Ewan se sentó en el suelo del comedor, y con la espalda apoyada contra la pared sacó el móvil del bolsillo y llamó a su padre. Había decidido ponerse cómodo, pues sabía que la conversación iría para largo, y tampoco descartaba tener que hacer de nuevo las maletas para ir a Edimburgo.
Casi todos los Jura vivían en Escocia, mientras que él, después de recibir el título de bioquímico, decidió quedarse en Londres y aceptar el trabajo que le ofreció la universidad; así podía seguir investigando, y, si el precio que tenía que pagar era dar clases, estaba dispuesto a aceptarlo. El sueldo tampoco estaba nada mal. Ewan, al igual que todos los miembros de su clan, tenía una especie de don innato para los negocios, por no mencionar la parte del patrimonio familiar que le correspondía por derecho.
A pesar de la manifiesta oposición de su padre y de su abuelo, y de las críticas de su hermano Daniel, terminó por alquilar un piso en Londres. Así tenía la sensación de llevar una vida normal, o eso era lo que se repetía cada vez que le sucedía algo similar a la catástrofe de los muebles.
Estaba allí, sentado en el suelo, esperando a que su padre respondiera, y le escocían las puntas de los dedos de tantas ganas como tenía de ir a por el jersey que seguía impregnado del olor de la chica de las lágrimas. Era una suerte que no supiera su nombre, le bastaría con eso para encontrarla. Decidido a resistir la tentación, se quedó inmóvil y rezó para que su padre se dignara coger el teléfono de una vez.
—Ewan —lo saludó su abuelo—, tu padre está hablando por la otra línea. ¿Cómo estás?
—Bien, abuelo, gracias por preguntar —respondió él—. ¿Y tú?
—Muy bien, pero ya sabes que me gustaría que estuvieras aquí. Te noto la voz rara —dijo de repente.
—Será por el cansancio —se apresuró a justificarse—. Ya sabes que no me sienta bien volar.
—Y tú sabes de sobra que no tendrías que hacerlo.
—Abuelo… —Ewan no se veía con fuerzas para mantener de nuevo aquella recurrente discusión—. ¿Quieres que llame más tarde?
—No, tu padre ya ha colgado. Espera un segundo, conectaré el altavoz y así podremos hablar todos a la vez.
—De acuerdo.
Liam le dio a la tecla correspondiente y Ewan oyó el eco de la voz de su padre.
—Estaba hablando con Simon —dijo Robert—, me ha dicho que en Nueva York están sucediendo cosas raras. Al parecer, varios almacenes del puerto han volado por los aires. Pertenecían a familias afines a los Talbot, así que por ahora no le vemos demasiado sentido, pero me ha dicho que echará un vistazo.
—¿Te ha contado lo que descubrió en Praga? —preguntó Ewan.
—No, me ha dicho que tú nos pondrías al tanto de todo. Tenía algo de prisa.
Ewan se frotó la sien y les relató lo que su primo le había explicado en el Vaticano.
—Es evidente que los Talbot están tramando algo —opinó Liam—, pero Magnus nunca rompería el pacto. Él puede ser muchas cosas, pero sigue siendo el líder de un clan poderoso y valora muchísimo su honor.
—Él ya no es el líder —le recordó Robert—, y todos sabemos que Rufus carece de los principios de su padre.
—Aun así, me cuesta creer que Magnus permita que sus empresas se dediquen al tráfico de drogas —añadió Liam—. No, tiene que haber algo más.
—En eso coincido contigo, abuelo —dijo Ewan—, si el único objetivo de Rufus fuera comercializar una nueva droga, no se habría molestado en ocultar esos cadáveres —señaló, haciendo mención tanto a las víctimas de Praga como a la chica muerta en Londres.
—Tal vez —convino Robert—, pero sin duda algo grave se está cociendo en los países del Este. Las familias del clan Talbot se han estado movilizando, y he detectado varias transacciones bancarias inusuales.
—Ayer mismo recibimos noticia de que en Sarajevo había aparecido una familia entera asesinada. El padre era biólogo, especializado en mutaciones de la sangre. Hacía una semana que el buen doctor había recibido un importante ingreso por parte de Vivicum Lab.
—Si ellos le pagaban, sería absurdo culparlos de los asesinatos —apuntó Ewan.
—No necesariamente. Quizá no querían que nadie más tuviera acceso a los descubrimientos del doctor. O quizá ahora mismo estén llorando su muerte —elucubró Liam.
—¿Cómo los asesinaron? —preguntó entonces Ewan.
—De un tiro en la cabeza, aunque, según nuestro contacto, en el informe policial se omitían varios detalles, como por ejemplo la ausencia de sangre en la escena del crimen y que el hombre tenía el cuello desgarrado —explicó Robert.
Se hizo un silencio y los tres se quedaron pensando en ese último detalle. Todos sabían perfectamente a qué podía deberse dicha herida, igual que sabían adónde había ido a parar toda la sangre que faltaba.
—Tengo unos días libres. Llamaré a Mitch y le preguntaré si han averiguado algo más acerca de la chica que apareció muerta en Londres antes de Navidad.
Mitch era un viejo amigo de Ewan que trabajaba en la policía metropolitana y que solía ayudarlo siempre que éste se lo pedía.
—Puedes hacer algo mejor —sugirió su padre, y en ese preciso instante el joven comprendió que le habían tendido una trampa.
Había sido un iluso al creer que podría quitarse de encima a dos de los mejores guardianes que había dado el clan.
—No. La respuesta es no —dijo inflexible.
—Ewan Jura, sabes perfectamente que no puedes negarte. No después de la vergüenza que ya nos has hecho pasar.
Él respiró hondo y trató de que esas palabras no lo hirieran.
—¿Qué debo hacer?
—En Vivicum Lab buscan a un bioquímico.
—¿Ah, sí? Vaya casualidad —contestó Ewan sarcástico.
Estaba convencido de que a algún afortunado trabajador de Vivicum Lab le había tocado por sorpresa la lotería, o había recibido una herencia inesperada. Seguro que alguien del clan se había encargado de dejar disponible la plaza en cuestión para que él pudiera ocuparla. Se dijo que podría ser peor, su familia podría haber optado por un método más drástico para introducirse en los laboratorios de Rufus Talbot.
—Es una suerte que insistieras en llevar el apellido de tu madre en la universidad. Nadie sospechará que Ewan Barnett tenga nada que ver con los Jura. Eso nos facilita mucho las cosas. Y tu currículum es espectacular, no se les ocurrirá rechazarte.
—Gracias, abuelo —dijo Ewan, a quien el piropo no había hecho ningún efecto—. No hace falta que me dores la píldora, sólo decidme una cosa: ¿desde cuándo estáis tramando esto?
—No hemos estado tramando nada, Ewan —replicó su padre—. Deberías saber que lo único que nos preocupa es nuestra misión, y seguir fieles a nuestros orígenes.
Él tardó unos segundos en responder, pero al final lo hizo:
—Lo sé, papá. —Tal vez no estuviera de acuerdo con el legado que su padre y su abuelo defendían, pero sabía que era una causa noble—. Hoy mismo mandaré una carta a la universidad solicitando una excedencia.
—No hace falta, tu hermano lo hizo por ti —contestó Robert.
—Por qué será que no me extraña.
Ewan conocía de sobra los talentos de su hermano, y suponía que Daniel se habría hecho pasar por él sin ningún problema.
—Tienes la entrevista en Vivicum Lab mañana a las diez —lo informó su abuelo—. No llegues tarde, y no te olvides de llamarnos.
—No lo haré. —Tomó aire—. ¿De verdad no se os ocurrió pensar que podría negarme?
—No —respondieron los dos al mismo tiempo.
—En el fondo eres y siempre serás uno de los nuestros —añadió Liam.
—Y nunca hemos dudado de ti —concluyó su padre antes de colgar y dejarlo completamente atónito. Suerte que ya estaba sentado en el suelo, si no, se habría caído de la impresión.
Se habría quedado allí pensando, pero de repente sonó el timbre y fue a abrir a los transportistas que le traían los muebles. Menos mal que nadie se había enterado de eso, al menos podía conservar parte de su orgullo.
Esa noche, Ewan volvió a dormir con el jersey de Roma pegado a la nariz, pero a diferencia de la noche anterior, no trató de justificarse ni de buscar ninguna excusa. Y tampoco se engañó diciendo que al día siguiente se desharía de él. Al despertar, sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero se metió en seguida bajo la ducha y llegó a la absurda conclusión de que hacía demasiado tiempo que no iba al gimnasio. Bajo el agua, sintió cómo sus vértebras trataban de desencajarse, pero apoyó las manos contra las baldosas y al final consiguió dominar a la bestia.
Últimamente, eso le sucedía demasiado a menudo; quizá había llegado el momento de replantearse las cosas. O de pedir consejo.
Salió de la ducha y fue a afeitarse, y al ver su propio reflejo se dio cuenta de que, si bien había dominado la reacción en la espalda, tenía los ojos completamente negros. Si iba así a la entrevista no iban a darle el trabajo. Pensó en los campos empapados de lluvia, en el cielo de Escocia, en el mar, recurrió a todas las imágenes que solía utilizar para adormecer los instintos que bullían en su interior, pero ninguna pareció funcionar.
Se afeitó furioso y se dirigió a la habitación para vestirse. Una vez allí, se puso un traje oscuro y cogió el dichoso jersey, que ya no sabía si era una bendición o una maldición, y se lo acercó a la nariz. Respiró hondo. Poco a poco, los latidos de su corazón fueron aminorando y cuando levantó la vista hacia el espejo que tenía en el vestidor vio que sus ojos habían recuperado su aspecto normal. Verdes con toques castaños. Unos ojos bonitos según su madre, y de lo más comunes. No como los de su otro ser.
Llegó a Vivicum Lab diez minutos antes de la hora prevista y una mujer muy amable lo hizo pasar a una sala de espera, donde le ofreció té o café. Ewan aceptó una taza de lo segundo y se sentó a esperar. Cinco minutos después, se le erizó el vello de la espalda y se sintió a punto de perder la batalla que últimamente estaba librando contra sí mismo.
Allí, de pie junto a una máquina expendedora de galletas, estaba la chica de las lágrimas. ¿Cómo era posible que no la hubiera percibido hasta entonces? «Claro que lo has hecho, pero como sigues empeñado en ignorar tus instintos, ellos te castigan de este modo», le dijo aquella voz de su cabeza que él se negaba a denominar conciencia.
«Quizá podría levantarme sin que me viera», pensó, pero al mismo tiempo sus manos se aferraron a la silla en la que estaba sentado, y supo que, igual que en Roma, tendría que arrancarse un brazo si quería salir de allí; el guardián no iba a aceptar que lo apartara de la muchacha de ojos tristes así como así. Respiró hondo, sintió que el aire acondicionado impregnado de desinfectante recorría sus fosas nasales y la esencia de su obsesión le hizo la boca agua. «No, tienes que controlarte, siempre has podido hacerlo, no falles ahora —era el mantra que se repetía una y otra vez—. Pero nunca habías tenido que enfrentarte a…»
—Hola —saludó ella—, no sabía que hubiera nadie.
A Ewan se le detuvo el corazón; ni aunque viviera un millón de años podría olvidar aquella voz. Fue como recibir un puñetazo en el esternón, notó todas y cada una de las gotas de sudor que le resbalaron por la espalda, y tragó saliva para ver si así conseguía aliviar la repentina tensión que sentía en las encías. Cerró los puños y se clavó las uñas en las palmas antes de que comenzase la transformación. Levantó la cabeza, que hasta entonces había mantenido relativamente agachada, y pidió a sus antepasados que le dieran fuerzas para no cometer ninguna locura.
—Hola —respondió, sorprendiéndose a sí mismo por ser todavía capaz de hablar.
Ella se quedó mirándolo, y a juzgar por el rubor que tiñó sus mejillas, Ewan dedujo que era tímida. «O quizá le está sucediendo lo mismo que a ti», pensó esperanzado.
—¿Quieres una? —La chica le ofreció una galleta del paquete que acababa de sacar de la máquina.
—No, gracias. —Si apartaba la mano de la silla la agarraría, y no podía correr ese riesgo—. He venido a una entrevista —soltó de repente.
—Ah. —Ewan creyó ver que a ella le temblaba la mandíbula—. ¿Es por el puesto de farmacéutico?
—No. —Cerró los puños para controlar el impulso de consolarla—. Para el de bioquímico. Encargado del laboratorio de investigación cosmética, creo que decía el anuncio —improvisó—. ¿Necesitas un farmacéutico? —¿De dónde había salido esa pregunta? Él nunca flirteaba, y menos con la mujer que seguramente terminaría siendo su perdición.
—No, bueno. —Ella se mordió el labio inferior y él tuvo ganas de gruñir. Todo aquello empezaba a ser ridículo—. Mi amiga Stephanie era la farmacéutica de mi equipo, y ahora que ya no está…
Ewan recordó entonces que la chica muerta por sobredosis se llamaba Stephanie, y al ver que a la joven se le llenaban los ojos de lágrimas que se negaba a derramar, no pudo controlarse más. Se puso en pie y se le acercó. Despacio, muy despacio, como si no pudiera fiarse de sí mismo —y no se fiaba—, levantó una mano y se la colocó en el hombro.
—¿Estás bien? —le preguntó, y sintió que en las yemas de sus dedos quedaba impregnada la sensación de haberla tocado.
—Sí. —Suspiró—. No. Lo siento, no suelo comportarme así. No sé qué me pasa, primero en Roma y ahora… —Levantó la vista y se quedó mirándolo a los ojos.
En ese instante se abrió la puerta y apareció la mujer que había recibido a Ewan.
—Lo están esperando, señor Barnett, si es tan amable de seguirme.
De mala gana, él apartó la mano del hombro de la joven, pero no sin antes pasarle el dedo índice por la piel del cuello que quedaba al descubierto pegada a la camisa. A ella se le dilataron las pupilas; un humano no habría podido verlo, pero Ewan sí.
—Me llamo Ewan —le dijo en voz baja, negándose a salir de allí sin que ella supiera su nombre.
—Yo, Julia —respondió, y con el dorso de la mano se secó la única lágrima que se le había escapado—. Suerte con la entrevista —añadió.
Él dio un paso atrás y no dijo nada. No, ni toda la suerte del mundo podría salvarlo.
—Gracias —respondió con educación.
—Señor Barnett, lo están esperando —repitió la recepcionista, abriendo la puerta para dejarle paso.
Ewan salió de la sala de espera decidido a no darse media vuelta, pero cuando apenas lo separaban quince metros de Julia, no pudo evitar volver la cabeza. Y al verla allí de pie, junto a la puerta, supo que aquélla sería la mejor entrevista de su vida, y que no lo haría para ayudar a su clan, ni para vigilar a los Talbot, ni siquiera para cumplir con su misión. No, lo haría porque necesitaba volver a ver a Julia y asegurarse de que no volvería a llorar nunca más.