A la mañana siguiente, Alathea, sentada en la glorieta, vio a Gabriel, que cruzaba el césped, a su encuentro. La brillante luz solar ponía tonos rojos y dorados en sus cabellos. Ella recordó su tacto en sus manos.
Con los ojos entornados por el resplandor, vio que intercambiaba saludos con Mary y con Alice, que estaban quitando la maleza del arriate cercano a la fuente. Ella se había resistido a cumplir con esa tarea con la excusa de que se sentía mal. Era verdad: apenas había pegado un ojo en toda la noche.
Si aún necesitaba pruebas inequívocas de que los sentimientos de Gabriel eran verdaderos, la segunda parte de su encuentro en la sala de lady Richmond habría sido concluyente. Incluso ahora, varias horas después de los hechos, el sólo pensar en las sugerencias que él le había susurrado al oído, lo que ella le había hecho y lo que le había dejado hacer, ponían colores en sus mejillas. Él quería y ella deseaba darle. Esa última noche él la había introducido en la esencia del dar.
Ella no era lo suficientemente hipócrita como para simular que no lo había disfrutado, que la felicidad que encontraba en darle le había traído la alegría más dulce y profunda que hubiera conocido. Al satisfacerlo, ella se sentía realizada. No había otra palabra, ninguna otra que se acercara a describir la amplitud y profundidad de lo que ella sentía. Él la había llamado «entregadora» y tenía que reconocer que estaba en lo cierto. Lo que no podía aceptar era la conclusión de Gabriel.
Estaba fascinado con ella. Eso no había sido una actuación. De todos los hombres, sólo él podía apreciar la ironía de sentir por ella, una mujer a la que conocía desde la cuna, una atracción física tan grande. Y a pesar de lo que había dicho, su edad importaba, pero no de la forma en que le hubiera importado al común de la gente. Debido a que ella era mayor y, en lo que a él concernía, más segura que cualquier otra dama a la que hubiera seducido, ella implicaba un mayor desafío, demandaba más de sus talentos. Eso también sabía apreciarlo Gabriel.
Su fascinación era real. Pero la fascinación no llevaba al matrimonio.
Cuando dejó a las muchachas y se acercó ágil y confiadamente hacia ella, Alathea experimentó cierta certeza y tranquilidad. Él era un excepcional practicante de las artes sensuales. Sabía cómo usar sus talentos para presionarla, para nublar sus sentidos. Pero ella lo conocía muy bien, demasiado bien, como para tragarse la historia de que era la fascinación lo que estaba detrás de su determinación de casarse. Pensaba demasiado en él, se preocupaba demasiado por él, como para caer en esa trampa.
Llegó a la glorieta y subió los escalones. Agachando su cabeza por debajo del jazmín que cubría la pequeña estructura, entró en la fresca sombra. Se enderezó y encontró su mirada. La calma lo invadió.
—¿Qué?
Alathea le hizo señas de que se sentara en el sofá que estaba a su lado. Le había mandado una nota a Brook Street, pidiéndole que viniera. Esperó mientras él se sentaba. El sofá de mimbre era pequeño, los dejaba hombro contra hombro. Él se echó hacia atrás, estirando un brazo a lo largo del respaldo del sofá para evitar el apretujamiento. Ella tomó aliento y resueltamente cogió el toro por las astas.
—No hay ninguna razón para que nos casemos —dijo—. ¡No! —añadió, adelantándose a su respuesta—. Escúchame.
Él se puso tenso, pero permaneció en silencio.
Alathea miró hacia donde sus hermanastras y hermanastros charlaban alegremente.
—Sólo nosotros dos sabemos de la condesa. Sólo nosotros dos sabemos que intimamos. Tengo veintinueve años. Como trato de recordarle a todos, ya dejé de lado mis pensamientos sobre el matrimonio. Lo hice hace once años. Se me acepta como una solterona y a pesar de tus recientes atenciones, no hay expectativas de que me case. Salvo que nuestra relación se haga de conocimiento público, lo que no sucederá porque ambos somos lo suficientemente inteligentes y conscientes de lo que les debemos a nuestras familias y a nosotros mismos como para dar a conocer el hecho, no hay necesidad de que nos casemos.
—¿Es eso?
—No —giró la cabeza y encontró sus ojos—. No importa lo que decidas que es correcto hacer, no me casaré contigo. No hay razón para que hagas semejante sacrificio.
Él la estudió.
—¿Por qué causa piensas que quiero casarme contigo? —preguntó finalmente.
Los labios de Alathea se fruncieron. Hizo un gesto señalando a sus hermanastros, afortunadamente inconscientes de las nubes que se cernían sobre el horizonte familiar.
—Quieres que me case contigo por la misma razón con la que conté contigo cuando, como la condesa, te pedí ayuda. Sabía que si te explicaba los peligros que ellos corrían me ayudarías. Te lo dije antes. Eres obsesivamente protector. —Él era su caballero y la protección era su traje más resistente y uno de sus más básicos instintos.
Gabriel siguió la mirada de Alathea hasta las niñas.
—Piensas que me quiero casar contigo para protegerte. Eso tiene que ver con alguna noción de caballerosidad.
Ella trató de evitar la palabra. Sonaba tan melodramática, incluso aunque fuese la pura verdad. Con un suspiro, lo enfrentó.
—Quise ponerte una trampa para que me ayudaras… Nunca para que te casaras conmigo.
Gabriel buscó los ojos de ella, pozos de sinceridad color avellana. La vulnerabilidad que lo había obsesionado casi desde el momento en que descubrió la identidad de la condesa se evaporó.
Ella no lo sabía. No tenía idea de que él la adoraba, de que su fascinación era como una obsesión, irresistible y absoluta. Se había olvidado de la inocencia de ella, de que, a pesar de su edad, a pesar de conocerlo de toda la vida, en algunos aspectos, era inocente por completo. Ella no sabía que era tan distinta de todas las que antes había conocido.
Gabriel miró a Mary y a Alice, mientras se esforzaba por volver a orientarse.
—A riesgo de hacer añicos tus ilusiones, no es por eso que deseo casarme contigo.
—Entonces ¿por qué?
La miró a los ojos.
—No creo que no te des cuenta de que te deseo.
Ella se ruborizó.
—En nuestro círculo, el deseo no requiere matrimonio —dijo inclinando la cabeza. Desvió la vista, dejándolo que le estudiase esa línea reveladora de su mandíbula. Fuerza y vulnerabilidad: ella combinaba ambas cosas.
La reacción de Gabriel fue inmediata, pero ya no sorprendente: ahora sabía lo primitivos que eran sus sentimientos hacia ella. La noche anterior, cuando ella se inquietó por su cabello suelto y procuró recogerlo y arreglarlo, se sintió asaltado por la violenta urgencia de volver a soltárselo y llevarla por la casa, delante de todos los invitados de lady Richmond —especialmente de Chillingworth—, como para que todos supiesen que era suya.
Suya.
La poderosa oleada de posesión le resultó dolorosamente familiar. Era la misma emoción que ella siempre le suscitaba, la fuente de esa maldita tensión que se apoderaba de él ante su proximidad. La emoción se había cristalizado. Al descubrir a la condesa, otros velos se habían rasgado; ahora él podía ver su impulso primitivo tal como era: el deseo instintivo de acoplarse a su compañera. «Tener y Sujetar» era el lema de la familia Cynster; no era sorprendente que sintiese el impulso con tanta intensidad.
Pero ¿hasta qué punto era seguro revelárselo a ella?
—¿Cuánto hace que nos conocemos?
—Desde siempre…, de toda la vida.
—Hace semanas le dijiste a Chillingworth que nuestra relación había sido decidida por nosotros. Estuve de acuerdo. ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—El primer recuerdo que tengo de ti es de cuando tenías unos dos años. Yo debía de tener tres. Estábamos en nuestras cunas y nuestros padres nos dijeron que éramos amigos. Tenía doce cuando empezó a resultarme difícil tratarte como hermana. Jamás entendí por qué; sólo supe que algo andaba mal. También tú lo sentiste.
El «sí» de ella fue un susurro; ambos estaban contemplando lo que había pasado tiempo atrás.
—¿Te acuerdas de cuando teníamos que deslizarnos fuera del viejo granero de Collinridge por la ventana de atrás y de la vez que tu abrigo se enganchó en un clavo? Lucifer ya estaba montado, cuidando los caballos; yo tuve que cogerte por la cintura y sostenerte para que pudieras desenganchar la tela.
Gabriel hizo una pausa; un segundo después, ella sintió un escalofrío. Él prosiguió:
—Precisamente. Fue una mezcla singular de cielo e infierno. No podía comprender por qué siempre estaba a tu lado, siempre quería estar cerca de ti, porque, cada vez que me acercaba, me sentía… violento. Enloquecido. Como si quisiera agarrarte y zamarrearte.
Ella rio.
—Nunca estaba segura de que no fueras a hacerlo —dijo.
—Nunca me atreví. Tenía mucho miedo de ponerte las manos encima… tocarte… me habría vuelto loco, me habría hecho comportar como un lunático. Ese baile que compartimos ya fue bastante malo.
Ambos miraron sin ver más allá de los prados; luego, él prosiguió:
—Lo que estoy tratando de decirte es que me he sentido… posesivo con respecto a ti desde hace mucho. No sabía qué clase de sensación era hasta después de esa noche en el Burlington, pero no se trata de algo que haya comenzado recientemente. Estuvo ahí, entre nosotros, haciéndose fuerte durante más de veinte años. Si nuestros padres no nos hubiesen impuesto que íbamos a ser hermano y hermana, esa sensación hace tiempo se habría resuelto en un matrimonio. Tu farsa nos abrió los ojos y nos dio la oportunidad de reelaborar nuestra relación como debió ser —Gabriel le echó una mirada; tercamente ella seguía con la vista en dirección a los prados—. Me siento más que atraído sexualmente por ti… Eres la mujer que quiero por esposa.
Ella levantó la cabeza.
—¿Cuántas mujeres has conocido?
—No sé —dijo, frunciendo el ceño—. No las he contado.
Ella lo miró con una ceja levantada y desconfianza en los ojos.
—Está bien —dijo, apretando los dientes—. Al principio las contaba, pero dejé de hacerlo hace tiempo.
—¿A qué número llegaste antes de dejar de contarlas?
—¿Qué importancia tiene? ¿Qué intentas demostrar?
—Simplemente que parece que las mujeres te gustan, pero que, hasta ahora, ese gusto no te había urgido a encaminarte a la iglesia. ¿Por qué ahora? ¿Y por qué yo?
Gabriel advirtió la trampa, pero estaba listo para darles vuelta a las preguntas en ventaja propia.
—Ese «ahora» tiene fácil explicación: ya es tiempo. —La fatídica frase «ya te llegará el momento» resonó en la mente de Gabriel—. Lo supe en la boda de Demonio. Lo único que no sabía era con quién. Ya sabes lo nerviosa que se estaba poniendo mamá; y, aunque me cueste admitirlo, tenía razón. Es tiempo de que me case, de que me establezca, de pensar en la próxima generación. Y en cuanto al «¿por qué tú?», no se trata, como pareces determinada a pensar, de que seas amiga de la familia ni de que yo crea que, al haber intimado, te he arruinado y debe haber una reparación.
Su habla progresivamente entrecortada había hecho que ella mirase en su dirección; atrajo su mirada.
—Lo que te estoy diciendo es que eres la mujer que quiero por esposa. Simplemente eso; no necesito ninguna otra razón —dijo e hizo una pausa para luego proseguir—: Puede que hayas notado que ya no sufro cuando estoy a tu lado. Puedo sentarme a tu lado, casi cómodo, sin sentirme atrapado hasta el punto de volverme loco, porque sé que puedo abrazarte y besarte, que en alguna ocasión no lejana volverás a yacer debajo de mí nuevamente. —Y bajó la voz—. Sin embargo, si eres tan tonta como para luchar contra eso (contra lo que hay entre nosotros), si tratas de rechazarme y te dedicas a sonreírle a Chillingworth o a cualquier otro hombre, entonces te garantizo que lo que hubo entre nosotros durante todos estos años no será nada comparado con lo que vendrá.
Alathea le sostuvo la mirada y preguntó:
—¿Es una amenaza?
—No. Una promesa.
Ella lo consideró y luego abrió la boca para hablar, pero él apoyó un dedo sobre sus labios.
—Estoy profundamente ligado a ti, y lo sabes. Ahora que ya no estoy cegado ni impedido por una idea preconcebida, puedo admitirlo. Te deseo sexualmente, pero eso es sólo la mitad de la cuestión. Te deseo porque no puedo pensar en otra con quien deseara compartir mi vida. Somos uno para el otro. Podríamos ser socios de por vida con éxito. Nunca hemos sido realmente amigos, pero después de eliminar la dificultad que existía entre ambos, la relación que está a nuestro alcance es otra.
Los ojos de ella buscaron los de Gabriel; trataba de poner en orden sus ideas, resistiéndose todavía, tercamente, con todas sus fuerzas.
Al liberar los labios de Alathea, recorrió la línea de su mandíbula y luego dejó que su mano cayese sobre el respaldo del sofá.
—Thea, no importa cuánto luches para negarlo: sabes lo que hay entre nosotros. Puede que haya estado oculto y velado durante años, pero ahora que nos hemos desprendido del disfraz, puedes ver de qué se trata tan bien como yo —afirmó Gabriel, sosteniéndole la mirada—. Se trata de una pasión ardiente y eterna, y no sólo por mi parte, sino también por la tuya.
Alathea miró para otro lado. No sabía qué hacer. No era sólo su cabeza lo que daba vueltas. Las palabras de Gabriel le habían evocado muchas emociones, muchas necesidades hacía tanto tiempo enterradas y apenas reconocidas como sueños. Pero… irguiéndose, declaró:
—Me estás diciendo que estás sentimentalmente comprometido conmigo.
—Sí.
—Que lo que hay entre nosotros exige casamiento como estado ideal… que esa es la salida obligada.
—Sí.
Como ella se quedó mirando fijamente a la distancia sin decir nada más, él quiso saber más:
—¿Y bien?
—No estoy segura de creerte. —Frente a él, se apresuró a explicárselo—. No me refiero tanto a lo que hay entre nosotros sino a las razones por las que deberíamos casarnos. —Buscó su rostro y, luego, preparándose mentalmente para la lucha, habló sin rodeos—. Efectivamente nos conocemos bien… muy bien. Dices que los sentimientos que siempre nos incomodaron tenían que ver con un deseo frustrado, que lo que hay entre nosotros es deseo físico, y yo acepto que eso sea probablemente así. Dices que estás emocionalmente comprometido conmigo y también lo acepto. Pero lo que yo no sé es cuál de tus emociones es la que ocupa el primer plano.
Gabriel frunció el ceño.
—Sea cual fuere, es la emoción que impele a un hombre a casarse.
—A eso es a lo que le tengo miedo. La emoción que te impulsa, que te apresura, que te espolea a casarte conmigo es la pasión dominante que te posee. Quieres protegerme. Te has hecho a la idea de que el modo correcto de hacerlo es a través de una capilla, y tú siempre tienes éxito una vez que te fijas una meta. En este caso, desgraciadamente, alcanzar tu meta requiere mi cooperación, de modo que me temo que tu registro de éxitos está a punto de terminar.
—Crees que me lo he inventado todo.
—No… Creo que, en lo fundamental, eres sincero, pero no que tus conclusiones se ajusten a los hechos. Pienso que estás fantaseando. Y si lo que quieres saber es si pienso que mentirías para lograr lo que te has fijado como meta más importante, entonces la respuesta es sí, creo que mentirías descaradamente.
Con los ojos, lo desafió a que la desmintiera.
Él apretó los labios y sostuvo la mirada de ella de manera intimidante, pero no negó nada.
Ella asintió.
—Exactamente. Nos conocemos demasiado bien. Al crear a la condesa, sabía precisamente qué decir, cómo mover las cuerdas apropiadas para que hicieras lo que deseaba. No soy tan engreída como para imaginar que tú no eres capaz de hacer precisamente lo mismo conmigo. Has decidido que deberíamos casarnos, así que harás cualquier cosa para lograr que nos casemos.
La miró fijamente. Ella esperaba una reacción inmediata, posiblemente agresiva. Su silenciosa valoración la ponía nerviosa. Nada podía leer en sus ojos de lo que pensaba.
Gabriel se incorporó. El brazo que tenía sobre el respaldo del sofá se deslizó alrededor de ella; puso la otra mano en su rostro. Apenas un instante, y ya la apretaba, levemente, abrazándola.
—Tienes razón.
Ella parpadeó. ¿Qué era esa expresión irónica en los ojos?
—¿Sobre qué?
Él descendió la mirada hasta los labios de ella.
—Sobre que haré lo que sea para que nos casemos.
Alathea maldijo para sus adentros. No había querido decir eso como un desafío.
—Yo…
—Dime —murmuró Gabriel—. ¿Aceptas que lo que hay entre nosotros es «una pasión ardiente y eterna»?
Le costaba respirar.
—Ardiente, tal vez; pero no eterna. Con el tiempo, se desvanecerá.
—Te equivocas.
Se inclinó más cerca de ella y rozó con sus labios los suyos. El contacto fue demasiado leve como para satisfacer; se limitó a abrirle el apetito.
El aliento de él era cálido sobre los palpitantes labios de ella.
—El calor que te inundó anoche cuando estaba en ti… —sus labios volvieron a rozar los de ella, fue otro beso incompleto y doloroso—, la pasión que te llevó a abrirte para mí, a darme toda ofrenda sensual que reclamé, ¿crees que todo eso se desvanecerá?
Jamás. Alathea se balanceó. Los párpados le pesaban tanto que lo único que pudo ver fueron los labios de él acercándose. Las manos de la joven sobre las solapas de él deberían haberlo hecho retroceder; en lugar de ello, sus dedos se curvaron, atrayéndolo. Su razón se ahogaba en un mar de deseo sensual. En el instante anterior a que los labios de él completaran su conquista, se las arregló para decir:
—Sí.
Los labios se unieron. Un momento después, ella se rindió con un suspiro, ofreciéndole la boca, estremeciéndose ante su demanda pausada y paulatina. Gabriel tocó cada centímetro; luego, deliberadamente, invocó el recuerdo de su unión. Con pasión embriagadora, deseo ardiente, la tenía firmemente cogida, cuando retrocedió y susurró contra los labios de ella:
—Mentirosa.
—Buenos días.
Alathea alzó la vista y apenas pudo arreglárselas para ocultar su sorpresa.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Era su despacho, su dominio personal y privado al que los demás sólo podían aventurarse con invitación. El cuarto al que se había retirado, en apariencia para llevar las cuentas domésticas, en realidad le servía para poder encerrarse con tranquilidad en su siempre cambiante mundo sensible. Desde el interludio en la glorieta, ya no estaba segura de qué era real y qué descabellada imaginación. Mientras observaba a Gabriel cerca de la puerta, se resignó a no realizar progreso alguno en ese frente; con él en el mismo cuarto era imposible.
—Se me ocurrió —dijo, escrutando la estancia a medida que se aproximaba a ella— que con la temporada en su esplendor, podemos esperar que Crowley exija el pago inmediato de sus pagarés en unas dos semanas. —Al llegar al escritorio, la miró a los ojos—. Es hora de que empecemos a preparar nuestra petición ante el tribunal.
—¿Apenas dos semanas?
—No esperará hasta el final. Probablemente aprovechará la animación social. Te sugiero —añadió, encogiendo sus largas piernas para sentarse en la mecedora que había delante del escritorio— que cites a Wiggs. Necesitaremos su colaboración. He traído las cifras de Montague.
Alathea lo contempló, sentado a sus anchas en la mecedora que le pertenecía. Gabriel le sonrió de manera encantadora, con expresión estudiadamente afable. Con una calma pasmosa, se levantó y tiró de la campanilla. Cuando Crisp acudió, le pidió que mandara a buscar a Wiggs. Crisp hizo una reverencia y partió; ella se volvió para descubrir a Gabriel mirando los libros de contabilidad que había sobre su escritorio.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó él.
—Las cuentas de la casa.
—Ah —exclamó, y se le escapó una sonrisa—. No permitas que te interrumpa.
Alathea juró que no lo permitiría, algo mucho más fácil de decir que de hacer. Con la pluma en la mano, se forzó a concentrarse en sus anotaciones, columna tras columna. A pesar de sus intenciones, las cifras mostraban una molesta tendencia a desvanecerse ante sus ojos. Aunque realizaba un gran esfuerzo, sus sentidos oscilaban. Se mordió el labio, aferró la pluma con los dedos y frunció el ceño ante sus ordenadas entradas.
—¿Necesitas ayuda?
—No.
Completó tres columnas más; luego, cuidadosamente, levantó la vista. La estaba observando con una expresión que no podía descifrar.
—¿Qué?
Sostuvo la mirada de ella y entonces, lentamente, alzó una ceja.
Ella se ruborizó.
—¡Aléjate! Ve y siéntate en el vestíbulo.
Él sonrió.
—Estoy cómodo aquí y la decoración es de mi agrado.
Alathea lo miró fijamente.
El sonido del pestillo hizo que ambos se volvieran. La dorada cabeza de Augusta apareció en la puerta.
—¿Puedo entrar?
—Claro, muñeca —dijo—. Pero ¿dónde está la señorita Helm?
—Está ayudando a mamá a poner la mesa para la cena.
Augusta cerró la puerta y se adelantó, estudiando a Gabriel con su franca mirada de niña.
—¿Te acuerdas del señor Cynster? Su mamá y su papá viven en Quiverstone Manor.
Gabriel siguió sentado, un perezoso león relajado en la silla; luego, tendió la mano.
—¡Qué muñeca tan grande!
Augusta la miró, luego dio vuelta a Rose y la ocultó.
—¿A que no puedes adivinar su nombre?
Gabriel cogió la muñeca; la colocó sobre la rodilla y la estudió.
—Solía llamarse Rose.
—¡Todavía se llama así! —dijo Augusta y se sumó a Rose, trepando al regazo de Gabriel.
Mientras la instalaba allí, alzó la vista… y se encontró con la sorprendida mirada de Alathea. Le sonrió y miró a Augusta.
—¿Te ha contado tu hermana que una vez Rose se quedó atorada en ese manzano que hay al final del huerto?
Alathea observó y oyó, sorprendida de que él aún recordase todos los detalles y de que a Augusta, tan tímida en general, él le hubiese caído tan bien. Recordó que tenía tres hermanas mucho más jóvenes que él; probablemente podría escribir la tesis definitiva sobre cómo cautivar a las muchachitas.
Aprovechando la oportunidad, Alathea rápidamente terminó con las cuentas; luego abrió otro libro de contabilidad y se dispuso a revisar los ingresos. La actividad le requería sólo una pequeña parte del cerebro; el resto lidiaba con el problema de Gabriel y con lo que podía y debía hacer al respecto. El sonido profundo de su voz, que retumbaba bajo mientras cautivaba a Augusta, no le resultaba consolador.
Habían pasado dos días desde que se habían encontrado en la glorieta, dos días desde la última vez que había estado en sus brazos, con los labios de él sobre los suyos. Esa noche se habían encontrado en un baile; a pesar de que le había exigido dos valses, no le había pedido nada más. Se había presentado a la mañana siguiente para pasearse por el parque a su lado. Ella estaba lista para contrarrestar cualquier actitud posesiva que él mostrara, cualquier maniobra para demostrar que la reclamaba para sí. Pero él no había hecho nada. Desgraciadamente, los ojos de Gabriel la alertaban de que sabía cómo se sentía ella, cómo reaccionaría; sencillamente, estaba a la expectativa hasta que el campo de batalla se adaptase mejor a sus propósitos.
De esos propósitos no quedaba ni pizca. Matrimonio. La idea —no del matrimonio, sino de casarse con él— la ponía profundamente nerviosa. Sólo de pensar en ello sentía una turbación que nunca antes había experimentado. La intimidad y todas las emociones que traía aparejadas habían trastocado por completo su paisaje interior. Sin embargo, si él le permitiera desaparecer como ella había planeado, desaparecer para siempre de su vida, aunque ella hubiera lamentado la brevedad de su relación, estaba segura de que habría conservado la calma interior.
En lugar de ello, se sentía atribulada, con el estómago frecuentemente hueco, una mezcla de incertidumbre, excitación y desasosiego. No podía nombrar lo que sentía por él; temía ponerle un nombre, siquiera pensarlo, no podía hacerlo mientras lo rechazara.
Él había decidido casarse con ella porque la deseaba y porque la quería como esposa. Él se negaba a aclarar la razón que había detrás de ese deseo; ella estaba segura de que estaba motivado por la compulsión de protegerla.
La perspectiva de él, casarse con ella con el verdadero objetivo de protegerla, la horrorizaba. Sería amable, considerado, generoso, incluso un amigo, pero a medida que el tiempo pasara dejaría de ser solamente suyo. Dejaría de ser su amante. Se separarían…
Con un sobresalto, volvió al presente, a su oficina y al libro contable abierto ante ella; a la retumbante voz de Gabriel y al cotorreo agudo de Augusta. Respirando profundamente, retuvo el aire y ordenó la pila de recibos.
No iba a casarse con Gabriel: no podía dejar que él se sacrificase, ni tampoco ella lo haría. Desviarlo de su objetivo podría no ser fácil, pero casarse con él no sería correcto, ni para él ni para ella.
Tras hacer una marca en el último de los recibos, abrió un cajón y los guardó en una caja; luego cerró el cajón y el libro contable. El ruido hizo que Gabriel y Augusta alzaran las cabezas. Alathea sonrió.
—Ahora tengo que hablar de negocios con el señor Cynster, muñequita.
Augusta se bajó del regazo de Gabriel y le brindó a su hermanastra una sonrisa confiada.
—Me ha dicho que puedo llamarlo Gabriel. Es su nombre.
—Claro —dijo Alathea, levantándose y rodeando el escritorio. Abrazó a Augusta y luego la dejó en el suelo—. Ahora sal… la señorita Helm ya debe de haber casi terminado.
Escondida detrás de las faldas de Alathea, Augusta saludó a Gabriel y canturreó un «Adiós»; luego, brincó hacia la puerta.
Apenas esta se cerró detrás de ella, Alathea sintió que unos dedos largos se enredaban con los suyos. Se volvió para descubrir a Gabriel que estudiaba su mano, ahora entrelazada con la suya.
—¿De qué negocios quieres que hablemos? —preguntó, con una expresión insinuante.
Una parte de la mente de Alathea la impelía a sacudirse de encima la mano de él, a salirse de su órbita. El resto de ella se deleitaba en el calor que de ella emanaba cuando los dedos de Gabriel le acariciaban la palma. Alathea escrutó la invitación lánguida y somnolienta que había en los ojos de él y no se dejó engañar en absoluto. Miró el reloj de la pared.
—Wiggs tardará unos veinte minutos, pero podemos comenzar un borrador sin él.
Volvió su mirada hacia Gabriel, levantó una ceja y suavemente se desprendió de su mano. Él le sonrió, pero la dejó ir.
—De acuerdo. Pero escribe tú —sugirió, y se levantó, mientras ella volvía a sentarse ante el escritorio—. Podemos comenzar por anotar las falsas peticiones de concesión que identificamos.
Sin sorprenderse por verse convertida en su amanuense, Alathea dispuso una hoja de papel sobre el secante. Hicieron una lista de los cálculos de Montague, derivados de las cifras que Crowley le había proporcionado a Gerrard, en comparación con las solicitudes de Crowley. Gabriel dictaba y ella transcribía, agregando y corrigiendo cuando correspondía. Él caminaba de un lado al otro detrás de ella, entre el escritorio y la ventana, y se detenía de vez en cuando para leer por encima del hombro de Alathea. Cuando llegaron al final de lo que Montague había descubierto, Gabriel se detuvo al lado de ella y revisó la lista. Aproximó la mano al hombro de Alathea, cerca del cuello, sobre la piel que su vestido de verano dejaba al descubierto.
Allí apoyó la mano, dedos poderosos posados suavemente sobre la piel femenina.
—¿Qué más te parece que hagamos?
Incapaz de respirar, descompuesta, Alathea oyó las suaves palabras y se dio cuenta, con un sofoco mortificante, de que él no se había propuesto turbarla. Sencillamente la había tocado del mismo modo que lo haría un amigo, sin ninguna intención sexual.
Era ella la que pensaba en intenciones sexuales.
Antes de que pudiese recobrarse, él le hizo alzar el rostro. Lo estudió; ella intentó adoptar alguna expresión que enmascarase la verdad. La mirada de Gabriel se volvió resuelta, y ella supo que era demasiado tarde. Los dedos que ahora tenía en la garganta volvieron a moverse, esta vez con un claro propósito.
Los ojos de Alathea relumbraron sensuales. Gabriel lo advirtió.
—Tal vez —dijo, inclinándose sobre ella— deberíamos intentarlo.
Alathea abrió los labios debajo de los de él; levantó la mano para acunar el dorso de la de Gabriel, mientras este le sostenía el rostro. Le ofreció la boca abiertamente, como siempre había hecho; él tomó posesión, bebió y la reclamó para sí. En su dulce abandono, en su total incapacidad para esconder su reacción ella era un deleite, el anhelo femenino que yacía bajo la confianza de la edad. Su lengua se enredaba con la de él; sus dedos se aferraban a su hombro. Gabriel deslizó la mano sobre el rostro de ella y lo bajó hasta sus pechos, sosteniendo primero el firme montículo y luego buscando su pico. La mano de Alathea siguió a la de Gabriel, sintiendo cómo la acariciaba y disfrutaba. Con un movimiento rápido, él deslizó la mano por debajo de la de ella e hizo que cambiaran de posición, de modo que su propia mano cubriese la mano de Alathea y presionara su palma contra la piel caliente de su pecho, guiando los dedos de la joven hasta sus pezones para que se los apretara.
Ella lanzó un grito ahogado, se balanceó…
Ambos oyeron el crujido de una madera del otro lado de la puerta, un instante antes de que esta se abriese.
Charlie echó un vistazo.
—¡Hola! —dijo y le hizo un gesto con la cabeza a Gabriel, apoyado contra el marco de la ventana; luego transfirió su mirada hacia Alathea—. Voy a Bond Street… Mamá me sugirió que preguntara si había algo más que necesitáramos para mañana por la noche.
Con el pulso latiéndole, Alathea meneó la cabeza, rogando fervientemente que, como ella estaba de espaldas a la ventana, Charlie no pudiese ver el rubor que le acaloraba el rostro.
—No. Nada —dijo Alathea. Su baile tendría lugar la noche del día siguiente, para presentar formalmente a Mary y a Alice en sociedad—. Todo está bajo control.
—¡Bien! Salgo entonces —dijo Charlie y, saludando con la mano, partió, cerrando la puerta detrás de sí.
Con un profundo suspiro, Alathea se volvió y se topó con la mirada de Gabriel. Frunció el ceño torvamente.
—¡Deja de pensar en eso! —dijo y, de vuelta en el escritorio, cogió la pluma—. Además de cualquier otra consideración, la puerta no tiene pestillo.
Lo oyó reírse, pero se negó a mirarlo.
—Creo —dijo, clavando la pluma en el tintero— que lo próximo que deberíamos anotar es todo lo que descubrimos sobre Fangak, Lodwar y ese otro lugar como se llame.
—Kingi —dijo Gabriel, suspirando dramáticamente.
A pesar de sus esperanzas de que todo estuviese bajo control, a la mañana siguiente se topó con una cantidad de pequeños recados que sencillamente tenían que realizarse. Dejando al mando a Serena, con Crisp y Figgs a sus anchas, Alathea metió a Mary y a Alice en un pequeño carruaje y escapó con ellas.
—¡Es un manicomio! —dijo Alice frente a la ventana, mientras observaba hacia atrás, donde se sacudía y barría la alfombra roja—. Si la colocan ahora, por la noche estará hecha un desastre.
—Crisp se ocupará de eso —dijo Alathea hundiéndose en el asiento y cerrando los ojos. Había estado en pie desde el alba y ya se había reunido con los encargados de la comida y con el florista. Todos los elementos más importantes de la velada por suerte ya estaban arreglados. Al abrir los ojos, examinó la lista que llevaba firmemente agarrada en una mano—. Primero, los guantes; luego, las medias; y después, las cintas.
El carruaje las devolvió a la casa una hora y media más tarde. Mary y Alice bullían de excitación; Alathea las observaba con alegría en el corazón. No importaba lo agotador que hubiese sido el día, esa noche sería su propia recompensa.
Cuando giraron en Mount Street, echó un vistazo por la ventana… y vio la cabeza de Jeremy casi en la misma línea que la suya propia.
—¿Qué…?
Desplazándose hacia adelante, miró y luego se asomó por la ventana para tener una mejor visión de su hermano menor, que se reía a carcajadas, con los brazos como aspas de molino, sentado encima de un carruaje de dos ruedas, propulsado a toda velocidad sobre el pavimento por Charlie y Gabriel.
Se abstuvo de gritar.
El carruaje se detuvo delante de la escalera del frente. Mary y Alice bajaron dando tumbos, hicieron una pausa para ver a Jeremy y compañía, se rieron y entraron corriendo en casa.
Alathea descendió del carruaje lentamente, se detuvo y aguardó a que los tunantes llegaran antes que ella. Lo hicieron, corriendo desmañados; por un instante observó, horrorizada, esperando ver cómo se desarrollaba la peor de sus pesadillas cuando, frenado de golpe, el inestable aparato se volcaba de lado, arrojando a Jeremy fuera de su asiento…
Gabriel se adelantó y lo atrapó en el aire; luego lo depositó de pie en el suelo, mientras Charlie enderezaba el vehículo. Charlie y Gabriel le sonrieron; Jeremy hizo lo que pudo para pasar inadvertido.
Alathea fijó su vista en él.
—Creo que me habías prometido no usar esa máquina en la ciudad.
Con la mirada en el suelo, Jeremy no sabía dónde meterse.
Gabriel suspiró y dijo:
—Ha sido culpa mía.
—¿Culpa tuya? —inquirió Alathea, mirándolo.
—Llegué cuando tu lacayo estaba recibiendo la máquina y me ofrecí a demostrarles cómo se usaba.
—¿Te subiste a eso?
La mirada que Gabriel le dirigió era de desdeñosa superioridad.
—Por supuesto. Es fácil. ¿Te gustaría que te lo demostrase?
Alathea estuvo a punto de decir que sí. La idea de verlo, puntillosamente fino como siempre, montado de manera precaria sobre el poco elegante vehículo, yendo y viniendo por la distinguida calle, era demasiado buena como para perdérsela. Pero…
—No —dijo y desplazó la mirada hacia Jeremy—. Esa no es la cuestión.
—Sí que lo es, porque, una vez que lo condujo hasta la esquina, me limité a sentar a Jeremy sobre la máquina y le dije que se sujetara. No se me ocurrió que le hubieran comprado la máquina, pero que le hubiesen prohibido subirse a ella.
Alathea vio la rápida mirada hacia arriba que Jeremy le dirigió. Apretó los labios y luego explicó:
—El acuerdo al que llegué para obtener la aprobación de Serena para comprar el vehículo era que Jeremy sólo lo utilizaría en el parque. Es proclive a las fracturas, hasta ahora hemos pasado por tres brazos rotos y una pierna. Una clavícula rota en tres partes nunca será bienvenida, pero hoy sería menos bienvenida que nunca.
Jeremy la miró de nuevo y Alathea le devolvió la mirada y le dijo:
—Has tenido mucha suerte de que fuera yo quien llevara a Mary y a Alice de compras y no tu mamá. Ella se hubiera desvanecido de haber visto tu actuación.
Jeremy arrastraba los pies, pero sus ojos brillaban. Una sonrisa jugueteaba en sus labios a punto de surgir.
—Pero ella no la ha visto; la has visto tú. ¿No ha sido fantástica? —contestó dejando que su sonrisa se hiciera visible.
Alathea tuvo que torcer los labios para no sonreírse.
—Potencialmente fantástica. Puedes lograrlo con un poco más de práctica. Pero no te atrevas a hacerlo aquí de nuevo.
—Pero ¿qué tal en el jardín trasero? —preguntó Charlie—. Allí el césped es bien mullido, no se romperá nada si se cae.
—Y también tiene una buena pendiente —agregó Gabriel—. Y prometo no dejarlo correr entre los rododendros.
Enfrentada a tres caras masculinas que iban desde los doce a los treinta, pero todas con la misma expresión de niño pequeño, Alathea se dio por vencida.
—Está bien. Iré y prepararé a Serena —dijo y agregó mirando a Gabriel mientras se daba la vuelta—. Al menos eso los mantendrá fuera de nuestra vista.
Su sonrisa habría puesto orgulloso a su tocayo.
Se fueron llevando el vehículo hacia la puerta trasera, mientras Alathea cruzaba el umbral y se adentraba al pandemonio. Buscó a Serena y la tranquilizó con respecto a la seguridad de Jeremy, basándose en la promesa de Gabriel y sin mayores argumentaciones, en cuanto se dio cuenta de que Serena se contentaba con eso y confiaba en Gabriel.
Durante la siguiente hora estuvo totalmente ocupada con las preguntas de los cocineros, floristas y, sobre todo, del decorador. Su idea de decorar el enorme salón de baile con franjas de muselina azul, que luego podrían ser regaladas a las sirvientas allí y en el parque, había tomado forma y estilo gracias al joven decorador: el salón blanco y dorado parecía una visión celestial.
—Perfecto —dijo, asintiendo mientras retrocedía para admirarlo—. Envíe la cuenta rápido, señor Bobbins. Apenas estaremos aquí por algunas semanas más.
El señor Bobbins hizo una reverencia, asegurándole que la cuenta sería presentada a la mayor brevedad.
Alathea controló la provisión de salmón y de camarones con Figgs, y luego ella y Crisp bajaron a la bodega. Pasado el mediodía terminaron de seleccionar los vinos para la cena formal que precedería al baile. Alathea se retiró a su oficina, sin otra pretensión que recuperar el aliento y examinar en sus listas las tareas pendientes, y se encontró mirando por la ventana.
En el césped, Jeremy, Charlie y Gabriel estaban totalmente absortos con el nuevo juguete. Gabriel se había quitado la chaqueta. Junto con Charlie, estaba entrenando a Jeremy en el difícil proceso de mantener el equilibro sobre la extraña máquina. Alathea miraba, asombrada por la paciencia que mostraba Gabriel. Nadie sabía mejor que ella que él era naturalmente impaciente; sin embargo, al tratar con Jeremy demostraba tacto y lo animaba continuamente, exactamente lo que necesitaba el chico. Bajo la mirada de Gabriel, Jeremy maduraba. Antes de volver al despacho, lo vio lanzarse sin frenos hacia abajo, logrando dirigir el vehículo lejos de los arbustos.
Mientras dejaba la oficina y retornaba al tumulto, pensaba que, si no «paciencia», el segundo nombre de Gabriel debería ser «persistencia», hecho que haría bien en recordar.
Media hora después, él la encontró supervisando la ubicación de los caballetes en el salón que estaba siendo arreglado para la cena. Gabriel contempló la escena, alzó las cejas y le dijo:
—¿Cuántas invitaciones enviaste?
—Quinientas —contestó Alathea pensando en otra cosa—. Dios sabe cómo nos la arreglaremos si llegan a venir todos juntos al mismo tiempo.
Gabriel estudió su cara y luego, con calma, la tomó de un brazo. Ignorando su resistencia y su expresión distraída, la arrastró hacia un costado del salón.
—¿Dónde está la petición?
—¿La petición? —contestó mirándolo—. No estarás insinuando que trabajemos en eso ahora.
—Yo puedo trabajar en eso. Sé escribir ¿sabes?
La expresión de su rostro sugería que ella no estaba convencida de eso. Él la ignoró.
—Me la llevaré a casa y continuaré trabajando en los argumentos —dijo, mirando a las sirvientas y a los lacayos que correteaban frenéticamente—. Hay mucho ruido aquí.
Ella no pareció feliz con la idea pero asintió.
—Está en la gaveta superior de mi escritorio.
—La buscaré. —Gabriel comenzó a moverse, pero se detuvo. Ignorando la presencia de todos los que estaban a su alrededor la tomó de la barbilla y le dijo—: No te esfuerces demasiado. Te veré en la cena.
Antes de que ella pudiera reaccionar, bajó la cabeza, la besó y rápidamente se fue.
—Lady Alathea ¿Está bien esta mesa aquí?
—¿Qué? Oh… sí… supongo.
Sonriendo para sus adentros, Gabriel se dirigió escaleras abajo.