Capítulo 14

AL baile de lady Clare asistió una multitud. La temporada estaba en su apogeo y todos querían dejarse ver en los eventos más importantes. Al final, tras abrirse paso hasta llegar al lado de Alathea, Gabriel dirigió una malevolente mirada sobre la abigarrada muchedumbre.

—Maníacos —gruñó.

Lord Montgomery, que estaba atrayendo la atención de Alathea, pensó que el insulto iba dirigido a él. Se irritó. Sonriendo serenamente, Alathea hizo como si no hubiera escuchado:

—¿Vinieron a la ciudad este año su hermana y su madre?

Ante esa muestra inequívoca de interés, su señorial irritación amainó. Dirigiendo una mirada desdeñosa a Gabriel recitó:

—Sí, claro, están naturalmente preocupados respecto del futuro de su patrimonio. Vaya…

Recientemente poseído por la convicción de que ella sería la esposa perfecta para él, su señoría siguió con la cantinela. Alathea dejó que su sonrisa se deslizara sobre las otras caras ansiosas, pero no se detuvo por mucho tiempo ante una en especial, para no animar a nadie a interrumpirlo. Completando su circuito posó la mirada sobre Gabriel. Él la enfrentó, con la irritación escondida detrás de sus ojos color avellana. Dudó, y entonces, para sorpresa de Alathea, alcanzó y tomó la mano que ella no había pensado en ofrecerle. La retuvo, esperando con estudiada paciencia, hasta que el monólogo de lord Montgomery llegó a su fin y Gabriel hizo una reverencia. Mientras se enderezaba, Alathea, perpleja y desconcertada, vio que una expresión de preocupación se dibujaba en el rostro de Gabriel.

—Querida, estás bastante pálida.

«¿Querida?». Alathea abrió los ojos desorbitados.

Gabriel colocó la mano en su manga, atrayéndola hacia su órbita de protección:

—Tal vez, un paseo afuera… antes de que te desmayes por el ambiente cargado.

Ella nunca se había desmayado. Con su mirada en la de Gabriel, Alathea se abanicó la cara con una mano y comentó:

—Hace mucho calor aquí.

Gabriel enarcó las cejas e hizo una mueca.

—Las puertas de la terraza están abiertas…

La sugerencia fue saludada por numerosas ofertas de acompañarlos. Obedeciendo a los dedos de Gabriel que le apretaban la mano, Alathea sonrió lánguidamente:

—El ruido… —Hizo un gesto vago—. Unos pocos momentos de calma me ayudarán y luego retornaré con ustedes.

Con eso, debían quedarse satisfechos. Gabriel la retiró del círculo y la llevó por el salón. Por su propio bien, Alathea esperaba que aquello hubiese parecido un gesto fraternal, pero las miradas especulativas que vio en muchos ojos le produjeron ardor en las orejas. A partir de entonces, iban a tener a todos los buscadores de escándalos observándolos ávidamente y sólo Dios sabía lo que iban a ver.

Llegaron a la terraza, adornada con banderines, junto con otras parejas que estaban paseando. Trató de retirar la mano de la manga de Gabriel para poner más distancia entre ellos. Los dedos de Gabriel apretaron aún más. Supo que era mejor dejarse remolcar.

—Vas a lograr que la gente comience a hablar —le dijo entre dientes, sin resistirse, no obstante, a deslizarse junto a él.

—No más de lo que ya están hablando sobre ti y los aspirantes a tus encantos. ¿Por qué diablos te dejaste rodear por ellos?

—Te aseguro que no fue por elección —respondió, y luego de un momento agregó—: Estoy segura de que Serena ha tenido algo que ver, a pesar de que dejé claro que era la temporada de presentación de Alice y Mary, y que yo no tenía interés en conseguir marido. Bien. —Gesticuló, señalando su cofia de cuentas—. ¿Cuánto más en claro lo tengo que poner? ¿Acaso no lo pueden ver?

Mirando la cofia con un violento desagrado, Gabriel le respondió:

—Probablemente, no.

Sus cofias lo ofendían en algún nivel elemental. Ahora que lo pensaba, había sólo una forma de deshacerse de ellas de una vez y para siempre. Mientras contemplaba la posibilidad de no volver a ver ninguna otra cofia sobre su cabeza, la guio hasta el extremo oscuro de la terraza, en ese momento desierto.

—¿Te informó Wiggs sobre su encuentro con el juez?

Alcanzaron la balaustrada, al final de la zona con banderines, controlaron los espesos arbustos, más allá de la barrera de piedra, y luego se volvieron y se inclinaron sobre ella, cadera contra cadera, hombro con hombro en una posición de raro compañerismo.

—Sí. Parece que podemos pedir que declaren inválido el pagaré mediante una petición dirigida directamente al magistrado, sin tener que presentar evidencias o deliberaciones en la corte.

—Bien. Eso hace las cosas más fáciles.

—El juez dijo que la prontitud de la decisión depende de la calidad de nuestra evidencia. Cuanto más detallada y completa sea la evidencia, más rápida es la resolución. Si el caso está bien fundado, la decisión puede formalizarse en cuestión de días.

Gabriel asintió.

—Cuando estemos listos, alertaré a Diablo. Él se ocupará de que reciba atención inmediata. —Al ver la sonrisa nerviosa de Alathea, preguntó—: ¿Qué pasa?

—Nada. Es la forma en que… operas —dijo ella—. Así como así… te sacas un as de la manga.

Él se encogió de hombros.

—Si tienes un as que sacarte…

—¿Ha averiguado algo más tu gente? —preguntó Alathea.

—No tuvieron grandes revelaciones, pero Montague está haciendo progresos con todos esos gráficos y proyecciones. Crowley soltó algo, pero no es necesario decir que no agregó demasiado. Mis contactos en Whitehall están todavía comprobando las peticiones que él hizo sobre varios departamentos de gobiernos extranjeros y funcionarios, y sobre los permisos que él dijo que la compañía ya había recibido. Cuantas más falsedades haya, más amplia será la base sobre la cual las pretensiones de la compañía serán rechazadas y más fácil será convencer a la corte.

—Pero un testigo, un testigo presencial, sería una prueba definitiva. ¿Has oído algo más sobre el capitán?

—Sí y no. Más bien, no. Hay muchas líneas marítimas y en la mayoría de ellas no tengo contactos a los cuales recurrir discretamente. No podemos arriesgarnos a ninguna búsqueda abierta, ni siquiera por el capitán. Crowley es demasiado poderoso. Puede tener contactos que le informen sobre preguntas inusuales a propósito de barcos que pasan por su área de interés.

—¿Tan poderoso es?

—Sí. No lo subestimes. Puede que no haya asistido a ninguna escuela de prestigio, pero sabe cómo poner en juego sus contactos. Y si no, fíjate en Archie Douglas. —Al cabo de un momento, Gabriel agregó—: Cualquier cosa que hagamos, nunca debemos olvidarnos de Crowley.

Esas palabras intranquilizaron a Alathea, que sin embargo las apartó de su mente.

—Debe de existir algún registro de barcos y de sus capitanes, ¿no es cierto?

—Existe y lo lleva la autoridad portuaria —respondió él—. Hay dos registros que tenemos que mirar: el diario, que enumera todos los barcos que entran a Londres, así como a sus capitanes; y el registro principal de embarcaciones, que muestra para qué línea navega cada barco. Desafortunadamente, hubo un escándalo que involucró al último funcionario encargado de ese registro. En consecuencia, su sucesor es sumamente renuente a la idea de permitirle el acceso a nadie, tanto al diario como al registro.

—¿Excesivamente renuente?

—No existe nada, a excepción de una orden del Almirantazgo o del fisco, que te permita ver esos libros.

—Hmmm.

Gabriel miró a Alathea.

—Ni se te ocurra siquiera pensar en entrar ilegalmente —dijo.

—¿Por qué? —dijo ella—. ¿Ya lo has considerado?

—Sí. —Gabriel hizo una mueca. Miró hacia atrás, en dirección a la terraza, y luego se volvió—. La oficina está ocupada con gente las veinticuatro horas del día. Es imposible mirar el diario y el registro.

Siguiendo con la mirada a Lucifer, que se acercaba a ellos atravesando las sombras, Alathea murmuró:

—Nada es imposible cuando tienes doce años.

Gabriel le disparó una mirada mientras Lucifer se les unía.

—¿Qué estáis haciendo aquí afuera?

—¿Qué piensas que estamos haciendo? —contestó Gabriel. Aún no había tenido tiempo de llevar su encuentro con Alathea al plano que él pretendía.

Alathea saludó a Lucifer y dijo:

—Está haciendo averiguaciones para mí. Una inversión.

Gabriel giró la cabeza y la miró. Ella, con la mirada fija en Lucifer, lo ignoró.

Lucifer miró a Gabriel.

—Creo que las gemelas lo han notado. No caben de entusiasmo, bullen e intercambian miradas como locas. Dios sabe qué harán una vez que se aseguren de que es verdad.

—¿Que se aseguren de que es verdad qué? —preguntó Alathea.

Lucifer la miró.

—Cuando se den cuenta de que él ya no las está vigilando.

—¿Ya no las vigila? —preguntó Alathea, mirando a Gabriel, mientras él se concentraba en sus uñas.

El condenado Gabriel la había escuchado. La había escuchado y había permitido que influyera sobre él. Ella se sintió levemente confusa.

—No, ya no lo hace. Y por el momento yo tampoco —dijo Lucifer, en evidente desacuerdo, mirando primero a Gabriel y luego a Alathea nuevamente—. Sólo espero que sepas lo que estás haciendo. Ese sinvergüenza de Carsworth está husmeando cerca de sus faldas.

Gabriel lo miró.

—¿Se ha acercado a alguna de ellas?

La pregunta era suave, aunque el tono subyacente no lo era.

—Bueno, no —admitió Lucifer.

—¿Alguna de las mellizas lo ha animado a hacerlo? —quiso saber Alathea.

La expresión de Lucifer le daba un aire testarudo.

—No. Interceptó a Amelia, pero no se le aproximó abiertamente, sino que se la encontró en medio de la multitud.

—¿Y?

Su reluctancia era palpable, pero finalmente cedió.

—Hizo exactamente como la tía Helena —dijo—. Lo miró de arriba abajo. Luego alzó la nariz y pasó al lado de él sin decir palabra.

—Bueno, ahí tienes —subrayó Alathea enderezándose, y enlazó su brazo con el de Lucifer—. Han sido bien preparadas. Son perfectamente capaces de manejarse solas, si les dejan hacerlo.

—¡Hum! —Lucifer dejó que ella lo paseara por la terraza. Tomados del brazo, llegaron hasta las puertas abiertas que destilaban luz y ruidos por entre los banderines. Aunque no le dirigió siquiera una mirada, Alathea sabía que Gabriel merodeaba a su lado.

—Carsworth es un gusano, no es una verdadera amenaza —dijo Lucifer, cambiando una mirada con Gabriel por encima de la cabeza de Alathea—. Pero ¿qué pasará cuando intenten ese truco con alguien que tenga un poco más de… savoir fair?

Gabriel se encogió de hombros.

—Ya aprenderán.

—¿Aprender el qué? —preguntó Alathea, mientras entraban en el salón de baile.

—Aprender qué pasaría si una dama intentara hacerle eso a uno de nosotros, por ejemplo —replicó Lucifer.

Alathea enarcó una ceja, mirando a Gabriel.

Él se fijó en ella, luego le echó una mirada a Lucifer. Tras comprobar que la atención de su hermano se había desviado, volvió a mirarla a ella a los ojos.

—Inténtalo, y verás qué pasa.

Había algo en los ojos de Gabriel que le recordaba mucho a un tigre; esa especie de ronroneo de su voz ponía de relieve la relación. Al recordar lo que había pasado la última vez que había intentado pasar a su lado sin siquiera mirarlo, Alathea se puso rígida y alzó la cabeza.

—Las gemelas se las arreglarán perfectamente bien.

Lucifer, mirando a la multitud, gruñó en respuesta.

—Bueno, si te niegas a mirarlas, tal vez yo también pueda usar mejor mi tiempo —dijo arqueando una ceja y mirando a Gabriel, para, tras saludar a Alathea con elegancia, darles la espalda y volver a mezclarse en la multitud.

El amontonamiento no había cesado de empeorar. Alathea sintió los dedos de Gabriel muy cercanos a los suyos. Luego, su mano se encontró sobre su manga, mientras él, ante las puertas, la arrastraba fuera de la marea humana. Fue en la dirección opuesta al lugar donde habían dejado a los caballeros que antes rodeaban a Alathea.

—¿Puedes ver a Mary y a Alice?

Por alguna razón que no podía entender, se sentía inquieta.

—No —susurró Gabriel cerca de su oído, y su respiración era como una suave caricia—. Pero, al igual que las gemelas, se las arreglarán.

Se prometió que ella también lo haría, mientras él encontraba unos pocos metros cuadrados de espacio en los cuales instalarse con comodidad. Aunque estaban rodeados, igualmente podrían haber estado solos, ya que ninguno de sus vecinos, ensimismados en sus propias conversaciones, advirtió su presencia.

—Ahora dime, ¿qué quisiste decir con eso de tener doce años? —preguntó Gabriel, atrayendo su mirada—. Por si no te has dado cuenta, ni tú ni yo tenemos esa edad.

El sentido que le daban sus ojos a la frase era bien distinto del tema de su conversación.

—No estaba refiriéndome a nosotros.

—Bien.

—Quise decir…

—Mi querida lady Alathea…

Alathea se volvió para ver al conde de Chillingworth, que emergía de la multitud. Este le ofreció una reverencia limitada por la falta de espacio.

—Qué alegría descubrir tan divina delicia en este amontonamiento pagano —dijo, lanzando una mirada en dirección a Gabriel—. ¡Así la noche no será una completa pérdida de tiempo!

Gabriel no respondió.

Alathea sonrió y le ofreció la mano a Chillingworth.

—Pienso que los músicos que contrató su señoría son excepcionales.

—Si pudiera uno escucharlos —dijo Chillingworth—. ¿Sus hermanas están disfrutando de la temporada?

—Ciertamente. Nosotros daremos nuestro baile la semana que viene. ¿Podremos esperar que usted asista?

—Ninguna otra anfitriona —respondió Chillingworth— conseguirá convencerme de que vaya a otro lado. —Miró a Alathea a los ojos y añadió—: Dígame, ¿ha visto la última producción de la ópera?

—No, sólo he oído hablar de ella —contestó Alathea, mientras el mar de invitados repentinamente se sacudía y luego se dividía. A medida que el clamor de voces disminuía, se filtraron los compases de un vals.

—¡Ah! —exclamó Chillingworth—. Me pregunto, querida, si me haría el honor…

—Me temo, querido muchacho, que este vals es mío.

El lánguido acento de Gabriel no hizo nada por ocultar la frialdad que yacía tras sus palabras. Chillingworth miró hacia arriba, por encima de la cabeza de Alathea y sus ojos grises chocaron con los ojos color avellana. Alathea se dio la vuelta y miró la cara de Gabriel; notó la férrea determinación de sus rasgos. Este, eludiendo la mirada de Chillingworth, buscó la de Alathea.

—¿Vamos?

Hizo un gesto en dirección al salón de baile, que rápidamente se vaciaba, colocó el brazo debajo de los dedos de Alathea y su mano se cerró sobre la de ella. Miró a Chillingworth y le dijo:

—Si su señoría nos perdona…

Confusa y algo sorprendida por lo que había visto en esos ojos de párpados caídos, Alathea sonrió a Chillingworth a modo de disculpa. El conde se inclinó para saludarla. Sin más trámite, Gabriel la llevó hacia delante. Un segundo después ella estaba entre sus brazos, dando vueltas por el salón.

Le costó un circuito completo recuperar el aliento. Él la apretaba, pero ella no iba a desperdiciar el poco aire que le quedaba protestando por eso.

—Supongo que, de hecho, no tiene sentido señalar que este vals no era tuyo.

Él la miró a los ojos.

—Ni el más mínimo sentido.

La mirada de Gabriel la dejó sin aliento. Recurrió a todo su menguado temperamento para protegerse.

—¿Sí? Entonces cuando quieras bailar vals, espero…

—No lo has entendido. De ahora en adelante todos tus valses son míos.

—¿Todos?

—Cada uno de ellos.

La fue llevando con destreza hacia el final del salón. Cuando llegaron, continuó:

—Puedes bailar cualquier otro tipo de danza con quien desees, pero el vals es sólo para mí.

Toda inclinación a protestar o discutir se evaporó. «No me tientes», le había advertido una vez, y esas palabras estaban otra vez en sus ojos. Resonaron en la cabeza de Alathea. Cuando por fin logró volver a tomar aliento, Alathea miró por encima de los hombros de Gabriel y trató de aguzar su ingenio para determinar cuáles eran sus motivos.

Pero sólo sirvió para caer víctima de sus sentidos, de los movimientos seductores de sus cuerpos, de sus largas piernas entrelazadas, deslizándose, separándose y luego volviendo a unirse. Él bailaba del mismo modo en que realizaba cualquier actividad física: como un experto, con una gracia inherente que enfatizaba el poder desatado detrás de cada movimiento. La sostenía con facilidad, su palpable fortaleza la rodeaba, guiándola, protegiéndola.

Ella había bailado con otros, pero ninguno poseía su autoridad, fundada en el conocimiento físico y sensual que tenía de ella. Él sabía que ella no podía resistirse, que mientras estuviera en sus brazos estaba indefensa. Que su corazón latía atronadoramente, que su piel ardía, que ella iría a dondequiera que él la llevara. La había atrapado en sus redes, las mismas que ella había ayudado a confeccionar, hechas de pasión, de ansia, de deseo sólo aplacable por una recompensa sensual. Ella era suya y él lo sabía. Lo que fuera a hacer con ese conocimiento, con ella, seguía siendo perturbadoramente desconocido.

La música finalizó y se detuvieron. Alathea estudió el rostro de él, que no transmitía nada sobre sus planes, y suspiró para sus adentros.

—Debo encontrar a Serena.

Gabriel la soltó, colocó la mano de Alathea sobre su manga, y de manera protectora la llevó a través de la multitud.

A la noche siguiente, Alathea volvió a abandonar su dormitorio a toda prisa. Se dirigió a su despacho, abrió la puerta de par en par y se precipitó al escritorio. Se sentó, sacó una hoja en blanco y la colocó sobre una carpeta, al tiempo que destapaba el tintero.

—¿Me llamaba, milady?

—Sí, Folwell —dijo Alathea, sin levantar la vista. Mojaba la pluma en el tintero, y escribía industriosamente—. Quiero que entregues esta nota en Brook Street.

—¿Al señor Cynster, milady?

—Sí.

—¿Ahora, milady?

—Apenas vuelvas de llevarnos a Almacks.

Pasó un minuto. El único sonido en el cuarto era el que hacía la pluma raspando contra el papel. Después Alathea aplicó el papel secante sobre la misiva, dobló esta y garabateó el nombre de Gabriel en el dorso. Soltó la pluma. Sacudiendo la nota, atravesó el cuarto para entregársela a Folwell.

—No habrá respuesta.

Folwell deslizó la nota en el bolsillo de su abrigo.

—La entregaré cuando vuelva de King Street.

Alathea asintió. Con los labios apretados, caminó hacia el salón del frente, donde la esperaban Serena, Mary y Alice.

Un minuto después, estaba en el carruaje, que se bamboleaba en las calles adoquinadas, en dirección a los sacrosantos portales de los deprimentes salones de las matronas. ¡Almacks! El lugar no le había gustado desde la primera vez que lo vio, cuando era una desgarbada jovencita de dieciocho años. Sinceramente dudaba que fuese a disfrutar la velada, pero… su dulce madrastra había insistido con terquedad.

Había abrigado la esperanza de quedarse en casa esa noche y arreglar algún encuentro discreto con Gabriel para discutir las urgentes novedades. En lugar de ello, a la hora de cenar, Serena había anunciado que Emily Cowper había mencionado especialmente que esa noche quería verla, porque por la tarde no se la había encontrado en el parque. Esa tarde, en que había salido de excursión para ver hasta qué punto podía husmear un mocoso de doce años en los inexpugnables dominios de la autoridad portuaria.

El éxito de Jeremy le había causado vértigo. Estaba desesperada por ver a Gabriel. Se había armado de todos los argumentos posibles en contra de Almacks y había pasado media hora exponiéndolos después de la cena, pero Serena se había mantenido firme. Eso ocurría tan raramente, que no tuvo otro remedio que acceder, por lo que le quedó poco tiempo para arreglarse. Por fortuna, Nelly se había recobrado por completo; a pesar de la prisa, llevaba el cabello peinado con elegancia, y sus guantes, bolso y chal combinaban con su vestido de seda verde pálido.

No era que se preocupara. Dado que Gabriel no estaría allí, la noche sería una completa pérdida de tiempo. De todos modos, hablando en términos logísticos, la mañana siguiente era tan buen momento como lo hubiera sido esa noche.

Esa conclusión resonó en su mente a la mañana siguiente como una burla. Poniéndose rápidamente de pie, limpiándose la tierra de los guantes de algodón para jardinería y quitándoselos rápidamente, se dijo que no le importaba lo que él pensara ni cuánto hubiese visto.

Lo vio acercarse.

—No esperaba que llegaras antes de las once.

Arqueó la ceja, al tiempo que se apoderaba de una de sus manos con delicadeza.

—Dijiste lo más temprano posible.

Un dedo largo le acarició la palma de la mano. Alathea intentó enderezarse.

—Supuse que, para ti, lo más temprano posible sería cerca del mediodía.

—¿De veras? ¿Por qué? Recuerda que anoche no salí.

—¿No?

—No —respondió, y al cabo de un instante, agregó—: No había ningún lugar al que quisiera ir.

Las miradas de ambos se encontraron y Alathea se sintió inexplicablemente aturdida. ¿Era posible que estuviese coqueteando con ella? Se aclaró la garganta y señaló vagamente en dirección a sus hermanastros.

—Cada mañana nos gusta pasar algo de tiempo en el jardín. Hacer ejercicio.

—¿De veras?

Gabriel recorrió el jardín con mirada sagaz. Respondió a los alegres saludos de Mary y de Alice con una sonrisa y al familiar «hola» de Charlie con la mano. Jeremy, que estaba ayudando a Charlie a arrastrar una rama hasta el fondo del jardín, hizo un gesto con la cabeza. Gabriel sonrió, posando luego la mirada sobre la señorita Helm, quien se ruborizó cuando él le hizo una reverencia. Al lado de la diminuta institutriz, estaba sentada Augusta, con Rose firmemente instalada en sus brazos, y sus ojazos clavados en Gabriel.

—No recuerdo haber visto a Jeremy desde que era una criatura —murmuró—, y no creo haber visto antes a tu hermanita menor. ¿Cómo se llama?

—Augusta. Tiene seis años.

—¿Seis? —dijo, y volvió a mirarla—. Cuando tú tenías seis, me contagiaste la varicela.

—Esperaba que te hubieses olvidado. De inmediato se la pasaste a Lucifer.

—Los tres siempre lo compartíamos todo —agregó y, al cabo de un instante—: Y hablando de Roma…

Ella indicó la casa.

—Si te parece…

—No hay necesidad de interrumpir lo que estabas haciendo —objetó y, mirando hacia abajo, agregó—: La hierba está seca. —Dicho eso, se sentó al lado del tapete, con la mano de ella todavía en la suya. La miró y dijo—: Puedes contarme aquí las novedades.

Alathea apenas pudo arreglárselas para no fulminarlo con la mirada. Logró calmarse con una gracia aceptable, volvió a arrodillarse y a ponerse los guantes.

—Sabes que odio la jardinería.

Él levantó las cejas; Alathea podía verlo con el rabillo del ojo.

—Sí. Y qué delicado por tu parte, hacerle compañía a tus hermanas. —Y, al cabo de un momento, preguntó—: ¿Por eso lo haces?

—Sí. No —contestó y, con la mirada sobre los pensamientos, Alathea sintió que se le acaloraban las mejillas. Respiró hondo, y se recordó que él ya sabía más que suficiente como para adivinar la verdad—. Ellas creen que yo adoro la jardinería, y Serena insiste en que aprendan los principios elementales de los arriates y los macizos, por así decirlo.

Sintió que la mirada de él recorría su rostro; se quedó mirando el prado.

—Comprendo. ¿Y Charlie y Jeremy son los especialistas en tijeras?

—Más o menos.

Por un instante, no dijo más y se quedó con una pierna estirada y la otra doblada, y el brazo apoyado en la rodilla. Luego se volvió nuevamente hacia ella.

—Bueno, ¿y de qué te has enterado?

Alathea arrancó un terrón de hierba.

—Me he enterado de que, teniendo doce años, puedes abrir el registro de la autoridad portuaria.

Gabriel miró a Jeremy.

—¿Eso es posible?

—Me llevé a Jeremy de excursión para que viera cómo se manejan los barcos que entran y salen del puerto de Londres. El capitán del puerto fue extremadamente servicial; tiene un hijo de la misma edad. Por supuesto que ser hijo e hija de un conde nos ayudó.

—Me imagino que sí. Pero todo lo que teníamos era la descripción del capitán. ¿Cómo diablos hiciste para averiguar más de forma discreta? Porque doy por sentado que lo has hecho…

—¡Claro! Preparé a Jeremy. Él tiene una excelente memoria. Le describí al capitán tal como me lo describió papá y le expliqué lo que necesitábamos averiguar. Decidimos que lo mejor sería interesarnos por el registro y luego preguntar para qué servía. Eso nos permitió sugerir que la información tal vez pudiera ser usada para descubrir qué líneas navieras llevaban bienes a diferentes partes del mundo. En ese punto, mencioné vagamente a un amigo nuestro, a un tal señor Higgenbotham, quien…

—¡Espera! ¿Quién es Higgenbotham? ¿Existe?

—No —respondió Alathea, frunciendo el ceño—. Sólo es parte de nuestro cuento —agregó, arrancando más hierbajos—. ¿Por dónde iba? Ah, sí…, ese señor Higgenbotham había pasado por casa con un amigo suyo, un capitán cuyo barco, procedente del este de África Central, había atracado recientemente. Ese, claro, fue el pie para que Jeremy desafiara al capitán del puerto a demostrarnos que su registro podía indicarnos hacia dónde había zarpado el capitán.

—¿Y el capitán del puerto aceptó el desafío?

—¡Claro! Los hombres siempre quieren demostrar sus habilidades ante un público que sabe apreciar, especialmente si este está compuesto por una mujer y un muchachito. Tardó veinte minutos (había unos cuantos barcos que verificar), pero creemos que el capitán debe ser un tal Aloysius Struthers, quien navega para Bentinck and Company. Su oficina está en East Smithfield Street. El capitán del puerto dijo reconocerlo por nuestra descripción. Struthers es nuestro hombre.

Gabriel reprimió sus deseos de sacudir la cabeza.

—Sorprendente.

—Jeremy —añadió Alathea, arrojando otro hierbajo al montón— estuvo sencillamente magnífico. Aun cuando tú hubieses sido el capitán del puerto, habrías buscado alegremente en el registro lo que te pedía. Hizo muy bien su papel.

Gabriel alzó una ceja.

—Obviamente, se te parece: debe de haber heredado las mismas inclinaciones dramáticas.

Aguardó, pero Alathea ignoró deliberadamente el comentario, y buscó otro hierbajo. Al cabo de un instante, preguntó:

—¿Qué hacemos ahora?

Gabriel miró hacia el prado, donde los hermanastros de Alathea estaban luchando contra una rama gruesa.

—Esta tarde visitaré Bentinck and Company.

Alathea lo miró, frunciendo el ceño.

—Creía que habías dicho que cualquier averiguación abierta resultaba demasiado peligrosa.

Completando su recorrido visual por el jardín, Gabriel volvió a posar la mirada sobre el rostro de ella.

—¿No pensarás que eres la única que puede disfrazarse, no?

Le temblaron los labios.

—¿De qué te disfrazarás? ¿Un comerciante de Hull que está buscando un barco rápido para transportar su morralla a África?

—¿Hull? Santo Dios, no. Seré un importador de objetos tallados en madera que busca una línea de confianza para transportar sus mercancías, compradas en toda África, hasta los muelles de St. Katherine.

—¿Y?

—Y habré recibido una recomendación sobre Struthers y la línea para la cual él navega, pero, como seré un cliente extremadamente exigente, insistiré en hablar directamente con Struthers antes de tomar ninguna decisión. Eso alentará a la compañía a darme la dirección de Struthers con la mayor rapidez.

Alathea asintió aprobadoramente.

—Muy bien. Todavía haremos un actor de ti.

La joven alzó la vista, esperando alguna respuesta de circunstancia; él la estaba estudiando con sus ojos color avellana. La mantuvo atrapada, buscando, considerando… los sonidos de los otros, su charla, sus risas, las llamadas brillantes de los pájaros y el rumor distante de las ruedas de los carruajes se desvanecieron, dejándolos solos a los dos sobre la hierba, al sol.

La mirada de Gabriel se desplazó a los labios de ella, y se mantuvo allí un instante antes de volver a sus ojos.

—El truco —murmuró él, con una voz muy baja— no está en asumir el papel, sino en saber cuándo termina la farsa y empieza la realidad.

En sus ojos —así como en los de ella— había vividos recuerdos de todo lo que habían compartido: los triunfos de la infancia, las aventuras juveniles, su reciente intimidad. En el juego de miradas, Alathea se sentía vivir. Gabriel extendió una mano y atrapó un mechón díscolo caído sobre la mejilla de ella. Lo domó y se lo metió detrás de la oreja. Cuando retiró la mano, con el dorso de los dedos acarició la curva de su oreja y luego rozó la línea de su mandíbula.

Dejó caer la mano.

Sus miradas se encontraron, luego Alathea suspiró y miró hacia abajo. Él desvió la vista.

—Veremos lo que averiguo.

Juntando sus largas piernas, se levantó. Alathea mantuvo la vista sobre los pensamientos.

—Te avisaré, si tengo éxito.

Ella inclinó la cabeza.

—Sí. Cuéntame.

Sin que mediara adiós alguno, se fue, saludando con la mano a los otros, deteniéndose para intercambiar alguna gentileza con la señorita Helm. Alathea dudó, luego cedió a la tentación de volverse y observarlo partir.

Doce horas después, Alathea estaba en un costado del repleto salón de música de lady Hendricks, cautivada por la composición ejecutada de manera impecable por el cuarteto de cuerda más solicitado de la capital. El primer movimiento de la obra estaba cerca del final, cuando sintió unos dedos largos que se curvaron en torno de su muñeca y que luego se deslizaron para entrelazarse con sus dedos.

Giró la cabeza. Sus ojos se agrandaron.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Gabriel la miró, comenzando a fruncir el ceño.

—Quería verte.

Se acomodó al lado de ella. Se vio forzada a hacerle lugar. La última cosa que deseaba era atraer miradas.

—¿Cómo sabías que estaba aquí? —Ambos hablaban en un susurro.

—Folwell me dijo adónde te dirigías.

—Fol… ¡Oh! —exclamó, sosteniéndole la mirada—. Tienes contacto con Folwell.

—Hmm. ¿Te mencionó a mi nuevo hombre?

—¿A Chance?

Gabriel asintió.

—Habla por los codos, en mi presencia y fuera de ella. Sabía que Folwell estaba acechándome desde el principio. Sin embargo, no había relacionado su presencia contigo. Pensé que estaba allí para ver a Dodswell. Ahora lo sé, pero Folwell tiene su utilidad.

Con desdén, Alathea volvió a mirar a los músicos.

—No puedo creer que lady Hendricks te enviara una invitación para esto… Ni siquiera ella puede ser tan ingenua.

—No lo hizo —dijo Gabriel colocándose a su lado—. Simplemente entré, con la certeza de que ella no me iba a indicar la puerta de salida.

Estudió el perfil de Alathea, observando cómo se suavizaba a medida que la música la volvía a atraer. La línea de su mandíbula lo fascinaba: una sutil mezcla de fortaleza femenina y vulnerabilidad. Siempre lo había impresionado de esa manera: tanto si la veía como su socia como si la consideraba alguien que debía ser protegido. Había reconocido esa cualidad en la condesa y también en Alathea, toda su vida.

Mirando en la misma dirección que ella, esperó hasta que los músicos concluyeron la pieza con un crescendo, para luego murmurar:

—Por el momento, no podemos contactar al capitán.

El estallido del aplauso distrajo a la multitud, por lo que nadie pudo ver la decepción de Alathea. Se veía en sus ojos y en su expresión. Gabriel se cruzó delante de ella y puso la mano de Alathea sobre su manga.

—Vayamos hasta la ventana. Podremos hablar con mayor libertad allí.

Las angostas ventanas estaban abiertas; ante ellos había un balcón, que era apenas una cornisa. Una fresca brisa sacudía las cortinas; las apartaron y se pararon en el umbral, cara a cara, en una situación que no era íntima, pero suficientemente aparte de los otros invitados como para hablar sin ser oídos.

Alathea se apoyó en el marco de la ventana:

—¿Qué has averiguado?

—Nuestro hombre es Aloysius Struthers. El empleado de la compañía naviera confirmó la descripción y también que es un experto en el este de África, ya que ha navegado por esas costas durante más de diez años. Por desgracia, el capitán está fuera de la ciudad, visitando a amigos, y la compañía no tiene idea de dónde se encuentra. No tiene familia ni un domicilio fijo en el país. Sin embargo, está descansando y no hay cambios en su calendario de navegación. No tiene que volver a salir hasta dentro de un mes. Le dejé tal mensaje que garantizo que vendrá hasta Brook Street en el momento en que lo lea, pero puede ser que no lo vea hasta dentro de una semana o más.

Alathea hizo una mueca.

Gabriel dudó, y luego continuó:

—Existe también la posibilidad de que no quiera ayudarnos. El empleado me lo describió como un caballero viejo e irascible, más preocupado por sus barcos y por África que por cualquier otra cosa. Supongo que no tendrá mucho tiempo para dedicarle a los que no son navegantes como él.

—¿Tenemos suficientes pruebas como para presentar un caso sin su testimonio?

Gabriel hizo una pausa y luego dijo:

—Los gráficos de Montague sugieren un fraude deliberado, pero no son concluyentes. Un buen abogado puede discutirlos. Aparte de eso, lo único que tenemos sobre los tres pueblos (Fangak, Lodwar y Kingi), se basa en los informes de exploradores que no están disponibles para brindar más detalles. En cuanto a otra información por parte de las autoridades africanas, a mis contactos en Whitehall les resulta extremadamente difícil obtener respuestas directas, lo que, de por sí, es altamente sospechoso. Para cualquier inversor serio lo que tenemos sería más que suficiente como para elaborar una opinión sobre el esquema de Crowley. Pero para un tribunal, necesitamos más.

—¿Cuánto más?

—Seguiré presionando en Whitehall. Pero sin más pruebas definitivas, presentar una petición en este momento sería desafortunado.

—En resumen, necesitamos al capitán.

—Sí, pero por el momento, no podemos hacer más en ese frente.

—E incluso si lo encontráramos, podría no querer colaborar.

Gabriel no respondió. Un momento después los músicos volvieron a tocar. Ambos se volvieron hacia el estrado, mientras la multitud se colocaba para escuchar la próxima pieza. Un aire cadencioso llenó el salón con una melodía evocadora y suave. Alathea observó a los músicos y se dejó arrobar por su arte, que aliviaba sus temores por unos momentos. Gabriel la observó. La breve pieza acabó; los aplausos atravesaron el salón. Alathea cumplió con su parte de la ceremonia, luego suspiró y se volvió hacia Gabriel.

—Me había olvidado de que te gustaba la música —admitió él.

La expresión de ella se volvió irónica.

—En mi opinión, poder oír a los músicos más talentosos es uno de los pocos atractivos de la capital.

Gabriel se limitó a asentir. Su mirada se dirigió más allá de las espaldas de ella y, abruptamente, se endureció.

—¡Demonios! En verdad esa arpía quiere arrojarme en brazos de su hija.

Al mirar a su alrededor, Alathea contempló cómo su anfitriona se les venía encima con rostro brillante, con su hija a remolque, pálida y claramente renuente.

—Bueno, después de todo, has venido. Ella va a creer que la estás alentando.

Gabriel hizo un ruido burlón con la boca.

Alathea arqueó una ceja y le preguntó:

—¿Dejaré que se cumpla tu destino?

—Ni te atrevas. Esa pobre muchachita siempre se queda muda cuando está conmigo. Sólo Dios sabe por qué. Conversar con ella es peor que sacarse una muela.

Alathea sonrió, al tiempo que se volvía para saludar a lady Hendricks. Gabriel se apropió de la mano de Alathea y la posó sobre su manga, negándole de ese modo a su señoría cualquier oportunidad de que se desembarazase de ella para dejarlo a solas con su hija. Lady Hendricks aceptó la situación con una mirada intrigada, y se deshizo en cumplidos para agradecer la presencia de Gabriel, antes de retirarse, dejando a su hija con ellos. Alathea, que conocía a la señorita Hendricks, se apiadó y mantuvo viva la conversación, sin alejarse jamás de los temas más mundanos.

Tras una mirada de advertencia por parte de Alathea, Gabriel se comportó y se avino a charlar cortésmente. Cuando los músicos subieron otra vez a la tarima, él y Alathea se alejaron de la señorita Hendricks, dejando a la damita con una sonrisa en el rostro. Al deslizarse por el salón del brazo de Gabriel, Alathea se sintió segura de que lady Hendricks estaría suficientemente complacida como para olvidar su desconcierto anterior.

—Esher y Carstairs están sentados con tus hermanas —le anunció Gabriel, echándole una mirada cuando se dirigían hacia el salón de música—. ¿Qué tal va eso?

—Muy bien —contestó ella, deteniéndose en el vestíbulo y retirando la mano de su manga para volverse a mirar en dirección al salón—. Pensaré en ello dentro de dos semanas —agregó y luego miró a Gabriel, con expresión seria—. ¿Acaso… has oído algo sobre alguno de ellos?

—No —respondió, escrutando su rostro—. Estuve averiguando… No son exactamente lo que parecen. Ambos son lo bastante ricos como para casarse con quien quieran, y en ambos casos sus respectivas familias estarán más que contentas si consiguen como novia a la hija de un conde.

—Gracias a Dios. Empezaba a preguntarme si no era demasiado bueno como para ser cierto. Jamás me imaginé que fueran a arreglárselas tan bien —dijo, mirando a sus hermanas—. Esta temporada está resultando mucho más feliz de lo que podríamos haber esperado.

Con la mirada sobre el rostro de ella, sobre la delicada línea de su mandíbula, Gabriel asintió. Dudó y luego le tocó el brazo.

Au revoir —dijo y prosiguió su camino para dejar la casa.

Al día siguiente por la tarde, la encontró en el parque, esbelta figura vestida de verde pálido. La fina tela de su vestido se pegaba a sus caderas, balanceándose evocadoramente, mientras seguía a sus hermanas y, por desgracia, a las de él. Esher y Carstairs nuevamente formaban parte del grupo; Gabriel se resignó a la obligación de hablar con ambos en los días siguientes a propósito de sus intenciones. Un codazo sutil no le iba a hacer mal a nadie.

Tenía los ojos clavados en Alathea. Apretando el paso, acortó la distancia que los separaba. Cuando la alcanzó, ella se volvió. La sorpresa la sobrecogió y se reflejó en sus ojos; se controló e inclinó graciosamente la cabeza.

—¿Has sabido algo?

Gabriel tomó su mano, una acción que ahora ya parecía normal e incluso que se imponía, la depositó sobre su manga y se puso a caminar a su lado.

—No. Nada más.

—Oh.

Él sintió la inquisitiva mirada de ella. Quería saber qué lo había traído allí.

—He pensado que podrías estar interesada en los detalles que reunió Montague.

El señuelo sirvió: no sólo siguió el relato que él le hizo, sino que planteó algunas inteligentes preguntas sobre los costos proyectados por la compañía. Gabriel asintió.

—Haré que Montague averigüe…

—¡Alathea! ¡Qué agradable sorpresa!

La exclamación los sacó de su ensimismamiento; absortos en la conversación, no habían advertido nada a su alrededor. Gabriel murmuró una palabrota cuando su mirada cayó sobre la condesa de Lewes, que se acercaba con su hermano lord Montgomery.

Alathea sonrió.

—¡Cecile! ¡Qué alegría encontrarte!

Conteniendo el mal humor, Gabriel intercambió un seco saludo con Montgomery. Ambos esperaron con fingida paciencia, mientras las damas se saludaban con mucha más amabilidad. Por referencias que hizo la condesa, Gabriel dedujo que ella y Alathea tenían la misma edad; se trataban desde la abortada temporada de Alathea, once años antes. Por la expresión petulante de Montgomery, Gabriel conjeturó que su señoría se imaginaba que la amistad de su hermana le permitiría tener una relación más cercana y personal con Alathea.

—¡Y el señor Cynster! —dijo la condesa, volviéndose hacia él con una sonrisa picara.

—Madame.

Gabriel aceptó la mano que ella le tendió, hizo una reverencia y la soltó. Alathea retiró los dedos de la manga de él. Sin mirar, él cogió la mano de ella, encerrándola entre la suya. Ella se quedó petrificada. Gabriel casi pudo oírla preguntarse qué significaba aquello.

—Tal vez —prosiguió la condesa, ignorando lo que pasaba— podríamos caminar juntos.

Alathea sonrió.

—Desde luego, ¿por qué no?

Gabriel le pellizcó los dedos, luego, aparatosamente, tomó la mano de ella y se la puso donde el antebrazo se une al codo. Ella le lanzó una mirada cortante y se volvió hacia lord Montgomery para preguntarle:

—¿Cómo está su madre?

Sintiéndose claramente insociable, Gabriel se volvió hacia la condesa.

—¿Cómo anda Helmsley?

La condesa se ruborizó y le dio vueltas a la pérfida pregunta de Gabriel. Le contestó con una descripción de sus hijos y sus enfermedades, un tema que garantizaba la huida de cualquier caballero sensato. Gabriel lo soportó y se negó a ceder. Mientras caminaban, notó que Alathea mantenía fija la mirada sobre lord Montgomery, sin prestar atención a todos los detalles morbosos sobre los tres hijos de la condesa. Conociéndola como la conocía, sabiendo lo mucho que se había visto involucrada en el cuidado de sus hermanastros, al principio le pareció que su actitud era extraña. Después llegaron al lago Serpentine y la miró a la cara.

Ella mantuvo la vista apartada; no podía verle los ojos. Pudo apreciar la subrayada dureza de sus rasgos. Con soltura, se volvió hacia la condesa:

—¿Planea asistir a la gala de lady Richmond?

Lo repentino de la pregunto hizo que la condesa se interrumpiera, pero la emprendió con el nuevo tema con presteza. Con preguntas aquí y allá, Gabriel la mantuvo enfrascada en el torbellino social, bien lejos del asunto de sus hijos. Su atención se concentraba en Alathea, podía sentir cómo cedía paulatinamente su tensión. De hecho, ella había renunciado a mucho para salvar a su familia, mucho más de lo que nunca permitiría que nadie supiera.

—¡Lady Alathea!

—¡Mi querida señora!

—Condesa, por favor, presénteme.

Un grupo de cinco caballeros, incluidos lord Coleburn, el señor Simpkins y lord Falworth, se les apareció desde atrás; si Gabriel los hubiese visto, los habrían evitado, pero ahora él y Alathea no tenían modo de desembarazarse de ellos.

Alathea sintió la creciente irritación de Gabriel. Le echó un vistazo: estaba mirando a lord Falworth con una expresión impasible y un peligroso brillo en la mirada.

—¿Qué le parece, lady Alathea?

—Oh… sí —respondió, recordando la pregunta de Falworth y rápidamente se corrigió—. Pero sólo en compañía de amigos íntimos.

El tratar con sus aspirantes a pretendientes a sabiendas de que Gabriel consideraba la posibilidad de aniquilar a uno o a todos ellos, trastocaba sus nervios, normalmente inexpugnables. Su alivio fue bastante genuino cuando él cerró su mano sobre la suya, todavía en su codo y se detuvo.

—Me temo —susurró de la manera más amable— que debemos escoltar a las hermanas de lady Alathea y a las mías hasta los carruajes de nuestras madres. Deben excusarnos.

Esta última frase fue dicha como una orden implícita, de tal forma que incluso lord Montgomery se convenció de que lo mejor era inclinarse y realizar alguna extravagante despedida.

Gabriel hizo caso omiso del enfado de Alathea. Atrapó la mirada de su hermana Heather y con un gesto fraternal dirigió al grupo, ahora adelantado, de vuelta hacia la avenida.

Lado a lado, paseando tranquilamente, sus largas piernas los llevaron hacia la retaguardia. Alathea suspiró aliviada.

Gabriel le lanzó una mirada grave.

—Podrías haber intentado desanimarlos.

—Para empezar, yo no los he animado.

Caminaron en silencio. Cuando se acercaron al punto donde los carruajes de Serena y Celia se harían visibles, Alathea disminuyó el paso esperando que Gabriel se excusara y se alejara. Él tomó más firmemente su mano y la hizo seguir.

Lo miró sorprendida. Él le dirigió una mirada irritada.

—No estoy acompañándolas a ellas. —Señaló con la cabeza a las cuatro muchachas, Esher y Carstairs—. Te estoy acompañando a ti.

—No necesito que me acompañen.

—Deja que sea yo quien juzgue eso.

Su expresión era resuelta y eso era todo lo que él se dignaría decir. Alathea estaba demasiado sorprendida de que se arriesgara a alertar a su madre sobre cualquier situación particular que se diera entre ellos como para poner ninguna objeción. Pronto llegaron a la vista de los carruajes.

Con un suspiro interior, mantuvo el paso al lado de él.

—Esto no va a hacer las cosas más sencillas, lo sabes.

Pensó que él no le iba a responder pero justo antes de que alcanzaran el carruaje de su madre, donde Serena y Celia estaban sentadas en matronil esplendor, Gabriel murmuró:

—Dejamos el «sencillo» atrás hace mucho.

Llegaron junto al carruaje y se unieron a las muchachas, Esher y Carstairs. Por encima de sus cabezas Gabriel sintió la mirada de Celia. Alathea, que la observaba de cerca, pudo interpretarla con facilidad: Celia quería saber por qué estaba él allí. Gabriel le devolvió la mirada, impasible, con un suave encogimiento de hombros, dándole a entender a Celia que simplemente se les había unido en el camino de vuelta. No pasaba nada en particular, en absoluto. Su actuación fue tan sutil que si Alathea no lo hubiera conocido mejor, también lo habría creído. Gabriel inclinó la cabeza y Celia sonrió, saludándolo.

Gabriel se volvió hacia Alathea y sus miradas se encontraron. En las arrugas de su vestido sus dedos se tocaron. Con una breve inclinación de cabeza, giró sobre sus talones y se marchó.

Alathea lo vio alejarse, con el entrecejo fruncido y con una insistente pregunta que daba vueltas en su cabeza.