansado de ese juego.

—¿A qué juego te refieres?

—Al juego del caballero protector, que nos mantiene a todos a raya —dijo Chillingworth mirándolo de frente—. Siendo un amigo tan próximo de la familia de ella, puedo entender que te atraiga la idea, pero ¿no te parece que estás exagerando demasiado?

—Me pregunto, ¿qué es lo que te preocupa de todo el asunto?

Incluso en el momento de efectuar la pregunta, Gabriel sintió un frío cosquilleo en la nuca.

—Creía que era obvio, querido muchacho —dijo Chillingworth, señalando hacia los bailarines, con cuidado de no señalar específicamente a Alathea—. Ella es un partido interesante, especialmente para alguien en mi situación.

Cada palabra profundizaba el escalofrío que ahora recorría incesante las venas de Gabriel. Aquellos que no conocieran la sociedad podrían imaginar que Chillingworth había querido decir que estaba considerando seducir a Alathea porque, en ese momento, estaba sin amoríos. Pero Gabriel sabía la verdad. El conde pertenecía a su propia clase, era del mismo estrato social que los Cynster; era, en todo aspecto, su igual. Se atenía al mismo código no escrito que Gabriel había honrado a lo largo de toda su vida adulta. Las damas de buena familia y de buena reputación no eran un blanco legítimo.

Alathea, indudablemente, era de buena familia y tenía buena reputación. Seducirla no estaba en los planes de Chillingworth.

Con expresión impasible, Gabriel miraba a los bailarines, la vista fija en el rostro de Alathea.

—No es para ti.

—¿No? —había algo de desafío en la voz de Chillingworth—. Me doy cuenta de que puede que caiga como una sorpresa, especialmente a un Cynster, pero eso le toca juzgarlo a la dama en cuestión.

—No —dijo Gabriel, pronunciando la palabra tranquilamente, aunque había en su voz una fuerza latente que puso tenso a Chillingworth. Y esperó.

Gabriel vio claramente el peligro. Chillingworth tenía la edad de Diablo, pero todavía no se había casado. Necesitaba un heredero, y para ello debía casarse. Podía reconocer el buen gusto de Chillingworth al sentirse atraído por Alathea; sin embargo, no estaba dispuesto a aprobarlo.

Alathea lo amaba, pero él no sabía si ella lo sabía o si lo aceptaba. Era empecinada y testaruda, estaba acostumbrada a trazar su propio camino. También tenía esa veta de temeridad que a él le resultaba alarmante. Nunca podía predecir lo que haría. La idea de llegar a un acuerdo sobre casarse con él le estaba resultando difícil. Si Chillingworth pedía su mano, ¿acaso no aceptaría para escaparse del callejón sin salida al que él la había conducido?

A pesar de amarlo —o incluso justamente por eso—, ¿casarse con Chillingworth en lugar de con él, no le permitiría liberarlo de las ataduras caballerescas a las que ella imaginaba que se vería sometido?

Por encima de las cabezas de los otros bailarines, Gabriel vio a Alathea y supo que no podía arriesgarse. Ella era amigable con Chillingworth. El conde podía ser encantador cuando lo deseaba y, al fin y al cabo, era un caballero cortado con el mismo patrón que Gabriel. Y Alathea era hija de un conde. Sería una unión oportuna.

Salvo por una cosa.

Volviéndose hacia Chillingworth, Gabriel se topó con su mirada.

—Si estás pensando remediar tu falta de heredero a través de una alianza con los Morwellan, te sugiero que lo vuelvas a pensar.

Chillingworth se puso tenso; el aspecto de sus ojos sugería que apenas podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, con voz dura y apenas ocultando su actitud agresiva.

—Porque morirías —dijo Gabriel— antes de apoyar apenas un dedo sobre la dama en cuestión, lo que podría hacer que lo de tu heredero fuera un poquito difícil.

Chillingworth se lo quedó mirando; luego desvió la vista, resumiendo su anterior actitud no combativa.

—No puedo creer que hayas dicho eso —murmuró.

—Palabra por palabra.

—Lo sé —dijo Chillingworth—. Muy esclarecedor.

—Tanto como para que lo tengas en mente.

La danza había terminado; Chillingworth miró hacia donde estaba Alathea del brazo de Falworth. Ambos, él y Gabriel, se adelantaron para interceptarla.

—Lo tendré presente —replicó Chillingworth.

Alathea no pudo creer con qué facilidad Gabriel la había localizado entre la muchedumbre; ella y lord Falworth apenas habían comenzado a pasear, cuando él se les apareció de entre el gentío. En consecuencia, ella se sintió especialmente contenta al ver a Chillingworth a su lado.

—Milord —dijo, dándole la mano a Chillingworth y sonriendo con aprecio auténtico mientras él se inclinaba—, espero que note que tomé sus comentarios al pie de la letra. No pude hacer nada respecto de la cantidad de invitados, pero hay planeados muchos valses esta noche.

Chillingworth suspiró.

—¿Qué clase de tortura es esa, querida? Supongo que, como de costumbre, no le quedan valses libres.

Alathea no se perdió la mirada de refilón que Chillingworth le dirigió a Gabriel.

—Por desgracia, no.

—Sin embargo —continuó Chillingworth—, a menos que mis oídos me engañen, está comenzando una danza campestre. ¿Puedo solicitarle el placer de su compañía?

Alathea sonrió.

—Estaré encantada.

Se trataba de una danza que se bailaba en parejas. Chillingworth conversaba con facilidad sobre temas generales. Alathea respondía superficialmente aunque en su cabeza, los pensamientos, como siempre, se deslizaban hacia Gabriel. Ella lo perdió de vista cuando terminó la pieza. No estaba donde lo había dejado. Se preguntó adónde había ido y qué estaría haciendo.

Al terminar el baile, apoyó la mano sobre la manga de Chillingworth. Él la guio a través de la pista directamente hasta Gabriel, quien estaba esperando en el otro extremo del salón de baile.

Alathea se contuvo de alzar la vista hacia el cielo. Sacando la mano del brazo de Chillingworth, se ubicó entre ambos, lista para darles un codazo en las costillas si infringían los estándares de la conversación.

Pero, para su sorpresa, ninguno lo hizo. Chillingworth parecía cuidadosamente atento. Gabriel era arrogante como de costumbre, con la única diferencia de que trataba a Chillingworth como a un igual. Después, se les unió Amanda, escoltada por lord Rankin. Un minuto más tarde, llegó Amelia, del brazo de lord Arkdale.

—¡Qué baile tan bonito, lady Alathea! —dijo encantada Amanda—. Estoy disfrutando muchísimo.

La descarada le hacía ojitos a Rankin, quien, sin darse cuenta, resplandecía.

—Ha venido una multitud… una verdadera multitud —terció Amelia—. Hay tanta gente… —agregó, sonriéndole a lord Arkdale—. ¡Vaya! Nunca antes había tenido la oportunidad de charlar con Freddie.

—Espero —las cortó Alathea, adelantándose a Gabriel— que sabréis aprovechar todas las posibilidades que se os ofrecen.

—Oh, sí —le aseguró Amanda—. Nuestros carnets de baile están llenos. Hemos bailado cada pieza con un caballero diferente.

—Y pasado cada intervalo con otros caballeros distintos —agregó Amelia. Ambas muchachas morigeraron la noticia de su deliberada inconstancia con sonrisas cautivadoras dirigidas a sus acompañantes. Ninguno de los caballeros estaba seguro de si debían o no vanagloriarse.

—A propósito, Gabriel, no hemos visto a Lucifer —dijo Amanda, fijando sus angelicales ojos celestes en el rostro de su primo—. ¿Esta aquí?

—Estaba.

—Ha debido de encontrar algo terriblemente interesante. O a alguien —anunció Amelia ingenuamente.

—También he visto a lady Scarsdale y a la señora Sweeny. Llevaba algo bermellón… un tono horrible. No creo que Lucifer esté con ella, ¿no?

—Tal vez esté con lady Todd. Sé que ella anda por aquí…

Las gemelas siguieron especulando sobre la ocupación presente de Lucifer. Sus compañeros estaban completamente desconcertados. Gabriel, no, pero tampoco quería desviar su atención. Alathea se mordió el labio y dejó que las gemelas tuvieran su venganza.

Cubierto por la ligera charla de las muchachas, Chillingworth tocó el brazo de Alathea. Al volverse, ella se topó con una expresión levemente compungida en los ojos del conde.

—Me temo que voy a abandonarla, querida, y dejarla cautiva de este grupo de Cynster.

Alathea sonrió.

—Son un grupo revoltoso, pero las gemelas, como ve, están celebrando una victoria familiar.

Por un instante, los ojos de Chillingworth sostuvieron la mirada de ella, luego su vista se desvió a Gabriel, que en ese momento intercambiaba pullas con Amanda. Chillingworth miró interrogativamente a Alathea.

—¿Cynster también, no?

Alathea no supo qué pensar… y mucho menos qué responder.

Chillingworth la liberó del problema haciendo una inclinación.

—A sus órdenes, querida. Si alguna vez se encuentra necesitada de ayuda, sepa que sólo tiene que pedírmela.

Hizo una reverencia elegante y se apartó, desapareciendo entre la multitud.

Intrigada, Alathea lo observó irse y luego se volvió hacia Gabriel y las gemelas.

El siguiente baile fue un vals.

Sin ni siquiera disculparse, Gabriel, con el humor severamente puesto a prueba por las gemelas, cerró la mano alrededor de la de Alathea y la condujo a la pista de baile. La rodeó con el brazo y la atrajo contra sí. Sus miradas se encontraron.

Ella sonrió, pero no dijo una palabra. Estaba relajada, y lo seguía sin esfuerzo. Contemplaba el salón a medida que evolucionaban por la pista, y no vio que hubiese problema alguno; su baile estaba en lo mejor y todo andaba bien.

Estaba a punto de volver a concentrarse en el rostro de Gabriel, cuando se le presentó fugazmente el de lady Osbaldestone. La expresión jubilosa en los ojos de la vieja dama le recordó la aprobación de lady Jersey, la princesa Esterhazy y los demás. ¿Cuántos otros habían estado esa noche con los ojos vigilantes y las mentes censoras alertas?

—Esto es peligroso… Tú y yo… —dijo, mirando a Gabriel—. Vamos a terminar dándoles el gusto a los chismosos.

—Pamplinas. ¿Quién nos ha desaprobado?

Nadie. Alathea apretó los labios. Al cabo de un instante, dijo:

—Soy demasiado vieja. Toda la alta sociedad está esperando que te cases. No aprobará que lo hagas conmigo.

—¿Por qué no? Ni que fueras una anciana, por Dios.

—Tengo veintinueve años.

—¿Y qué? Si a mí no me preocupa, y sabes muy bien que no, ¿por qué les debe preocupar a los demás?

—Por lo general, los solteros de treinta no acostumbrar casarse con solteronas de veintinueve.

—Probablemente porque la mayoría de las solteronas de veintinueve se quedan así por alguna buena razón —dijo Gabriel observando la mirada de ella—. Tú estás soltera por una razón completamente distinta; una razón que ya no es válida. Hiciste lo que tenías que hacer: volviste a poner de pie a tu familia. Te has hecho cargo de todo hasta que Charlie pueda reemplazarte, y lo has preparado para que así sea —dijo, y bajó la voz—. Ahora es tiempo de que empieces a vivir la vida que deberías haber vivido. Conmigo.

Alathea permaneció en silencio, insegura de poder confiar en su propia voz.

Gabriel prosiguió:

—No he detectado ni el menor atisbo de desaprobación… Más bien, lo contrario. Todas las matronas conocieron a tu madre: están encantadas con sólo pensar en que te cases. Así como el resto de la alta sociedad, nunca entendieron por qué no te casaste. Para ellas, la idea de que te cases es altamente romántica.

Alathea contuvo el resuello. Al cabo de un minuto, se atrevió a levantar la vista.

La mirada de Gabriel era amablemente despiadada.

—Se alegrarán del anuncio, cuando consientas en dejarme hacerlo. No serán ellas quienes me lo impidan.

Ella era quien se lo impedía. Alathea desvió la vista. Parecía que no había nada que hacer. Estaba nadando contra la corriente.

En el cercano cuarto de juegos, Diablo Cynster, duque de St. Ives, se acercó al conde de Chillingworth, quien estaba apoyado contra una pared, observando una mano de piquet.

—Asombroso. Jamás pensé que te retirarías —dijo Diablo, mirando significativamente hacia el salón de baile—. Me resulta difícil de creer que allí no haya posibilidades. Si no te apresuras, esta noche pasarás frío. Yo, al menos, tengo una cama calentita en casa.

Chillingworth lo miró divertido.

—¿Y qué te hace pensar que yo no? La única diferencia entre tú y yo, querido muchacho, es que tu cama mañana por la noche será la misma, mientras que la mía posiblemente sea otra.

—Eso no está mal, si uno no es muy exigente.

—En este momento, me inclino por la variedad. Aparte de eso, ¿a qué debo este dudoso placer?

—Estoy comprobando tu interés.

—¿Para saber si debemos retirarnos el saludo?

Diablo apoyó los hombros contra la pared.

—De manera puramente altruista, por mi parte.

Chillingworth ocultó una sonrisa.

—¿Altruista? Dime, ¿es mi integridad física la que te interesa? ¿O piensas en alguien más cercano?

A través del arco que había delante de ellos, Diablo estudió a la multitud en el salón de baile.

—Digamos que no deseo ver ningún nubarrón ni malentendido en la simpática relación que existe entre tu familia y la mía.

Chillingworth nada dijo durante varios minutos, contemplando también a las figuras que se agitaban en el salón de baile. Luego se movió.

—Si dijera que no tengo intención de perturbar la armonía reinante entre nuestras casas, ¿me harías un favor?

—¿Cuál?

—No se lo digas a Gabriel.

Diablo volvió la cabeza.

—¿Por qué?

Con una expresión irónica en los labios, Chillingworth se separó de la pared.

—Porque es divertido observarlo morder mi anzuelo y porque considero que es un consuelo —dijo en un murmullo, apenas audible para que Diablo lo oyera, mientras partía.