5

A Simon Whelan no le gustaba esperar, y menos en su propia casa y apestando a humo. Quería ducharse y beber algo, no necesariamente en ese orden, y quería olvidarse de que casi se le había caído encima un almacén entero. Había sido un error ir solo al puerto, aunque jamás lo reconocería; había escapado por los pelos, y si los esbirros de Talbot no hubieran estado tan ocupados como estaban tratando de salvar sus propios pellejos, seguro que lo habrían visto. Movió los hombros y giró el cuello hacia ambos lados hasta que oyó que las vértebras volvían a su sitio.

—Señor Whelan, me alegra ver que me ha esperado —dijo una voz femenina a su espalda. Una voz que siempre le ponía la piel de gallina y le hacía la boca agua.

—Si no recuerdo mal, señorita Strokes, no me ha dejado otra opción —respondió él dándose la vuelta—. ¿Qué es eso tan urgente que no puede esperar a mañana?

—Fue usted quien insistió en que lo avisara si detectaba algún movimiento extraño en las cuentas del grupo JuraWhelan —contestó la chica sin amedrentarse.

Quizá Simon Whelan fuera el protagonista de todas sus fantasías eróticas, pero seguía siendo su jefe, un jefe muy estricto, que se había arriesgado mucho al contratar a una recién licenciada en Derecho.

Simon esbozó una media sonrisa. Un gesto que lo hacía parecer más peligroso y joven al mismo tiempo.

—Comprendo —dijo—. ¿Qué ha descubierto, señorita Strokes?

Se acercó a él y le tendió una carpeta.

—Ayer, una de las filiales que tenemos en Japón traspasó un importe más que considerable a la sucursal de Alaska. Minutos más tarde, alguien retrocedió la transacción, pero dejó un rastro. —Le señaló una línea—. Con el cambio de moneda y la diferencia horaria de los mercados, calculo que…

—Que alguien está tratando de robarnos. La cuestión es, señorita Strokes, ¿por qué? —Simon se apretó el puente de la nariz.

—Señor Whelan, si me lo permite, después de detectar esa transacción tan extraña me puse a revisar los expedientes del personal de Japón. Usted me dijo que podía hacerlo —añadió, al ver que él la miraba interesado—, y, aparte de usted y de sus primos, Ewan y Daniel Jura, las únicas otras personas con nivel de acceso suficiente para mover tal importe son los señores Robert y Liam Jura, Oliver Steel, Mathew Clark y su ex esposa. —No hizo falta que añadiera que le parecían demasiados, al fin y al cabo, se suponía que eran unos códigos supersecretos, y Mara no entendía que los tuvieran ocho personas.

—¿Mi ex esposa? —preguntó Simon—. ¿Por qué diablos sigue teniendo acceso?

—No lo sé, señor.

—Asegúrese de cambiarlos ahora mismo —ordenó sintiendo que empezaba a tirarle la piel.

—Ya lo he hecho, señor —le aseguró la joven.

—Y mande los nuevos a todos excepto a la zorra de mi ex esposa.

Simon había cometido muchos errores en su vida, pero sin duda, casarse con Naomi sabiendo que no era su alma gemela había sido el peor de todos. Sus instintos nunca se lo habían perdonado, pero claro, el sexo con ella había sido genial. O eso había creído él a esa edad. Naomi no había tenido ningún reparo en aprovecharse de Simon y de su dinero, pensó, abriendo y cerrando los puños para no perder la calma.

—De acuerdo, señor —contestó Mara tomando nota en su ridícula agenda de piel roja.

—¡Y haga el favor de dejar de llamarme señor! —le espetó él—. Y utilice la PDA que le regalé, como todo el mundo.

—Como quiera, señor.

Simon se dio por vencido y se sentó en el sofá que presidía el despacho que tenía en su apartamento.

—Recuérdeme por qué la soporto, señorita Strokes.

—Porque sin mí estaría perdido, señor Whelan. O eso me dice cada vez que llega tarde a una reunión —le recordó ella, sonrojándose de la cabeza a los pies.

—Será por eso —dijo él, recorriéndola con la mirada al mismo tiempo que se impregnaba de aquel olor tan dulce e inocente propio de Mara Strokes—. Si no le importa, señorita Strokes, creo que iré a ducharme. Apesto, y estoy agotado. —Se levantó y se dirigió hacia el cuarto de baño, pero se detuvo al llegar a la puerta—. ¿Por qué no me ha preguntado qué me ha pasado? Cualquier otra persona lo habría hecho; estoy cubierto de hollín y huelo a cerveza y a agua podrida. Por no mencionar la herida que tengo en la frente. —Se pasó la manga de la camisa por dicha herida, que había tenido el detalle de dejar de sangrar.

—No es asunto mío, señor Whelan. —Aunque había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad, propia de una ex alumna de colegio de monjas, para no correr hacia él y curarlo—. Buenas noches, señor, lo veré mañana.

Con su ridícula agenda en la mano, Mara se acercó a la puerta, e iba a salir cuando añadió:

—Pero me alegro de que estés bien, Simon.

Cerró la puerta antes de que él pudiera contestar y no pudo ver que los ojos azules de su misterioso jefe habían adquirido el tono del océano en plena tormenta.

Ewan salió de la entrevista con el cargo de responsable del laboratorio de cosmética de Vivicum Lab bajo el brazo. Su abuelo no había mentido; realmente el puesto estaba hecho a la medida de alguien con su currículum. Los responsables de Recursos Humanos habían tratado de disimular su entusiasmo, pero repitieron un par de veces lo descolocados que se habían quedado cuando la doctora Lindam les comunicó que se iba a España para pasar más tiempo con su hija y su nieta. Así que eso era lo que habían hecho su padre y su abuelo; mandar a una pálida inglesa del East End de Londres a tostarse bajo el sol español y a jugar a ser la abuela perfecta. Ewan se detuvo en recepción unos minutos. Sólo para esperar a que le dieran el pase de seguridad de la empresa, no para ver si se encontraba a Julia de nuevo.

—Aquí tiene su tarjeta, señor Barnett —le dijo el muchacho que había sustituido a la mujer que lo había recibido antes—. ¿Cuándo empieza?

—Mañana —respondió él.

—Oh, qué pronto —contestó el joven—. ¿Necesita que lo ayude con algo más? Si no me falla la memoria, me parece que por aquí tenemos algún plano del edificio —añadió, al mismo tiempo que se ponía a abrir cajones.

A Ewan no le hacía falta ningún mapa, y no porque sus instintos de guardián fueran casi infalibles, sino porque hacía años que su familia vigilaba a los Talbot, y disponían de planos detallados de todas las fábricas y negocios importantes del clan contrario. Estaba a punto de aceptar el ofrecimiento del chico, pues supuso que eso sería lo más lógico y educado, cuando se le secó la garganta, y sintió el corazón palpitándole contra el pecho. «Otra vez no», fue lo primero que se le ocurrió, y acto seguido buscó a Julia con la mirada. No la vio por ningún lado, a pesar de que sus instintos le decían que estaba cerca. Muy cerca. «Y te necesita». Eso lo supo con absoluta certeza.

—No te preocupes, estoy seguro de que me las apañaré. Adiós. —Abandonó la recepción y salió al pasillo que conducía al ascensor. El corazón le latía cada vez más rápido, sentía como si una banda de acero le oprimiese el pecho. «Tengo que encontrarla». Todo él era una brújula, y Julia el norte que lo guiaba.

Convencido de que iría más de prisa a pie, bajó por la escalera de incendios, y al llegar a la calle no perdió ni un segundo en mirar si alguien lo había visto. Luego, inspeccionó el aparcamiento con la vista y no tardó en dar con ella. Julia estaba sentada en un banco de cemento que había justo al lado de la zona en la que aparcaban los empleados del laboratorio. Estaba llorando.

Sin cuestionárselo siquiera, Ewan se acercó y se sentó a su lado. Julia levantó la cabeza y lo miró, y a él se le rompió el alma al ver aquellas lágrimas. El guardián no le dejó opción, aunque Ewan tampoco hubiera querido hacer otra cosa, y la atrajo contra su torso. Ella se tensó durante medio segundo, y acto seguido se aferró a su chaqueta y rompió a llorar con más fuerza. Ewan la abrazó, y le pasó una mano por la espalda para tranquilizarla mientras con la otra le acariciaba el pelo. Ambas le temblaban, y sabía perfectamente por qué, pero en aquellos momentos no podía ni quería hacer nada al respecto. Lo primero y más importante era asegurarse de que Julia estuviera bien.

—No llores —le dijo, y se atrevió incluso a agachar la cabeza y besarle el pelo—. No llores.

Julia debió de oírlo, porque poco a poco sus sollozos fueron aminorando hasta desaparecer. Ewan notó el instante exacto en que ella se daba cuenta de dónde estaba y con quién, pues notó que se tensaba de repente y, aunque no podía verla, supo sin duda que se sonrojaba. No quería soltarla, ni entonces ni nunca, pero supuso que tenía que hacerlo, así que apartó las manos, no sin antes colocarle un mechón de pelo detrás de la oreja, y se echó un poco hacia atrás.

—¿Estás bien? —le preguntó, al ver que ella aún no se atrevía a mirarlo a los ojos.

—Sí, gracias —respondió—. No sé qué me ha pasado. —Levantó la barbilla y se enfrentó a los ojos de Ewan—. Lo siento.

En ese instante, y sólo por ese gesto, Ewan vio que Julia era una mujer valiente y decidida, y se sintió muy orgulloso de ella. Todavía no estaba listo para asumir que fuera su alma gemela, ni que él fuera el legendario guardián que su clan esperaba, pero a juzgar por la evidente reacción que la joven le provocaba, no iba a negar lo que podía llegar a significar para él.

—No te preocupes —le aseguró—. No pasa nada. —Con un movimiento tímido, y nada propio de él, Ewan buscó su mano y entrelazó los dedos con los suyos. Se habría apartado si Julia lo hubiera hecho, pero no lo hizo—. ¿Qué ha pasado?

—¿Cómo ha ido la entrevista? —le preguntó ella sin responder a su pregunta y sin soltarle la mano. No sabía muy bien qué tenía aquel hombre de especial, ni por qué se sentía tan bien con él, pero después de todo lo que le había sucedido esa mañana no iba a cuestionárselo.

—Bien, me han dado el puesto. Empiezo mañana —contestó él. Los dos se quedaron en silencio durante unos segundos, mirándose a los ojos—. Sé que te parecerá una locura —dijo Ewan finalmente—, pero ¿por qué no vamos a comer algo? No tienes que contarme por qué llorabas si no quieres, pero —respiró hondo— me quedaría más tranquilo si aceptaras acompañarme. —La miró a los ojos y no trató de ocultar que se sentía muy atraído hacia ella.

Julia se quedó sin aliento. Acababa de llorar abrazada contra aquel torso y nunca, excepto en sus sueños, se había sentido tan bien. Desde pequeña, había sabido que no era como las demás niñas, no en lo que a la relación con el sexo opuesto se refería. Ella siempre soñaba con un hombre, uno al que nunca le veía la cara pero al que reconocería en cualquier parte, o eso creía.

A medida que había ido haciéndose mayor, los sueños habían ido aumentando en intensidad y frecuencia, pero nunca veía el rostro de su misterioso protagonista. Sólo sus ojos, unos ojos negros de una intensidad que le llegaba al alma, y un tatuaje que le cubría el brazo izquierdo y le subía por el hombro y parte del cuello para luego esconderse por la espalda. Y el calor. Nunca podía recordar detalles concretos del hombre de sus sueños, pero sí la calidez que emanaba de su cuerpo. Una calidez que sólo había sentido en Roma, aquel día que se echó a llorar frente a la pastelería, y hacía unos minutos, en brazos de Ewan. Se quedó fascinada mirándole los ojos: verdes. No eran negros, y parecía imposible que él tuviera un tatuaje. Negó con la cabeza. ¿Cuántas veces le había dicho Stephanie que dejara de pensar en ese hombre que sólo existía en su imaginación y que le diera una oportunidad a uno de carne y hueso? Miles, dijo una voz en su cabeza, y, al recordar a su amiga, los ojos volvieron a llenársele de lágrimas.

—No llores. —Ewan levantó la mano que tenía libre y le secó la mejilla—. ¿Qué ha pasado?

—Stephanie, mi mejor amiga, ha muerto —explicó ella, zafándose de la mano para buscar un pañuelo de papel en el bolso que había tirado junto a sus pies—. Murió hace unos días.

—Lo siento —dijo él sincero, sin añadir que ya lo sabía y que por eso estaba allí—. Vamos. —La ayudó a levantarse—. ¿Cuál es tu coche?

—No tengo coche —respondió Julia, que parecía agotada.

—Yo sí, es ese de ahí. —Señaló el todoterreno negro que conducía—. Te llevo a tu casa, si es que no te apetece ir a comer algo antes.

Le abrió la puerta del acompañante y la ayudó a entrar. Y cuanto más rato pasaba con ella, y más la tocaba, más crecían dentro de él las ansias de poseerla. Pero seguía controlándolas, así que giró la llave y puso el coche en marcha.

—Gracias —dijo la joven—. Siento mucho todo esto. —Se sonrojó otra vez—. Apenas nos conocemos, y yo… —Se calló al ver que él apartaba una mano del volante y volvía a entrelazar los dedos con los suyos.

—Eso no importa ahora, ¿no crees? —preguntó Ewan, mirando la carretera—. ¿Dónde vives? —A pesar de que el guardián le gritaba que la llevara a su apartamento y no la dejara volver a salir de allí, Ewan no iba a hacer tal cosa. Al menos, todavía no.

—En la calle Marylebone, pero puedes dejarme donde te vaya bien.

—Te llevaré hasta allí —le aseguró él, que cada vez estaba más contento de haberse comprado un coche automático y así no tener que soltarle la mano para cambiar de marchas.

Se detuvieron frente a un semáforo y Julia respiró hondo. No sabía que fuera a contárselo, pero de repente empezó a hablar y ya no pudo parar:

—A Stephanie la encontraron muerta en un callejón hace unas semanas. Salió en todos los periódicos, quizá leíste la noticia. Primero dijeron que había sido una sobredosis, pero es imposible, ella nunca se habría drogado. Y no lo digo porque fuera mi amiga, sé que es así. Lo sé. Sencillamente, lo sé. Y luego dijeron que había tenido un infarto. Es imposible.

Ewan tuvo que soltarle la mano para girar el volante y lamentó no poder volver a cogérsela.

—A veces, gente muy joven sufre infartos —señaló, a pesar de que él tampoco creía que la muerte de la muchacha se debiera a ninguna enfermedad cardíaca.

—Ya, pero no Stephanie. Hacía gimnasia, natación, y nunca comía mal ni bebía en exceso. Era la viva imagen de la salud.

—¿Y por eso estabas llorando antes?, ¿por la muerte de tu amiga?

—Gira allí —indicó Julia, que seguía mirando por la ventanilla del coche—. Sí y no. Días después de su muerte, recibí un paquete suyo —le contó, y a Ewan se le erizó el vello de la nuca—; un cuaderno de notas al que todavía no le encuentro sentido. Iba a dárselo a la policía, pero esta mañana he llamado y no sólo me han ignorado, sino que me han dicho que el caso ya está cerrado. Es como si les diera igual.

«O como si alguien hubiera insistido mucho en que no siguieran investigando», pensó Ewan.

—Y a sus padres también les da igual —añadió Julia.

—¿A los padres de Stephanie? —preguntó él, maniobrando para aparcar.

—Sí, han dado por hecho que la alocada de su hija se pasó de la raya. Ella nunca había encajado en esa familia tan estirada, y creo que sus padres incluso se sienten aliviados de que ya no esté. —Entonces, Julia se percató de que el vehículo se había detenido y miró a Ewan—. No tengo ganas de ir a ninguna parte —y tras una pausa, añadió—: Pero si te apetece, puedes subir a casa. Prepararé té.

—Claro —contestó él, que no deseaba compartir a Julia con nadie. Aquel breve trayecto había servido para que apreciara lo a gusto que estaba a solas con ella.

Bajaron del todoterreno y Ewan la siguió hasta el portal blanco de un edificio antiguo de ladrillo rojizo. Subieron la escalera hasta el primer piso en silencio, y a ella le costó un poco encontrar las llaves.

—Pasa y ponte cómodo —le dijo—. Yo voy a… —Señaló el baño—. En seguida vuelvo.

—Tranquila.

Ewan no sabía si sentarse en el sofá de piel color canela que presidía la pequeña salita o quedarse de pie; al final optó por la segunda opción y se dedicó a mirar las fotografías que decoraban las estanterías de la surtida biblioteca que ocupaba la pared norte del apartamento. Sonrió al ver que los gustos literarios de Julia abarcaban casi todos los géneros, y que en muchos casos coincidían con los suyos. Encima de la repisa que había junto a la ventana, había un tiesto con flores blancas y un cuaderno abierto. No pudo evitar acercarse a él, y lo que vio lo dejó sin aliento. Allí, dibujado con trazos firmes, estaba el tatuaje que, según la leyenda, aparecería en su brazo izquierdo cuando por fin el guardián que habitaba en su interior saliera a la luz. Según ésta y lo que habían contado su padre y su abuelo, cuando por fin encontrara a su alma gemela y dejara de negar la existencia de su otro ser, el símbolo de los guardianes aparecería en su cuerpo para no volver a desaparecer.

Él nunca se lo había creído, a pesar de haber visto esas marcas en los brazos de su abuelo y de su padre; a este último se le estaba desvaneciendo desde el abandono de Alba, algo que el consejo todavía estaba estudiando; en cambio, el de Liam estaba intacto, aunque su abuela había fallecido tiempo atrás. Todos los guardianes tenían marcas distintas, que identificaban el clan al que pertenecían y el valor que se les suponía. Según la leyenda, Ewan estaba destinado a ser un gran guardián, pero él siempre había rechazado la idea. En el Diario de los guardianes había visto una representación del símbolo del elegido y era idéntico al dibujo que en esos momentos tenía delante. Imposible.

—Voy a preparar té —dijo Julia, apareciendo de repente.

—¿De dónde has sacado esto? —le preguntó él, señalándole el cuaderno, y tratando de tragarse el nudo que se le había hecho en la garganta.

—De mis sueños.