ESA pregunta fue contestada dos noches después. La gala de la duquesa de Richmond era uno de los momentos culminantes de la temporada. La casa de los Richmond, a la vera del río, estaba totalmente abierta: cualquiera que fuera alguien en la sociedad podía asistir. Alathea llegó relativamente temprano, junto con Serena, Mary y Alice. Su padre, que había ido a cenar fuera con unos amigos, se les uniría más tarde. Tras dejar a Serena en una chaise con lady Arbuthnot y Celia Cynster, Alathea se paseó hasta que Mary y Alice estuvieron rodeadas por un corro, con Esher y Carstairs al frente, y luego se encaminó hasta un rincón tranquilo cerca de la pared.
Su intento de pasar inadvertida se frustró cuando lord Falworth la localizó entre la multitud. Segundos después su «corte» cerraba filas en torno de ella.
Para alivio de Alathea no pasaron más de cinco minutos antes de que Chillingworth se les uniera. Luego de intercambiar los usuales cumplidos, el conde se instaló a su lado, desplazando a Falworth quien, de manera malhumorada, se hizo atrás. Del mismo tamaño que Gabriel, Chillingworth ejercía el mismo efecto en sus admiradores: ante el desafío que les planteaba, se esforzaban en conversar con inteligencia.
Para el momento en que la orquesta atacó la primera pieza, Alathea se sentía agradecida para con el conde y muy dispuesta a cederle la pieza. Sin embargo, no la solicitó, y retrocedió de manera calmada cuando lord Montgomery pidió ese honor. Sin una excusa preparada, Alathea se vio forzada a acceder al fervoroso reclamo de su señoría, pero como el baile era un cotillón, ella al menos podía evitar sus pomposas declaraciones.
Cuando al finalizar la pieza lord Montgomery la devolvió a su círculo, se sorprendió al descubrir que Chillingworth la había esperado pacientemente. Su gratitud resurgió ya que, bajo su dirección, la conversación se mantuvo alegre y general. Entonces los músicos atacaron un vals y ella se dio cuenta de por qué el conde la estaba esperando.
Su mirada, mientras se inclinaba ante ella, era halagadora e insinuante.
—Si quisiera hacerme el honor, querida…
Alathea dudó, ya que tenía a otro caballero en mente. Miró a la multitud y lo encontró, observándola, atento a sus actos, listo para avanzar a reclamar si ella no obedecía su decreto. Su intencionalidad fue clara para ella, mientras que su círculo de admiradores, al darse cuenta de la presencia de Gabriel, se abría como las aguas del mar Rojo.
Sepultando su rebeldía y reconociendo que no se atrevía a desafiar a Gabriel, en vista de su actual malhumor, miró a Chillingworth.
—Me temo, milord, que ya tengo comprometida esta pieza. Con el señor Cynster.
Eso último fue redundante. La mirada de Chillingworth se había fijado en la cara de Gabriel. Un desafío primitivo se desató entre ellos y luego Chillingworth se inclinó.
—Pierdo esta vez, querida, pero sólo temporalmente. Habrá muchos otros valses esta noche.
Mucho más que sus palabras, su tono dio a entender su intención.
Con una gracia pareja a la de Chillingworth, Gabriel se inclinó y la tomó de la mano. Alathea colocó sus dedos en la mano de Gabriel muy consciente de la fuerza contenida que este poseía. La atrajo hacia sí, la arrancó con elegancia del círculo de sus admiradores. La pista de baile estaba sólo a unos pasos y pronto giraba en sus brazos.
Alathea frunció el ceño para adentro. Sabía que esa pequeña escena lo había complacido. Pero no la había complacido a ella.
—Estás llamando demasiado la atención sobre nosotros.
—En estas circunstancias, es inevitable.
—Entonces cambia las circunstancias.
—¿Cómo?
—Tu insistencia en que sólo baile el vals contigo es ridícula. Va a provocar comentarios. Difícilmente es algo que se pueda explicar porque nos conocemos desde hace tiempo.
—Quieres que te deje bailar con otros hombres.
—Sí.
—No.
Él la hizo girar. Alathea apretó los dientes ¿Por qué imaginaba que podía darle órdenes? Por las horas que había pasado con él en la oscuridad. Dejó esas reflexiones de lado.
—No es inteligente atraer la atención de los chismosos. La gente empieza a hacerse preguntas.
—¿Y? No se están preguntando nada que te sea adverso.
Sí lo hacían. Si él continuaba como hasta ahora, toda la gente pronto empezaría a creer que él y ella se iban a casar. Para el momento en que debieran lidiar con Crowley y su compañía, la atracción que sentía Gabriel por ella se habría desvanecido y ya estaría asediando a su próxima conquista. Plantear expectativas que nunca iban a ser concretadas no era una buena idea. Peor: era el tipo de expectativas que servía para echar leña al fuego de los rumores. Era demasiado vieja, muy vieja como para ser considerada elegible.
Alathea siguió furiosa todo el resto del vals y su humor no podía mejorar ante las miradas especulativas que los acechaban o ante la continua excitación de sus sentidos, que Gabriel, estaba bastante segura, provocaba deliberadamente.
Al final de la pieza estaba lista para volver a la seguridad de su «corte». Pero sentía que él tenía otros planes. Las salas se abrieron. De su brazo, la hizo desfilar entre ellas. Sólo la creciente multitud impedía que fueran el centro de la atención de todos los ojos.
—¿Adónde vamos?
—A alguna parte donde haya menos gente.
No podía discutir la sabiduría de esa frase. A pesar de su altura, comenzaba a sentirse cercada. El pequeño salón al que se dirigieron tenía palmas y estatuas distribuidas en todo el espacio. Por ello contaba con áreas en donde se podía conversar, si no en privado, por lo menos con una cierta protección. Gabriel la llevó a un rincón creado entre un trío de palmas y un arco ornamental.
Pasó un camarero con una bandeja. Gabriel tomó dos copas de champán.
—Ten. Esto se va a poner caluroso.
Alathea aceptó la copa y tomó un sorbo, relajándose mientras las burbujas bullían en su garganta. Observó el salón y de pronto sintió el sobresalto de Gabriel. Cuando se giró su mirada colisionó con la de Chillingworth, que se unía a ellos.
—Me considero afortunado de haberla encontrado nuevamente, querida.
Gabriel bufó.
—Nos has seguido.
—No en realidad —dijo, mientras tomaba una copa de la bandeja de un camarero que estaba a su alcance. Sorbió el líquido mientras su mirada se fijaba sobre Alathea—. Supuse, después de esa pequeña exhibición en la pista de baile, que Cynster se retiraría a algún área más adecuada para sus propósitos.
—Una táctica que conoces muy bien.
Chillingworth miró a Gabriel.
—Eso es en realidad lo que más me ha desconcertado. Después de todo, tú eres un amigo de la familia. Nunca hubiera esperado esta táctica.
—Eso es porque no tienes la menor idea de cuál es mi triquiñuela.
Chillingworth sonrió provocadoramente.
—No creas, mi querido muchacho. Te aseguro que no ando tan escaso de imaginación.
—Tal vez —atacó Gabriel, un acero afilado bajo sus palabras— hubiera sido más inteligente que no la tuvieras.
—¿Y qué? ¿Dejarte el campo libre?
—No sería la primera derrota que sufres.
Chillingworth bufó.
Mirando a uno y a otro, Alathea se sintió aturdida. A pesar de su altura hablaban por encima de su cabeza, discutiendo sobre ella como si no estuviera allí.
—Hubiera sido más acertado —opinó Chillingworth— que, dadas las circunstancias, terminaras con tu actitud y salieras de mi camino.
—¿A qué actitud te refieres?
—A la del perro que cuida su comida.
—¡Discúlpenme, caballeros! —dijo Alathea, con los ojos rojos de furor y silenciando primero a Gabriel, que estaba abriendo los labios para replicar, sin duda en el mismo tono, y luego dirigiéndose a Chillingworth—. Me perdonarán si encuentro este intercambio bastante poco gratificante.
Ambos la miraron. Sin estar totalmente sonrojada, tenía un suave color en las mejillas. La cruda naturaleza de aquellos comentarios estaba totalmente fuera de lo habitual en ambos y lejos de la pose usualmente elegante que conservaban en toda circunstancia.
—Estoy asombrada —dijo, mirando a uno y otro, y manteniéndolos en silencio—. Parece que os habéis creído que no sólo soy poco imaginativa sino también sorda. Para vuestra información estoy perfectamente al tanto de las «actitudes» de ambos y permitidme que os diga que no apruebo ninguna. Como cualquier dama de mi edad y experiencia, yo seré el árbitro de mis acciones. No tengo intención de sucumbir a las prácticas lisonjeras habituales de cualquiera de vosotros dos. Pero lo que encuentro imperdonable es vuestra propensión a seguir de manera estúpida vuestros propios esquemas, sin percataros del hecho de que vuestras atenciones me están convirtiendo en el punto de mira de todos, de manera no deseada e injustificada.
Finalizó su arenga mirando a Chillingworth, que tuvo el detalle de mostrarse arrepentido.
—Mil perdones, querida.
Alathea gruñó, asintió con la cabeza y miró a Gabriel. Él la miró por dos segundos y luego sus dedos se cerraron sobre su codo. Le dio su copa a Chillingworth y luego tomó la de ella y también se la pasó.
—Si nos perdonas, hay algunos detalles importantes que debemos aclarar.
—No hay problema —respondió Chillingworth—. Una vez que hayáis aclarado la naturaleza inexistente de tus proposiciones, yo mismo podré clarificar mi postura. —Y se inclinó para saludar a Alathea.
Gabriel frunció el ceño, y afirmó:
—Créeme, en este caso no tienes ninguna posibilidad.
Antes de que Chillingworth pudiera replicar e incluso antes de que Alathea pudiera ver cómo reaccionaba, Gabriel la llevó hacia delante. Alathea echaba humo, pero no trató de liberarse: unas esposas de acero hubieran sido más fáciles de quebrar. La llevó a través del salón, hacia una puerta entreabierta que daba acceso a un corredor.
—¿Adónde vamos ahora? —le preguntó, mientras trasponían la puerta.
—A algún lugar privado. Necesito hablarte.
—¿En serio? Yo también tengo algunas cosas que decirte.
La llevó a través de un tramo de escaleras y luego a lo largo de un ala del edificio, que estaba en calma. La puerta al final de esa ala estaba abierta. Más allá había una pequeña sala que tenía las cortinas cerradas. Había un fuego encendido en la chimenea. Tres candelabros derramaban una luz dorada sobre el satén y la madera lustrada. El cuarto estaba vacío. Retirando la mano del brazo de Gabriel, Alathea cruzó el umbral. Él la siguió. Alcanzaron el hogar, ella se dio la vuelta para enfrentarlo y dejó salir toda su furia.
—Esta situación ridícula ha llegado a su punto final. —Lo inmovilizó con una mirada furiosa—. La condesa no existe. Desapareció en la niebla para no volver.
—Sin embargo, tú estás aquí.
—Sí, yo. Alathea-a-quien-conoces-de-toda-la-vida. No soy una cortesana encantadora por la que tienes un particular interés. Estás irritado porque pensabas que yo era la condesa, pero ahora sabes la verdad. Y sabes perfectamente bien que, una vez que se te pase el enfado, te irás detrás de otra dama, de una más conforme a tus gustos.
Él permaneció cerca de la puerta.
—¿O sea que mi interés en ti está motivado por el enfado? —dijo.
—Sí, y por la perversidad. Una respuesta a Chillingworth y a los otros. Es como si, al haber renunciado a tu ridícula vigilancia sobre las gemelas, ahora hubieras transferido esa atención hacia mí.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Eres obsesivamente protector. Si sólo te detuvieras a pensarlo te darías cuenta de que no es necesario. Necesito menos de tu protección que las gemelas. Peor: acecharme es poco inteligente. Llama la atención sobre nosotros y sabes cómo es la gente. Antes de que te des cuenta, la muchedumbre habrá imaginado algo que sencillamente no existe.
Al cabo de un momento, Gabriel preguntó:
—Eso que no existe, eso que piensas que va a ver la muchedumbre, ¿qué es, precisamente?
Alathea resopló.
—Van a imaginar que nos entendemos e imaginarán que, en un futuro muy próximo, saldrá el anuncio de nuestro compromiso en The Gazette —dijo mirándolo a los ojos—. Como tan sabiamente lo afirmó Chillingworth, es bien sabido que nuestras familias son amigas y que tú y yo nos conocemos desde hace años. Nadie va a imaginar una relación ilícita, imaginarán una boda. Y una vez que la idea gane crédito será difícil desmentirla.
—Hmmm —dijo, y comenzó a caminar en torno de ella—. ¿Y eso es lo que te está dando vueltas en la cabeza?
—No tengo ningunas ganas de pasar el resto de la temporada explicando a los interesados por qué no nos casaremos.
—Puedo garantizar que eso no va a ocurrir.
—¿En serio? —contestó, molesta por el tono condescendiente de Gabriel—. ¿Y cómo puedes estar tan seguro?
—Porque nos vamos a casar.
Gabriel se detuvo directamente enfrente de ella. Pasó un minuto completo mientras ella lo miraba, sin habla. Luego sus ojos se nublaron.
—¿Qué?
—Pensé que debíamos diferir la discusión de la cuestión hasta haber terminado con el asunto de la compañía. Sin embargo, eso ya no podrá ser. Así que es mejor que lo discutamos ahora. En lo que a mí concierne, vamos a casarnos y cuanto antes mejor.
—Pero nunca habías pensado en casarte conmigo. No lo pensabas cuando hablamos después del baile de lady Arbuthnot.
—Gracias a Dios, nunca aprendiste a leer mis pensamientos. Decidí casarme contigo cuando supe que eras la condesa. A la mañana siguiente del baile de lady Arbuthnot, yo todavía estaba tratando de adaptarme al deslumbrante descubrimiento de que eras tú la mujer a quien había decidido hacer mi esposa. Como podrás imaginar, eso fue un gran impacto.
—Pero… debiste de cambiar de parecer. No querías casarte conmigo.
—No sólo quiero casarme contigo, sino que voy a hacerlo, lo cual explica a la perfección mi actitud hacia ti y hacia otros caballeros. Puedo ser obsesivamente protector pero únicamente con aquellos con los que soy obsesivamente posesivo, como con la dama que será mi esposa. La última ramificación de tu farsa como la condesa será casarte conmigo. De modo que no hay una falsa ilusión para la multitud. A la única conclusión a la que llegaría la sociedad es a la verdad.
—Como digas.
—Como será. —Se le acercó. La conciencia de su proximidad brilló en sus ojos. Ella levantó el mentón. Él la miró fijamente y añadió—: Esto es real. No me voy a ir o a perder interés. Para mí, el matrimonio es tu futuro inmediato e irrevocable. Si no te habías dado cuenta, necesitarás un tiempo para adaptarte, pero no te imagines otra cosa.
—Pero… —Ella sacudió la cabeza, aturdida—. No soy la condesa. Fue la condesa la que te conquistó, una mujer hecha de misterio e ilusión. A mí no me encuentras fascinante. Sabes todo lo que hay que saber sobre mí.
La besó, cerrando sus labios sobre los de ella y luego la abrazó. Era fácil hacerlo, siendo ella tan alta. Su resistencia duró un segundo y luego se evaporó. Se hundió en él, sus labios obedientes, su boca una ofrenda que él estaba reclamando.
Alathea se atuvo a lo que pasaba en su cabeza. Lo entregó todo sin pelear, sabiendo que cualquier lucha sería fútil, pero se reservó la capacidad de razonamiento. Alrededor de ella el mundo giraba, sus sentidos se desataban. La había conmocionado con su declaración, pero se sorprendía aún más de sí misma.
Ella lo deseaba. Su ansia era demasiado fuerte, demasiado aguda en su novedad como para ignorarla o equivocarse. Los brazos que la apretaban eran una jaula bienvenida. Su cuerpo, apretado contra el de ella, era la esencia de una delicia soñada. Arrasó su boca de una forma ruda e implacable, sin gentilezas. Ella lo tomó, lo atrapó más, para entregarse y recibir y entregarse nuevamente.
Él la tomaba y se regocijaba al hacerlo. Ella lo sabía. Sentía surgir la pasión entre ambos, se deleitaba en su poder. La vertiginosa ola creció hasta convertirse en un torbellino de pasión, girando en torno de ellos, con sus llamas lamiéndolos, tocándolos pero sin consumirlos todavía. Y entonces, para su sorpresa, el mundo se detuvo.
Él levantó la cabeza.
Sintió su respiración, su pecho apretándose contra el suyo. Fue un esfuerzo abrir sus párpados para ver su cara. Los planos de su rostro, recortado por el deseo, no le brindaban pistas. Los ojos de Gabriel, dorados bajo sus párpados, tan pesados como los de ella, quedaron fijos en su cabello.
Sus brazos se elevaron. Una mano se extendió sobre su espalda, atrayéndola hacia él. La otra se elevó…
Hasta su cabello.
—¿Qué…? —Sintió un brusco tirón. La satisfacción brillaba en los ojos de Gabriel. Al mirar hacia los lados, vio su cofia de cuentas en la mano de él.
—¡No te atrevas a tirarla al fuego!
—¿No? —dijo él mirando a Alathea. Se encogió de hombros y la arrojó al suelo—. Como quieras.
Su mano volvió hacia el cabello de la joven y acarició la suave masa, buscando y tirando de las horquillas que cayeron en el hogar con sonidos tintineantes.
—¿Qué estás haciendo?
Trató de escurrirse, pero él la sostenía con fuerza. Su cabello se soltó totalmente.
—Pareces haberte formado una idea groseramente inadecuada de lo que me fascina. Como discutir contigo ha sido siempre una pérdida de tiempo, prefiero pasar a una demostración concreta.
—¿Demostración?
—Hmmm. —Él llevó la mano libre a sus cabellos y hundió los dedos en los largos mechones—. Nunca has entendido por qué odio tus cofias, ¿verdad?
Hipnotizada por la expresión posesiva de su rostro, Alathea no contestó. Él jugaba con su sedosa cabellera y luego recogió unos mechones en su puño y tiró suavemente.
—¿Qué más? —Su mirada se clavó en sus ojos—. Ah sí, tus ojos. ¿Tienes idea de lo que se siente al mirarlos? Más bien, al entrar en ellos. Cada vez que lo hago siento como si hubiera caído en una piscina mágica y me hubiera perdido allí dentro. Como si perdiera mis sentidos. —Su mirada descendió—. Y después están tus labios. —Los tomó con un rápido, doloroso e incompleto beso—. Ya sabemos por qué me gustan. —Su brazo se aflojó y apartó la mano de su espalda. Aún la sostenía de los cabellos—. Pero no creo que tengas idea de esto.
Sus largos dedos rozaron su mandíbula, del mentón a la oreja. Luego ahuecó las manos, tomó su rostro y lo sostuvo mientras la hacía inclinar la cabeza, y siguió con los labios la misma línea que había trazado con los dedos.
Alathea se estremeció.
—Eso es. Vulnerable. —Las palabras acariciaron sus oídos—. No débil, sino vulnerable. A mi disposición.
Los párpados de Alathea se cerraron, mientras los labios de Gabriel acariciaban la sensible piel cercana a sus orejas y luego se deslizaban hacia abajo, dejando una corriente de calor en su cuello. Su mente le decía que debía corregirlo: no le pertenecía. Pero, sin embargo, cuando él llegó hasta la base de su cuello, ella se tambaleó. Sus piernas se debilitaron. Se agarró de sus solapas mientras su razón se estremecía.
Él le soltó el cabello. Sus labios retornaron a los de Alathea y sus ansias resurgieron, poniéndose a la par de las de ella, alimentándola, incitando su deseo. Él bebió profundamente, tomó, reclamó. Distraída, Alathea no se había dado cuenta de que los dedos de Gabriel habían estado ocupados hasta que él cerró sus manos sobre las de ella y la llevó hacia abajo, terminó su beso y deslizó su vestido por sus hombros.
También había soltado las tiras de su camisola. Sus senos, hinchados y coronados por un pico rosáceo estaban en manos de Gabriel antes de que Alathea pudiera abrir los párpados.
Los acarició en la oscuridad. Ella no podía ver cómo los tocaban sus manos ahuecadas. No podía ver su cara, ver el deseo grabado en sus rasgos, ver el fuego de la pasión ardiendo en sus ojos.
Sus manos se cerraron, posesivas.
—Hermosa —murmuró Gabriel—. No hay otra palabra. Ninguna otra te hace justicia.
Inclinó la cabeza. Alathea cerró los ojos y luchó por conservar su cordura, mientras él se daba un festín. Con labios, lengua y dientes, él la adoraba saltando de placer en placer hasta que ella gritó. El sonido gutural que él emitió estaba pleno de satisfacción masculina; luego volvió a repetir la tortura.
Sus caricias eran exquisitas. Indefensa, ella se arqueaba en sus brazos, ofreciéndose, rogando y, sin embargo, plenamente consciente del matiz de cada caricia, del significado de cada una. Aunque el torbellino de la pasión giraba en torno de ellos, seguían todavía en medio del ojo del huracán.
Gabriel lo sabía. Nunca antes había alcanzado tal nivel de excitación y, al mismo tiempo, tal capacidad de control absoluto. Con ninguna mujer. La mujer en sus brazos era especial, pero él ya lo sabía. Lo sabía de toda la vida, aun cuando nunca lo hubiera entendido.
Levantó la cabeza y retiró sus labios de los dulces montículos de sus pechos, deslizó sus manos por la espalda de ella y logró bajarle aún más el vestido y la camisola, que se arremolinaron alrededor de sus caderas. Con los ojos abiertos y una mano sobre su hombro para mantenerse en equilibrio, Alathea encontró su mirada.
Los labios de Gabriel se curvaron. Levantó sus manos hasta la parte de atrás de los hombros de Alathea y luego los recorrió lentamente hacia abajo, a lo largo de la espalda por la suave musculatura a cada lado de su columna.
—Me gusta que seas alta. Eres abundante y delgada.
Esparció sus manos, abarcando la parte de atrás de su caja torácica.
—Tengo dos veces tu tamaño.
Cerró sus manos sobre su angosta cintura. Un ansia posesiva lo invadió.
—Alta y, sin embargo, femenina. Mi ideal.
Su tono grave la conmocionó. Inspiró temblorosamente.
Su beso acalló todo lo que ella hubiera pensado decir. Empujó su vestido y la camisola hasta sus muslos. Se deslizaron a través de sus piernas hasta el suelo.
—Gabri…
La interrumpió con otro beso. Las curvas lujuriosas llenaron las manos de Gabriel. No estaba interesado en la comunicación verbal. Profundizó su beso, la atrajo hacia sí, con sus dedos flexionándose, aprendiendo. Conocía sus sentimientos, ese contraste entre la firmeza femenina y la suavidad y, sin embargo, sus sentidos continuaban hambrientos, necesitaban urgentemente más y más de ella.
Fascinación era una palabra muy débil para describir su obsesión.
Y sus piernas…
—No te muevas —ordenó; cerró sus manos sobre sus muslos y se arrodilló. Escuchó la respiración de Alathea, besó su cintura y siguió hacia abajo hasta su ombligo. Las manos de Alathea habían caído hasta los hombros de Gabriel, sus dedos inquietos. Mientras él, provocativamente, sondeaba la suave oquedad, los dedos de Alathea se deslizaron por su cabello.
Rindió homenaje a sus piernas, deslizando sus manos hacia abajo y hacia arriba, a lo largo de sus extremidades llenas de gracia. Ella se estremeció, sus músculos se tensaron. Cuando él inclinó la cabeza y con ella acarició su terso vientre, ella exclamó:
—¡Gabriel!
Esa palabra era un susurro doloroso, suplicante. Alathea apenas podía creer que hubiera salido de su boca. Su cuerpo ardía, su piel estaba arrebatada, sus sentidos confundidos y sin embargo sentía cada caricia agudamente. El deseo vibraba en el aire. La pasión lo hacía arder. Esta vez no había ninguna oscuridad que velara sus sentidos, ningún velo que oscureciera su realidad.
Estaba de pie, desnuda ante él, atrapada por el pensamiento de que su desnudez lo cautivaba. Su cabeza contra su estómago era un peso cálido. El tacto de sus manos la aplacaba tanto como la excitaba. El cabello de Gabriel, sedosos mechones deslizándose sobre su piel chispeante cuando giraba la cabeza, le producía una sensación deliciosa.
La única respuesta de Gabriel a su ruego fue un cálido y húmedo beso con la boca abierta en su tembloroso vientre, justo por encima de los rizos de su base. Ella tembló y tomó su cabeza. Él colocó una mano en su trasero, apuntalando su precario equilibrio, mientras que los dedos de su otra mano iban de un lado a otro por la cara interior de sus muslos.
Luego fue una fracción más abajo.
Ella esperaba que tocara la suave carne entre sus muslos. Lo esperó, con los nervios en tensión. Cuando llegó ella se sintió morir. La cálida y húmeda sensación de su lengua, la sutil exploración, casi la puso de rodillas. Soltó una exclamación incoherente.
—Chist.
Él la atrapó, tomó una de sus rodillas y la levantó sobre su hombro. Alathea tuvo que cambiar su centro de equilibrio, doblando la pierna por encima de la amplia espalda de Gabriel, sus dedos posados en su cráneo. Esa posición era más segura, pero inevitablemente más íntima. Su lengua ardiente la atacó de nuevo.
—Voy a saborearte.
Esas palabras dichas entre dientes fueron todo el aviso que tuvo. Degustada, probada, bebida. No importaba si ella estaba de acuerdo con esa intimidad. Simplemente él la tomó y ella le dio.
Sus nervios se exaltaron, sensibilizados, terriblemente conscientes. Sus músculos tensos, apretados. Su razón se tambaleaba y sin embargo una pequeña parte de ella permanecía despierta. Lo suficientemente aparte como para catalogar la demostración de Gabriel, lo suficientemente cuerda como para preguntarse si esa había sido su intención desde el principio.
Su extrema conciencia era excitante. Podía ver y sentir más allá del plano sensual. El aire que estaba frente a ella era frío, el fuego detrás de ella era cálido. Y el hombre que estaba arrodillado ante ella era el dios del puro placer. La desollaba, la azotaba, no escatimaba nada hasta lograr que sus sollozos y su cuerpo se convirtieran en nada más que un recipiente de ardiente ansia.
Supo exactamente en qué instante su lengua y sus labios la dejaron y sintió su crudo poder cuando él se levantó. Sus manos se cerraron sobre sus muslos y Gabriel la levantó.
Y entonces la llenó.
Su gruesa y sólida longitud la penetró, abriendo el leve estrechamiento y luego se deslizó en profundidad. Con un grito ahogado y un sollozo, ella se cerró sobre él, envainándolo, reteniéndolo allí. Los dedos de Gabriel se flexionaron. Ella sintió la presión de su pecho. Con sus piernas, atrapó los muslos de Gabriel y cerró los brazos por sobre sus hombros. Así presionó sobre él, con su cabeza atrapada con las manos, y encontró sus labios.
Ese beso fue una verdadera fusión de los dos. Sus cuerpos se movían en una armonía similar, en un ritmo lento y evocativo, tan instintivo como la respiración. Él la levantaba y ella sensualmente se deslizaba hacia abajo. Ella lo atrapaba y luego lo liberaba. Él se retiraba y luego retornaba.
Podría, tal vez, haber sentido vergüenza. Esta intimidad desnuda en sus brazos, sus piernas desnudas envolviendo su cuerpo vestido. Él sólo había liberado su miembro de los confines de su pantalón. Cualquier mínimo movimiento rozaba la sensibilizada piel de Alathea con la tela de sus elegantes ropas de noche.
Lo había planeado así, ya no le quedaban dudas. Le había dicho que le iba a demostrar su fascinación. Mientras él revelaba el calor de su cuerpo, dibujando cada momento precioso, manteniendo el éxtasis a raya, supo que él no estaba actuando.
No necesitó ese beso, a ojos cerrados, con la concentración en cada línea de su cara, para estar convencida. No necesitaba sentir su propio cuerpo respondiendo, ondulándose contra el de Gabriel, sobre él, para saber que le creía.
No necesitaba que él abriera sus pesados párpados, la traspasara con una mirada brillante y le dijera:
—Piensas que te conozco, pero no es cierto. No conozco a la mujer en que te has convertido. No sé cómo es pasar mi mano a través de tu cabello cálido al despertarte, o cómo es deslizarse dentro de ti cuando te despiertas por la mañana. No sé cómo es quedarse dormido contigo entre mis brazos, cómo es despertarse sintiendo tu respiración en mi mejilla. Cómo es tenerte desnuda entre mis brazos a la luz del día o cómo será abrazarte cuando lleves mi hijo en tu vientre. Hay muchas cosas que no sé de ti. Pasaré mi vida contigo y aun así no sabré todo lo que quiero aprender. No me importa qué nombre tengas, eres la misma mujer. La mujer que me fascina.
Ella lo hizo callar con sus labios pero ninguno de los dos tuvo la fortaleza de prolongar el beso. Su cordura pendía de un hilo. Ella puso su cabeza sobre los hombros de Gabriel y con ella los acarició y le dio un beso en su piel ardiente.
Los labios de Gabriel retornaron el placer y luego la mordisqueó suavemente.
—Te gusta, ¿no?
La voz de Gabriel sonaba quebrada, forzada y emitió una risa ronca.
—Vas a matarme.
Ella se apretó más contra él. Algo que, se había dado cuenta, le producía placer.
Gabriel echó la cabeza para atrás y gimió. Luego tomó los extremos del cabello de Alathea y tiró de él para que ella pudiera mirarlo a los ojos.
—¿Ves? Fuiste hecha para esto. Para entregarte a mí.
Ella mantuvo sus labios cerrados. Tenía miedo de que él tuviera razón. Con un tirón de la cabeza logró que sus cabellos se zafaran de su puño. El rápido movimiento hizo que se hundiera más en él y lo apretara más.
Él tomó aliento y luego puso sus labios sobre los suyos, que pedían y apremiaban. Ya estaba fuera de control. El torbellino se cerró sobre ellos, las llamas se desataron.
Fueron tomados por la pasión, que los llevó a las alturas en una ola de pura necesidad y que luego los hizo añicos. La liberación fue tan profunda que ninguno de los dos se dio cuenta de que habían caído al suelo. La única realidad que sus sentidos les permitieron era la del saberse juntos y unidos.
—Me llamaste Gabriel.
Desplomada sobre su pecho, todavía radiante, Alathea apenas podía pensar.
—Te he estado llamando Gabriel mentalmente desde hace semanas.
—Bien. Ese soy yo.
Despatarrado de espaldas en el sofá al que la había llevado, su mano se entretenía con su cabello.
—Ya no soy tu compañero de juegos de la infancia. Soy tu amante y seré tu marido. Reclamo ese puesto.
Su mano se cerró sobre su nuca y luego suavemente la acarició.
—Así como no importa mi nombre, cómo te llames no cambia nada. Eres la mujer que quiero y tú me quieres. Eres mía. Siempre lo fuiste y siempre lo serás.
La profunda seguridad de sus palabras impactó a Alathea.
Su piel estaba todavía arrebolada. El cuerpo de Gabriel, debajo del suyo, irradiaba calor. Ella no tenía huesos: era incapaz de reunir fuerzas para tomar el control y cambiar de dirección. Tampoco estaba segura de querer hacerlo.
Recordó que habían estado juntos, de espaldas, mirando las estrellas, una noche de verano. No se habían tocado. En cambio, la tensión entre ellos había sido tan espesa que había estado a punto de estallar. Esa tensión se había desvanecido. Lo que los rodeaba ahora era paz honda y duradera. Una satisfacción más profunda de lo que ella había imaginado que pudiera existir los rodeaba. Él parecía contento de estar abrazado a ella, compartiendo esa calma.
Ella podía escuchar los latidos de su corazón debajo de su oído, lento y continuo.
—¿Por qué estás aquí?
Se lo había preguntado sin alterarse. Perpleja, ella respondió:
—Tú me has traído.
—Y tú has venido. Y ahora yaces en mis brazos, totalmente desnuda. Me has tomado voluntariamente y voluntariamente te me has entregado sólo porque yo te quería.
Ella se sintió más a su merced que antes. ¿Cómo podía saber él sobre la confusión y la incertidumbre que alborotaban su cabeza? Pero parecía saberlo.
—Eres buena en eso. En dar. Y lo que tienes para dar, yo lo quiero.
Su mano acariciaba su pelo con suavidad.
—Eres una mujer sensual. Eres una diosa en la cama y ciertamente no me preocupa tu edad. No has tenido ninguna experiencia y aun así haces que mi cabeza gire sin parar.
Ella cerró sus ojos y dijo:
—No lo hagas.
—¿Que no haga qué? ¿Decir la verdad? ¿Por qué, si ambos la conocemos?
Su mano bajó, hasta acariciar su espalda y luego la abrazó.
—Amas entregarte y el único hombre al que te has entregado ha sido a mí.
Ella no quería oírlo porque no podía negarlo y eso le daba mucho poder sobre ella. Luchó para sentarse.
—Tenemos que irnos.
—Todavía no —le dijo él, reteniéndola. Sus labios tocaron su piel, y añadió—: Sólo una vez más…