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Estos resultados no son aceptables —sentenció Rufus Talbot lanzando los documentos por encima de la mesa—. Creía que eran conscientes de la importancia de todo este asunto, pero veo que me equivoqué con ustedes.

—Señor Talbot, si me lo permite —dijo uno de los científicos de bata blanca—, tan sólo son las primeras pruebas, y ya sabe que debido al robo tuvimos que repetirlas. Necesitaríamos otra muestra de sangre, de otro sujeto, para asegurarnos de la compatibilidad, señor.

—Y el espécimen que tenemos en el laboratorio empieza a mostrarse adverso —apuntó otro de los científicos.

—¡Por supuesto que empieza a mostrarse adverso! Joder, está enjaulado en un sótano. —Se levantó frustrado y se sirvió una copa sin ofrecer ninguna al resto de los ocupantes del despacho—. Dios, a veces me sorprende lo lejos que ha llegado su raza —farfulló en voz baja—. Les conseguiré otra muestra, pero olvídense de lo de obtener otro espécimen. Y espero —no hizo falta que añadiera «por su propio bien»—, que la próxima vez que nos reunamos puedan darme mejores noticias. —Regresó a su mesa y se puso a leer unos documentos, dando así el encuentro por finalizado.

Los cuatro científicos tardaron unos segundos en encontrar las fuerzas suficientes como para que sus piernas dejaran de temblar y pudieran salir de allí, pero al final lo consiguieron. Al quedarse solo, Rufus abrió el primer cajón del escritorio y sacó una jeringa para análisis.

—Es verdad eso que dicen de que si quieres algo bien hecho tienes que hacerlo tú mismo —dijo entre dientes, mientras tiraba de un extremo de la tira de caucho con la que se había rodeado el bíceps para resaltar la vena. Se sacó la dichosa muestra de sangre y después volvió a abrocharse la manga de la camisa—. Señorita Peet —llamó a su secretaria por el teléfono interno—, ¿le importaría venir un momento?

Se puso en pie y se acercó a la puerta, y cuando la señorita Peet apareció, la arrinconó contra la pared y hundió los colmillos en su cuello sin ningún preliminar, al mismo tiempo que le subía la falda y se desabrochaba los pantalones. A ella no le importó, sabía que aquello era sólo el preámbulo de un orgasmo increíble… Al terminar, Rufus le pidió a Kayla Peet que no le pasara llamadas durante un par de horas y que mandara el vial de sangre a los tarados del laboratorio. Si no encontraban pronto una fórmula estable, sus socios no iban a ser tan comprensivos como él estaba siéndolo con los científicos.

Julia se despertó a la hora de siempre, y lo primero que la sorprendió fue que esa noche no había soñado con el hombre de ojos negros, y lo segundo, que se sentía descansada. Normalmente, si su misterioso amante no la visitaba no podía dormir. Se vistió, y al elegir aquel jersey negro que le quedaba tan bien se dijo que no lo hacía con la esperanza de que a Ewan le gustara. Tomó un café y una tostada, como de costumbre, y se fue hacia el metro. Una vez en Vivicum Lab, se dirigió a su laboratorio. A pesar de la extraña despedida de Ewan el día anterior, aún sonreía como una boba, pero cuando abrió el ordenador y vio que tenía varios correos que procedían directamente del equipo de investigación que dirigía el señor Talbot en persona, dejó de hacerlo. Ni ella ni su equipo solían colaborar con los estirados científicos que trabajaban con Talbot, pero en alguna ocasión le habían preguntado su opinión sobre ciertos temas.

En el primer correo le pedían que repitiera unas pruebas que habían hecho ellos, pues querían asegurarse de que los resultados obtenidos eran correctos. En el segundo, le recordaban que el tema tenía prioridad máxima, y en el tercero y último le decían que le mandarían una muestra de sangre para que hiciera con ella ciertos análisis que enumeraban en el mismo correo. El jefe del laboratorio se despedía sin darle las gracias, exigiéndole que le entregara todo aquello lo antes posible, y diciéndole que dichas pruebas eran de carácter reservado.

Julia se puso la bata y pensó que el tipo no sólo era un maleducado sino también un histérico, pero como al parecer el señor Talbot estaba muy interesado en todo aquello, no le quedó más remedio que ponerse manos a la obra.

Habría empezado por la primera petición: repetir y revisar las pruebas ya hechas, pero en aquel preciso instante apareció Lionel, el chico de mensajería interna, y le entregó un paquete. Cuando volvió a quedarse sola lo abrió y vio que contenía el vial de sangre al que hacía referencia el tercer correo, así que decidió que ésa sería su primera tarea. Todo parecía muy urgente e importante.

Saludó a Jordan y a Lucas, sus compañeros de laboratorio, y les pidió que siguieran con lo suyo mientras ella se ocupaba de una petición del laboratorio de los cretinos —así era como los llamaban—. Jordan se rió y le dijo que ningún problema, siempre y cuando después le contara por qué se había puesto tan guapa y por qué le brillaban los ojos. Julia se sonrojó y rió para disimular; Jordan tenía un sexto sentido para detectar ese tipo de cosas.

Con el vial en la mano empezó las pruebas. Las primeras no pasaban de ser unos controles rutinarios, y Julia iba apuntando los resultados en un cuaderno para luego poder confeccionar el informe. Un par de horas más tarde, sonó la alarma de la centrifugadora y la paró para recoger otra parte de la muestra. Observó el resultado y tardó unos segundos en reaccionar. Estaba mal, tenía que estar mal. Dejó el pequeño vial a un lado, junto con la libreta, y repitió el proceso. Tendría que esperar dos horas más, pero no podía mandar aquellos datos; la despedirían por incompetente.

Aprovechó para ir a buscar un café y se quedó junto a la máquina más tiempo del necesario. Tenía una sensación extraña, un presentimiento, como diría su abuela. Regresó al laboratorio, donde volvió a sus proyectos. Casi se había olvidado de la extraña muestra de sangre cuando de nuevo sonó la alarma. Se quitó las gafas, que se ponía sólo para trabajar, y fue a abrir la centrifugadora. Arrancó el papel con los resultados y comprobó que eran idénticos a los de antes. Imposible.

Cogió los dos viales, los dos resultados y la libreta y empezó a repasar todo el procedimiento en busca de algo que explicara aquello. Nada. Que ella supiera, no había cometido ningún error, y la muestra de sangre no había estado expuesta a nada que justificara aquella reacción. Quizá había sucedido algo en el otro laboratorio, pensó, y escribió un par de líneas preguntándole al doctor Cochran qué protocolo había seguido para obtener la muestra. Supuso que así no quedaba tan patente que estaba preguntándole qué narices había hecho para que aquella sangre se hubiera estropeado. El jefe del laboratorio del señor Talbot tardó menos de dos minutos en responder; le dijo que había seguido el protocolo habitual y que él personalmente respondía del mismo.

Julia se quedó atónita mirando la pantalla. No serviría de nada que volviera a repetir las pruebas, y visto estaba que no podía pedirle al doctor Cochran que le enviara otra muestra; ni tampoco podía ofrecerse para ir a sacar una ella misma.

Colocó una gota de la sangre en una de las diminutas placas de ensayo y se acercó al microscopio, y si no lo hubiera visto con sus propios ojos no se lo habría creído: los leucocitos parecían aumentar en número por segundos y el comportamiento de las células polimorfonucleares tampoco correspondía al habitual. Según los resultados anteriores, el número de plaquetas no encajaba con el de un humano, y, sin embargo, el doctor Cochran le había dicho que la muestra pertenecía a un varón de treinta y cinco años.

Nada tenía sentido, o, mejor dicho, en el caso de que lo tuviera, ese hombre en cuestión tenía una capacidad para regenerar sangre y tejidos propia de un personaje de ciencia ficción. Casi nunca se pondría enfermo y no envejecería al ritmo normal. Y eso era imposible. Releyó los resultados por enésima vez y, cuando ya se estaba planteando llamar al servicio técnico para que se llevaran de allí la centrifugadora y el microscopio, pues sin duda debían de estar estropeados, recordó algo. De entre todos aquellos resultados había uno que desde el principio le había parecido extrañamente familiar, y en ese instante supo por qué.

Fue a buscar su bolso, que había colgado en la puerta de su despacho, y sacó el cuaderno que le había mandado Stephanie antes de morir. Allí, en medio de una página, y rodeado de otros datos incomprensibles, o que ella todavía no había descifrado, estaba el mismo número. La misma cantidad exacta. Impresionada, y también algo asustada, Julia se guardó un vial con una pequeñísima cantidad de sangre de aquella muestra en el bolsillo, y también metió una copia de los resultados dentro del cuaderno de su amiga. Escribió el informe que le había solicitado el doctor Cochran y en sus conclusiones se limitó a comentar que quizá deberían repetirse las pruebas con un nuevo equipo. Fue respetuosa en todo momento y no dejó entrever ninguna de las dudas que la asaltaban. Mandó el correo con el informe y devolvió también la muestra de sangre.

Después de cerrar el correo electrónico, se levantó de la mesa y volvió a guardar el cuaderno de Stephanie en el bolso. Se estaba planteando irse a casa y repasar allí todos aquellos datos, pero en ese preciso instante apareció Jordan con un problema y tuvo que quedarse. Por suerte, el contratiempo no fue grave, pero sí lo bastante complejo como para que se pasara el resto de la jornada ocupada y sin pensar que quizá la muerte de su amiga tuviera algo que ver con aquella muestra de sangre tan inclasificable.

Ewan llegó a su nuevo trabajo hecho polvo. Después de lo de Julia, y de leer las historias de los guardianes, le había sido imposible conciliar el sueño, a pesar de que lo intentó. Resignado, se levantó temprano y fue a correr, pero su naturaleza de guardián no era como la de los humanos, a los que el esfuerzo físico relaja, a él sólo le sirvió para darle más vitalidad.

Regresó al apartamento y repasó el dossier que su padre y su abuelo le habían mandado desde Escocia. Simon también le había enviado una información de lo más desconcertante, pero lo que más lo había inquietado del correo de su primo era que le pedía total discreción, y que mencionaba a Mara Strokes. Simon nunca era discreto, y nunca escribía el nombre de Mara en ninguna parte. Quizá creyera que Ewan, al no aceptar por completo su naturaleza, tenía los instintos atrofiados, pero ése no era el caso. Podía percibir perfectamente cómo reaccionaba Simon ante la presencia de Mara, su secretaria, confidente, ayudante… y por mucho que su primo se empeñara en negarlo, o en fingir que no se daba cuenta, cualquiera que los hubiera visto juntos sabría que entre los dos estaba sucediendo algo.

Después de lo de Naomi, su ex esposa, Ewan comprendía perfectamente que Simon no quisiera volver a arriesgarse; él mismo también había recurrido a la táctica de acostarse con mujeres que apenas lo atraían para ver si así dejaba de pensar en que en el mundo había una sólo para él. Pero una cosa era Ewan, que tenía mucha experiencia en dominar sus instintos, y otra Simon, famoso por su falta de autocontrol. Una muestra de que éste le había empezado a fallar era que hubiera mencionado a Mara en el correo.

Para no dar al traste con su coartada, a Ewan no le quedó más remedio que seguirle el juego a la encargada de personal, que le enseñó todas las instalaciones y lo acompañó durante toda la mañana para explicarle los protocolos de seguridad, las áreas que podía cruzar y las que no, y tonterías por el estilo. Se pasó el día buscando a Julia con la mirada. Tras los besos del día anterior, podía olerla perfectamente.

Después de almorzar con los miembros de su nuevo equipo, tomó posesión del que iba a ser su laboratorio y fingió que se interesaba por el último descubrimiento en el que estaban trabajando: una crema cosmética para conseguir algo completamente inútil. Pero mientras representaba el papel de bioquímico solícito, en lo único que podía pensar era en que quería quedarse solo para ver qué encontraba en la base de datos de la empresa, y para inventarse alguna excusa para ir a saludar a Julia; al fin y al cabo, ahora eran colegas, ¿no?

El doctor Cochran repasó el informe de Julia Templeton y le gustó ver que su colega era tan lista y cauta como aparentaba. Los resultados confirmaban sus teorías, y estaba impaciente por presentárselos al señor Talbot. Los primeros análisis los habían hecho en su laboratorio, pero después del robo no quería volver a correr el riesgo. La puerta de acero se abrió y salió uno de sus ayudantes.

—¿Cómo está hoy nuestro querido huésped? —le preguntó.

—Alterado, como de costumbre —respondió el joven con cara de desprecio—. Ha tratado de arrancarme un brazo. —Le enseñó la bata desgarrada para demostrárselo.

Cochran sonrió. Sí, todo estaba saliendo según lo previsto; seguro que tanto Talbot como su mentor iban a sentirse muy orgullosos de él. Y quizá le perdonarían la chapuza que cometió al dejar el cadáver de Stephanie Materson en medio de aquel callejón.