Capítulo 12

—¿ALLIE?

Alathea parpadeó y trató de distinguir. Con mirada preocupada, Alice la contemplaba del otro lado de la mesa del desayuno.

—¿Vienes al jardín con nosotras? —preguntó Mary que, sentada al lado de Alice, también parecía preocupada.

Alathea les lanzó una sonrisa.

—Estaba pensando en cualquier cosa. Cojo mi sombrero… Id delante.

Se levantó con ellas y, en el vestíbulo, se apartó para subir a su cuarto a buscar su sombrero de jardinería. No obstante, tardó casi media hora en llegar al jardín.

Mary y Alice no la habían esperado, sino que habían comenzado a desmalezar el largo borde. A pesar de que levantaron la vista cuando Alathea se acercó y de que le sonrieron a modo de bienvenida, era evidente que habían estando intercambiando confidencias, comentarios susurrados sobre sus expectativas, sus sueños. Tras devolverles la sonrisa, Alathea examinó sus trabajos y luego miró alrededor.

—Comenzaré en el arriate central.

Las dejó con sus sueños y se apartó para lidiar con los suyos.

El arriate central rodeaba una fuente pequeña, donde había un duendecillo acuático en el acto de hacer que salieran gotas de una regadera para caer dentro un amplio cuenco. Tras desplegar un tapete de rafia junto al arriate, que estaba lleno de pensamientos, Alathea se arrodilló, se puso sus guantes de algodón y comenzó.

A su alrededor, su familia cumplía felizmente con sus rutinas mañaneras. Jeremy y Charlie aparecieron por detrás de la casa, arrastrando ramas secas, cortadas a los arbustos demasiado crecidos. En media hora llegaría el profesor particular de Jeremy, y Charlie se pondría su atuendo de calle e iría a pasar el día con sus amigos de Eton. La señorita Helm y Augusta, aferrada a la omnipresente Rose, habían salido a sentarse en el banco de hierro forjado; por lo que Alathea pudo oír, estaban enfrascadas en una sencilla lección de botánica. Al cabo de alrededor de una hora, ella, Mary y Alice se retirarían para lavarse, cambiarse y prepararse para su excursión matinal, cualquiera que fuera la que Serena hubiese organizado. Serena pasaría por el tamiz las invitaciones, enviaría notas y planearía el mejor itinerario para los acontecimientos de la temporada. Alathea estaba contenta de que esas estrategias fueran responsabilidad de Serena; ya era bastante malo tener que desmalezar.

La ficción que habían pergeñado para ocultar el hecho de que no podían permitirse un segundo jardinero —uno que se hiciera cargo de los macizos y los arriates del parque y del jardín de la casa londinense— era que Alathea disfrutaba de plantar y desmalezar y que a Serena le parecía bien que también sus hijas se hicieran expertas en el arte de crear un bonito macizo. Y, claro, todo caballero debería tener algún conocimiento en la creación de paisajes. Afortunadamente, el paisajismo, los macizos y los arriates eran la moda, aunque las damas y los caballeros generalmente se limitaban a supervisar tales proyectos, fina distinción que el conde, Serena y Alathea habían omitido mencionar.

Mientras cogía una brizna de hierba que asomaba descaradamente entre un macizo de pensamientos, Alathea suspiraba. Preferiría no volver a ver un hierbajo en su vida, pero… De un tirón, desraizaba la planta intrusa y la arrojaba sobre el césped, a su lado. Apartando las hojas de los pensamientos, buscaba más malas hierbas.

Por supuesto que, tan pronto como sus manos se ocupaban, comenzaba a divagar…

Nunca más podría volver a encontrarse con él en privado. Nunca jamás. La condesa iba a tener que retirarse; sin embargo, no podía desaparecer. A pesar de que había disfrutado inmensamente de la noche anterior, no podría arriesgarse de nuevo a un encuentro semejante.

En un carruaje. Todavía no podía creerlo del todo. No lo creería si no fuera porque había estado allí… ¿Habría algún lugar donde él no pudiese…, no quisiese…?

Minutos más tarde, meneó la cabeza. Luchando por esconder una sonrisa, miró hacia abajo.

Afortunadamente, nadie la vio. Reunió la fuerza suficiente como para darle la orden a Jacobs de llevarla a Grosvenor Square, mientras a duras penas se ponía la camisa, las medias, los zapatos y el vestido. Debía dejarse el cabello suelto. Dios sabía qué había hecho Jacobs con los alfileres que, para entonces, ya habría descubierto en el suelo del carruaje. Escondida detrás de su velo y capa, estaba a salvo de la mirada de Crisp. Aparte de Jacobs, que había estado ocupado con su tiro, el único despierto cuando ella regresó era Crisp. Había dejado instrucciones estrictas de que ni siquiera Nellie la esperase levantada, bajo pena de producirle un considerable desagrado. Había hecho lo mismo la noche que fue al Burlington; podía estarles agradecida a las estrellas.

De modo que nadie sabía que ella había perdido la gracia divina. Para ella, más bien había sido como una elevación. Ciertamente una revelación, una inducción a un reino de felicidad terrenal. No era de las que se regodeaban en lamentaciones sin sentido: lo había vivido todo y estaba exultante por la noche anterior, y por ello sólo podía estar contenta.

Incluso en ese momento, no estaba libre del persistente hechizo. No se había imaginado que las actividades teóricamente restringidas a la cama matrimonial podían producir tal grado de interacción, un viaje hacia otra dimensión del sentimiento, en la que el mundo se derrumbaba y reinaba la emoción. Había tenido la primera insinuación de ese estado de dicha durante la noche que habían pasado en el Burlington. La noche del día anterior habían ido mucho más lejos, a través de paisajes de placer inigualable.

Y eso les había ocurrido a ambos, no sólo a ella. Él había estado allí, a su lado; ¿había sido su inexperiencia, o él se había sentido tan atónito como ella ante el éxtasis? Fuera como fuese, ambos habían compartido el viaje, el descubrimiento, la abrumadora saciedad, seguida por su inmersión en un pozo de paz profunda.

Había sido la noche más gloriosa de su vida.

No podía evitar preguntarse qué había pensado él, mientras la tenía desnuda sobre las rodillas. Supuso que aquello había sido parte de algún plan: él siempre estaba planeando cosas. Tuvo la fuerte sospecha de que él había tratado de hacer que ella sintiera que estaba en su poder. Tuvo que sonreír. Él no podía saber que ella se iba a sentar allí, desnuda ante él, orgullosa del poder que tenía sobre él.

Porque había habido poder: esos instantes oscuros, ilícitos, habían estado cargados de poder; pero, por cada cuota de poder que él ejerciera sobre ella, ella lo ejercía en la misma proporción sobre él.

Ella lo había sorprendido cuando le declaró que lo deseaba. Otras damas no habrían sido tan audaces. Pero él no se había mostrado renuente en absoluto… oh, no. Si no lo hubiera hecho suyo, él la habría hecho suya a ella.

Cálidos recuerdos la atravesaron, allí, arrodillada bajo el sol, dejó que su mente volara.

Una risita de complicidad de Alice la trajo de vuelta; parpadeó y vio la planta de pensamientos que sostenía en la mano, con las raíces colgando.

Con una muda maldición, Alathea volvió a plantarla en el agujero del que la había arrancado y rápidamente la apisonó. Luego, controló su pila de hierbas. Otras dos plantas de pensamientos fueron prontamente replantadas. Lo único que deseó fue que, si se secaban, no le dejaran un agujero en el cantero.

Con un suspiro, se sentó sobre sus talones, ignorando los pinchazos en los muslos. Tenía que olvidar lo ocurrido la noche anterior. Tenía que determinar de qué manera iba a proceder después de aquello. Le pareció que sólo estaría a salvo en una calle atestada, a plena luz del día, y que, asimismo, iba a tener que llevar una máscara debajo del velo.

Le resultaría fácil comunicarse con él por medio de cartas, pero no veía de qué manera él podría responderle. Y lo conocía demasiado bien como para desafiarlo: si cortaba todo contacto, la perseguiría. No intentaría descubrir su identidad, sino descubrirla a ella.

Estaba muy decidido, muy concentrado; en tal estado, sería imparable.

¿Adónde la conduciría eso?

No quería ni pensarlo.

No. Folwell la mantendría informada de los movimientos de Gabriel. Si fuera necesario, le enviaría notas hasta que descubrieran algo más; luego se reunirían en Grosvenor Square.

Eso la llevó a preguntarse qué más podría hacer para proseguir con sus investigaciones. Evocó los diarios de viajes y aventuras de lady Hester Stanhope por un momento y volvió a observar el largo arriete.

Tras incorporarse, se sacudió los guantes y se los quitó. Se paseó a lo largo del cantero, para dar a entender que estaba evaluando el progreso que habían hecho y luego asintió con la cabeza.

—Ya hemos hecho suficiente por hoy —concluyó, encontrándose con los brillantes ojos de Mary y de Alice—. Me gustaría visitar Hookhams de nuevo. ¿Queréis venir?

—¡Oh, sí!

—¿Ahora?

Alathea se dirigió hacia la casa.

—Una visita rápida. Estoy segura de que a Serena no le importará.

Encontró lo que buscaba en la biografía de un explorador, un mapa auténtico del este de África Central que mostraba algo más que las grandes ciudades. El mapa le reveló que Fangak, Lodwar y Kingi —Kafia Kingi, para ser exactos— eran pequeños poblados.

Echándose hacia atrás en la silla, detrás del escritorio de su despacho, Alathea ponderó su descubrimiento. ¿Significaba algo bueno? ¿O debía sentirse desanimada?

A su alrededor, la casa estaba en paz. La lámpara del escritorio arrojaba su luz sobre un libro abierto. En la chimenea, brillaban las brasas, poniéndole calidez a la noche. Había aprovechado todos los momentos libres durante el día para recorrer la pila de biografías y diarios que había tomado en préstamo de Hookhams. Finalmente, había descubierto algo, algo real.

Decidió que se trataba de buenas noticias. Al menos les daban algo para comprobar. Seguramente serían capaces de encontrar a otra persona, aparte del misterioso capitán, que conociera la región, ahora que ella sabía cuál era el área en la que debía buscar.

En las escaleras, el reloj sonó al dar la hora. Tres de la mañana, el inicio de un nuevo día. Sofocando un bostezo, Alathea cerró el libro y se levantó. Definitivamente, era hora de irse a la cama.

Al día siguiente pasó la tarde dentro de los venerables salones de la Royal Society.

—Desafortunadamente —le informó el secretario, mirándola a través de unos quevedos de cristales gruesos—, por el momento no hay programadas conferencias sobre el este de África Central.

—¡Oh! ¿Y podría la sociedad recomendarme a algún experto a quien pudiera hacer una consulta?

El hombre frunció los labios, la miró fijo y asintió con la cabeza:

—Si gusta tomar asiento mientras consulto los archivos…

Sentada en un banco de madera que estaba a lo largo de la pared, Alathea esperó durante unos quince minutos, hasta que vio retornar al hombre visiblemente molesto.

—No tenemos en los archivos ningún experto en el este de África —le informó—. Tenemos tres que son especialistas en la parte occidental, pero no en el oriente.

Alathea le dio las gracias y se retiró. Se detuvo a pensar en los escalones y luego se dirigió hacia el carruaje.

—Jacob, ¿dónde podremos localizar cartógrafos en la ciudad?

La respuesta fue el Strand. Preguntó en tres establecimientos distintos y obtuvo la misma respuesta. Para hacer los mapas de África Oriental se habían basado en las notas de los exploradores. Y sí, tenían pocos detalles, pero estaban esperando su confirmación para ampliarlos.

—Nunca lo haría, señorita —la instruyó un caballero correcto, aunque algo envarado—. No publicaría un mapa donde mostráramos pueblos de cuya localización tuviéramos dudas.

—Comprendo —contestó Alathea, se dio la vuelta para retirarse, pero se volvió repentinamente—. Los exploradores cuyas notas quiere confirmar, ¿se encuentran en Londres?

—Lamentablemente no, señorita. En estos momentos, todos están en África explorando.

No quedaba nada más por hacer que sonreír e irse. Derrotada.

Alathea retornó a Mount Street abrumada de cansancio.

—Gracias Crisp —dijo al mayordomo, alcanzándole su sombrero—. Me sentaré por un rato en la biblioteca.

—De acuerdo, señorita ¿Quisiera usted té?

—Por favor.

Cuando llegó el té, no sirvió de nada para aliviar el sentimiento de impotencia que la inundaba. Cada vez que pensaba haber encontrado algún dato sustancial, la prueba se evaporaba. Sus esperanzas se elevaban sólo para ser derribadas. Mientras tanto, los días pasaban. Se aproximaba, inexorablemente, el día en que Crowley reclamaría su pagaré. La fatalidad la miraba a través de los ojos de Crowley.

Alathea suspiró. Dejó a un lado su taza vacía, se recostó en su sillón y cerró los ojos. Tal vez, si sólo descansaba unos minutos…

—¿Estás dormida?

Dándose cuenta de que lo estaba, Alathea parpadeó y luego sonrió, con una alegría espontánea, ante la pequeña carita de Augusta.

—Hola, cariño. ¿Dónde has estado hoy?

Tomando la pregunta como una invitación, Augusta trepó sobre los muslos de Alathea y se sentó de forma que pudiese verle el rostro. Colocó a Rose entre ambas, y procedió a distraer a Alathea con un relato pormenorizado de cómo había transcurrido su día. Alathea la escuchaba y hacía una pregunta aquí o allá, e intercalaba comentarios comprensivos cuando le parecía oportuno.

—Así que, ya ves —concluyó Augusta, abrazando a Rose y acurrucándose, colocando la cabeza en el pecho de Alathea—, ha sido un día terriblemente atareado.

Alathea se rio y con una mano le acarició el cabello a la niña. Con sus pequeños brazos y su cuerpo apretado contra ella, le hizo sentir un cálido y emotivo estremecimiento. Augusta era la hija que hubiera deseado tener. Apartó ese pensamiento de inmediato. Estaba obviamente muy cansada.

Demasiada investigación. Muchos encuentros.

Augusta se estremeció y se sentó rápidamente:

—¡Hmm! —dijo, oliendo el cuello de Alathea—. Hueles muy bien, hoy.

La sonrisa con la cual pensaba responder al cumplido de Augusta se le heló en la cara cuando se dio cuenta de lo que eso significaba.

Se había puesto el perfume de la condesa.

¡Santo Dios! Cerró los ojos. ¿Qué habría pasado si se hubiera encontrado a Gabriel? Había estado en la ciudad y, más temprano, no muy lejos de St. James, uno de sus lugares habituales.

Recomponiéndose, abrió los ojos y le dijo:

—Ven, tesoro, necesito subir y lavarme antes de la cena.

Antes de que cualquiera pudiese darse cuenta, había dejado de ser la otra mujer.

Dos noches más tarde, Alathea estaba sentada con Jeremy en el cuarto que hacía las veces de aula, con Augusta sobre el regazo, y un atlas detallado tomado en préstamo de Hookhams, abierto sobre la mesa, cuando apareció en la puerta la pequeña criada auxiliar, sin aliento.

—Por favor, lady Alathea —apremió al entrar—, es hora de que se vista, milady.

Al notar el modo en que la pequeña criada se retorcía las manos y no sabía qué hacer, Alathea miró el reloj que estaba encima de la chimenea.

Entonces comprendió el motivo de la agitación.

—Bueno —tras alzar a Augusta y ponerla sobre el asiento con un beso cariñoso, Alathea miró a Jeremy a los ojos—. Continuaremos con esto mañana.

Muy contento de escaparse de los grilletes de la geografía africana, Jeremy sonrió y se volvió hacia Augusta.

—Vamos, Gussie. Antes de la cena podremos jugar a la lucha.

—No soy «Gussie». —El tono de la protesta de Augusta contenía malos presagios para la paz de la tarde.

—Jeremy…

Desde la puerta, Alathea lo miró fijamente de un modo maternal.

—Oh, está bien. Augusta… Bueno, ¿quieres jugar o no?

Tras dejarlos en razonable armonía, Alathea se precipitó a su cuarto. Para cuando llegó, estaba aún más nerviosa que la criada. Iban a cenar a casa de los Arbuthnot; luego, asistirían al baile que ofrecían sus viejos amigos para presentar formalmente a su nieta ante la sociedad. Era un gran acontecimiento; todas las damas importantes estarían allí. Llegar tarde a una cena semejante, sin tener como excusa una catástrofe, significaría hundirse sin atenuantes.

Pero la criada, quien sólo la ayudaba a prepararse para los bailes sin cena que los precediera, no se había dado cuenta de lo temprano que Alathea debía empezar a arreglarse, hasta que advirtió que Serena, Mary y Alice ya estaban ocupadas vistiéndose.

«¡Oh, Dios!». Alathea dominó el pánico que se había apoderado de ella cuando con la mirada recorrió el cuarto sin encontrar ni noticia de camisa o medias, por no mencionar su vestido y guantes… Nellie siempre lo tenía todo listo, pero con la criada, tenía que especificar cada prenda.

Por un instante, Alathea consideró la posibilidad de inventarse un horrendo dolor de cabeza, pero eso dejaría a la anciana lady Arbuthnot con un número de comensales disparejo en su mesa. Ahogando un suspiro, llamó a la criada.

—Rápido. Ayúdame con estos cordones.

Al menos el agua caliente estaba lista y esperándola.

Mientras se sacaba el vestido y se lavaba a toda prisa, dio una serie de órdenes referentes a todas las prendas que necesitaba para estar presentable. Con el rabillo del ojo, vigilaba a la joven criada, asegurándose de que cada prenda fuese la correcta antes de pedir la próxima.

Vestirse a toda prisa era una de sus peores pesadillas; odiaba correr, en especial cuando tenía por delante un acontecimiento importante en el que sabía que sería juzgada por las miradas más agudas de la alta sociedad.

Mientras se secaba el rostro con la toalla, Alathea sacudió la cabeza.

—No…, esos no. Mis zapatos de baile. Los que no tienen tacones.

Corriendo hasta la cama, se quitó la camisa de lino y se metió en la bienvenida frescura de la de seda. Al menos, con las modas actuales, no tenía que preocuparse por llevar enaguas. Se pasó precipitadamente el vestido de seda color ámbar por la cabeza, tiró de él hacia abajo, se lo acomodó, y por fin giró y dejó que la criada le atase los cordones. En el momento en que el último quedó sujeto, corrió hacia el tocador, se desplomó sobre el taburete y hundió las manos en su cabello.

Las horquillas volaron.

—Rápido…, tendremos que trenzarlo.

No había tiempo para ningún peinado más sofisticado.

Sólo cuando la criada alcanzó el final de la larga trenza, Alathea advirtió que necesitaba dos trenzas para hacerse una tiara.

—Oh —exclamó, y por un instante se quedó con la mirada perdida; luego apartó a la criada y recogió la trenza—. Mira… si lo hacemos así, quedará pasable.

Enrolló hacia abajo la mitad de la gruesa trenza, se la puso en la nuca y empleó la larga terminación para doblarla y atársela. Poniendo horquillas a diestro y siniestro y de arriba abajo, aseguró frenéticamente lo que pasaría por un rodete trenzado.

—¡Listo! —dijo, y movió la cabeza para confirmar que la mata de cabello estaba debidamente segura; luego, se ordenó los mechones que habían quedado sueltos alrededor del rostro de modo que formasen un leve flequillo. Se inspeccionó una vez más y asintió—. Ya está.

Abrió un cajón de la cómoda y hurgó entre sus tocados. Hizo una mueca ante uno, de fina redecilla, incrustado con cuentas de oro.

—Este tiene que servir —dijo, y colocándolo sobre su cabello de modo que el extremo inferior se curvara sobre el rodete, lo prendió con un alfiler.

Ya ante la puerta, escuchó las voces de Alice y Mary, y luego sus pasos presurosos por la escalera. Alathea contuvo el deseo de mirar el reloj: no tenía tiempo para eso.

—Joyas —se recordó.

Al abrir su joyero, parpadeó.

—Oh —exclamó, y su mano recorrió el bien ordenado contenido.

—Me tomé la libertad de ordenarlo, señorita. Nellie me dijo cómo tenía que ordenar y limpiar todos los días.

Tras dirigir una mirada estupefacta a la expresión pacífica de la cara de la muchacha, Alathea volvió a mirar el joyero.

—Sí… Bueno. Está bien.

Excepto por el hecho de que ahora ella no tenía ni la más mínima idea de dónde estaban los pendientes de perlas, por no hablar del colgante que hacía juego con ellos. Hundiendo sus dedos en el joyero y desarreglando su contenido, Alathea desenterró los pendientes. De pie, se inclinó hacia el espejo y se los colocó rápidamente.

—¿Allie? ¿Estás lista?

—Abre la puerta —le dijo Alathea a la criada. Tan pronto como la puerta estuvo abierta, exclamó—: ¡Ya salgo! —Y revolvió de nuevo en su joyero.

En un rincón vio el frasco de cristal veneciano que contenía el perfume de la condesa. Después de su reciente error decidió no volver a arriesgarse: el frasco era parte de una pareja idéntica. El otro contenía su perfume habitual. Lo había dejado en la mesa. Sus dedos dieron por fin con la cadena de oro que estaba buscando y se la colocó alrededor del cuello.

—Rápido.

Los dedos de la criada fueron precisos: el broche se cerró al tiempo que Mary salía por la puerta.

—El carruaje ya está listo. Mamá dice que tenemos que salir ahora.

—Ya termino.

Tomó el frasco de la mesa, se roció el perfume generosamente y luego dio media vuelta.

—¡Oh, no! Ese bolso no. ¡El pequeño dorado!

La criada hurgó en el armario de Alathea, y mantones y chales salieron volando.

—¿Este?

Mientras recogía el chal que estaba en la cama, Alathea se dirigió hacia la puerta.

—¡Sí!

Agitando el bolso, la criada persiguió a Alathea por el corredor.

Con el chal sobre los codos, Alathea cogió la cartera, comprobó que contenía un pañuelo y alfileres, y alargó el paso, bajó los escalones de dos en dos, corrió atravesando el vestíbulo, salió por la puerta que Crisp sostenía abierta, bajó por la escalera de la entrada y se zambulló dentro del carruaje.

Folwell cerró la puerta detrás de ella y el carruaje se puso en marcha.

La multitud en el baile de lady Arbuthnot era insoportablemente numerosa. Gabriel, que había llegado tan tarde como pudo, se preparó para la lucha, bajó los escalones y se sumergió entre el gentío. Impedido de apoyarse contra la pared —no había quedado espacio alguno sin gente—, caminó entre los presentes, vigilando con ojo avizor para ver de antemano y evitar a los más interesados en encontrarse con él.

Entre los primeros de la lista de las personas que quería evitar estaban damas como Agatha Herries. No la vio con la suficiente anticipación; se cruzó directamente en su camino. Sin alternativa, se detuvo ante ella. La dama le sonrió maliciosamente y le apoyó una mano sobre la manga.

—Gabriel, querido.

—Agatha —saludó con una inclinación de la cabeza.

Su voz fue la esencia misma del desaliento. A pesar de ello, la sonrisa de lady Herries se hizo más intensa. Sus ojos brillaban, calculadores.

—Me pregunto si, tal vez, podríamos encontrar un lugar tranquilo.

—¿Para qué?

La mujer lo estudió, luego dejó que sus pestañas velaran sus ojos y lentamente le acarició el brazo.

—Para una pequeña proposición que me gustaría hacerle. Una cuestión personal.

—Puede decirme lo que sea aquí. Con este barullo, es poco probable que alguien pueda oírnos.

La idea no le gustó, pero lo conocía demasiado bien como para presionar.

—Muy bien —aceptó, mirando alrededor, y luego fijó la vista en él—. Parece que usted está destinado a elegir esposa pronto. Quería asegurarme de que fuera plenamente consciente de todas sus opciones.

—¿Ah, sí?

—Mi hija, Clara… Seguramente la recuerda usted. Ha sido bien educada para ser una esposa complaciente y, aunque nuestras propiedades y linaje no estén tal vez a la altura de los Cynster, habría, claro, compensaciones.

El tono de su voz, el brillo lascivo en sus ojos no dejaba duda de la naturaleza que tendrían esas «compensaciones».

Gabriel la miró con frialdad, luego dejó caer su máscara y mostró su desagrado y repugnancia. Lady Herries palideció y retrocedió, y tuvo que disculparse ante una dama a la que había empujado.

Cuando volvió a mirar a Gabriel, la expresión de este era otra vez impasible.

—Usted no está bien informada. En este momento, no estoy buscando esposa —dijo, e hizo una reverencia con la cabeza—. Si me disculpa…

Apartándose de lady Herries, Gabriel continuó su marcha, en busca no de una mujer, sino de una viuda. Cuando la encontrara, tras retorcerle el cuello y administrarle algunos otros tormentos físicos, pensaría en casarse con ella.

Pero primero, tenía que encontrarla.

Tenía que estar allí. Casi todo el mundo que importaba estaba en ese baile. Era de su círculo —de eso no cabía duda—, pero ¿dónde estaba?

Detrás de su fachada de elegante distancia, se sentía decididamente desalentado. Había estado seguro de que recibiría una de aquellas citas de la condesa la noche posterior al paseo nocturno. Pero no. Pasó toda la noche con Chance, que asomaba y retiraba la cabeza por la puerta del salón como un muñeco de resorte, preguntándose por qué se quedaba en su casa. Frenando su impaciencia —lo cual no resultaba fácil después de ese interludio de medianoche y de la tempestad de emociones que ella había desatado en él—, aguardó en casa la noche siguiente, sin gran éxito.

Ahora estaba ansioso —vorazmente ansioso—, no sólo de verla, sino de saber que era suya, de saber dónde estaba, de saber que podría tenerla cada vez que quisiese. Estaba muy tenso, malherido por un deseo de poseerla más intenso que el que le hubiera provocado jamás ninguna otra mujer en todos sus años de libertino. Tenía que descubrir quién era ella, dónde vivía, dónde estaba.

Su ejemplar del Índice nobiliario de Burke había empezado a ejercer una atracción hipnótica sobre él. Se descubrió a sí mismo hojeando el tomo encuadernado en cuero un buen número de veces. Pero le había prometido… dado su palabra… la palabra de un Cynster.

Había pasado toda la noche anterior, solo una vez más, tratando de idear algún modo de darle la vuelta a su promesa. Su tía Helena habría sabido quién era la condesa: ella siempre sabía quién era hijo de quién, quién había muerto recientemente, quién acababa de casarse con una novia joven. Por desgracia, Helena informaría inmediatamente a la madre de Gabriel sobre la pregunta, y prefería evitarlo. Durante horas, jugó con la idea de acogerse a la misericordia de Honoria y solicitarle ayuda. Ella se la daría, pero tendría un precio; nada era más seguro. La actual duquesa de St. Ives no era de las que dejaban pasar las ventajas que podían obtener sobre los demás. Haber contemplado la posibilidad de pedirle algo era la medida de la desesperación de Gabriel.

Al final, concluyó que su promesa —la promesa que la condesa le había hecho cumplir tan astutamente— lo tenía completamente atado y no le dejaba espacio para maniobrar. Reducido a sus propios recursos, estaba allá esta noche con el único propósito de rastrearla.

Ella —su hurí—, la mujer que había atrapado su alma.

Alzando la cabeza, inspeccionó el salón. El único rasgo que ella no podía ocultar era su estatura. Presentes había un cierto número de damas altas, pero las conocía a todas y ninguna era la condesa escurridiza. Notó que Alathea estaba en ese momento en la pista de baile, acompañada por Chillingworth. Desvió la vista. Al menos, la danza era un cotillón, no un vals.

—¡Por fin has llegado!

Lucifer luchaba por librarse de la muchedumbre. Gabriel levantó una ceja inquisidora. Su hermano se lo quedó mirando y contestó a su muda pregunta:

—Bien, las gemelas, ¡claro!

Gabriel miró alrededor y descubrió a sus bellas primas en la pista de baile.

—Están bailando.

—Ya lo sé —dijo Lucifer entre dientes—. Pero ya era tiempo de que me reemplazaras en la vigilancia.

Gabriel estudió a las gemelas durante un instante más, después volvió a mirar a Lucifer.

—Ya no. No necesitan que se las vigile. Si nos necesitan, estaremos aquí.

Lucifer, sorprendido, se quedó con la boca abierta.

—¿Qué? No hablas en serio.

—Absolutamente. Ya están promediando su segunda temporada. Ya saben cómo funciona todo. No son bobas.

—Ya lo sé. Sólo Dios sabe lo agudas que son… Pero son mujeres.

—Lo he notado. También he notado que no aprecian nuestros desvelos —dijo Gabriel y, al cabo de una pausa, agregó—: Y podría ser razonable que nos acusaran de interferir excesivamente en sus vidas.

—Ha sido Alathea la que te ha estado llenando la cabeza, ¿no?

—Bueno, sí…

Lucifer se volvió y vigiló a las gemelas. Después de un minuto, preguntó:

—¿De veras te parece seguro?

Gabriel contempló las dos cabezas brillantes que giraban en el baile.

—Seguro o no, creo que tenemos que dejarlas tranquilas. —Y un momento después, dijo—: No sé tú, pero yo tengo otras cosas en qué ocuparme.

—¿De veras? —preguntó Lucifer, arqueando una de sus negras cejas—. Y yo que pensaba que tu humor exageradamente destemplado se debía a la abstinencia forzada y a un exceso de familiaridad con tu propia chimenea.

—No empieces —gruñó Gabriel. Su fachada extremadamente fina amenazaba con romperse.

Lucifer adoptó una actitud impasible.

—¿Quién es ella?

Con un último gruñido, Gabriel se marchó, mezclándose con la multitud y dejando a Lucifer con las cejas levantadas y real preocupación en los ojos.

Quienquiera que ella fuese, tenía que estar por ahí, en alguna parte. Aferrándose a esa convicción, Gabriel comenzó a deambular por el salón.

Alathea estaba recorriendo el largo camino de vuelta desde el tocador de las damas, a donde se había retirado para escaparse de los cada vez más persistentes caballeros, cuando dio con Gabriel entre la multitud. Como hacer cualquier tipo de avance a través de la muchedumbre requería constantes giros, a pesar de ser tan altos, ninguno de los dos pudo advertir que se acercaba el otro.

De repente, estuvieron frente a frente, y a muy poca distancia.

Ambos se sobresaltaron y se pusieron tensos. Gabriel instantáneamente ocultó su reacción habitual ante ella. Alathea lo vio y rogó que él pensara que su sobresalto se debía pura y simplemente a la sorpresa y no al impacto como de terremoto que le había provocado el encuentro. Contuvo la respiración, abrió mucho los ojos. Así los mantuvo. Estaban tan cerca que podía sentir la fuerza que emanaba de cada poro de él, casi podía sentir el calor que despedía ese cuerpo enorme contra el suyo, que íntimamente la envolvía, que se hundía profundamente en ella. Se balanceó levemente en dirección a él, pero luego se repuso y contuvo. ¡Que el cielo la ayudase! ¿Sería siempre así a partir de entonces?

Él entornó los ojos. Con un desesperado suspiro, ella se irguió y alzó la cabeza. La mirada de él fue hasta la redecilla con cuentas que ella llevaba; ella levantó aún más el mentón y se aferró a su acostumbrada altanería.

—Podría ser dorado, pero…

El genio acudió en su rescate.

—No es de mal gusto. Si te atreves a decir eso… —le dijo, sosteniéndole la mirada por un instante más, lo suficiente como para saber que debía marcharse—. Nada tengo que decirte; dudo de que tengas algo civilizado que decirme. Tengo mejores cosas que hacer que quedarme aquí, cruzando espadas contigo.

—¿De veras? —preguntó con expresión de furia.

—De veras… y tampoco quiero oír tu opinión sobre nada más.

—¿Porque podría ser cierta?

—Más allá de su exactitud, para mí, tus opiniones no valen nada.

Dicho eso, intentó irse, pero el gentío era tan compacto que no podría pasar, a menos que él le cediera el paso.

No lo hizo de inmediato. La miró un instante, buscando (ella rogó que no encontrara). Luego, inclinó la cabeza y se movió.

—Como siempre, puedes irte al demonio.

Le echó una mirada de regia indiferencia y pasó de un empujón. Sus pechos rozaron el brazo de él, uno de sus muslos tocó el muslo de Gabriel. El temblor que la sacudió casi la hizo doblar las rodillas. Con un nudo en el estómago, mantuvo la espalda rígida y prosiguió su marcha, alejándose. No se atrevió a mirar atrás.

Meneando la cabeza, Gabriel aguardó que los músculos que se le habían tensado con el roce se relajaran. Ambos se habían tocado muy poco a lo largo de los años, pero el efecto que ella le causaba no había menguado. Cuando su pecho se relajó, respiró profundamente…

Ella estaba cerca.

De inmediato, inspeccionó la multitud que lo rodeaba. Ninguna mujer a la vista era lo suficientemente alta, pero no podía equivocarse con el perfume. Era la esencia que ella usaba, el aroma que envolvía sus sueños. Volvió a aspirar. El perfume todavía era fuerte, pero se dispersaba. Ella había estado muy cerca…

Sus músculos se volvieron de piedra. Lentamente, se volvió y se quedó mirado la esbelta espalda de la mujer excepcionalmente alta de quien, hasta hacía un momento, había estado cerca.

No podía ser.

Por un minuto, su mente rechazó tajantemente lo que le gritaban sus sentidos.

Luego, la realidad estalló.

Alathea sintió la mirada de Gabriel sobre su espalda, como un cuchillo entre sus omóplatos. Los pulmones se le cerraron; el pánico se aferró a su estómago. Lanzó una mirada hacia atrás.

A empujones, se iba abriendo paso entre la multitud, siguiéndola. Los ojos de Gabriel se encontraron con los de ella, tenían una expresión primitiva. Por un instante, su visión la paralizó. Luego giró y trató de ir más rápido, de deslizarse por entre el gentío y escaparse.

La multitud se hacía cada vez más densa. Lady Hendricks la llamó y le hizo una seña; Alathea tuvo que detenerse, sonreír, saludar. Después prosiguió su marcha, esquivando gente sin cesar, saludando, mientras buscaba desesperadamente un camino más despejado entre la muchedumbre…

Dedos firmes la cogieron por el codo.

Se quedó helada. En el instante en que recuperó su aterrada razón, él inclinó la cabeza y murmuró.

—No te molestes.

Con sus labios rozó la oreja de ella. Alathea reprimió un escalofrío y se puso tensa. Él permaneció a su lado, asiéndola del codo como si sus dedos fueran tenazas; aun sin su advertencia, ella supo que no podría soltarse. Y él estaba furioso. Más que furioso. Su ira se derramaba sobre ella. ¿Qué era lo que la había delatado?

—Por aquí.

Había estado mirando por encima del mar de cabezas; ahora la conducía hacia uno de los lados del salón. Ella forzó sus pies para que se movieran. No podía causar una escena, no allí. Con el humor que tenía en ese momento, él era capaz de todo, hasta de alzarla, arrojarla por encima de su hombro e irse sin decir una palabra. Había que lidiar con su mal genio, una vez desatado; desafiarlo ahora sería insensato. Mientras se desplazaban hacia una de las paredes, ella luchaba por dominar su razón y reunir sus argumentos, sus negativas, afirmándose a sí misma para lo que vendría.

No vio la puerta hasta que se detuvieron ante ella; él la abrió y la hizo pasar a una galería sin luz y, felizmente, libre de invitados. No se detuvo hasta que llegaron al final, donde, por una alta ventana, con las cortinas abiertas, se derramaba la luz de la luna dentro del estrecho cuarto.

La colocó directamente bajo el rayo de luz plateada, se balanceó para mirarla de frente.

La mirada de Gabriel recorrió el rostro de ella, devoró sus rasgos como si nunca antes los hubiera visto. El rostro del hombre parecía cincelado, más duro que la piedra, con bordes filosos. Tenía los labios y la mandíbula apretados, sus pesados párpados estaban demasiado bajos como para que ella pudiese ver sus ojos: la estudiaba. Detuvo la vista sobre la mandíbula de ella, luego alzó los párpados. Por un largo instante, le sostuvo la mirada, ojos color avellana hundidos en ojos color avellana. Rígida más allá de lo soportable, sus nervios se tensaron y se preguntó qué era lo que él podría ver.

—Eras tú.

Aunque maravillado, el tono de su voz no admitía discusión alguna.

Ella enarcó las cejas.

—¿De qué demonios estás hablando?

—¿Lo niegas? Estoy seguro de que puedes fingir mejor que eso.

—Me animo a decir que, si supiera cuál es la maldita idea que se te ha metido en tu calenturiento cerebro, podría lidiar con ella de manera más específica, pero como no sé de qué hablas, la negación se presenta como la opción más segura.

Miró hacia otro lado, demasiado atemorizada de que, si seguía mirándolo a los ojos, vería lo que él sabía de ella —su conocimiento físico de ella— gritado a los cuatro vientos. Entonces ella también recordaría, y sería barrida por su propia vulnerabilidad, permitiendo que él se le abalanzara.

El roce de los largos dedos sobre su rostro casi la hizo caer de rodillas. Él la aferró con mayor firmeza; hizo que volviera la cabeza hasta que los ojos de ambos volvieron a encontrarse.

—Oh, sabes… no tiene sentido negarlo. —Sus palabras sonaron cortadas: la furia bramaba debajo de ellas. Dudó un instante y luego agregó—: El perfume te delató.

¿Su perfume?

La criada. Ordenando. Vaciando su joyero sobre la mesa. Luego, volviendo a poner todo en su lugar. Dos frascos idénticos: uno dentro, otro fuera.

La expresión de Alathea se volvió impenetrable; sus labios comenzaron a formar un «Oh», pero se contuvo y lo fulminó con la mirada.

—¿Qué pasa con mi perfume?

Él esbozó una gélida sonrisa.

—Demasiado tarde.

—¡Absurdo! —exclamó liberando su barbilla de los dedos de él—. Se trata de un perfume poco particular… Yo diría que muchas damas lo usan.

—Tal vez, pero ninguna es tan alta. Tan… bien formada —dijo y, como ella se limitó a enarcar una ceja dubitativa, él aportó algo más—… con experiencia en violar cerraduras.

Alathea frunció el ceño.

—¿Debo entender que estás buscando a una mujer alta que usa el mismo perfume que yo y que sabe violar cerraduras?

—No… Debes entender que la he encontrado.

Su categórica certeza la hizo alzar la vista; él atrapó su mirada. Entornó los ojos y luego dirigió la mirada a los labios de ella. Una atracción insidiosa y fascinante se instaló entre ambos…

Él se le acercó. Alathea contuvo el aliento. Sus ojos se abrieron, fijó la mirada en el rostro duro de él, tembló…

Se abrió la puerta del salón de baile; entraron otros invitados.

Gabriel miró alrededor.

Alathea recuperó el aliento.

—Estás completa y absolutamente equivocado.

Cuando Gabriel quiso darse cuenta, ya se había alejado de él. Pasó entre los otros invitados con gesto regio. La cabeza en alto, deslizándose rápido como si corriera en dirección al salón de baile.