6 de mayo de 1820. Londres
VOLUTAS de niebla coronaban los hombros de Gabriel Cynster a medida que iba y venía por el atrio de la iglesia de St. Georges, a pocos metros de Hanover Square. El aire era frío, la oscuridad en el atrio se hacía evidente aquí y allá por los débiles destellos de luz que arrojaban las farolas de la calle.
Eran las tres en punto; el Londres elegante dormía. Los carruajes que transportaban a casa a los juerguistas trasnochadores habían cesado de pasar; una calma profunda pero expectante se había instalado sobre la ciudad.
Al llegar al extremo del atrio, Gabriel dio la vuelta. Con los ojos entornados, escrutó el túnel de piedra formado por el frente de la iglesia y las altas columnas que sostenían su fachada. La niebla se arremolinaba y creaba volutas que oscurecían su visión. Había estado en el mismo lugar una semana antes, observando cómo salía Demonio, uno de sus primos, con su flamante esposa. Sintió un frío repentino: una premonición, un presentimiento; tal vez había sido eso.
«A las tres en el atrio de St. Georges». Eso era lo que decía la nota.
Había sentido el impulso de ignorarla; seguramente se trataba de una tontería. Pero algo en aquellas palabras le había producido un impulso más poderoso que la curiosidad. La nota había sido escrita con desesperación, aunque, a pesar del análisis minucioso, no sabía por qué estaba tan seguro de ello. Quienquiera que fuese la misteriosa condesa, había escrito con claridad y franqueza, solicitando ese encuentro para poder explicarle por qué necesitaba su ayuda.
De modo que él estaba allí. ¿Dónde estaba ella?
Mientras pensaba eso, tocaron las campanas de la ciudad y sus reverberaciones agitaron el pesado manto de la noche. No todos los campanarios entraron en acción; pero sí los suficientes como para instalar una cadencia extraña, un patrón de sonido que se repitió en distintos registros. Las notas sordas se desvanecieron, luego murieron. El silencio volvió a descender sobre la ciudad.
Gabriel se agitó. Impaciente, emprendió de nuevo su lento ir y venir por el atrio.
Y entonces apareció ella, saliendo de las espesas sombras que cubrían la puerta de la iglesia. La niebla colgaba de sus faldas cuando ella se volvió, lenta y majestuosamente, para presentarse ante él. Llevaba una capa, y un velo tan impenetrable, secreto y misterioso como la noche.
Gabriel entornó los ojos. ¿Acaso había estado allí todo el tiempo? ¿Acaso había caminado delante de ella sin ver o sentir su presencia?
Con paso decidido, se acercó a la mujer. Cuando lo tuvo cerca, ella levantó un poco la cabeza.
Era muy alta. Casi tanto como él. Gabriel advirtió que no podía ver por encima de la cabeza de ella, lo que resultaba sorprendente. Él medía más de un metro ochenta; la condesa debía medir apenas un poco menos que él. A pesar de la pesada capa, una rápida mirada le había bastado para comprobar que el metro ochenta de ella estaba muy bien proporcionado.
—Buenos días, señor Cynster. Gracias por haber venido.
Gabriel inclinó la cabeza, y tuvo que abandonar todo pensamiento disparatado sobre la posibilidad de que se tratase de alguna broma estúpida (como, por ejemplo, un joven vestido de mujer). Los pocos pasos que ella había dado, la manera en que se había vuelto, sus movimientos la definían —según su propia experiencia— como mujer. Y su voz, suave y baja, era la esencia misma de lo femenino.
Una mujer madura; no había duda de que no era joven.
—Su nota decía que necesitaba mi ayuda.
—Así es. —Y, al cabo de un momento, agregó—: Mi familia la necesita.
—¿Su familia?
En la oscuridad, su velo resultaba impenetrable; ni siquiera podía alcanzar un atisbo de su mentón o de sus labios.
—En realidad, mis hijastros.
Su perfume le llegó, exótico, atrayente.
—Tal vez sería mejor que definiéramos cuál es su problema y por qué cree usted que puedo ayudarla.
—Puede ayudarme. Jamás le habría pedido que nos encontrásemos, ni le revelaría lo que voy a revelarle, si no lo creyese. —Hizo una pausa—. Mi problema tiene que ver con un pagaré firmado por mi difunto esposo.
—¿«Difunto» esposo?
—Soy viuda —dijo ella, inclinando la cabeza.
—¿Cuánto hace que murió su esposo?
—Más de un año.
—De modo que su testamento ya ha sido legalizado.
—Sí. El título y la herencia le corresponden a mi hijastro Charles.
—¿Hijastro?
—Mi marido se casó conmigo en segundas nupcias. Nos casamos hace algunos años; un segundo casamiento muy tardío. Estuvo un tiempo enfermo antes de morir. Todos sus hijos los tuvo con su primera esposa.
Gabriel Cynster dudó un instante y luego preguntó:
—¿Debo entender que usted se ha hecho cargo de los hijos de su difunto esposo?
—Sí. Considero su bienestar como mi responsabilidad. Por eso, por ellos, le pido que me ayude.
Gabriel estudió el semblante velado de la mujer, consciente de que ella estaba observando el suyo.
—Usted mencionó un pagaré.
—Debería explicarle que mi esposo sentía debilidad por los negocios especulativos. Durante los últimos años, el administrador de la familia y yo intentamos por todos los medios que sus inversiones de ese tipo se redujesen a la mínima expresión, y lo logramos. Sin embargo, hace unas tres semanas, una criada dio con un documento escondido y sin duda olvidado. Se trataba de un pagaré.
—¿En favor de qué compañía?
—De la Central East Africa Gold Company. ¿Ha oído hablar de ella?
El hombre negó con la cabeza.
—Ni por asomo.
—Tampoco nuestro apoderado ni ninguno de sus colegas.
—La dirección de la compañía debería constar en el pagaré.
—No. Sólo consta el nombre de la firma de abogados que confeccionó el documento.
Gabriel consideró las piezas del rompecabezas que tenía ante sí, consciente de que, antes, cada pieza había sido cuidadosamente examinada.
—Ese pagaré… ¿Lo tiene con usted?
Sacó de debajo de su capa un pergamino enrollado.
Al cogerlo, Gabriel enarcó las cejas involuntariamente: por cierto, había venido preparada. A pesar de que forzaba la vista, no alcanzó a ver nada del vestido de ella debajo de la voluminosa capa. También sus manos estaban cubiertas por guantes de piel que llegaban hasta el puño de sus mangas. Desenrolló el pergamino y se volvió hacia los faroles de la calle para que la luz diese sobre la página.
Lo primero que vio fue que la firma del emisor del pagaré estaba cubierta por un pedazo de papel fijado con un poco de lacre. Gabriel miró a la condesa.
—No tiene necesidad de conocer el apellido de la familia —dijo la mujer.
—¿Por qué no?
—Eso le resultará evidente cuando lea el pagaré.
Así lo hizo, entrecerrando los ojos para leer bajo la escasa luz.
—Parece ser legal —dijo; después de leerlo otra vez, levantó la vista—. La inversión resulta por cierto importante y, dado que es especulativa, constituye un riesgo muy grande. Si la compañía no fue investigada y comprobada a fondo, la inversión fue desde luego poco prudente. No obstante, no veo cuál es su problema.
—El problema reside en el hecho de que la suma prometida resulta considerablemente mayor que el total del valor actual del condado.
Gabriel volvió a mirar las sumas escritas en el pagaré y rápidamente repasó su cálculo, pero no había leído mal.
—Si esta suma dejara completamente sin fondos las arcas del condado, entonces…
—Precisamente —dijo la condesa, con la firmeza que parecía característica en ella—. Le mencioné que a mi marido le gustaba especular. Desde antes de casarme, la familia ha estado más de una década al borde mismo de la ruina económica. Tras nuestra boda, descubrí la verdad. Después de eso, supervisé todas las cuestiones financieras. Entre el administrador de mi marido y yo nos las arreglamos para mantener todo en orden y evitar que la familia se hundiera.
Su voz se endureció, en un vano intento de esconder su vulnerabilidad.
—Sin embargo, este pagaré sería el fin de todo. Nuestro problema, en pocas palabras, es que el pagaré parece legal, en cuyo caso, si se ejecuta y se pide el pago inmediato del dinero, la familia irá a la bancarrota.
—Razón por la cual no desea que yo sepa el apellido.
—Usted conoce la alta sociedad: nos movemos en los mismos círculos. Si se dejara traslucir la menor sospecha de nuestros apuros económicos, aun dejando de lado la amenaza del pagaré, la familia estaría socialmente arruinada. Los hijos del conde nunca podrían ocupar los lugares que les corresponden en nuestro mundo.
La alarma era palpable en su voz. Gabriel cambió de tono.
—Usted mencionó a Charles, el joven conde. ¿Y los otros hijos?
La mujer dudó. Luego dijo:
—Hay dos muchachas, Maria y Alicia. Ahora estamos en la ciudad porque van a ser presentadas en sociedad. He ahorrado durante años para que pudieran tener su presentación… —Hizo una pausa; al cabo de un instante, continuó—: Y hay otros dos que todavía están en edad escolar, y Seraphina, una prima mayor; ella también es parte de la familia.
Gabriel prestó más atención al tono de su voz que a sus palabras. Su devoción era clara, la preocupación, el compromiso. La angustia. Ocultara la condesa lo que ocultase, no podía esconder la angustia.
Se acercó la nota a los ojos y estudió la firma del jefe de la compañía. Realizada con trazos marcados y fuertes, la firma era ilegible y, por cierto, no correspondía a nadie que él conociera.
—No me ha dicho por qué pensó que yo podría ayudarla. El tono de su voz fue vago, ya adivinaba la respuesta. La mujer se irguió.
—Nosotros (nuestro administrador y yo) creemos que la compañía es un fraude, una empresa creada solamente para sacarle dinero a inversores crédulos. El pagaré mismo resulta sospechoso porque no se indican ni la dirección de la compañía ni el nombre de sus responsables; además está el hecho de que, dada la suma, al aceptar un pagaré por un monto semejante, una compañía dedicada legítimamente a las inversiones debería haber realizado algún tipo de verificación de la solvencia del firmante.
—¿No se efectuó consulta alguna?
—Se le debería haber remitido a nuestro administrador. Como podrá imaginarse, nuestro banco ha estado en contacto cercano con él durante años. Revisamos todo lo que pudimos sin levantar sospechas y no encontramos nada que nos hiciera cambiar de opinión. La Central East Africa Gold Company parece ser un fraude. —Suspiró—. Y en tal caso, si podemos reunir suficientes evidencias como para probarlo y presentarlas ante el Tribunal de Justicia, el pagaré podría ser declarado sin valor legal. Pero tenemos que lograr eso antes que se ejecute el pagaré, y ya hace más de un año que fue firmado.
Mientras enrollaba el pagaré, Gabriel pensó en la mujer; a pesar del velo y de la capa, sintió que sabía mucho sobre ella.
—¿Por qué yo?
Le extendió el pagaré; ella lo cogió y lo deslizó debajo de su capa.
—Usted tiene una buena reputación por descubrir ardides fraudulentos y, además —dijo la dama, levantando la cabeza—, es un Cynster.
Gabriel enarcó una ceja, como pidiendo una explicación. Ella dudó y luego dijo:
—Si acepta ayudarnos, debo pedirle que jure que, en ningún momento, tratará de identificarnos a mí o a mi familia. —Hizo una pausa y luego continuó—: Y si no acepta, sé que puedo confiar en que no mencionará esta reunión a nadie, ni nada que haya deducido de ella.
Gabriel levantó ambas cejas; la miró con regocijo y con cierto respeto. Tenía una audacia poco común entre las mujeres: sólo eso podría explicar esa farsa, bien pensada y bien ejecutada. La condesa había aguzado su ingenio: había estudiado su blanco y trazado bien sus planes, dispuesto sus señuelos. Le estaba planteando un desafío.
Se preguntó si ella se imaginaba que él solamente se centraría en la compañía. ¿Acaso no era consciente de que le estaba planteando otro desafío? ¿Lo hacía a propósito? ¿Importaba?
—Si acepto ayudarla, ¿por dónde se imagina que deberíamos comenzar?
Hizo la pregunta antes de haber considerado las palabras, pero cuando pensó en ello, alzó las cejas por el «plural que la incluía».
—Por los abogados de la compañía. O, al menos, los que confeccionaron el pagaré, Thurlow y Brown. Sus apellidos constan en el documento.
—Pero no su dirección.
—No, pero si su bufete es legal (y debe serlo, ¿no le parece?), entonces debería ser fácil localizarlo. Pude haberlo hecho yo misma, pero…
—Pero no le pareció que su administrador aprobaría lo que usted tenía en mente para cuando descubriese la dirección, de manera que no quiso pedírselo a él.
A pesar del velo, pudo imaginarse la mirada que ella le lanzó, los ojos entornados, los labios apretados. Ante su afirmación, la mujer asintió con la cabeza.
—Precisamente. Me imagino que se necesitará algún tipo de investigación. Dudo que una firma de abogados legítima acepte dar información sobre uno de sus clientes.
Gabriel no estaba tan seguro; lo sabría cuando ubicara a Thurlow y a Brown.
—Necesitaremos saber quiénes son los directores de la compañía y luego enterarnos de los detalles referidos a los negocios de la firma. Negocios prospectivos.
Gabriel le lanzó una mirada a la mujer, deseando poder ver a través del velo. Continuó:
—¿Acaso se da cuenta de lo arriesgado que será investigar a los directores de la compañía? Si esta es el fraude que usted piensa, entonces cualquier insinuación de interés que se muestre en ella (en particular y especialmente viniendo de mí) hará que reaccionen: cogerán lo que puedan y desaparecerán antes de que se logre averiguar demasiado.
Habían permanecido durante más de media hora en el atrio parecido a un mausoleo. A medida que se acercaba el alba, bajaba la temperatura; el frío de la neblina se hacía más agudo. Gabriel era consciente de ello, pero con su abrigo no sentía frío. Debajo de su pesada capa, la condesa estaba aterida, casi temblaba.
Con los labios apretados, rechazó el deseo de atraerla hacia sí y, sin piedad, implacablemente, dijo:
—Al investigar la compañía, usted se arriesga a que se ejecute el pagaré y a que su familia quede en bancarrota.
Si ella estaba determinada a hacerle frente al fuego, debía comprender que podría quemarse.
La mujer levantó el rostro y enderezó la espalda.
—Si no investigo a la compañía y demuestro que es un fraude, es seguro que mi familia quedará en bancarrota.
La escuchó, pero no pudo detectar pizca alguna de flaqueza, ni de ninguna otra cosa que no fuese una resolución inquebrantable. Gabriel asintió con la cabeza.
—Muy bien. Si se ha resuelto a investigar a la compañía, la ayudaré.
Si hubiese esperado un agradecimiento efusivo, se habría decepcionado; afortunadamente, no tenía tales expectativas.
Ella se quedó mirándolo, estudiándolo.
—¿Y me jurará que…?
—Se lo juro ante Dios —dijo él, conteniendo un suspiro.
—Por su honor de Cynster.
Gabriel parpadeó y luego prosiguió:
—Por mi honor de Cynster, juro no tratar de identificarla a usted o a su familia. ¿Está bien así?
La afirmación de la dama fue como un suspiro.
—Sí —contestó, algo aliviada de su enorme tensión.
—Los acuerdos entre caballeros se suelen sellar con un apretón de manos —sugirió él.
Ella dudó y luego extendió una mano.
Gabriel la cogió, luego cambió la posición de la mano, deslizando sus dedos sobre los de ella hasta que su pulgar quedó sobre la palma de la mujer. Después, la atrajo hacia sí.
La oyó contener la respiración, sintió el repentino aceleramiento de su pulso, la sorpresa que la sobrecogió. Con la otra mano, le levantó la barbilla, orientando sus labios hacia los suyos.
—Pensaba que íbamos a darnos un apretón de manos —dijo ella, en un susurro.
—Usted no es un caballero —respondió él, y estudió su rostro; lo único que pudo ver a través del fino velo negro fue el destello de sus ojos, pero en su rostro levantado, pudo discernir el contorno de los labios—. Cuando un caballero y una dama sellan un pacto, lo hacen de este modo.
Y bajando la cabeza, unió sus labios a los de ella. Detrás de la seda, eran suaves, elásticos, suntuosos: pura tentación. Apenas se movieron debajo de los de él, sin embargo, resultaba fácil sentir su promesa inherente, que nada le costó leer.
Ese beso debería haberse inscrito como el más casto de toda su carrera, pero en lugar de ello, fue como una chispa en una mecha, preludio de una conflagración. Ese saber —absoluto y definitivo— lo conmocionó. Levantó la cabeza, miró su rostro velado y se preguntó si ella lo sabría.
Los dedos de la mujer, aún atrapados entre los suyos, temblaron. En sus propios dedos, apoyados sobre la barbilla, sintió la frágil tensión que se había apoderado de ella. Con la mirada sobre el rostro de la mujer, levantó su mano y besó sus dedos enguantados; luego, a regañadientes, la liberó.
—Descubriré dónde cuelgan su placa Thurlow y Brown y veré qué puedo averiguar. Supongo que querrá mantenerse informada. ¿Cómo nos comunicaremos?
—Yo me pondré en contacto con usted —dijo ella, retrocediendo.
Gabriel sintió cómo la mirada de ella escrutaba su rostro; luego, todavía crispada y tensa, se irguió e inclinó la cabeza.
—Gracias. Buenas noches.
La niebla se abrió y luego volvió a formarse detrás de ella, mientras descendía los escalones del atrio. Y después, desapareció, dejándolo solo en las sombras.
Gabriel respiró profundamente. La niebla llevaba los sonidos de la partida de la mujer hasta sus oídos. Sus zapatos repiqueteaban contra el pavimento; luego, hubo un retintín de arneses. Después, se oyeron pasos más pesados y el chasquido de una portezuela; tras una pausa, otra vez el chasquido. Segundos más tarde, llegaron el tirón de unas riendas y el ruido de las ruedas del carruaje, desvaneciéndose en la noche.
Eran las tres y media de la mañana y él estaba completamente despierto.
Con los labios tensos en signo de desaprobación, Gabriel descendió las escaleras del atrio. Envuelto en su abrigo, se dispuso a caminar la corta distancia que había hasta su casa.
Se sentía lleno de energía, listo para enfrentarse al mundo. La mañana anterior, antes de que llegase la nota de la condesa, había estado sentado, con su café y con aire taciturno, preguntándose cómo salir del lodo del aburrimiento en el que estaba hundido. Consideró cada empresa, cada posible esfuerzo, cada diversión: nada le había despertado la más mínima chispa de interés.
La nota de la condesa no sólo le había llamado la atención, sino que le había producido curiosidad y movido a conjeturas. Su curiosidad había sido cumplidamente saciada; las conjeturas, en cambio… Tenía ante sí a una viuda valiente y decidida, determinada a defender a su familia —nada menos que a sus hijastros— contra la amenaza de una nefasta pobreza, contra la certidumbre de convertirse en parientes pobres, si no en descastados. Sus enemigos eran los nebulosos promotores de una compañía acaso fraudulenta. La situación requería una acción decidida pero cauta, con toda suerte de indagaciones encubiertas y clandestinas. Eso era lo que ella le había contado.
Pero ¿qué era lo que él sabía?
Que se trataba de una inglesa, sin duda de buena familia: su acento, su manera de vestir y la franca declaración de que ambos se movían en círculos similares así lo probaban. También conocía bien a los Cynster. No sólo lo había afirmado; toda su presentación había sido astutamente planificada para apelar a sus instintos de Cynster.
Gabriel se desvió por Brook Street. Algo que la condesa no sabía era que él, por aquel entonces, raramente reaccionaba de manera impulsiva. Había aprendido a controlar sus emociones; sus relaciones comerciales así lo exigían. Además, le disgustaba que lo manipularan, en todos los campos. Sin embargo, en este caso decidió seguir el juego.
Al fin y al cabo, la condesa constituía, por derecho propio, un intrigante desafío. Todo un metro ochenta de desafío. Y buena parte de ese metro ochenta eran sus piernas, lo que despertaba sus instintos de libertino. En cuanto a sus labios y a los placeres que prometían… ya había decidido que fueran suyos.
A veces, las relaciones se presentaban así: una mirada, un roce y quién sabe. Sin embargo, no podía recordar haber sentido antes una atracción tan fuerte, ni haberse comprometido con tanta decisión y firmeza a una persecución.
Y a las consecuencias.
Nuevamente, estaba lleno de energía. Aquello —la condesa y su problema— era exactamente lo que necesitaba para llenar el presente vacío de su vida: un desafío y una conquista combinados.
Había llegado a su casa; subió los escalones y entró. Cerró la puerta y echó el pestillo, luego miró hacia el salón. En la estantería al lado del hogar había un ejemplar del índice nobiliario de Burke.
Subió las escaleras frunciendo los labios. Si no le hubiese jurado a la mujer que no iba a tratar de averiguar su identidad, se habría ido derecho al estante y, a pesar de la hora, habría determinado exactamente qué conde había muerto recientemente para ser sucedido por un hijo llamado Charles. No debía de haber tantos.
En lugar de ello, sintiéndose decididamente virtuoso —algo que no siempre le ocurría—, se encaminó a su cama, con todo tipo de planes dándole vueltas en la cabeza.
Había prometido que no averiguaría su identidad; no había jurado que no intentaría persuadirla de que se la revelase.
Su nombre. Su rostro. Esas piernas largas. Y más.
—¿Y bien? ¿Cómo ha ido?
Alzando su velo, Alathea contempló el grupo de rostros impacientes, amontonados al pie de las escaleras. Acababa de atravesar el umbral de Morwellan House en Mount Street; detrás de ella, Crisp, el mayordomo, corrió el cerrojo de la puerta y se volvió, ansioso por no perderse nada del relato.
La pregunta procedía de Nellie, la doncella de Alathea, que en ese momento estaba envuelta en un viejo salto de cama de cachemira. Rodeando a Nellie, más o menos en ropa de cama, estaban los otros miembros del grupo más fiel de partidarios de Alathea: los sirvientes más antiguos de la casa.
—Por favor, señora, no nos tenga sobre ascuas.
La frase vino de Figgs, la cocinera. Todos los otros asintieron: Folwell, el mozo de cuadra, con una reverencia; Crisp se les unió; llevaba el pagaré enrollado, que Alathea le había entregado para que lo cuidase.
Alathea suspiró para sus adentros. ¿En qué otra residencia de la alta sociedad la dama de la casa, después de una cita secreta a las cuatro de la mañana, se encontraría con semejante recepción? Dominó sus nervios, se dijo que el hecho de haberlo besado no importaba, y volvió a ponerse el velo.
—Aceptó.
—¡Bien hecho! —dijo la señorita Helm, la institutriz, flaca como un palo, que se aferraba nerviosa a su bata rosada—. Estoy segura de que el señor Cynster se hará cargo de todo y que desenmascarará a esos hombres horribles.
—Ojalá —dijo Connor, la seria doncella de Serena.
—Sí —dijo Alathea, adelantándose en dirección a la luz de las velas que Nellie, Figgs y la señorita Helm llevaban consigo—, pero todos ustedes deberían estar en la cama. Aceptó colaborar, no hay nada más que decir.
Alathea advirtió que Nellie la miraba.
Nellie se olió algo, pero cerró la boca.
Alathea echó a los otros y luego se encaminó escaleras arriba, con Nellie pegada a sus talones, alumbrando el camino.
—Entonces ¿qué ha pasado? —susurró Nellie, cuando llegaron a la galería.
—¡Shh!
Alathea hizo señas en dirección al pasillo. Nellie refunfuñó, pero mantuvo la boca cerrada mientras pasaban delante de los dormitorios de los padres de Alathea, de Mary y de Alice, hasta llegar a su dormitorio al fondo del corredor.
Nellie cerró la puerta. Alathea se desabrochó la capa y la dejó caer; Nellie la cogió mientras su ama se apartaba.
—¿Así que, mi querida damita, no irás a decirme que no te vio a través del disfraz?
—Claro que no; te dije que no lo haría.
No la habría besado si la hubiera visto. Hundida en el taburete que había delante del tocador, Alathea se sacó horquillas del cabello, liberando la espesa masa de su inusual rodete. Generalmente llevaba el cabello recogido sobre la cabeza, con mechones sueltos que enmarcaban su rostro. Era un estilo anticuado, pero le sentaba bien. También el rodete, pero no estaba acostumbrada a él, le tiraba del cabello en todas las direcciones y le dolía.
Nellie llegó en su ayuda, frunciendo el ceño mientras buscaba horquillas en la masa sedosa y suave del cabello.
—No puedo creer —dijo— que, después de todos los años que pasasteis revoleándoos por los campos, no te haya reconocido de inmediato con sólo verte, por mucho que llevaras velo y capa.
—Te olvidas de que, a pesar de los años que «pasamos revoleándonos por los campos», Rupert apenas me ha visto en una década. Sólo nos encontramos casualmente aquí y allá.
—¿No reconoció tu voz?
—No. Usé un tono muy diferente.
Ahora hablaba como si se dirigiera a Augusta, con voz cálida y baja, no cortante y mordaz como la que había empleado con él. Salvo por aquellos pocos instantes en que le había faltado el aliento…, pero ella no creía que él la hubiese oído perder antes el resuello. No podía recordar haberse sentido jamás tan nerviosa ni asustada. Con un suspiro, dejó caer la cabeza hacia atrás, liberando finalmente el cabello.
—No me estás concediendo el crédito suficiente —le dijo a Nellie—. Después de todo, soy una buena actriz.
Nellie se mostró incrédula, pero no discutió. Comenzó a cepillar los largos cabellos de Alathea.
Alathea cerró los ojos y se relajó. Era excelente para las farsas; podía imaginarse muy bien a sí misma representando un papel, siempre y cuando entendiera el personaje. En ese caso, resultaba sencillo.
—Me ceñí todo lo que pude a la verdad; realmente creyó que era una condesa.
Nellie mostró su desconfianza.
—Todavía no entiendo por qué no pudiste limitarte a escribirle una bonita carta, pidiéndole que investigue por ti esa compañía.
—Porque habría tenido que firmar «Alathea Morwellan».
—Estoy segura de que te habría ayudado de todos modos.
—Oh, no se hubiera negado, pero le habría remitido la carta a su agente, ese señor Montague. De no haberle contado a Rupert la razón por la que es tan desesperadamente necesario demostrar que esa compañía es un fraude, no le habría parecido importante; lo bastante importante como para involucrarse personalmente en una acción.
—No puedo entender por qué simplemente no se lo dijiste…
—¡No!
Alathea abrió los ojos y se irguió. Por un instante, la línea divisoria entre el ama y la criada resultó evidente; se hizo manifiesta en la luz matriarcal de los ojos de Alathea, en su expresión severa y en el gesto repentinamente receloso del rostro de Nellie.
Alathea dejó que su expresión se distendiera; dudó, pero Nellie era la única con quien se atrevía a discutir sus planes, la única que los conocía, la única en la que confiaba. Y aunque sospechaba que eso significaba que estaba confiando en toda la pandilla de sirvientes que habían quedado abajo, y puesto que los otros nunca se habían atrevido a mencionarlo, consideró que podía tolerarlo. Tenía que hablar con alguien. Aspirando profundamente, se instaló en el taburete.
—Lo creas o no, Nellie, todavía tengo mi orgullo —dijo cerrando los ojos, mientras Nellie retomaba el cepillado de su cabello—. A veces creo que es lo único que me queda. No lo arriesgaré contándoselo todo a él. Nadie sabe lo cerca que estamos, qué profunda es la ruina a la que nos enfrentamos.
—Se me ocurre que él sería comprensivo. No iría contándolo por ahí.
—Esa no es la cuestión. No en su caso. No creo que puedas imaginarte, Nellie, lo ricos que son los Cynster. Hasta a mí me cuesta asimilar las sumas que acostumbra manejar.
—La verdad es que no veo qué importancia tiene eso. Cuando Nellie empezó a trenzarle el cabello, Alathea sintió los tirones familiares.
—Digamos que, aunque puedo vérmelas con compañías fraudulentas y con un desastre inminente, no creo que realmente pueda enfrentarme a la compasión.
Su compasión.
Nellie suspiró y dijo:
—Bien, si así es como debe ser… —Alathea sintió que se encogía de hombros con fatalismo—. Pero ¿cómo conseguiste que aceptara, si lo único que le dijiste sobre la familia era que estaba perdida si esa maldita compañía exigía el dinero? —preguntó Nellie al cabo de un instante.
—Esa —dijo Alathea, abriendo los ojos— fue la cuestión central de mi farsa. Se lo dije. Todo. Difícilmente podía esperar que me ayudase sin saber los detalles y, por cierto, no habría consentido si no existiesen una familia y una amenaza reales. Nunca fue fácil hacer que se pusiera en movimiento, pero es un Cynster, y ellos siempre reaccionan ante ciertos estímulos. Tenía que convencerse de que tanto la familia como la amenaza existían, pero presenté a la familia como si fuese la de la condesa. A mi padre, como si fuera mi difunto esposo, y a mí, como la condesa, su segunda esposa, y a todos los hijos, como hijastros míos en lugar de como mis hermanastros y hermanastras. A Serena la convertí en una prima.
Alathea hizo una pausa, recordando.
—¿Qué ocurrió?
Miró hacia arriba para descubrir que Nellie la miraba a su vez, preocupada.
—Ni intentes ocultarme que algo salió mal. Siempre lo sé cuando miras así.
—Nada salió mal —no iba a contarle a Nellie lo del beso—. No se me ocurrían nombres para todos los hijos. Usé Charles para Charlie (al fin y al cabo, es un nombre bastante común), pero no esperaba que Rupert me preguntara por los otros. Cuando lo hizo…, bueno, estaba tan metida en el papel de condesa que no pude pensar. Se me vinieron a la mente y tuve que ponerles nombres de inmediato o él habría sospechado.
Abandonando la trenza ya terminada, Nellie se la quedó mirando.
—¿No los habrás llamado por sus verdaderos nombres?
—No exactamente —respondió Alathea, incorporándose y alejándose del tocador.
Nellie comenzó a desabrocharle el vestido.
—¿Cómo los llamaste, entonces?
—Maria, Alicia y Seraphina. A los otros me los salté.
—¿Y qué va a pasar la primera vez que esté solo en un cuarto con uno de esos libros que os enumera a todos vosotros? Lo único que tendrá que hacer es, siendo tú una condesa, fijarse en los condes y la página saltará a su vista —dijo Nellie, mientras la ayudaba a sacarse el vestido—. No querría estar en tus zapatos en ese momento, señorita; no cuando te descubra. No va a gustarle.
—Ya sé —se estremeció Alathea, y rogó que Nellie pensara que era porque tenía frío.
Sabía exactamente lo que ocurriría si la suerte se volvía en su contra y si Rupert Melrose Cynster descubría que ella era la misteriosa condesa, si descubría que ella era la mujer a la que había besado en el atrio de St. Georges.
Se desataría un infierno.
Él no tenía mal carácter; al menos, no más que ella.
Mejor dicho, no parecía tenerlo hasta que perdía los estribos.
—Por eso —continuó, sacando la cabeza por el cuello del camisón que Nellie le había ayudado a ponerse— le hice jurar que no trataría de identificarme. Por el modo en que lo planeé, no se enterará nunca de la verdad.
Alathea sabía que a él no le gustaría que lo engañasen. Sentía un profundo y muy verdadero disgusto ante toda forma de engaño. Eso, sospechaba ella, era lo que había detrás de su creciente reputación de desenmascarador de fraudes comerciales.
—Por ahora, todo es perfecto: se encontró con la condesa, oyó su historia y aceptó ayudar. En realidad, quiere ayudar, quiere dejar al descubierto a esos hombres y su compañía. Eso es importante. —No estaba segura de si le estaba dando seguridad a Nellie o si se la estaba dando a sí misma; el estómago no había parado de dolerle desde que él la había besado—. Lady Celia está siempre quejándose de que él es demasiado indolente, de que está demasiado aburrido de la vida. El problema de la condesa le dará algo de que ocuparse, algo que le interese.
Nellie resopló.
—Lo próximo que dirás es que le hará bien haber sido embaucado.
Alathea se ruborizó.
—Mal no le hará. Seré cuidadosa, de modo que no hay razón para pensar que alguna vez se dará cuenta de que fue «embaucado», como tú dices. Me aseguraré de que nunca se encuentre con la condesa a plena luz del día ni en ningún sitio bien iluminado. Siempre llevaré un velo. Con tacones que me hagan aún más alta —dijo, señalando los zapatos que se había quitado al lado del tocador— y con ese perfume —indicó el frasco de cristal veneciano que había delante del espejo—, que son cosas que Alathea Morwellan jamás usaría, no veo realmente que haya ningún peligro de que me reconozca.
Alathea fue hasta la cama; Nellie se adelantó, apartó las mantas y retiró el calentador de cama de cobre. Al deslizarse entre las sábanas, Alathea suspiró.
—De modo que todo está bien. Y cuando la compañía sea desenmascarada y la familia se salve, la condesa desaparecerá sencillamente entre una nube de niebla —dijo agitando graciosamente la mano.
Nellie resopló. Anduvo por la habitación, ordenando las cosas caídas y colgando la ropa de Alathea, a quien se volvió a mirar desde el guardarropa.
—Todavía no entiendo por qué no puedes sencillamente dirigirte a él y decirle a la cara de qué se trata todo este asunto. El orgullo está bien, pero esto es serio.
—No es sólo orgullo —dijo Alathea, recostada de espaldas, mirando el dosel—. No se lo pido directamente porque casi con seguridad él no me ayudaría, no de manera personal. Lo más amable y rápidamente que hubiera podido me habría remitido a Montague, y yo no quería eso. Yo…, nosotros necesitamos su ayuda, no la de su lacayo. Preciso al caballero en su corcel de batalla, no al escudero.
—No lo veo así… nos habría ayudado, ¿por qué no iba a hacerlo? No sois extraños que no se hayan visto nunca. Te conoce desde que estabas en la cuna. De niños jugabais y seguisteis haciéndolo a través del tiempo hasta que cumpliste los quince años y ya eras una damita. —Hecho el orden y con una vela en la mano, Nellie se acercó a la gran cama—. Si te limitaras a ir a verlo y explicarle todo, estoy segura de que te ayudaría.
—Créeme, Nellie, no funcionaría. A pesar de que se haya ofrecido a ayudar a la misteriosa condesa, nunca haría lo mismo por mí.
Y dándose vuelta, Alathea cerró los ojos e ignoró la exhalación incrédula de Nellie.
—Buenas noches —dijo.
Al cabo de un momento, oyó un suave y gruñón «buenas noches». La luz de vela que tenía sobre los párpados se desvaneció; luego, se oyó el picaporte, mientras Nellie se retiraba de la habitación.
Alathea suspiró y se hundió en el colchón, intentando relajar los músculos que había tensado cuando él la besó. Aquella había sido la única alternativa que no había previsto, pero no era nada serio; sin duda, el tipo de coqueteo sofisticado que él practicaba con casi todas las damas. Si ella pudiese volver a comenzar con su farsa, lo pensaría dos veces antes de presentarse como viuda, o al menos como una viuda que hubiese terminado su luto; pero lo hecho, hecho está: la farsa ya había comenzado. Y aunque tal vez no fuese capaz de explicársela por entero a Nellie, su farsa resultaba absolutamente esencial.
Rupert Melrose Cynster, su compañero de juegos de la infancia, era el caballero, perfectamente armado, que debía representarla en el torneo. Ella sabía lo que él valía: cuando estaba completamente comprometido con una causa, hacía tanto como podía. Con él como campeón, tendrían una oportunidad verdadera de derrotar a la Central East Africa Gold Company. Sin su ayuda, esa hazaña parecía próxima a lo imposible.
Al conocerlo desde hacía tanto —tan bien, tan profundamente—, sabía que para poder contar con él debería atraer a menudo su inconstante atención. Necesitaba que él se concentrase en su problema y que pusiera en juego sus considerables habilidades. Por eso había inventado a la condesa y, rodeada de un misterio cautivador, se había dispuesto a reclutarlo para su causa en cuerpo y alma.
Alathea había ganado la primera batalla; él estaba listo para pelear a su lado. Por primera vez, desde que Figgs le había puesto ante los ojos la maldita nota, se permitía creer en la victoria final.
Hasta donde la alta sociedad podía ver, los Morwellan estaban en la ciudad, según lo previsto, para que las hijas hicieran sus presentaciones ante la gente bien y para que Charlie hiciera otro tanto.
Ella, la hija mayor, ahora la responsable, se ubicaría en un segundo plano, echaría una mano en la presentación en sociedad de sus hermanastras, y en sus ratos libres se pondría capa y velo para hacerse pasar por la condesa y apartar la espada de Damocles que pendía sobre el futuro de su familia.
Tales pensamientos melodramáticos la hicieron sonreír. Fácilmente le venían a la mente; Alathea sabía con precisión qué estaba haciendo. También sabía precisamente por qué Rupert no la habría ayudado del mismo modo en que ayudaría a la condesa, aunque no era algo que estuviese dispuesta a explicar, ni siquiera a Nellie.
No les gustaba estar en la misma habitación; y de estarlo, no a menos de tres metros uno del otro. Cualquier proximidad mayor era una tortura. Ese rasgo singular los había afectado desde la edad de once o doce años; desde entonces, había sido una constante en las vidas de ambos.
La causa de aquello seguía siendo un misterio.
De jovencitos, intentaron ignorar esa circunstancia, simulando que nada sucedía; pero cuando la inminente condición de mujer de ella auguró un final a la diaria asociación que los unía, ambos sintieron un alivio considerable.
Por supuesto que nunca lo comentaron entre ellos, pero esa reacción estaba allí, en el brillo de su mirada, en la repentina tensión de sus músculos, en la dificultad que él encontraba en permanecer cerca de ella durante más de unos pocos minutos.
«Incomodidad» no era la palabra precisa para describir esa situación; era mucho peor que eso.
Ella nunca supo si la reacción que él le despertaba era equivalente a la que ella le producía a él o si su aversión surgió en respuesta a la de él. Comoquiera que fuese, su mutuo malestar fue algo con lo que aprendieron a vivir, algo que aprendieron a ocultar y, finalmente, que aprendieron a evitar. Ninguno de los dos iba a precipitar un encuentro prolongado innecesario.
Esa era la razón por la que, a pesar de haber crecido juntos y a pesar de que sus familias fueran vecinas, nunca habían bailado juntos el vals. Habían bailado, una vez, una danza campestre. Incluso eso la había dejado agitada, molesta y desquiciada. Como él, ella no era del tipo que mostraba sus sentimientos. El único que le hacía perder el control era él.
Y aquello explicaba por qué era la condesa la que se había presentado en el atrio de St. Georges. A pesar de que ella no podía saber en absoluto qué le pasaba a él por la mente, imaginaba que los instintos de Rupert lo habrían llevado a ayudarla, pero su aversión hacia ella acaso los habría mitigado. Investigar la compañía en representación de ella implicaba verla a menudo y a solas, lo que habría hecho que el mutuo malestar empeorase.
Pocos meses atrás se habían encontrado brevemente y su mutua aversión se hizo presente con más fuerza que nunca. Durante tres minutos se habían limitado a estremecerse de rabia. No podía creer que, si le pedía ayuda, él fuera a romper un hábito de años y a estar dispuesto a pasar horas en su compañía. Pero si lo hacía, eso los iba a volver totalmente locos.
Ella no iba a correr el riesgo de averiguarlo. Si le hubiera expuesto su problema sin adoptar un disfraz —sólo para que la enviara con Montague—, después no habría podido presentarse como la condesa.
No tenía elección.
Si se enteraba de que ella era la condesa nunca la perdonaría. Probablemente incluso se vengaría. No tenía elección, su conciencia no la perturbaba. Si hubiera existido otra manera segura de obtener su ayuda, sin engañarlo, habría recurrido a ella, pero…
Estaba casi dormida, y entre las neblinas del sueño su mente revisaba distintos instantes de su encuentro, dando vueltas alrededor del desconcertante beso, cuando se despertó de pronto. Pestañeando, con los ojos totalmente abiertos, miró fijamente el dosel y consideró que su duradera y mutua aversión no había surgido esa noche.