ESA noche, en el baile de lady Castlereagh, Alathea se encontró asediada por caballeros. Sin que ella hiciera nada para atraerlos, a medida que progresaba la temporada, el número de solteros maduros que la consideraban una agradable compañera de baile había ido aumentando sin cesar. A pesar de que Celia estaba convencida de que ella se quedaba siempre pegada a las paredes, era demasiado astuta como para hacerlo constantemente. El verdadero anonimato significa no hacer nada que llame la atención; en consecuencia, bailaba sin ganas, no cada baile, pero sí los suficientes como para asegurarse de que nadie fuera a comentar su abstención.
En verdad, a ella le gustaba bailar el vals, si bien había muy pocos hombres lo suficientemente altos como para servirle de pareja. Con todo, a pesar del obstáculo que representaba su estatura, el número de sus admiradores —como Serena insistía en llamarlos— había aumentado hasta constituirse en legión. Lo que hacía que la vida fuese sumamente incómoda cuando, al cabo de dos bailes, quería escabullirse en las sombras, lo mejor para meditar sobre sus dificultades del momento. La principal estaba presente, vestida de un severo color oscuro, con rizos brillantes y modales de inefable urbanidad. Acababa de bailar los mismos dos bailes que ella había bailado, pero ahora deambulaba, deliberadamente sin propósito, entre la multitud. Si él podía evitar la necesidad de hacerse el interesante y de conversar, a ella le parecía muy justo hacer otro tanto.
—Me temo, estimados señores —dijo sonriendo a los caballeros que la rodeaban—, que ahora tengo que marcharme. Una de mis hermanastras…
Con un gesto displicente, dejó que creyeran que la solicitaban del otro lado del salón. Como reunirse con Mary y Alice implicaba tener que vérselas con un grupo de alborozadas doncellas, ninguno de los caballeros se ofreció a acompañarla. La saludaron con una inclinación de cabeza y le rogaron que les prometiera volver; ella les sonrió y se alejó.
La aglomeración era increíble. Lady Castlereagh era una de las más ancianas anfitrionas; sus invitaciones no admitían rechazo. Según sospechaba Alathea, esa era la razón de la presencia de la mayoría de los Cynster, Gabriel incluido. Sirviéndose de la multitud para sus fines, se abrió paso hasta una jamba ocupada por un pedestal que remataba un busto de Wellington. Se acomodó junto a la base del pedestal, que la ocultaba a los ojos de, al menos, la mitad del salón.
Afortunadamente también estaba protegida del ruido; le costaba oír incluso sus propios pensamientos. Al otro lado del salón vio que Gabriel, con obvia renuencia, reemplazaba a Lucifer en la vigilancia de las gemelas. Después de tomar una ubicación casi directamente opuesta a la suya, Gabriel adoptó un aire vigilante.
Alathea hizo una mueca. Buscó a las gemelas en la multitud. Aun cuando para orientarse se sirvió de la dirección hacia donde miraba Gabriel, no las encontró. Con un suspiro expectante, retrocedió, casi hasta la pared, pero no completamente. Cualquiera que la hubiese visto, habría pensado que estaba esperando a algún caballero, o a una jovencita a su cargo que debía regresar a su lado.
Escondida de ese modo, se puso a considerar cómo decirle a su caballero de corcel blanco dónde debería buscar en provecho de ambos. Había lanzado una llamada y él había llegado galopando en su ayuda: ahora había quedado atrapada en esa idea que él tenía de las recompensas. Seguir manejándose con él iba a resultar difícil, pero tampoco podía avanzar sin su ayuda.
Dar con el capitán, tropezarse con él entre la multitud de un salón de baile, estaba más allá de lo posible: su tipo correspondía más a los clubes que a un parque o a los entretenimientos de la alta sociedad. El capitán, efectivamente, estaba fuera de alcance. No se atrevía a cifrar todas sus esperanzas en que su padre se presentara un día para el almuerzo con el capitán a remolque.
Tenía que hablarle a Gabriel sobre el capitán tan pronto como le fuera posible. ¿Quién podía decir por cuánto tiempo un capitán de navío permanecería en tierra? Tal vez ya habría zarpado, pero ella se negaba a considerar esa posibilidad. El destino no podía ser tan cruel. Pero ¿cómo hablar con Gabriel y quedar a salvo?
Escribir una carta le había parecido apropiado hasta que se puso a imaginar una. Aun cuando había incluido palabra por palabra la descripción que su padre le había hecho del capitán, la carta carecía de vida y hedía a cobardía. Sólo podía firmarla como «la condesa». En lugar de enviársela, la desechó y volvió a reflexionar.
Si no veía a Gabriel cara a cara, no tendría manera de saber cómo reaccionaría ante sus noticias ni podría interrogarlo sobre aquello de lo que se hubiese enterado él; estaba bastante segura de que no se había quedado quieto en los cinco días que habían pasado desde su último encuentro.
En el hotel Burlington.
El mero nombre le trajo una oleada de incertidumbre; de inmediato, lo eliminó por completo. No podía permitirse dejar que sus emociones la gobernasen o le dictaran sus movimientos. ¿De qué se había enterado Gabriel? ¿Acaso Crowley había hecho algo más? Eran preguntas para las que necesitaba respuestas; y sólo tendría respuestas si se encontraba con Gabriel cara a cara; de eso estaba absolutamente segura.
Pero imaginarse en privado, sola con él en la oscuridad, le producía un escalofrío (y no de temor). Pensar en ello debilitaba su certeza y la hacía cuestionarse sus argumentos. ¿Estaría simplemente justificando sus deseos con razonamientos?
A la sombra del pedestal, examinaba, diseccionaba y volvía a montar sus pensamientos… sin llegar a parte alguna. La situación era irritante; su incapacidad para llegar a alguna conclusión la ponía de mal humor.
En aquel momento él se movió. Lo había estado observando con el rabillo del ojo. Mientras le volvía a pasar la vigilancia de las gemelas a Lucifer y luego se metía entre la multitud, ella se irguió.
Lentamente sintió que un cepo se cerraba alrededor de sus pulmones. Se dijo que no había razón por la que estuviera caminando en dirección a ella, no había razón de que él supiera dónde estaba.
Había subestimado el poder de su sombrero.
El sombrero lo atrajo como un imán. Se abrió camino entre la muchedumbre con tanta eficiencia que, una vez que Alathea se dio cuenta de que su objeto era ella, no tuvo tiempo de batirse en retirada. Gabriel se detuvo a su lado.
Atrapada, levantó la barbilla y lo miró fijamente.
—No digas ni una palabra.
Los ojos de él sostuvieron la mirada de la joven durante un instante cargado de significación; Alathea tembló por dentro y se dijo que él no podía ver a través de su disfraz; que él jamás había visto en la dama que ahora tenía ante sí a la mujer que había yacido desnuda en sus brazos. Apretando los labios, Gabriel asintió enérgicamente.
—Obviamente no hay necesidad, aunque no entiendo por qué te preocupas: muy pronto tu cabello se pondrá canoso.
Los ojos de Alathea relampaguearon, pero, en lugar de hacerlo pedazos, sonrió. Y mordazmente le dijo:
—Estoy segura de que tendrás muchas canas, si persistes en comportarte como un perro con un hueso en relación con tus jóvenes primas.
—Nada sabes de la cuestión, así que no empieces.
—Sé que las gemelas son perfectamente capaces de cuidarse solas.
—¿Tú qué sabrás? —respondió él en tono de sorna.
—Quizá se me ocurrió —replicó Alathea con un tono que lo ponía nervioso— que toda mujer capaz de vérselas con uno de los Cynster, capaz de detectar la abolladura en la armadura de uno de ellos y de conspirar y actuar para sacarles ventaja, debía de ser capaz de arreglárselas incluso con los bribones más notorios de la alta sociedad. —Y, deslizando la mirada por el rostro de él, agregó—: ¿No te parece?
Gabriel sintió que sus ojos se entornaban; estaba poniéndose furioso. Habría preferido mantenerse impávido, pero, con ella, siempre parecía imposible. La traspasó con una mirada brillante.
—Fuiste tú la que les aconsejó.
No necesitaba que ella levantara taimadamente las cejas para saber que esa era la verdad.
—Se me acercaron con su problema… Simplemente me limité a hacerles una observación.
—Tú eres la causa de su presente obsesión por encontrarme una esposa conveniente.
—No, no —replicó ella apuntándole con un dedo—, sabes perfectamente que no podría ser la responsable de eso. Eres tú el que todavía no se ha casado. Eres tú el que necesita una esposa. Las gemelas sólo están tratando de ayudar.
Lo que él murmuró a modo de respuesta estuvo lejos de ser amable; Alathea se limitó a sonreír.
—Están tratando de ayudar, exactamente del mismo modo en que tú estás tratando de ayudarlas.
—¿Y de qué modo? —preguntó él.
—Equivocadamente —le dijo, mirándolo fijamente a los ojos.
Gabriel parpadeó.
Como él no respondió de inmediato, ella miró hacia otro lado.
—Se me ocurrió averiguar cómo reaccionarías si te vieras en los zapatos de ellas.
—Sabías condenadamente bien cómo reaccionaría —dijo, apretando los dientes—. Sólo les sugeriste eso para que me atormentaran. Sé que Lucifer intentó explicarte la necesidad de nuestra vigilancia sobre las gemelas… Está claro que no tuvo éxito. De modo que, tal vez, corresponda hacerte una demostración para que la cuestión sea evidente en tu cráneo probadamente duro —dijo, alzando la vista hacia el sombrero que le cubría el suave cabello.
Ella sacudió la cabeza. Tenía el ceño fruncido. Él se le acercó más, arrinconándola contra el espacio que había entre el pedestal y la pared de la hornacina. Apoyó una mano sobre la parte superior del pedestal y la dejó apretada en un espacio pequeño.
Al mirarla con ojos malignos, se sorprendió al ver que los de ella centelleaban; estaba sorprendido por lo mucho que había retrocedido ella en el hueco entre el pedestal y la pared.
La mirada de Alathea bajó hasta el pecho de él, a centímetros del suyo. Tragó y volvió a mirarlo a los ojos. Luchó contra la urgencia de ponerse una mano sobre el pecho, en el vano esfuerzo de calmar los latidos de su corazón. «¡Oh, Dios!». En situaciones como esa, habitualmente lo habría golpeado en el pecho y empujado; no habría dudado, ni se habría detenido a considerar ninguna posible incorrección. Y, aunque su fuerza difícilmente lo habría hecho tambalearse, si lo empujaba, se habría movido.
Pero no se atrevió a tocarlo.
No podía responder de sus manos si lo hubiese tocado.
¡Santo cielo! ¿Qué iba a hacer? Ya podía ver la perplejidad asomándose en los ojos de Gabriel.
Con los sentidos vacilantes —¡estaba demasiado cerca!—, se enderezó hasta quedar completamente erguida y realizó un intento pasable de mirarlo desde arriba.
—¡Quiero que pienses! —dijo y su mirada se enredó en la de él—. Protegerlas de los peligros reales (peligros que en verdad se materializan) está muy bien, pero en este caso —hizo un ademán que lo obligó a inclinarse hacia atrás—, tu constante acecho en realidad les está restando oportunidades. No es justo.
—¿Justo? —dijo y, para inmenso alivio de Alathea, retrocedió, retirándose del pedestal y volviendo la vista hacia donde imaginaba que debían de estar las gemelas—. No veo qué tiene que ver la justicia en esto.
—¿No ves? —dijo Alathea, ya capaz de volver a respirar—. Piénsalo. Nunca acostumbrabas impedirme… oh, cabalgar a pelo o ni ninguna otra cosa contigo y Alasdair… No me impediríais que lo hiciese ahora.
—Cabalgas como el demonio. No hay necesidad de detenerte… No estarías en peligro.
—Ah, pero si hubiera algo peligroso en mi camino… si, por ejemplo, saltara una cerca y quedara en un campo con un toro furioso, ¿vendrías a toda carrera a salvarme?
La mirada que él le lanzó fue de indignación; indignación por preguntarle algo así.
—Claro que sí —protestó y, al cabo de un momento, agregó más suavemente—: Sabes que sí.
Alathea inclinó la cabeza; la emoción le provocó un extraño nudo en el estómago; de niños, él siempre había sido el primero en interponerse entre ella y cualquier peligro.
—Sí, y eso es precisamente lo que quiero decir a propósito del modo en que estás sofocando a las gemelas.
Deliberadamente, se calló. Sintió que él se resistía; su renuencia se revelaba en oleadas. No quería oír las teorías de la muchacha, no quería indagar en la posibilidad de que él, su hermano y sus primos pudieran estar equivocados o exageraran. Porque si lo hacía, tendría que dejar de ser un Cynster protector, y eso —Alathea lo sabía bien— era muy difícil de lograr.
Finalmente, él le lanzó una mirada muy poco alentadora.
—¿Por qué sofocándolas?
Ella miró hacia otro lado, por encima del mar de cabezas.
—Porque no les dejas abrir las alas. En lugar de darles rienda suelta, en lugar de aparecerte sólo cuando estén en peligro, estás cerciorándote de que no corran ningún riesgo, asegurándote, en primer lugar, de no darles la menor libertad.
Gabriel abrió la boca para hablar, pero ella lo contuvo, apaciguándolo con la mano.
—Tu modo de proceder es perfectamente válido en otro contexto, pero en este significa bloquearles toda posibilidad de aprender a volar, toda posibilidad de éxito. Bien —dijo, señalando hacia el otro extremo del salón—, míralas. —Alathea no podía verlas, pero él, sí—. Deben de estar rodeadas por diez caballeros.
—Veinte.
—¡Cuántos! —la suavidad de su voz hizo que él la mirase a los ojos—. ¿Te parece que no son los hombres apropiados?
Gabriel miró hacia la ingente masa que rodeaba a las gemelas e intentó decirse que no la veía.
—¿Te imaginas acaso a alguno de esos inocuos caballeros casado con las gemelas? ¿O sería más apropiado decir que vosotros, todos vosotros, habéis estado evitando cuidadosamente imaginaros a las gemelas casadas?
Ella era como su conciencia, murmurándole en el oído. Como a su conciencia, no podía ignorarla.
—Pensaré en lo que dices —gruñó, evitando mirarla a los ojos. Lo que habría visto en ellos hubiera sido la verdad, su propia verdad reflejada.
Respiró hondo, hinchando el pecho más allá de la opresión usual, la que experimentaba siempre cuando estaba con ella. Dios, qué incómodo lo hacía sentir. Incluso ahora, cuando no estaban destripándose uno al otro, sino teniendo lo que, para ellos, era una discusión racional, sentía las tripas desgarradas, como si unas garras lo hubieran marcado desde la garganta hasta el pecho y luego se hubiesen dedicado a su corazón y a su estómago.
También lo sacudía. Otra vez. ¿Por qué diablos lo había mirado de ese modo —con los ojos tan abiertos—, cuando la había arrinconado contra la pared? Esa mirada lo había conmocionado; incluso en este momento, le picaba la piel porque la tenía cerca.
Como siempre, su impulso fue fustigarla verbalmente para apartarla, aun cuando, si se quedara en el mismo salón, compulsivamente iría hacia ella. Estúpido. Ojalá pudiese decirse que ella le desagradaba, pero no podía. Nunca había podido. Sin apartar la mirada de su ridículo sombrero —la mirada de ella, seguramente, lo habría obligado a marcharse—, volvió a respirar hondo, escrutando a los invitados más cercanos, a punto de saludar y excusarse…
Entorno los ojos.
—¿Qué diablos…?
La pregunta murmurada quedó sin responder, cuando lord Coleburn, el señor Henry Simpkins y lord Falworth, todos sonrientes, se hicieron presentes.
—Aquí está, mi querida señora —dijo Falworth, inclinándose elegantemente para saludar a Alathea.
—Pensamos que necesitaba ser rescatada —dijo Henry Simpkins, recorriendo con la mirada a Gabriel antes de posar sus ojos en el rostro de Alathea—. De la aglomeración, claro.
—En verdad, es horrenda —respondió Alathea suavemente.
Esperó a que Gabriel se excusara y se fuera, pero en lugar de ello, se quedó plantado como un roble a su lado. Con el busto de Wellington inmediatamente a su izquierda, no podía escaparse; sus aspirantes a acompañantes se vieron forzados a desplegarse en semicírculo ante ella y Gabriel. Tal como si estuviesen en un juzgado. Con un suspiro, lo presentó, muy segura de que los otros lo conocerían o, al menos, su reputación.
Esto último se hizo de inmediato evidente. A fuerza de varias sutiles indirectas, Coleburn, Simpkins y Falworth dejaron claro que pensaban que Gabriel encontraría algo mejor en qué entretenerse en otra parte. Alathea no se sorprendió en absoluto cuando él hizo caso omiso de la sugerencia de los otros, con todo el aspecto del mundo de estar peleando contra un bostezo. Cosa que además era cierta. Y para ella también. Si hubiera querido quedarse parada contra la pared y conversar con un grupo de caballeros, Coleburn, Simpkins y Falworth no habrían sido los que habría escogido. Hubiera preferido conversar con Diablo, que estaba a su derecha. Al menos, con él, no corría peligro de distraerse y perder el hilo de la conversación.
A pesar de la falta de estímulos, se sentía notoriamente aliviada de que Gabriel no hubiera decidido animar la conversación a través de la disección quirúrgica de Simpkins, quien parecía tener toda la intención de ponerse a tiro con sus estudiadas y no lo suficientemente desenfadadas indirectas. A lady Castlereagh no le habría gustado que hubiese sangre en el suelo de su salón.
—Y entonces la señora Dalrymple insistió en que siguiéramos cabalgando, pero la cerca que estaba al final del cuarto campo la obligó a retirarse. Bien —dijo Falworth, extendiendo las manos—. ¿Qué podía hacer yo? Tuvimos que refugiarnos en una granja cercana.
Los otros caballeros parecían algo intrigados por la descripción de Falworth de su abortada salida con los Cottesmore. Todos, excepto Gabriel, que hacía una extraordinaria imitación de una estatua de mármol. Con una sonrisa anodina en los labios, Alathea suspiró para sus adentros y dejó que las palabras de Falworth se perdieran.
Más allá de ese pequeño círculo, un caballero de estatura elevada, tan alto como Gabriel, se paseaba con aire despreocupado. Los recorrió con una mirada ociosa y se detuvo. Se fijó en Gabriel, luego, su mirada volvió a ella.
El caballero le sonrió; Alathea reprimió un parpadeo. No era sólo un gesto encantador, sino algo más que eso. Aun antes de pensarlo, la joven estaba haciendo un movimiento con los labios en respuesta. La sonrisa del caballero se hizo más patente; inclinó la cabeza. Con la mirada en el rostro de ella, se acercó con el mismo paso despreocupado y ágil que caracterizaba a los Cynster y, según conjeturó Alathea, a algunos de sus compañeros.
La reacción de Gabriel fue inmediata e intensa. Alathea apenas tuvo tiempo de considerar el porqué, cuando ya recibía una reverencia.
—Chillingworth, querida. No creo que hayamos sido presentados —dijo, enderezándose con gracia y, tras una rápida mirada a Gabriel, agregó—: Pero estoy seguro de que puedo convencer a Cynster, aquí presente, para que haga los honores.
Gabriel dejó que su silencio se prolongara hasta resultar casi insultante antes de decir a regañadientes:
—Lady Alathea Morwellan… El conde de Chillingworth.
Arqueando la ceja a modo de aviso para Gabriel, Alathea le dio la mano a Chillingworth.
—Un placer, milord. ¿Está disfrutando de lo que nos ofrece su señoría?
En alguna parte se oía un cuarteto de cuerda tocando.
—Para serle honesto, encuentro que la velada es un poco apagada —dijo Chillingworth, soltándole la mano y sonriendo—. Un poco insulsa para mi gusto.
Alathea enarcó una ceja.
—¿De veras?
—Hmm. Me considero afortunado de haberla divisado entre esta gente —dijo, con una mirada llena de admiración, especialmente por la estatura de la joven. Y agregó—: Afortunado de veras.
Alathea sofocó la risa; a su lado, Gabriel se puso tenso. Con ojos traviesos, la joven dijo:
—Estoy ocupada planeando un baile para mi madrastra. Dígame, ¿qué tipo de entretenimiento atraería más a un caballero como usted?
La mirada que Gabriel le lanzó fue absolutamente censora; Alathea la ignoró.
Otro tanto hizo Chillingworth.
—Su grata presencia me atraería mucho.
Ella lo miró a los ojos con expresión neutra.
—Sí, pero ¿aparte de eso?
Él casi se ahogó tratando de reprimir la risa.
—Ah… ¿aparte de eso?
—Vamos, Chillingworth. Estoy seguro de que si te concentras, recordarás qué es lo que te trae por aquí. —La interrupción de Gabriel arrastrando las palabras lánguidamente distrajo la atención del conde.
Chillingworth levantó las cejas. Apoyando un brazo en la parte superior del pedestal, frunció el ceño y dijo:
—A ver… Déjame pensar.
Gabriel resopló.
—La multitud, no —respondió Chillingworth, mirando de reojo a Alathea—. No veo por qué la distinción de la exclusividad no se aprecia más ampliamente.
Con la mirada sobre los invitados, que se movían y cambiaban de lugar delante de ellos, y obligaban a los otros tres caballeros a ceder y luego luchar para volver a ocupar su posición, Gabriel emitió un sonido de aprobación:
—Dios sabe por qué se imaginan que frotarse los hombros toda la noche es divertido.
—Porque ningún anfitrión se anima a decir que la alta sociedad es un timo, de modo que todos tenemos que sufrirla —dijo Alathea, recorriendo la muchedumbre con ojos resignados.
—Al menos —murmuró Gabriel—, podemos ver razonablemente bien. Debe de ser peor para los que no pueden hacerlo.
—Claro que sí —dijo Alathea—. Mary, Alice y Serena parecen pasar la mitad de su tiempo intentando abrirse paso entre la gente.
Chillingworth había estado observándolos, asimilando el intercambio de opiniones.
—Hmm. Por otra parte, aunque para caballeros como yo (o como Cynster, claro) tal vez resulte agradable oír sonatas y aires a su debido tiempo, tener un conjunto de violines chirriando en un rincón constituye una distracción innecesaria.
—¿Distracción? —le preguntó Alathea, mirándolo—. ¿Respecto de qué?
La pregunta, hecha a quemarropa, hizo que Chillingworth parpadeara.
Los labios de Alathea se estiraron en una mueca.
—¿De sus intereses habituales?
Chillingworth se enderezó. Gabriel sólo le echó una mirada resignada diciéndole:
—No le hagas caso. Aunque tal vez debería advertirte que la cosa irá a peor.
Alathea lo honró con una mirada altiva.
—No eres quién para decir eso.
Mirando a uno y a otra, Chillingworth les dijo:
—Ah, pero vosotros os conocéis.
Alathea agitó su mano de manera despectiva:
—Desde la cuna: se decidió que estuviésemos asociados, pero no lo decidimos nosotros.
—Bien expresado —dijo Gabriel, enarcando las cejas.
La mirada intrigada de Chillingworth no se evaporó del todo, pero él prosiguió hablando con Alathea.
—¿Dónde estábamos?
—En los entretenimientos adecuados a sus intereses habituales.
Alathea se estaba divirtiendo. Tanto Chillingworth como Gabriel la contemplaban, echándole miradas de censura.
—Muy bien —dijo Chillingworth aceptando el desafío—. No, con certeza, un programa de baile que incluya sólo dos valses. A propósito, querida, creo que la orquesta está a punto de sernos útil y ofrecernos un vals —añadió enderezándose, al tiempo que sonreía encantador y desafiante—. ¿Puedo tentarla a sacar brillo al suelo conmigo?
Alathea le devolvió la sonrisa, lista para aceptar el desafío e igualmente preparada para darle a Gabriel una oportunidad de descansar. Habían estado juntos sin caer en el sarcasmo durante casi media hora. No tenía sentido seguir desafiando al destino.
—En verdad, señor, estaré encantada.
Gabriel apretó los dientes, contuvo la respiración y trató de mantenerse calmo. Dios sabía que no quería bailar con Alathea. Tan sólo pensarlo le provocaba un escozor en la piel semejante a un sarpullido. Pero… tampoco quería que bailara el vals con Chillingworth. O con cualquier otro. Sin embargo, Chillingworth, sin duda, era la peor elección que hubiera podido hacer entre todos los caballeros del salón. Y esa elección no carecía de deliberación. Podía tener veintinueve años, pero aún poseía una robusta tendencia al descaro, fruto de una considerable temeridad.
Los miró mientras Chillingworth la llevaba hasta la pista de baile y la tomaba suavemente entre sus brazos. Ella se rio de alguna broma y comenzaron a bailar. Mientras giraban por el salón, Gabriel interiormente comenzó a resoplar: allí iba ella, tentando abiertamente al destino.
Dejó de mirarlos y localizó a Lucifer, todavía de guardia, pero charlando con dos amigos, mientras las gemelas bailaban. Gabriel las localizó, cada una en brazos de caballeros apropiadamente inocuos.
Le volvieron a la mente las palabras de Alathea y rezongó para sus adentros. Pensaría sobre lo que le había dicho. Su mirada regresó a los bailarines y allí se detuvo.
El vals casi había terminado antes de que Alathea hubiese identificado por completo la sensación que la afligía. Había comenzado después de que Chillingworth la llevara a bailar, mientras comenzaban a dar una segunda vuelta alrededor del salón.
Disfrutaba el baile. Más allá de sus preferencias, Chillingworth era encantador, ingenioso y un caballero de pies a cabeza. Era parecido a Lucifer y sus primos Cynster. Podía tratarlo como los trataba a ellos y respondía en la misma vena bromista. Se relajó.
Así estaba cuando comenzó a surgir la otra sensación, como de una mirada intensa que se fijaba entre sus omóplatos. La intensidad fue la que la ayudó a localizar su fuente.
Cuando Chillingworth galantemente la retornó al sitio ubicado al lado del busto de Wellington, ella estaba sonriendo y fermentando algo. Dirigió una mirada a los duros ojos castaños de Gabriel y se puso de mal humor. Había atravesado su armadura con éxito y había logrado molestarlo respecto de las gemelas, pero, con su mirada hosca y tenaz él la había perturbado a modo de revancha. Deslizándose a su lado le murmuró:
—¿No tienes otra cosa mejor que hacer?
Él la miró sin comprender.
—No.
Era imposible sacarlo de su estado, por lo que así permaneció toda la noche. Al final, estaba lista para cometer un asesinato. Pero en el carruaje, de vuelta a casa, tuvo que contener la cólera y escuchar la cháchara alegre de Mary y de Alice a propósito de los acontecimientos de la velada. Para su satisfacción, ambas habían encontrado su lugar y habían atraído el tipo de atención apropiada. Al dejar el carruaje y subir las escaleras de la puerta del frente, Alathea intercambió una mirada interrogativa con Serena. Su campaña estaba marchando bien.
A ella, en cambio, no le había ido tan bien. Para cuando llegó a su cuarto y Nellie cerró la puerta tras de ella, se sentía como un volcán humano.
—Uno de estos días —le dijo a Nellie, apretando los dientes— voy a encontrármelo con un arma en mis manos y entonces terminaré en la Torre, y será por su culpa.
—¿La Torre? —preguntó Nellie, confusa.
—¡Presa, por haberlo matado! —exclamó Alathea, dejando aflorar su malhumor—. Deberías haberlo visto. No lo podrías imaginar. Peor de lo que yo nunca hubiera pensado. Todo porque le dije, y lo convencí, que hacía mal en sofocar a las gemelas, ¡y entonces dejó de sofocarlas y comenzó a sofocarme a mí!
—¿Sofocar?
—Me miraba todo el tiempo, como si fuera su hermana. Trataba de amenazar o de echar a cualquier caballero que se me acercara —dijo, girando sobre sí—. Al menos no tuvo éxito con Chillingworth, ¡gracias a Dios! ¡Pero estuvo así toda la cena!
Le faltaban las palabras. Dirigió una mirada venenosa hacia la puerta.
—Nunca antes me había sentido así, como si fuera un hueso custodiado por un gran perro dentón, de pie a mi lado. Y deberías haberlo visto durante el segundo vals. Ya había bailado el primero con Chillingworth y no veía razón por la cual no bailar el segundo también con él. Es bien alto, por lo cual es una bendición bailar el vals con él, pero Gabriel se comportó como un… ¡maldito arzobispo! ¡Hubieras pensado que nunca había bailado con una dama en su vida!
Caminaba con los brazos cruzados.
—No era que quisiera bailar el vals conmigo. ¡Oh, no! ¡Jamás había querido bailar el vals conmigo en toda su vida! ¡Sólo quería hacerse el imposible! ¡Y es tan difícil de contrarrestar! Sinceramente siento conmiseración por las gemelas y me alegraré infinito si logro sacudirlo y hacer que se dé cuenta.
Y frunció el ceño.
—Salvo que ahora parece haberse concentrado en mí —dijo, considerando sus palabras para luego encogerse de hombros—. Supongo que sólo se ha comportado así esta noche, como venganza. Como sea, estoy bastante harta de los modales arrogantes del señor Gabriel Cynster.
—¿De quién?
Alathea se desplomó sobre el taburete que había delante del tocador.
—De Rupert. Gabriel es su sobrenombre.
Nellie dejó caer el cabello de Alathea y comenzó a peinarlo. Alathea dejó que el familiar y rítmico tironeo la tranquilizara. Su mente volvió al problema que antes la había consumido, el problema que había olvidado por completo al calor engendrado por el comportamiento de Gabriel en el baile.
Mientras era Alathea Morwellan.
Eso ya había sido bastante malo. Pero el comportamiento de él cuando ella era la condesa parecía estar todavía más lejos de sus posibilidades de controlarlo.
—Esto ya ha ido demasiado lejos; necesito dominar la situación.
—¿Lo necesitas?
—Hmm. Está bien que él tome las riendas, pero es demasiado peligroso. Es mi problema… él es mi caballero… yo fui la que lo llamó. Va a tener que aprender a cumplir mis deseos y no al contrario. Voy tener que dejárselo claro.
Ella, la condesa, iba a tener que verlo de nuevo.
—He de hablarle del capitán —anunció Alathea frunciendo el ceño.
Lo que había ocurrido en el hotel no volvería a suceder. Ese había sido simplemente un hecho aislado, una combinación entre el lugar, la oportunidad y la euforia —así como su debilidad— que él había sentido, visto y aprovechado.
Le había dejado aprovecharse. Se prometió no ser tan débil la próxima vez. No dejar que la tomara en brazos y se la llevara a la cama con tanta facilidad.
No. Pero no tenía sentido correr ningún riesgo.
—No puedo arriesgarme a volver a encontrármelo a la luz del día.
—¿Por qué no? Ni siquiera así puede ver tu rostro, si llevas esa máscara debajo del velo.
—Es cierto. Pero mirará más atentamente, y se verá una parte de mi cara…
Podría adivinar. En las últimas semanas, con frecuencia, la había visto de cerca. Cuando se concentraba, su poder de observación era agudo y, después de su último encuentro en el Burlington, estaba muy segura de que le prestaría mucha atención a la condesa. Especialmente si ella se empeñaba en mantenerlo a una amable distancia.
Sin embargo, la distancia, amable o no, resultaba imperativa.
—Voy a tener que verlo de nuevo.
Frunciendo el ceño, tamborileó con los dedos sobre el tocador. Si pudiese idear un encuentro en el que no le diera alternativas, de modo que no pudiera aprovecharse en absoluto, estaría a salvo.
—Una carta para usted, milord… eh, señor.
Con un gesto exagerado, Chance posó la bandeja de plata, que nunca perdía ocasión de esgrimir, a la derecha de la mesa donde Gabriel desayunaba.
—Gracias, Chance.
Haciendo a un lado su taza de café, Gabriel cogió la hoja doblada de pesado pergamino blanco y buscó el abrecartas.
—Oh… ¡Ah! —exclamó Chance, buscando aparatosamente en sus bolsillos—. Aquí está —dijo, y mostró un cuchillito oxidado—. Yo lo haré.
—No, Chance, está bien —negó Gabriel, sosteniendo la nota—. Puedo hacerlo yo.
—Listo —dijo Chance; recogió la bandeja, y partió.
Gabriel rompió el sello con una uña y, con los dientes apretados, abrió la nota.
La había estado esperando durante los últimos cuatro días. Se sentía herido por la demora que había tenido la condesa en citarlo para un nuevo encuentro. La tardanza era como una mancha en su expediente, una reflexión adversa sobre sus dotes. Al menos, la nota había llegado finalmente.
Examinó las pocas líneas que contenía, luego miró hacia el cielo raso.
¿Un carruaje?
Suspiró. Bien, acababa de perder la virginidad, así que, ¿qué podía esperar? No era más que una novata arreglando encuentros amorosos.