Capítulo 11

ERA una noche sin luna. El viento soplaba sobre los árboles que flanqueaban la senda para carruajes que llevaba a Stanhope Gate. Mientras aguardaban con impaciencia entre las sombras, Gabriel se aguantaba las ganas de sacudir la cabeza.

Encontrarse a medianoche en Stanhope Gate no era mucho mejor que hacerlo en el atrio de St. Georges. La condesa había leído demasiadas novelas góticas. En este caso, o se había olvidado de que los portones del parque se cerraban al anochecer o contaba con que él ejercitara sus singulares talentos con el candado que impedía la apertura de las puertas de hierro. Hizo esto último y dejó los portones abiertos de par en par. No sería la primera vez que alguien se olvidaba de cerrarlos.

Al menos no había niebla, apenas capas de sombras que se extendían sobre la extensión del parque, cambiando y vagando con el viento. Había luz suficiente como para ver, como para distinguir formas, pero no los detalles.

En la distancia, se escuchó el tañido de una campana, la primera nota de la medianoche. Prestó atención a los otros campanarios que se le unieron, sonaron las otras campanadas y la última de las notas murió en la noche inquietante. Volvió el silencio y se instaló.

El traqueteo de la rueda de un carruaje fue la primera indicación de que la espera llegaba a su fin. Había muchísimos carruajes que circulaban alrededor de Mayfair, pero estaban lo bastante lejos para ignorarlos. El uniforme traqueteo continuó, acentuado por el golpeteo de los cascos y luego apareció un pequeño carruaje negro, con las luces apagadas, que atravesó los portones adentrándose en la negrura del parque.

Gabriel avanzó hasta el borde. El cochero cambió la dirección de los caballos; el carruaje aminoró su marcha y se detuvo. Gabriel abrió la puerta y subió, entrando en un lugar aún más oscuro que el dormitorio del hotel Burlington.

Se sentó y sintió que debajo de él había cuero, y una cálida presencia a su lado.

—Señor Cynster.

Gabriel le sonrió a la oscuridad.

—Condesa.

Ella ahogó un grito mientras se apoyaba sobre las piernas de él. A sus dedos les tomó apenas un instante dar con el velo y luego sus labios se posaron sobre los de ella.

Fue un beso abrasador (él se aseguró de que así fuera). Un beso que la aturdió, que hizo que sus sentidos se tambalearan. Un beso para avivar sus fuegos y los fuegos propios.

Los labios de ella se relajaron en el momento en que los de él se afirmaban; se abrieron en el instante en que él trazó su contorno. En sus brazos se derritió a medida que él se ponía más rígido; no alzó la cabeza hasta que ella quedó aturdida y mareada, tan sin aliento que no podía pronunciar las palabras que su mente arremolinada no acertaba a concebir.

Él dudó sólo un instante, sus alientos acalorados se mezclaron en la oscuridad, el ritmo de sus respiraciones se fragmentó. Él sentía sus ansias, sentía los labios hinchados, abiertos, hambrientos a menos de un centímetro de los suyos.

Al acortar la distancia, selló el destino de ella. Y el suyo.

Sin embargo, esta vez estaba decidido a mantener el control, a orquestar sus actuaciones hasta el mismo final. Lo había tramado, planeado y soñado todo. Cuando hubiera hecho con ella todo tipo de travesuras y le hubiera proporcionado todo el espectro de sensaciones que un amante experimentado podía evocar, apostaría su reputación tan duramente ganada a que ella no esperaría otra vez varios días antes de volver a él.

Con sus labios sobre los de ella, rápidamente le quitó la capa y le echó atrás el velo. Apartó sus labios del beso y dejó que las yemas de sus dedos se entretuvieran sobre la delicada piel de la frente de Alathea, el arco de sus cejas, la curva de sus mejillas. Su mandíbula era firme y estaba finamente cincelada; el cuello, largo, esbelto…, elegante.

En la base de su garganta el pulso latía acalorado. El escote abierto de su vestido revelaba el turgente nacimiento de sus pechos llenos. La recorrió con los dedos; sus recuerdos se precipitaron. El deseo se hizo sentir.

El aliento de ella se estremeció sobre los labios de él; tembló en sus brazos.

—¿Qué instrucciones le has dado a tu cochero?

Respiró agitadamente; Gabriel sintió la lucha de ella para pensar.

—Le he dicho que condujera despacio alrededor de la avenida… hasta que terminásemos con nuestro encuentro.

—Perfecto.

Al levantarse, su cabeza tocó el techo del carruaje. Un segundo después, con un bandazo, el vehículo se lanzó hacia delante pesadamente.

Ella se enderezó.

—Yo…

Contuvo la respiración cuando él bajó el brazo y puso una mano posesiva alrededor de uno de sus pechos. Lo amasó y ella se estremeció. Hizo que ella levantase la cabeza, volvió a sus labios y se dispuso a volverla loca.

No fue difícil; ella no opuso resistencia. Parecía muy natural: una mujer profundamente sensual, que se rendía sin condiciones, a la emoción física, a la excitación sexual, al indescriptible deleite de dar y recibir.

Al principio, fue él el que recibió y ella la que dio; luego, retrocedió para reafirmar su control y, después, abordó a conciencia su libreto, su plan cuidadosamente tramado para inmovilizarla con cadenas sensuales.

Con sus labios sobre los de ella, buscó desvestirla.

Despojarla de su vestido no constituía una gran hazaña para alguien con su dilatada experiencia. Pero llevó a cabo la tarea paulatinamente, saboreando cada centímetro de sus curvas a medida que las iba exponiendo, para el trémulo placer de ella.

Su temblor no se debía al frío. Pesadas cortinas sellaban las ventanas del carruaje. Con sus acalorados cuerpos encerrados en ese espacio diminuto, no corría peligro de enfriarse, a pesar del carácter absoluto de los planes de él.

Eso era exactamente lo que quería: con su peso caliente sobre los muslos de él, sus exquisitas curvas llenando las manos de Gabriel y sus labios voraces debajo de los suyos, no necesitaba encauzar el encuentro. Esa noche, el destino estaba de su lado.

La levantó y la liberó con cuidado del vestido hasta dejarlo a la altura de sus caderas; luego, la bajó, dejándola con la parte posterior de los muslos desnudos, expuestos debajo de su breve camisa, en contacto directo con sus pantalones. Por su beso, sintió que la tensión de ella iba en aumento. Se propuso tensarla aún más.

Profundizó en el beso, y la mantuvo quieta rodeándola con un brazo. Cerró la mano sobre su muslo desnudo y fue bajándole el vestido con caricias en sus largas piernas, primero una y luego la otra. Con un movimiento, arrojó el vestido sobre el asiento, a su lado, y tomó el pie de la mujer. Le quitó el zapato, sorprendido al notar su peso. Mientras la despojaba del otro, se dio cuenta de que los tacones eran altos. Rozando con la mano una de sus piernas, localizó la liga a unos centímetros por encima de la rodilla.

Jugueteó con la banda. ¿La dejaba? ¿O la quitaba? Revisó su plan. Los labios de ella se movieron debajo de los de él; luchó por respirar, por sobreponerse a la niebla de deseo con la que él la envolvía. La paralizó con un beso escrutador y cautivante, y rápidamente le sacó las medias, que puso junto con el vestido.

La dejó vestida sólo con su camisa de seda.

La atrajo hacia sí, abrazándola más fuerte; le inclinó la cabeza y se dedicó a su boca. Ella respondió con ardor, prisionera de la caliente maraña de sus lenguas, de la fusión de sus labios.

Sus rápidos dedos desprendieron los minúsculos botones que cerraban la camisa hasta el ombligo. En el instante en que se desprendió el último, él cerró el puño sobre la fina prenda; interrumpiendo el beso, le levantó la camisa por encima de la cabeza de un solo movimiento.

—¡Oh! —exclamó ella, y atrapó el velo, no la camisa. Su mano tocaba ahora piel desnuda; sonrió en la oscuridad. Dejó caer la camisa y alcanzó su cara, tocándola suavemente y enmarcando su mandíbula.

—Tu velo aún está en su lugar.

Era parte del plan: tenerla totalmente desnuda con excepción del maldito velo.

Las manos de ella tantearon; los dedos de una tocaban la parte de atrás de la mano de él, que le acercaba el rostro. Tocó sus labios con la lengua y se abrieron. Él se irguió, luego retrocedió y empezó a mordisquearla, martirizarla, provocarla… hasta que ella se colocó entre sus muslos tratando de satisfacer sus propias demandas, sin estar segura de cuáles podrían ser.

Él sabía. Colocó las manos de ella y sus brazos sobre sus propios hombros, la hizo volverse hacia él. Tomó una pantorrilla desnuda y, recreándose en la piel suave, le hizo levantar la pierna, elevándola por encima de sus muslos mientras la hacía darse la vuelta; luego la liberó, la dejó caer, felizmente desnuda excepto por su velo, sentada a horcajadas sobre sus largos muslos.

Oh, sí. Antes de que siquiera tuviese tiempo de pensar, le cogió el rostro con ambas manos, manteniéndola inmóvil para darle un beso incendiario, un beso que los dejó a ambos sin aliento, ardientes y anhelantes. El de ella se había suavizado; el de él, endurecido. Sus respiraciones entrecortadas se mezclaron. Él deslizó los dedos debajo de la parte posterior del velo, y halló los alfileres con que se sujetaba el cabello. Mientras caían al piso del carruaje, sus labios volvieron a encontrarse. El ardor los invadió, se extendió, creció.

El cabello de ella cayó en cascada sobre su espalda, con largas hebras ensortijadas sobre los hombros. La besó prolongada y fuertemente; luego se apartó.

Ella intentó inclinarse hacia él, para seguir los labios de Gabriel con los suyos, pero él cerró sus manos sobre los hombros de la joven.

—No.

Aun cuando no podía verla sino sólo percibirla a través de sus sentidos, supo que estaba aturdida, ansiosa, pero todavía no frenética; con la razón dispersa, pero con sus sentidos aún alerta.

—Todavía no.

Apenas acababan de empezar.

—Siéntate quieta y concéntrate en lo que sientes.

Se estremeció levemente, pero hizo lo que él le dijo. Él no esperaba resistencia —ella estaba muy lejos de querer discutir—, sin embargo prosiguió lentamente; no tenía intención de abrumarla… aún no.

Posó las manos sobre los hombros de ella, y comenzó a bajar presionando levemente con los dedos las pronunciadas curvas de sus brazos, los codos y los antebrazos, las muñecas, y luego deslizó las yemas de sus dedos sobre las palmas de ella, estirándolas hasta llegar a los dedos. Con las yemas sobre las yemas de ella, hizo que mantuviera los brazos a los costados y luego que los dejara caer.

Ella estaba fascinada; él lo sabía cuando le acarició los pechos. Ya los tenía hinchados, con los pezones duros, como rogando que se ocuparan de ellos. Durante largos y acalorados instantes, sólo se los tocó con las puntas de los dedos, y escuchó cómo la respiración de ella se hacía progresivamente entrecortada. Después, inclinándose hacia delante, tomó uno de los calientes montículos con la mano y se llevó la punta a la boca.

Ella ahogó un grito y arqueó el cuerpo. Él succionó, con una mano cerrada sobre la rodilla de ella y la otra alzando la carne hasta sus labios. Cuando ese pezón comenzó a dolerle y a palpitar, cambió la mano de lugar y empezó a torturar al otro.

Ella echó la cabeza hacia atrás; su cabello era una tenue cortina, cuyas puntas acariciaban sus caderas, su trasero desnudo y las rodillas de él. Dobló la espalda, cada nervio se le tensó; él era el amo y los dejaba tensarse y tensarse hasta que ella ya no pudo respirar, hasta que tembló, tan frágil como un hilo de cristal, y él le liberó el pecho y se echó hacia atrás.

La sintió inspirar larga y agitadamente. Dejando la mano sobre la rodilla de la joven, más para darle seguridad que para mantenerla sujeta, le dio sólo un instante de respiro y luego volvió a levantar la mano. Hasta las costillas de ella, recorriendo la piel fina sobre los suaves huesos, arrastrando luego las yemas en dirección a la cintura de ella. Soltándole la rodilla, cerró ambas manos sobre su talle, rodeándola casi por completo. Separando los dedos sobre los músculos flexibles de su espalda, la tocó, la rozó, la acarició.

Ella se calmó un poco; sus labios se curvaron en una sonrisa que él no pudo ver, mientras él dejaba que sus manos se deslizaran para acariciarle el trasero, lanzándolas luego a que fluyeran sobre sus flancos. Y las retiraba.

Por un instante, la dejó ahí, posada sobre sus rodillas, gloriosamente desnuda. Luego volvió a tocarla.

Extendió la mano sobre su estómago tirante. Ella se estremeció, pero su espalda estaba tan rígida que sólo se balanceó levemente, tensándose luego aún más, mientras él la sobaba con suavidad. Retuvo el aliento en un sollozo.

—Yo…

—No hables —pidió él, aguardando un instante, y luego agregó—: Limítate a sentir.

Esperó a que ella recuperase el control de sus sentidos; luego retiró la mano. Sujetó firmemente las rodillas de ella y deslizó las manos hacia arriba, arrastrando los dedos sobre los largos y tirantes músculos del lado externo de sus muslos, con los pulgares rozando la temblorosa cara interna. Llegado a la parte superior de los muslos, hizo que sus pulgares recorrieran de arriba abajo los pliegues entre el muslo y el torso. Luego volvió a retirar las manos.

Nuevamente aguardó, mientras ella temblaba de expectación en la oscuridad. Después, con una mano, volvió a tocarla.

Y la tocó entre las piernas.

Se sacudió; tembló.

—Chist.

Recorrió los pliegues hinchados, expuestos y abiertos para él. Sospechó que no se había dado cuenta, pudorosamente envuelta por la oscuridad.

Entonces ella lo advirtió; extendió el brazo y él sintió los dedos de ella sobre la manga.

—No. Deja las manos a los costados.

No obedeció de inmediato, pero mientras continuaba acariciándola, el lento y continuo tacto le dio seguridad y dejó que sus brazos cayeran a los lados de su cuerpo.

Su respiración era superficial y corría junto con los latidos de su corazón. Él no quería volver a hablar, arriesgarse a romper el hechizo. Estaba caliente y mojada, los dedos de él se untaban con su flujo. Encontró el apretado bulto escondido entre los pliegues y comenzó a acariciárselo, pero no era ese su objetivo. Esperó hasta que ella se calmó, se estabilizó un escalón por debajo de la cima, y luego se concentró directamente en su cavidad.

Le metió un dedo cuán largo era, atravesándola, penetrándola inexorablemente y, llenando todo su interior, le produjo un espasmo. Cada músculo de ella se cerró, tensó, con tanta fuerza que comenzó a temblar; cada fragmento de su conciencia estaba allí, esperando el toque final, el que la destrozaría.

Él no permitió que sucediese; todavía no había llegado el momento. Mantuvo el dedo inmóvil dentro de su cavidad, mientras procuraba no pensar en ese aterciopelado calor que lo aferraba, la fuerza elástica de los músculos internos, la miel caliente en la que se mojaba la mano, el perfume insinuante que coronaba su cerebro. Ella volvió a calmarse y el orgasmo se alejó otro paso. Él lo advirtió, pero dudaba de que ella también lo hubiese advertido. Comenzó a acariciarla nuevamente.

No supo cuánto tiempo prolongó esa deliciosa tortura, cuántas veces la llevó hasta casi alcanzar el orgasmo para luego interrumpirse, pero ella se había vuelto salvaje, sollozaba de deseo, sus dedos se aferraban a los brazos de él, sus labios se inflamaban contra los suyos hasta que, finalmente, le metió el dedo más profundamente y la hizo volar.

Ella se deshizo entre sus brazos.

Maldiciendo la oscuridad que le impedía verla, cosechar la recompensa por su pericia, la atrajo hacia sí, dejando que le abrazase, y luego la acunó hasta que se desplomó por completo.

La acercó aún más, sintiendo los latidos de su corazón, sintiéndolo retumbar y luego calmarse. Ella se agitó.

—Te deseo.

Los labios de él besaron su cabello.

—Lo sé.

El aliento de la joven era un suave resoplido contra su cuello, mientras su mano se movía y buscaba hasta encontrarlo.

—¿Y esto?

Ella cerró la mano y él se sacudió.

—Ah…

Dedos tan rápidos como los de él desabotonaron su pretina, apartando la camisa. Los esbeltos dedos se metieron adentro y después acariciaron y amasaron…

Las palabras eran superfluas. Acercó aún más las caderas de ella, deslizando las suyas hasta el borde del asiento. Se encontraron; fue ella la que se hundió, con un prolongado suspiro que se deshizo en su garganta. Él también sofocó un gemido, mientras ella se cerraba con vehemencia sobre su virilidad. Tras ello, él perdió contacto con el mundo, mientras ella se convertía en su realidad, en la mujer caliente, húmeda y generosa que lo amaba en la oscuridad.

Ella era todo lo que él ansiaba: misteriosa, entregada, intensamente femenina; de algún modo sensual, era como un espejo para su alma. Llenaba sus sentidos hasta que ya no podía recordar a ninguna otra, hasta que ya no sabía cosa alguna más allá de su seductor acaloramiento y del deseo primigenio que se apoderaba de él.

Se hundió en ella y ella se envolvió en él; por indicación suya, cambió las piernas de lugar, con cierta dificultad, hasta rodearle las caderas. Cuando volvió a hundirse por completo en él, tuvo que sofocar un grito. Aferrándose a sus caderas, la levantó, empujando hacia arriba mientras la bajaba sobre sí.

Ella sollozó y luego encontró sus labios. Se unieron y amaron, dieron y recibieron, y volvieron a dar. Los caballos proseguían lentamente su marcha.

El lóbrego interior del carruaje se había convertido en una cálida cueva, llena de deseo y muchas otras cosas. Hambre, codicia, alegría y delirio entretejidos, como un calidoscopio en la oscuridad. Luego, ella voló alto y él la siguió, planeando más allá de las estrellas. El final los dejó deshechos, rotos y destruidos, renacidos en los brazos del otro.

El suave balanceo del carruaje paulatinamente los devolvió a la tierra, aunque yacían quietos, dejando que esos largos y dolorosamente dulces momentos los arrobaran, aún no preparados para deshacer la profunda comunión de sus almas.

Sus labios estaban en la sien de ella, el cabello de ella estaba contra el pecho de él. Gabriel respiró profundamente. Su pecho se hinchó, haciendo que el peso de ella cambiara de lugar. La abrazó; no quería dejarla ir. No quería perder la paz que ella le había traído… Ella y sólo ella.

Nunca había alcanzado un estado semejante, una profundidad de sentimiento como esa. Más allá de la sensación, más allá del mundo, todavía lo bañaba un mar de innominada emoción. Deseaba negarlo, hacer caso omiso. Lo asustaba. Pero era una droga: temía ya ser adicto a ella.

Ella fue la primera en moverse. Se sentó, suspiró y sacudió su cabellera hacia atrás.

—Quería decirte…

Él tuvo la clara impresión de lo que ella intentaba decirle, «antes de que comenzaras con esto», y, para colmo, con un tono censor. Estaba demasiado ahíto como para hacer otra cosa que sonreír en la oscuridad. Todavía estaba enterrado profundamente en el interior de ella.

—¿Qué?

Alargó las manos y la volvió a acercar a sus brazos.

Ella consintió y se relajó; a pesar de su resolución, todavía estaba aturdida.

—Mi hijastro… oyó una conversación en casa de White, entre un capitán Fulano y otro hombre. El capitán descalificó a la Central East Africa Gold Company.

—Creía que tu hijastro era demasiado joven para ir al establecimiento de White —dijo, frunciendo el entrecejo.

—Es cierto. Eso ocurrió en las escaleras… él caminaba por St. James Street.

—¿Con quién estaba hablando el capitán?

—Charles no supo decirlo.

—Hmm. —Le resultaba difícil pensar con su cálido peso acurrucado contra él, con su cuerpo aferrado íntimamente al suyo. Esto último, y su renovado vigor, lo llevaron a decir—: Un capitán que ha regresado de África recientemente no debería ser difícil de rastrear. Habría que consultar la lista de barcos, las grandes líneas mercantes, a la Autoridad Portuaria. En algún lado lo deben conocer.

—Si tuviésemos un testigo como ese, estaríamos en condiciones de acudir a la corte de inmediato.

Pero entonces ya no habría razón para que se encontrasen, y él todavía tenía que saber su nombre. Frunció el ceño, agradecido de que estuviese oscuro.

—Tal vez. Depende de cuánto sepa —dijo, y volviendo la cabeza, entornó los ojos para tratar de verla, pero era imposible—. Voy a investigar.

—¿Te has enterado de alguna otra cosa?

—Tengo contactos en Whitehall que sondean a las autoridades africanas sobre los registros de yacimientos de la compañía, y hay otros, a quienes estoy buscando, que podrían saber sobre la presencia de la compañía en los poblados que mencionaron —dijo Gabriel, enderezándose en el asiento—. Ahora, dile a tu cochero que vaya despacio a Brook Street.

Ella se sentó, mientras intentaba coger su vestido, y, aclarándose la garganta, dijo:

—Jones.

El carruaje disminuyó la marcha y luego se detuvo.

—¿Señora?

—A Brook Street, por favor… Ya sabe dónde.

—Sí, señora.

Aprovechando que había levantado la cabeza, Gabriel apretó sus labios contra el cuello de ella. Ella luchó para ahogar la risa y luego suspiró.

Al cabo de un instante, recuperó el aliento. Luego preguntó, ligeramente aturdida:

—¿De nuevo?

—Estoy hambriento.

Ella también. Se devoraron uno al otro a gran velocidad, temeraria e impulsivamente, alcanzando el brillante pináculo antes de que el carruaje siquiera dejara el parque.

Por desgracia, Brook Street no estaba demasiado lejos. Gabriel la envolvió en su capa, y la hizo sentar enfrente de él. Se arregló las ropas y luego se inclinó sobre ella para darle un beso prolongado en los labios hinchados.

El carruaje se detuvo; él se echó hacia atrás. Por encima de su hombro, brillaba un farol, que disponía una estrecha franja de luz sobre la cara de ella. Estaba exhausta, con los ojos cerrados; Gabriel apenas pudo ver el borde de una medialuna de pestañas oscuras; la franja de luz sólo iluminaba la mejilla, el lóbulo de la oreja enmarcado por las hebras de cabello castaño, el borde de su mandíbula y la comisura de sus labios.

No era mucho como para identificarla.

Gabriel dudó, luego cambió de posición y su hombro se interpuso a la luz.

—Que duermas bien, querida.

Su adiós murmurado fue suave y bajo, la despedida de una amante.

Una vez en la calle, Gabriel observó cómo se alejaba el carruaje; era todo lo que podía hacer, ya que pedirle que regresara era imposible. Volviéndose, subió los escalones, con el ceño fruncido, buscó la llave de su casa.

Ya había visto ese rostro antes. La línea de la mandíbula le resultaba familiar.

Era alguien de su círculo.

¿Quién?

Una vez dentro, se dirigió a la cama.

Snif.

Alathea intentó abrir los ojos, pero le resultó imposible.

Snif.

Ahogando un sollozo, lo intentó de nuevo y se las arregló para ver a través de sus párpados entrecerrados.

—¿Nellie?

Snif.

—Sí, milady —oyó decir, con voz dolida.

Snif.

Alathea hizo el esfuerzo de enderezarse y levantar la cabeza. Y vio a Nellie, con la nariz roja y los ojos rojos de llorar, que se estaba quitando el abrigo. Alathea respiró hondo.

—¡Nellie Macarthur! Vete derecha a la cama. No quiero verte ni oír que estás despierta hasta que te encuentres mejor —dijo, mirando fija y acusadoramente a su anciana criada. Alathea reunió la fuerza suficiente para pronunciar esas palabras—. ¿Me has oído? —preguntó con tono intimidante.

Nellie volvió a sorberse los mocos.

—Pero ¿quién se ocupará de ti? Tienes que ir a todos esos bailes y fiestas, y tu madrastra dice que…

—La criada me ayudará por el momento… No soy completamente inútil.

—Pero…

—Peinarme de manera más sencilla por unas pocas noches será un descanso. Nadie lo notará —dijo Alathea, volviéndola a mirar—. ¡Ahora, vete! Y no te atrevas a bajar… Apenas me levante, le hablaré a Figgs.

—Está bien —refunfuñó Nellie, pero Alathea advirtió por sus movimientos letárgicos que no se encontraba nada bien.

—Le diré a Figgs que te prepare un poco de su caldo —dijo Alathea, observando cómo abría la puerta Nellie—. Oh, y no te molestes en enviar a la criada. Cuando esté lista, la llamaré.

Asintiendo levemente, Nellie se fue.

Apenas se cerró la puerta, Alathea volvió a dejarse caer sobre las almohadas, cerró los ojos y gimió. Profundamente emocionada.

Sus muslos nunca volverían a ser los mismos.