Dominic Prescott había nacido en Londres cuando aún moría gente de peste en plena calle y sus cadáveres eran lanzados al Támesis. Había sobrevivido a dos guerras mundiales, a distintas ofensivas militares y a cuatro amantes sanguinarias…, y sin embargo, habían conseguido capturarlo utilizando uno de los trucos más viejos del mundo. De eso ya hacía cuatro meses. Salía de su casa en dirección al hospital en el que trabajaba cuando un coche atropelló a una chica delante de él. Ni siquiera lo pensó, reaccionó y corrió a ayudarla, y cuando estaba de rodillas en medio del asfalto, dos hombres lo cogieron y lo metieron en una camioneta.
Dominic era uno de los pocos guardianes que llevaba siglos sin envejecer. Le había costado asistir a las bodas de sus amigos, y a sus funerales, pero al final había aprendido a sobrellevar la soledad y había dejado de buscar a esa mujer. A pesar de que las leyendas de los antiguos afirmaban lo contrario, él estaba convencido de que ella, en el supuesto de que hubiera llegado a existir, ya estaba muerta.
Tenía fama de gruñón y de antipático, y de tener muy poca paciencia, pero los miembros del clan Jura sabían que podían contar con él. Dominic había conocido a varios de sus líderes y siempre se había llevado bien con ellos, aunque con Ewan Jura existía una conexión especial.
En lo que se refería a su relación con los humanos, los guardianes de Alejandría que no envejecían tenían una especie de sistema de regulación mediante el cual cambiaban de vida e identidad cada quince años, y así evitaban ser descubiertos. Pero eso también impedía que pudieran llegar a establecerse en ninguna parte.
Si era sincero consigo mismo, Dominic tenía que reconocer que prefería ese exilio autoimpuesto a lo que le sucedió al principio de su existencia; encariñarse con una persona y tener que verla morir. A lo largo de todo ese tiempo, había interpretado tantos papeles que, a menudo, cuando cerraba los ojos, no sabía quién era. Nunca había llegado a identificarse con ninguna de sus personalidades. Podía levantarse una mañana con ganas de tomar un café y otras odiando dicha bebida… incapaz de saber si de verdad le gustaba o no.
Zarandeó de nuevo los barrotes, a pesar de que sabía que no iba a servir para nada. No tenía ni idea de qué estaban hechos, pero fueran del material que fuesen, ni siquiera consiguió resquebrajarlos un poco. A lo largo de aquellos cuatro meses de cautiverio le habían sacado sangre, inyectado multitud de drogas y conectado a varias máquinas distintas. Se sentía igual que una rata de laboratorio, pero una rata rabiosa, que mataría con sus propios dientes al primero que se encontrara cuando saliera de allí. Porque iba a salir de allí, de eso estaba seguro.
Dominic había estudiado medicina unas cuantas vidas atrás —precisamente, en su identidad actual trabajaba como médico en un céntrico hospital londinense—, y, a juzgar por las pruebas que le habían hecho, y por los comentarios que había podido escuchar a través de las paredes, aquellos desgraciados estaban tratando de destilar algún tipo de droga. Los muy ignorantes no sabían que era imposible.
Dominic iba a salir de allí y luego mataría a aquellos bastardos con sus propias manos, a todos excepto a uno, al que torturaría hasta que le suplicara que acabara con él… Y lo haría por lo que le había hecho a ella.
Había tardado una eternidad en encontrarla y lo único que sabía era que la tenían prisionera igual que a él, y que estaba enferma. Y también que hacía dos semanas que se la habían llevado de allí. La había oído llorar y gemir de dolor, la había oído suplicar que la mataran; y la noche antes de que desapareciera la había oído pronunciar su nombre.
Cerró los ojos y recordó las palabras que jamás podría olvidar:
—¿Eres tú, Dominic?
—Sí —respondió él.
—Mañana ya no estaré aquí —dijo ella a media voz.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabes? ¿Dónde estarás? —preguntó nervioso. No sabía el aspecto que tenía. Estaban encerrados en distintas celdas y, aunque las dos tenían barrotes y el uno podía oír lo que decía el otro, no había forma de que se vieran—. ¿Cómo te llamas?
—Claire —contestó, antes de tener un ataque de tos—. Sé que mañana estaré en otra parte, pero no sé dónde. Cerca del mar, creo, rodeada de un hedor extraño, y con unos pájaros peculiares.
—Claire. —Sacudió los barrotes—. ¿Qué estás diciendo?
—Siento haberte conocido así —prosiguió ella, y Dominic oyó que lloraba.
—Yo no —respondió al instante, y fue entonces cuando se dio cuenta de que el guardián estaba completamente alerta y de que Claire lo había despertado del letargo.
—Prométeme una cosa —dijo entonces ella.
—No pienso dejar que te lleven de aquí.
—Tendrás que hacerlo. Es así como suceden las cosas.
—¿Cómo sabías quién era? —Dominic se paseó nervioso por la celda, buscando algo que hubiera podido pasársele por alto—. Me has llamado por mi nombre.
—Prométeme una cosa —repitió Claire.
—Lo que quieras.
—Prométeme que te mantendrás con vida, y que vendrás a buscarme. —Otro ataque de tos.
—Te lo prometo —le aseguró él, solemne, más asustado de lo que se veía capaz de reconocer.
—Ahora tengo que descansar —farfulló Claire, quedándose dormida al instante.
Dominic se pasó toda la noche despierto, frenético, abrumado. Hacía años, siglos incluso, que había desechado la idea de encontrar a su alma gemela, y no sabía si Claire lo era, pero sí sabía que lo que había sentido al escuchar su voz no lo había sentido nunca antes. Y que su guardián estaba descontrolado, furioso por estar encerrado y no poder hacer nada para protegerla, ansioso por vengarse en su nombre de todo el dolor que le habían infligido.
A eso de las cinco de la madrugada —había un reloj de pared en aquella especie de cámara de torturas en la que estaban encerrados—, llegaron tres tipos vestidos de negro y abrieron la celda de Claire. La oyó gritar, y llamarlo antes de desmayarse, y el guardián rugió y se lanzó con todas sus fuerzas contra los barrotes, pero lo único que consiguió fue recibir una descarga que casi lo dejó también a él inconsciente. Vio que uno de los hombres llevaba en brazos un fardo del que lo único que sobresalía por un extremo era un mechón rojo como el fuego, y Dominic se juró que saldría de aquel laboratorio con vida y que la encontraría.
En aquellas dos últimas semanas habían tratado de despertar al guardián, de dominarlo, le habían sacado sangre, drogado y golpeado. Aquellos científicos mercenarios estaban perdiendo la paciencia, y si algo sabía hacer bien Dominic era esperar. Aguardaría el momento oportuno y entonces huiría de allí llevándose consigo la vida de aquellos miserables. Oyó que alguien introducía el código electrónico para abrir la puerta, y por el tintineo dedujo que era Cochran. Con éste iba a tomarse su tiempo.
Cochran bajó al laboratorio, que estaba oculto tras un falso almacén en el segundo sótano del edificio, para ver con sus propios ojos cómo estaba el sujeto. Tenía que reconocer que cuando Rufus Talbot le contó lo que pretendía hacer, lo primero que pensó fue que se había vuelto loco, pero cuando añadió que contaban con el apoyo, y la financiación, del ejército de las sombras, supo que moriría si se negaba a colaborar. Nadie le negaba nada al señor de las sombras, y al final había resultado que colaborar con él había sido de lo más beneficioso para su cuenta bancaria.
Talbot y él se pasaron meses eligiendo al guardián que utilizarían como conejillo de Indias, y habían planeado su secuestro con esmero. Lo de encontrar a la señorita Claire London había sido un golpe de suerte, lástima que al final hubieran tenido que trasladarla.
Cochran estaba de pie junto a la puerta, a punto de introducir el código, cuando vio venir a Kane, un ambicioso científico que trabajaba en el proyecto sin estar al tanto de lo que de verdad estaban haciendo.
—¿Ha repetido las pruebas, doctor? —le preguntó éste al acercarse.
—Sí, así es —respondió Cochran, dándole a las teclas—. Y los resultados no podrían ser mejores.
—Qué gran noticia. —Sonó la señal que indicaba que la puerta se había abierto—. Le dejo con sus cosas. ¿Se ha enterado de que ya han encontrado sustituto para la doctora Lindam? —le dijo al alejarse.
—¿Ah, sí? ¿Sabe quién es? —preguntó Cochran. La doctora Lindam estaba tan desconectada de todo, que le había resultado muy útil en más de una ocasión. Y quizá su sucesor también lo fuera.
—No lo conozco, pero se llama Ewan Barnett. —Kane siguió caminando—. Creo que antes de venir aquí era profesor en la universidad.
Cochran no había oído hablar del tal Barnett, pero supuso que sería un anodino profesor al que al final había tentado don Dinero. Cerró la puerta del laboratorio tras él y se dirigió a la celda.
Dominic estaba sentado en el banco de acero reforzado, con la cabeza apoyada contra la pared y los ojos cerrados. Aquella misma mañana le habían inyectado la droga con las últimas modificaciones, y al parecer todavía no le había hecho efecto. Cochran anotó un par de cosas en su cuaderno y revisó los resultados del test anterior. El sujeto, que era como siempre se refería a él, ni siquiera parpadeó, y como la mañana había resultado ser de lo más espléndida, decidió ir a celebrarlo.
Ewan estaba allí. Dominic tuvo que clavarse las garras en la palma de la mano para fingir que estaba dormido. Dada su reticencia a asumir su posición en el clan, eran muy pocos los que conocían su aspecto físico, y muchos menos los que sabían que de joven había utilizado el apellido de su madre, Barnett, para conseguir su título universitario. Dominic era uno de esos privilegiados, pues él y Ewan llevaban tiempo trabajando juntos en un proyecto muy personal. Y de no ser porque, debido a los malos resultados, habían decidido dejarlo durante unos meses, seguro que su amigo se habría dado cuenta de su desaparición.
Dominic no tenía ni idea de qué estaba haciendo Ewan allí, pero seguro que terminaría por atar cabos y lo ayudaría a escapar. Le había prometido a Claire que se mantendría con vida, algo que cada día le resultaba más fácil, pues al parecer su cuerpo había empezado a asimilar todas aquellas sustancias y apenas reaccionaba; y que pronto iría a buscarla. Y tenía intención de mantener ambas promesas, en especial la segunda.
Harto de seguir con aquella tontería, y convencido de que no podría burlar el sistema de seguridad informática el primer día de trabajo, Ewan les dijo a los miembros de su equipo que iba a por un café y fue en busca de Julia. Mientras recorría los pasillos, tuvo el extraño presentimiento de que notaba la presencia de otro guardián. «Quizá sea Talbot», pensó, aunque lo dudaba; sus instintos de guardián reaccionaban de un modo distinto ante un enemigo, y lo que estaba experimentando se parecía más a lo que sentía cuando veía a Daniel, o a Simon, o incluso a Dominic.
Pero era imposible que ninguno de los tres estuviera en Vivicum Lab; Simon seguía en Nueva York, Daniel estaba en Escocia, y seguro que Dominic estaría en el hospital, o de vacaciones en la casa que tenía en Islandia. Descartó la idea por completo y siguió andando hacia el laboratorio de Julia. Al llegar, dio unos golpecitos en el marco de la puerta, pero entró sin esperar respuesta.
Una chica y un chico estaban sentados en los taburetes de la primera mesa, y los dos estaban tan enfrascados en lo que hacían que no levantaron la vista.
—¿Está Julia? —preguntó Ewan.
—En su despacho —respondió la chica, señalando la puerta con un dedo.
—Gracias —dijo educado. Fue hacia allá y entró sin llamar.
—Jordan, todavía no he resuelto lo de antes. —Julia estaba de espaldas a la puerta, guardando unos papeles en un archivador—. ¿Te importaría cerrar tú? Me gustaría irme a casa y… —Se dio media vuelta y se quedó sin habla al ver a Ewan de pie en medio de su despacho—. Hola.
—Hola. —Acompañó el saludo con una sonrisa—. Tus compañeros de laboratorio me han dejado entrar —le explicó.
Julia se acercó a la mesa.
—Seguro que ni se han enterado. ¿Qué tal tu primer día?
—Bien. —No dejaban de mirarse, y ella incluso se sonrojó, pero ninguno de los dos se atrevió a mencionar el beso y las caricias del día anterior—. ¿Ya te vas?
—Sí, bueno, la verdad es que tengo que repasar unos resultados y preferiría hacerlo en mi casa. —A Julia le sorprendió darse cuenta de que tenía ganas de contarle lo que había descubierto en el cuaderno de Stephanie, así como lo de aquella muestra de sangre, pero se contuvo. A pesar de la conexión que sentía con Ewan, acababa de conocerlo, y no tenía ni idea de si él sentía algo parecido—. Tengo que mandar un par de correos y luego me iré.
—Claro. —Ahora que la tenía delante, se veía incapaz de decirle nada—. Yo tengo que regresar a mi laboratorio. —Levantó una mano y señaló hacia atrás, con el dedo índice—. No quiero que piensen que he desaparecido sin más. —Retrocedió unos pasos antes de volver a hablar—: Tal vez mañana podríamos desayunar juntos.
—Me encantaría —respondió ella al instante, y le sonrió, y creyó ver que a él se le oscurecían los ojos.
Ewan tuvo de nuevo un extraño presentimiento. Su guardián estaba inquieto, reclamando toda su atención, exigiéndole que no se alejara de ella. Estudió la situación; Julia no parecía estar en peligro. Se la veía sólo un poco cansada, y seguramente por eso quería irse a su casa. De todos modos, decidió no ignorar sus instintos y en dos zancadas se colocó frente a ella.
—Éstos son mis números de teléfono. —En un bloc de notas, apuntó sus dos móviles, el que facilitaba a todo el mundo y el que sólo conocían los miembros de su familia—. Llámame si necesitas algo, Julia. Lo que sea, ¿de acuerdo? —añadió mirándola fijamente, y no apartó los ojos hasta que ella arrancó la hoja y se la guardó en el bolsillo de los vaqueros.