Capítulo 13

ACABABA de empezar un vals. El loco intento de escapatoria de Alathea casi la lanzó contra los bailarines. Se tambaleó en el borde de la pista de baile…

La sostuvo un brazo fuerte, que se deslizó alrededor de su talle, la hizo balancearse hacia delante y la estabilizó después, con movimientos hábiles. Ella ahogó un grito, después luchó por recuperar el aliento, el equilibrio y las ideas dispersas, sólo para perder las tres cosas cuando Gabriel le pasó un brazo por la cintura y la mantuvo atrapada contra él desde el pecho hasta los muslos. Agarrándola fuerte con una mano, la hizo girar por el salón.

El cuerpo de ella instantáneamente revivió. Sus pechos se hincharon. Luchó por mantenerse derecha, pero su cuerpo se amoldó al de él, rozándose los muslos evocadoramente a cada vuelta. Las caderas de ambos se balancearon juntas; los recuerdos se arremolinaron.

En segundos, se relajó. Se negaba a mirarlo a los ojos, demasiado ocupada como estaba luchando por dominar su atribulada razón, por reunir su determinación, por hallar un modo de escapar. Su compostura era todo lo que le quedaba; desesperadamente, se aferró a ella.

La sostenía muy cerca de sí. Mientras su cabeza seguía girando como un torbellino, mientras su cuerpo continuaba acalorándose con cada revolución, fijó la mirada por encima del hombro de él y le dijo entre dientes:

—Me estás sujetando muy cerca.

Gabriel la miró: tan dolorosamente familiar y sin embargo…, ¿acaso alguna vez la había visto realmente? Estaba de muy buen humor, sus emociones se desordenaban; no tenía idea de qué pensar o sentir. Apenas podía creer la verdad que tenía en sus brazos. Apenas refrenó sus impulsos, al dejar que su mirada vagara por las largas y esbeltas líneas de su cuello, la blanca extensión de piel encima de su escote, sobre las turgentes redondeces, ahora firmes, calientes y duras que le presionaban el pecho.

—Por si no recuerdas, te he tenido más cerca.

La aspereza de las palabras de él los afectó a los dos; ella le lanzó una mirada sorprendida y escandalizada. Luego, miró hacia otro lado.

Nada más dijo; sus pies siguieron a los de él, su cuerpo fluyó con el de él, encajando tan exactamente, tan totalmente en sintonía que ambos podrían haber bailado el vals durante horas sin siquiera pensar. Gabriel se aferraba a los detalles, en busca de algún orden que imponer al caos de su cerebro. Cuando notó la diferencia de altura entre Alathea y la condesa, frunció el ceño; luego recordó los zapatos de tacones altos que había dejado caer al suelo del carruaje tres noches atrás.

Una mirada a los pies de ella mientras giraban en la pista y confirmó sus sospechas.

—En general, jamás usas tacones altos.

Los pechos de ella se hincharon, inspiró profundamente.

—¿De qué estás hablando? ¡Dices más sandeces que el pobre Skiffy Skeffington!

Gabriel ya no pudo refrenarse y le soltó:

—¿Ah, sí? En ese caso, supongo que no vale la pena preguntarte por cuánto tiempo más pensabas seguir adelante con tu farsa, o inquirir sobre su objeto. Entenderás, no obstante, que esto último me ha servido de ejercicio. —Gabriel hablaba con los dientes apretados y con una voz afilada como un cuchillo. Dejó que su mirada barriera el rostro de ella; sólo vio rojo—. ¿Acaso pensabas que me ibas a atrapar para que me casara contigo? ¿Eso pensaste? Seguramente no… —dijo y la apretó con fuerza, mientras ella intentaba liberar una mano, hasta que advirtió que le estaba lastimando los dedos—. ¿Sabes? Podría hacer un infierno de tu vida. ¿Qué querías? ¿Fue por el desafío? —Ya dura, se puso rígida. Él la miró a los ojos—. Eso parece acercarse más a la verdad.

Mientras bailaban, miró hacia arriba; luego se rio amargamente.

—¡Dios, cuando lo pienso! Lincoln’s Inn Fields, Bond Street, Bruton Street. —Hizo una pausa y luego preguntó—: Dime, en Bruton Street, ¿huiste a la tienda de la modista porque no podías contener la risa?

Ella reaccionó —sacudió la mano, aplastada por la de él, los finos tendones de su cuello se tensaron—, pero mantuvo la mirada fija sobre su hombro y sus labios permanecieron tercamente apretados.

—¿Por qué lo hiciste?

No le respondió.

—Dado que te ha comido la lengua el gato, déjame ver si puedo adivinar… Perdiste tu oportunidad cuando se canceló tu propia presentación en sociedad, pero, dado que tenías que venir a Londres para las de Mary y Alice, pensaste en utilizarme para animar tu visita. Gracias a mi querida madre, estoy seguro de que estás al tanto de mi reputación. —Su voz era como un látigo—. ¿Eso es lo que pensaste? ¿Que hacerme poner de rodillas ante la misteriosa condesa sería una distracción interesante?

Pálida, con expresión glacial, Alathea se negaba a mirarlo, a encontrarse con sus ojos, se negaba a asegurarle que estaba completamente equivocado, que ella nunca lo traicionaría de ese modo.

Traicionado era como él se sentía; no sólo por ella, sino también por su álter ego. Sin importarle su devoción, sin importarle su paciencia y habilidad, sin importarle cuán profundamente la llegara a adorar, la condesa nunca le habría revelado su identidad. En cuanto a sus sueños…

Sintió amargura; luego esa sensación se hizo más intensa. Ella había impactado en él de manera más profunda que los simples sueños. Como siempre, le había tocado lo más hondo. Lo había despojado de su armadura, había encontrado su punto más vulnerable y lo había dejado expuesto. Hasta que ella lo hubo descubierto, ni siquiera él se había dado cuenta de que poseía tal debilidad. Sólo le quedaba maldecirla por ello. Era la última mujer en la tierra a la que le hubiera revelado voluntariamente cualquier vulnerabilidad.

Pero ni siquiera eso era lo peor. La herida más mortal, la que lo había dejado sangrando por dentro, era que, a pesar de conocerlo tan bien, no había confiado en él.

Eso era lo que más le dolía.

—Siempre me pregunté cuándo te cansarías de tu vida en el campo. Dime, ahora que te he abierto los ojos sobre los placeres de la vida en la capital, ¿qué piensas?

Ni siquiera se escuchaba a sí mismo, mientras, elemento por elemento, se aplicaba a desmontar el personaje que ella se había creado. Muchos habían considerado que él tenía la lengua demasiado afilada. La usaba como un bisturí para herirla, para que también ella sangrara. Así como ella sabía dónde atacarlo, él conocía todos sus puntos sensibles. Como su altura, o el hecho de que se creía poco agraciada. Y demasiado vieja. Tocó cada punto vulnerable, regocijándose despiadadamente cuando ella se ponía rígida o cuando apretaba la mandíbula.

Para cuando la música se hizo más lenta y la neblina roja que había oscurecido su cerebro ya se había levantado lo suficiente como para ver las lágrimas que manaban de los ojos de Alathea, ya había rescatado una pequeña porción de su orgullo.

La música cesó. Se detuvieron. Ella se quedó de pie y en silencio, aún en sus brazos, con la expresión contenida, aunque todo su ser vibraba por la emoción que trataba de reprimir.

Encontró su mirada estoicamente. Más allá del brillo de sus lágrimas, él vio su furia y dolor reflejados, una y otra vez.

—No tienes la menor idea de lo que estás diciendo.

Cada palabra sonó clara y definida, enunciada cuidadosamente, subrayada con emoción. Antes de que él pudiera reaccionar, ella se separó violentamente, contuvo la respiración se dio la vuelta y se fue.

Lo dejó solo en el medio del salón de baile.

Todavía furioso. Todavía herido.

Todavía excitado.

A la mañana siguiente, Alathea se sentó a desayunar a la mesa, en un estado de pánico amortiguado. Sabía que la espada pronto iba a caer sobre su cabeza, pero no tenía fuerzas para correr.

Se sentía físicamente agotada. Apenas había pegado ojo. Exteriormente, era absolutamente imperativo mantener la calma, pero todo lo que podía hacer era sonreír a su familia y mordisquear su tostada.

Tenía el estómago vacío, pero no podía comer. Apenas podía sorber su té. Sentía que tenía la cabeza suficientemente tranquila, pero, al mismo tiempo, extrañamente vacía, como si al borrar todas las palabras hirientes de Gabriel se hubieran bloqueado también sus pensamientos.

Sabía que no podía pensar. Lo había intentado durante horas la noche anterior, pero cada intento había terminado en lágrimas. No podía pensar en lo que había pasado, mucho menos en lo que podría pasar.

Tomó su tostada, y dejó que la alegre charla de su familia la distrajera y le procurara un poco de alivio.

Crisp se detuvo al lado de ella y, aclarándose la garganta, dijo:

—El señor Cynster está aquí, milady, y desea hablar con usted.

Alathea lo miró. «¿Aquí?». No, no podía. «¿Qué?». Se detuvo y carraspeó:

—¿Qué señor Cynster, Crisp?

—El señor Rupert, señorita.

Podía.

Serena, de pronto, dejó caer:

—Pregúntele si ya ha desayunado, Crisp.

—¡No! Es decir, estoy segura que ya debe de haberlo hecho —intervino Alathea, levantándose y dejando la servilleta al lado de su plato—. Estoy segura de que no debe de estar pensando en jamón y salchichas.

—Bueno, si estás segura… —dijo Serena frunciendo el ceño—, pero es una hora extraña para presentarse así, sin más.

Alathea la miró fijamente.

—Es sólo un pequeño asunto de negocios que tenemos que discutir.

—Oh —exclamó Serena, callándose, y de inmediato volvió a su familia.

Mientras abandonaba el salón, Alathea pensó que sus últimas palabras no habían sido mentira. Aquello sobre lo que Rupert o Gabriel había venido a hablar, había ocurrido debido a su «asunto de negocios».

Lo cual no iba a hacer que la entrevista fuera más fácil.

Crisp había llevado a Gabriel a la sala de atrás, un lugar tranquilo que daba a los jardines posteriores. En los días soleados, a las niñas les gustaba reunirse allí. Pero aquel día, nublado y con amenaza de lloviznas, sería un refugio tranquilo y privado. Era improbable que alguien pudiera molestarlos. Pensando esto, Alathea hizo una mueca. Le diría a Crisp que siguiera con sus cosas e iría sola. Con una mano en el picaporte, tomó aire, juntó todo lo que le quedaba de sus fuerzas y se negó a pensar lo que podría encontrarse del otro lado de la puerta. Con una apariencia de calma, giró el picaporte y entró. Gabriel volvió la cabeza inmediatamente y sus miradas se cruzaron. Estaba de pie frente a las ventanas, mirando hacia fuera. La miró sin pestañear y luego en voz baja le dijo:

—Cierra la puerta. Con llave.

Ella dudó.

—No queremos interrupciones.

Dudó un momento más, luego se dio la vuelta, cerró la puerta y echó el cerrojo. Se volvió para enfrentarlo, levantó la cabeza, enderezó la columna y entrelazó las manos.

Él continuaba estudiándola. Su cara era impenetrable.

—Ven aquí.

Alathea lo pensó, pero sentía la atracción, la compulsión, la amenaza. Forzó a sus pies para que la llevaran hacia delante.

Era la cosa más difícil que había hecho en su vida: cruzar la amplia estancia bajo su mirada. Mantuvo la cabeza erguida, derecha la columna vertebral, pero en el instante en que se puso al lado de él y la luz cayó sobre su rostro, estaba temblando por dentro y sus reservas de fortaleza y resolución estaban casi agotadas. Al detenerse al lado de él y al encontrar su dura mirada, se dio cuenta de que eso era precisamente lo que él quería.

Gabriel buscó su rostro con su mirada dura y aguda, y sus rasgos guerreros. Dijo:

—Ahora, ¿me quieres decir de qué demonios se trata esto?

Una rabia apenas contenida vibraba detrás de esas palabras. Retirando la mirada de la de él, ella la fijó en el césped y los árboles.

—Ya sabes casi todo —dijo tomando aliento para ganar tiempo y control—. Todo lo que te dije en el papel de condesa es verdad excepto…

—Que tu supuesto difunto marido es, de hecho, tu padre; que el joven Charles es Charlie; Maria es Mary; Alicia es Alice, y Seraphina, Serena. Todo eso me lo podía haber figurado.

—Bueno, entonces —dijo, encogiéndose de hombros—, eso es todo.

Al ver que él no decía nada más, ella se arriesgó a una rápida mirada. Estaba esperándola, capturó su mirada y la sostuvo.

Pasó un momento.

—Inténtalo de nuevo.

Su enfado la golpeó de manera nítida. No había escapatoria.

—¿Qué quieres saber?

Si ella lograba ajustarse a los hechos, podría sobrevivir a aquella inquisición.

—¿Está el condado en condiciones tan desesperadas como las que me describiste?

—Sí.

—¿Por qué te inventaste a la condesa?

Ajustarse a los hechos, a las cosas. Volvió a mirar hacia fuera.

—Si te hubiera escrito o visitado con la historia de un pagaré sospechoso, sin hablarte de las dificultades financieras de la familia, ¿habrías encarado tú la investigación, o se la habrías derivado a Montague?

—Si me hubieses contado toda la historia…

—Ponte en mi lugar. ¿Acaso habrías contado tú toda la historia? ¿Alguna vez has estado al borde de la ruina?

Al cabo de un instante, inclinó la cabeza.

—Muy bien. Acepto que hubieses evitado contarme eso. Pero la condesa…

Ella alzó el mentón.

—Funcionó.

Él esperó, pero ella estaba acostumbrada al silencio, a quedarse callada ante él, y el ardid no tuvo efecto. Hubo comprensión en el tono de voz de Gabriel:

—Me imagino que tu padre y Serena no están al corriente de tu farsa.

—No.

—¿Quién está al tanto?

—Nadie… Bueno, sólo los sirvientes más viejos.

—Tu cochero… ¿se llamaba Jacobs, no?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Qué otros?

—Nellie, Figgs, la señorita Helm, Connor, Crisp, claro. Y Folwell —hizo una pausa y luego asintió—. Son todos.

—¿Todos? —dijo casi sin aliento.

—Me tienen mucho cariño —repuso, frunciendo el ceño—. No hay por qué temer que de ello venga nada malo. Siempre hacen exactamente lo que les digo.

La miró, luego alzó una ceja.

—Oh.

Su voz fue casi un murmullo. Le hizo señas para que guardase silencio, cruzó hasta la puerta, descorrió el cerrojo y la dejó abierta de un solo movimiento, revelando la presencia de Nellie, Crisp, Figgs, la señorita Helm…

Alathea, sencillamente, se quedó mirando. Luego se puso rígida y les lanzó una mirada hostil.

—¡Fuera de aquí!

—Bien, milady —dijo Nellie y, con una mirada cautelosa en dirección a Gabriel, agregó—: Estábamos preguntándonos…

—Estoy perfectamente. Ahora, ¡fuera!

Se marcharon. Gabriel cerró la puerta, volvió a echar el cerrojo, luego fue hasta la ventana.

—Bien. Esto en cuanto a la farsa… —dijo Gabriel y se detuvo al lado de ella; hombro contra hombro, mirando los árboles, envueltos en una sombra pálida—. Ahora puedes contarme por qué te cargaste sobre los hombros el rescate de tu familia.

—Bien… —empezó Alathea y se detuvo, advirtiendo la trampa—. Parecía lo más sensato.

—¿De veras? A ver. Una criada halla el pagaré que tu padre firmó pero que, por alguna razón, olvidó y entonces tú, tu padre y Serena os ponéis a pensar conjuntamente y decidís, y acordáis, que seas tú misma la que se ocupe del asunto (un asunto que podría destruir vuestras vidas). ¿Fue así?

—No —respondió Alathea, mirando fríamente los árboles.

—¿Y entonces?

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, insistentes, persistentes…

—Por lo general, soy yo quien se ocupa de todas las cuestiones de negocios.

—¿Por qué?

Alathea dudó.

—Papá… no es muy bueno con el dinero. Bueno… ya sabes lo amable que es. Realmente no tiene idea en absoluto —explicó, mirándolo a los ojos—. Hasta la muerte de mi madre, fue ella la que administró la propiedad. Y antes de ella, la que se ocupó fue mi abuela.

Gabriel frunció el ceño. Al cabo de un momento, preguntó:

—¿Y ahora eres tú la que se ocupa de todas las cuestiones financieras?

—Sí.

—¿Desde cuándo? —preguntó Gabriel, entornando los ojos.

Como ella volvió la vista hacia los árboles y no respondió, Gabriel se interpuso entre ella y la ventana para enfrentarla.

—¿Cuándo te cedió esa autoridad tu padre? —inquirió él, mirándola a los ojos. Ella siguió sin hablar. Él buscó su mirada—. ¿Preferirías más bien que se lo preguntara a él?

Si hubiera sido cualquier otro hombre, habría considerado que se trataba de una bravata.

—Hace años.

—¿Once años, tal vez?

Ella no contestó.

—Fue eso, ¿no? Esa fue la razón por la que dejaste la ciudad. No fue el sarampión, nunca me creí aquello. Era el dinero. Tu padre había llevado el condado a una situación que no daba para más. De alguna forma, te diste cuenta y asumiste el mando. Cancelaste tu presentación en sociedad antes de que comenzara y volviste a casa. —Y continuó—: Eso fue lo que pasó, ¿no?

La expresión de Alathea se volvió aún más seria y dirigió la mirada por encima de los hombros de Gabriel.

—Cuéntame los detalles. Quiero saber —insistió él.

No descansaría hasta saberlo todo. Ella tomó aliento.

—Wiggs vino una tarde a casa. Parecía… desesperado. Papá se entrevistó con él en la biblioteca. Fui a preguntarle a papá si quería que les llevara el té allí. La puerta de la biblioteca estaba entreabierta. Escuché que Wiggs le suplicaba a papá, explicándole cuán desesperada era la situación debido a las deudas, y cómo el gasto de presentarme en sociedad nos llevaría a la ruina. Papá no entendía. Seguía insistiendo en que todo iba a salir bien; en que, lejos de arruinarnos, mi presentación sería la salvación del condado.

—¿Quería conseguirte un buen matrimonio?

—Sí. Una tontería, claro.

—Podría haber funcionado.

Ella negó con la cabeza

—Piénsalo bien. No habría tenido dote, más bien lo opuesto. Cualquier pretendiente exitoso hubiera debido rescatar el condado de la ruina, y las deudas eran exorbitantes. No tenía nada que me hiciera atractiva, excepto mi linaje.

—Hay unos cuantos que no estarían de acuerdo.

Ella lo miró y luego volvió la vista hacia los árboles.

—Olvidas que esto fue hace once años. ¿Recuerdas mi aspecto a los dieciocho? Era espantosamente delgada, desgarbada. No tenía ninguna posibilidad de conseguir un candidato como el que era necesario para salvar a mi familia.

Como ella no dijo nada más, él preguntó:

—¿Entonces?

—Cuando Wiggs se fue, desesperado, entré y hablé con papá. Pasé la noche revisando los libros contables que había traído Wiggs. —Alathea hizo una pausa. Luego continuó—: A la mañana siguiente hicimos las maletas y nos fuimos de Londres.

—¿Has estado protegiendo a tu familia, salvándola, desde entonces?

—Sí.

—Aún a costa de tu vida. La vida que hubieras debido tener.

—No seas melodramático.

—¿Yo? —Rio ásperamente—. Mira quién habla. Pero si hubiera sonado la campana… —sugirió, mirándola fijamente a los ojos—. Sabes lo que habría sucedido hace once años, esa primera vez. Si hubieras cerrado tus oídos a la desdicha de tu familia y hubieras tenido tu presentación en sociedad, es más que probable que hubieras logrado un buen casamiento. Estoy seguro. Tal vez no lo suficientemente bueno como para salvar el condado, pero sí como para salvarte a ti misma. Habrías tenido un hogar, un título, una posición, una oportunidad de tener tu propia familia. Todas aquellas cosas que te enseñaron que debías aguardar. Tu futuro estaba allí a la espera. Lo sabías y, sin embargo, elegiste volver al campo con los tuyos y dar batalla para conservar la fortuna familiar, aun cuando eso significara que te ibas a convertir en una solterona. Tras suspender tu presentación, tu familia no iba a poder celebrarla nunca. O, incluso, iban a tener que renunciar a presentar a nadie más. Seguramente no podrían reunir una dote respetable, un punto esencial, pero sabías que iba a ser así. Entonces, todo se te vino encima. Sacrificaste tu vida, todo, por ellos.

El enfado era patente en su voz. Alathea levantó el mentón.

—Creo que exageras.

Él le sostuvo la mirada:

—¿Sí?

Ella percibió la comprensión iluminando las profundidades de su iris color avellana. Pasó delante de ella el sacrificio de todos esos años, la soledad, el dolor a solas, en las profundidades del campo. El duelo por una vida que nunca tuvo la oportunidad de vivir. Arrastrada por esos sentimientos, con la respiración entrecortada, luchó por sostenerle la mirada. Cuando se aseguró de que su voz estaba bajo control dijo:

—No te atrevas a sentir piedad de mí.

Las cejas de Gabriel se arquearon de aquella forma tan suya.

—No se me había ocurrido. Estoy seguro de que tomaste esa decisión de forma consciente. Y llevaste adelante tu plan. No veo en eso nada de qué sentir piedad.

Lo cortante del comentario le dio a la sensibilidad de Alathea y a su vulnerabilidad el escudo que estaba necesitando. Después de un momento, ella volvió a mirar a lo lejos.

—Bueno, ahora lo sabes todo.

Gabriel estudió su cara y deseó que fuera cierto. Desde el instante en que supo la verdad se había sentido golpeado, sacudido hasta el alma, por la tempestad de sus emociones. Rabia, una furia desnuda, un dolor desesperado, el orgullo herido. Todo eso lo había podido identificar fácilmente. Otras pasiones, más oscuras, más turbulentas, mucho más difíciles de definir habían llevado ese tumulto a convertirse en una marea ingobernable que se había abierto paso a través de él.

Ahora, tras el tumulto, no se sentía vacío, sino más bien limpio, como si el templo interior que había construido para albergar su alma hubiera sido arrasado por un torrente, barrido desde sus cimientos y los ladrillos desperdigados por la subsiguiente inundación. Ahora se enfrentaba a la tarea de volver a construir su morada interior. Podía decidirse por una estructura más sencilla, sin poses, falso glamour, el aburrimiento que tanto lo había cansado en los meses recientes. La elección de los ladrillos para modelar su futuro dependía de él, pero el hecho de que tuviese que decidir se lo debía a ella.

Sólo ella podía haberle causado una perturbación semejante.

La vida de Gabriel, a partir de aquel momento, dependía de lo que hiciera a continuación, de lo próximo que eligiera. Había llegado hasta allí, con su furia intacta, totalmente dispuesto a hacerla escarmentar. Ahora que se había enterado de toda la historia y que finalmente entendía lo que ella había estado haciendo todo ese tiempo, su cólera se había convertido en algo muy distinto, en algo intensamente protector.

—¿Cuál es el estado actual de las finanzas del condado?

Ella le lanzó una mirada y luego, de mala gana, le dijo una cifra.

—Eso es el capital consolidado. El ingreso de las granjas se agrega a eso.

—¿Cuál es la suma anual?

Paulatinamente le fue sacando todos los detalles. Le bastaron para confirmar que ni siquiera su propio talento, ni siquiera la mano de Diablo para la administración, ni la experiencia de Vane y de Richard, ni el poder de Catriona podrían haber contribuido más para sacar del apuro a los Morwellan.

«Ojalá hubieses venido a mí antes; todos estos años anteriores».

Así fue como habló el corazón de Gabriel; sabía más de lo que expresaban las palabras.

—De modo que nada más se puede hacer. Tu familia está todo lo segura que puede estarlo bajo estas circunstancias —comentó, ignorando la mirada ofendida de ella—. ¿Qué me dices de ese tipo… Wiggs? ¿Es de fiar?

—Siempre me lo pareció —respondió con frialdad—. Si no hubiese sido por su intercesión ante los bancos, ya hace tiempo nos habríamos hundido.

Eso debía de ser cierto.

—¿Qué piensa de tu farsa? ¿O acaso no se la has contado?

Alathea respondió sin mirarlo a los ojos.

—Cuando le conté que te había consultado, se sintió muy aliviado.

—De manera que él no sabe que has estado consultándome disfrazada. —Captó la mirada que ella le echó—. Necesito saber… Estoy obligado a reunirme con él para hablar de todo esto.

Ella parpadeó, absorta; al principio, él no entendió, luego sí.

Sintió ganas de ahorcarla.

—No voy a apartarme y dejarte que te las arregles sola.

El alivio de Alathea fue evidente, aun cuando, intuyendo la reacción de él, intentó ocultarlo. En su mirada se notaba que no entendía la reacción de Gabriel.

Tampoco él…, o no del todo. Era una de la larga y esencial lista de cosas que todavía ignoraba, como lo que sentía por ella. Incluso ahora, a no más de unos centímetros de ella, no tenía idea de cuáles eran realmente sus sentimientos. No tenía intención de tocarla…, por el momento. Aún no podía pensar en enfrentarse con la fuerza que, sabía, se desencadenaría cuando lo hiciera, cuando la tuviese en sus brazos. Ya llegaría el momento, pero todavía no, no hasta que reajustara su mente y sus sentidos a la nueva realidad. Una realidad en la que pudiese estar tan cerca de ella y no sentir otra cosa que su calor, un calor sensual, femenino y tentador. Sin ponerse tenso, sin que los nervios oscilaran, sin que lo perturbara una punzante incomodidad. La aflicción que habían sufrido durante décadas se había disipado la noche anterior, cuando la había tenido entre sus brazos y bailado el vals con ella en el salón de lady Arbuthnot.

Todavía no era dueño de sus sentimientos, pero tampoco entendía qué era lo que le pasaba a ella.

Alguna pista de lo que tenía en mente debió haberse reflejado en sus ojos. Alathea abrió mucho los suyos; en ellos brilló una repentina incertidumbre.

La miró a los ojos despiadadamente; no hizo intento alguno por ocultar sus pensamientos. Ella se le había entregado, si bien era cierto que disfrazada. Iba a tener que hacer frente a las consecuencias.

—¿Qué estás pensando?

Ella se ruborizó. Abrió aún más los ojos, buscando frenéticamente los de él.

—Sugiero —dijo él— que, dada la seriedad del peligro que significa la Central East Africa Gold Company, dejemos de lado otras discusiones sobre las ramificaciones de tu farsa hasta que hayamos solucionado las cuestiones con la compañía.

Vio que ella se calmaba, que al cabo de un instante asentía.

—De acuerdo —convino Alathea, y le dio la espalda—. Que no haya más ramificaciones.

Él la cogió por la muñeca. Ella se quedó helada. Sus ojos, al encontrarse con los de él, cuando Gabriel volvió la cabeza, estaban muy abiertos.

—No finjas —dijo, y al cabo de un instante, continuó con voz menos enérgica—. He dicho que postergáramos la discusión sobre ese asunto, no que lo ignorásemos.

—No hay nada que ignorar —replicó ella con voz entrecortada, llevándose la otra mano al pecho.

Una emoción turbulenta creció en él, amenazando con arrebatarlo. Con los dientes apretados, la reprimió, pero permitió que se reflejara en sus ojos.

—No me tientes.

Las palabras, oscuras y bajas, vibraron con un poder que Alathea pudo sentir; se apoderaron de ella, la sacudieron, luego la retuvieron con suavidad. Si trataba de luchar, la presión se incrementaría, asiéndola y lastimándola. Por ahora, Gabriel se contentaba con mantenerla apenas sujeta. Con una respiración entrecortada, se forzó a mirar en otra dirección.

Instantes después, cuando los dedos de él soltaron su muñeca, se sintió inmensamente agradecida.

—¿Te has enterado de algo desde la última vez que hablamos de la cuestión?

La pregunta le daba algo a lo que aferrarse, algo que responder con sensatez.

—Wiggs —dijo ella, y con una nueva bocanada de aire, levantó la cabeza—. Le pedí que encontrara el procedimiento legal necesario para declarar ilegal el pagaré. Ayer me mandó un mensaje que decía que mañana por la mañana tenía una cita con uno de los jueces de la corte para discutir las posibilidades.

—Bien. ¿Algo más?

—Estuve buscando mapas de la región para verificar los lugares que mencionó Crowley —respondió Alathea.

—Resulta difícil encontrar mapas detallados de la zona.

—Es verdad. Pero finalmente encontré uno en una biografía. Tiene los tres pueblos que Crowley mencionó: Fangak, Lodwar y Kafia. Son pequeños, pero están allí.

—¿Qué es lo que dice de ellos el que escribió el libro?

—No lo sé —respondió Alathea, dubitativa—. No he leído el texto.

Gabriel resopló.

—¡Lo haré! —se apresuró a prometer ella—. Apenas hace dos días que encontré el libro. ¿Y tú? ¿Qué has estado haciendo tú? ¿Localizaste al capitán?

—No —dijo Gabriel y frunció el ceño—. No es tan sencillo. Es indudable que no forma parte de la tripulación de ninguna de las compañías navieras más importantes. Hay montones de otras que revisar, de modo que lo estamos haciendo. Estuve husmeando en el establecimiento de White, pero nadie lo recuerda. A propósito, ¿quién lo vio? ¿Charlie?

—No, papá. Pero él no recuerda nada más que lo que ya te dije. Y le hice prometerme que traería a casa al capitán, si lo volvía a ver.

—Hmm. Tengo gente buscándolo, pero es posible que ya no esté en Londres. La mayoría de los marinos veteranos llegan a tierra firme y enseguida parten para visitar a sus familias, generalmente fuera de Londres, y regresan apenas un día antes de volver a embarcarse.

—O sea que puede que no volvamos a ver al capitán.

—No si nos limitamos a esperar verlo. Hay otras posibilidades que estoy investigando —anunció, y echó un vistazo al reloj de la chimenea—. Y hablando de la cuestión, tengo que irme —agregó, mirando a Alathea a los ojos—. ¿Estamos de acuerdo en compartir toda la información para resolver este asunto tan rápidamente como sea posible?

Alathea asintió.

—Bien.

Le sostuvo la mirada por un instante y luego alzó la mano.

Alathea contuvo la respiración; perdida en las profundidades color avellana de sus ojos, tembló interiormente mientras los dedos de él recorrían y luego sostenían su mandíbula. La yema de su pulgar rozó lentamente los labios de ella. Alathea sintió que sus ojos destellaban, que sus labios se aflojaban. Sus sentidos se turbaban.

—Y luego —dijo él— resolveremos el resto.

Se sintió tentada de alzar una ceja; intervino la cautela y se lo impidió. Se limitó a sostenerle la mirada, y él asintió.

—Pasaré a verte mañana.

Nunca le había tenido miedo a Gabriel; al cabo de una cuidadosa evaluación, Alathea concluyó que seguía sin temerle. No era el miedo lo que la había puesto nerviosa cuando lo vio mientras paseaba por el parque; era la expectativa, pero no estaba segura sobre qué.

Junto a Mary, Alice, Heather y Eliza había estado paseándose desde hacía veinte minutos. Lord Esher y su amigo el señor Carstairs —de los Finchley-Carstairs—, ambos jóvenes caballeros de credenciales impecables, se habían unido al grupo; lord Esher, para hablar con Mary, mientras que el señor Carstairs, valientemente, se ocupaba de las otras, a pesar de que su mirada se demoraba con frecuencia en el rostro de Alice.

Sin prisa y más atrás, Alathea había estado observando con mirada aquiescente los florecientes romances, hasta que vio acercarse a Gabriel, después de lo cual no vio nada más aparte de él, severamente elegante con su abrigo mañanero, pantalones de gamuza y botas de montar de cuero negro, mientras la brisa alborotaba sus rizos castaños. Con expresión relajada, saludó a las hermanas de Alathea y a las suyas con fraternal familiaridad, evaluó a los repentinamente tensos jóvenes y asintió en señal de aprobación. Luego dirigió la mirada hacia ella. Abandonando al grupo de jóvenes, caminó al lado de Alathea.

Alathea apretó el mango de su sombrilla con ambas manos y rogó que él no le fuera a coger una.

Los ojos de Gabriel se encontraron con los de ella; luego, arqueó la ceja.

—No muerdo —murmuró, mientras se detenía a su lado—. Al menos, no en público —corrigió con voz profunda.

La cautela se apoderó de ella; sintió cómo le subía el rubor. Él lo advirtió, volvió a arquear la ceja, se volvió y vigiló al grupo, que se había alejado mucho de ellos.

—Supongo que es mejor que los tengamos a la vista.

—Sí —dijo Alathea, apretando el paso; él se puso a su lado.

—¿Ya has sabido algo de Witts?

—No; tenía su cita a las once.

Acababan de dar las doce del mediodía.

—¿Irás al baile de los Clare esta noche?

—Sí.

—Bien. Te encontraré allí.

Alathea asintió. Era uno de los beneficios de haber desenmascarado a la condesa: ahora podían encontrarse con facilidad para intercambiar informaciones.

—He leído ese libro del explorador. Al menos, las partes relevantes.

Mientras sacudía la sombrilla y la guardaba en su bolso, sintió la mirada de Gabriel sobre su rostro.

—¿Te has quemado las pestañas leyendo de noche?

Le echó una mirada. No necesitaba que él le dijera que tenía ojeras.

—¿En qué otro momento hallaría tiempo para leer?

La acidez de la respuesta no tuvo un efecto discernible.

—Tampoco se trata de que te agotes. ¿Qué es esto? —preguntó, cogiendo la hoja que ella le tendía.

—Es la descripción que el explorador dio de esos tres poblados.

Gabriel la examinó mientras caminaban; sus cejas se alzaron gradualmente.

—Qué interesante. ¿Cuándo estuvo en esos lugares?

—El año pasado. El libro acaba de ser publicado —informó Alathea, acercándose para ver la hoja. Señaló un párrafo—. Según recuerdo, Crowley dijo que la compañía le había comprado un gran edificio en Fangak a una agencia gubernamental francesa para alojar a los trabajadores que participan en la construcción de las minas de la compañía. De acuerdo con el explorador, Fangak es «una serie de endebles chozas de madera lejos de la civilización».

—Crowley también dijo que Lodwar estaba sobre una ruta principal. En lugar de eso, parece ser una minúscula aldea a mitad de camino de la ladera de una montaña, «muy lejos de senderos conocidos».

—Es evidencia, ¿no? —preguntó Alathea, mirándolo a la cara.

La miró y asintió. Dobló la nota y la deslizó en su bolsillo.

—Pero necesitaremos más —dijo y miró al grupo que iba delante de ellos—. ¿Qué te parece?

—Bastante prometedor. Esher parece más seguro cada día, mientras que Carstairs… —comentó Alathea, ladeando la cabeza al considerar al joven caballero—. Creo que está tratando de exprimir su coraje, pero no puede creer que esto realmente le esté pasando a él.

—Pobre tipo —gruñó Gabriel.

Alathea simuló no haberlo oído.

Continuaron caminando, siguiendo a los otros. En un momento dado, Gabriel se detuvo.

—Aquí os dejo.

Alathea se volvió hacia él, sólo para sentir sus dedos muy cerca de los suyos. Él le tomó la mano y la consideró: dedos finos atrapados por los suyos. Luego alzó la vista hasta sus ojos.

Ella no podía respirar ni pensar. Estaba cerca de ella; por la altura de ambos, la sombrilla les daba sombra a los dos, creando una ilusión de privacidad en medio del parque. Nunca intercambiaban los cumplidos de rutina, darse la mano, o una reverencia, pero ahora él la tenía cogida de la mano y ella a él. Alathea se preguntó qué iba a hacer él, que sonrió, burlón, y dijo:

—Te veré esta noche.

Le apretó brevemente la mano y luego la liberó. Se despidió con una inclinación de cabeza.

Alathea se quedó inmóvil, y lo observó marcharse. Parte de su mente notó que se había ido justo antes de que su demorado paseo los hubiese llevado hasta la senda de los carruajes, en ese momento atestada con los vehículos de las matronas de la aristocracia, incluidas la madre y la tía de Gabriel. El resto de su mente estaba absorta con la candente pregunta sobre qué iría a hacer él, qué táctica iba a seguir con ella.

La situación entre ellos había cambiado y aun así él la quería, incluso ahora que sabía quién era ella. Intentaba poseerla, continuar con sus relaciones ilícitas: por más sorprendente que pareciera, eso estaba claro.

Y había poco más.

Con la condesa desenmascarada, el control de la relación que había entre ambos estaba en manos de él. Estaba totalmente en su poder, un poder que ella sabía, no era tan ingenua como para dudarlo, que él iba a utilizar si se lo provocaba.

El pequeño grupo que ella había estado observando estaba ahora delante. Enderezó su parasol y se puso a caminar en su dirección.

No podía saber qué tenía él en la cabeza, así como no podía estar segura de sus motivos. En vista de sus encuentros en Bond Street y Bruton Street, y dejando de lado el resto, podía simplemente querer castigarla. Su conducta actual bien podía ser una fachada adoptada para facilitar las cosas, mientras investigaban a la compañía. Él era lo bastante honrado como para dejar de lado sus propios sentimientos mientras se enfrentaban a aquella amenaza. Pero, después, podría esperar algún tipo de retribución.

Por suerte, Gabriel raramente le guardaba rencor a alguien. Para el momento en que la investigación hubiese terminado, era posible, incluso probable, que su interés en ella se hubiera desvanecido, que se sintiera aburrido de ella y dirigiera sus esfuerzos hacia nuevas conquistas.

Ceñuda, Alathea subió la pendiente donde estaba el carruaje y se preguntó por qué la idea de que él se aburriera de ella y abandonara cualquier noción de retribución no la tranquilizaba.