Rufus Talbot se secó la sangre que le resbalaba por la barbilla y entró en la enorme ducha que se había hecho construir anexa al gimnasio de su casa. Hacía ya un par de años que había decidido vivir solo en una mansión en las afueras de Praga; lejos de su padre, pero tampoco demasiado.
A sus setenta años, Magnus Talbot seguía siendo un espécimen formidable, como atestiguaba el labio ensangrentado de su hijo en aquel preciso instante. Magnus y Rufus habían vuelto a discutir sobre lo mismo y, como de costumbre, no se habían puesto de acuerdo. Magnus seguía opinando que debían respetar el pacto, y Rufus creía que el pacto era, sencillamente, una estupidez. ¿A santo de qué debían acatar unas normas establecidas miles de años atrás? Ellos eran unos guerreros, una de las familias con más poder y riqueza desde el principio de los tiempos. Pertenecían a una raza superior y seguir negándolo no era sólo una estupidez, sino también poco rentable.
Por desgracia, Magnus seguía presa de sentimientos tan anacrónicos como el honor y el respeto, pero por suerte, el resto de familias pertenecientes a su clan lo habían relevado al frente del mismo hacía ya algún tiempo. Rufus era quien estaba ahora al mando, y su incipiente relación con el ejército de las sombras estaba resultando ser de lo más lucrativa para todos, aunque eso no impedía que su padre lo visitara a menudo para recordarle lo que pensaba de él y de sus métodos.
Rufus escupió la sangre y metió la cabeza bajo el chorro de agua caliente. Su padre no pensaría lo mismo cuando su nuevo descubrimiento tomara las calles de Europa y de Estados Unidos. Los hombres llevaban siglos matándose unos a otros sin motivo, malgastando todas las oportunidades que les habían dado; había llegado el momento de entrar en acción, o, dicho de otro modo, de sacar provecho. Echó el cuello hacia atrás y permitió que el agua le resbalara por el torso. Sintió cómo sus vértebras y sus costillas iban recobrando su posición inicial, más humanoide. Apoyó las manos en las baldosas y vio que sus garras casi habían desaparecido. No debería reaccionar así ante un mero puñetazo, pero su padre siempre conseguía sacarlo de sus casillas.
Se pasó la lengua por las encías y notó que los colmillos seguían allí. Iba a respirar hondo para ver si así los hacía retroceder cuando lo pensó mejor y terminó de ducharse con movimientos bruscos y eficaces. Eran las dos de la madrugada, seguro que podía salir a dar una vuelta y encontrar algo, o a alguien, con lo que desahogarse. Violar otra norma más del pacto no le causaba ninguna preocupación, y nada era más relajante que dar rienda suelta a su verdadero ser durante un par de horas.
Cuando Ewan se despertó, vio que había destrozado casi la totalidad de los muebles del apartamento y que no se acordaba de haberlo hecho. Resignado, fue al cuarto de baño y se limpió los rasguños que tenía en los nudillos.
Se desnudó y lanzó al suelo el pantalón negro y el jersey de cachemir que llevaba; al día siguiente se desharía de ellos. No confiaba en sí mismo si volvía a oler el perfume de la chica de las lágrimas. La ropa interior siguió el mismo camino, por si acaso. Desnudo, se encaminó hacia el dormitorio y se puso un pantalón que solía llevar para boxear, y una de aquellas insufribles camisetas que su hermano le regalaba siempre que iba de viaje. La de ese día decía: «No tengo resaca, si tomo otra copa se me pasará». Ewan tenía la teoría de que Daniel trataba de decirle algo, aunque todavía no sabía qué.
Volvió al salón y echó un vistazo. Por suerte había tenido el acierto de no romper ni el televisor ni el ordenador, pero tanto el sofá como la mesa y las sillas eran insalvables. Caminó por entre los restos y entró en la cocina; lo mismo, los electrodomésticos habían sobrevivido, pero la vajilla y las copas se habían convertido en diminutos pedazos de cerámica y de cristal.
Más le valdría recogerlo todo y deshacerse de las pruebas antes de que alguien se enterase. Si sus padres o su hermano llegaban a saberlo, no podría soportar las bromas o los sermones que le echarían acerca del error que estaba cometiendo. Por no hablar del abuelo, o de Simon. Sí, seguro que su querido primo se lo pasaría en grande burlándose de él. Y, con ese pensamiento, Ewan, a pesar de estar agotado por el viaje, y por todo lo demás, cogió un par de bolsas de basura y empezó a recoger aquel estropicio.
Pero lo peor de todo sería que al día siguiente tendría que ir de compras. Odiaba ir de compras. «Quizá —le dijo la vocecita de su cabeza—, odias demasiadas cosas, Ewan. Ya va siendo hora de que te plantees si vale la pena vivir así», insistió la voz, pero incapaz y sin ganas de enfrentarse a cuestiones tan importantes cuando estaba tan dolorido y resacoso, Ewan se hizo el sordo.
Tres horas más tarde, y sin nada que comer ni silla en la que sentarse, optó por irse a la cama, pero no llevaba ni dos minutos con los ojos cerrados cuando sonó su móvil. Debería haber sabido que no iba a poder escapar.
—¿Diga? —dijo al descolgar, sin molestarse en mirar quién lo llamaba; las posibilidades eran muy limitadas.
—¿Ya has vuelto, Ewan? —preguntó su madre, y él se alegró de oírla.
De todas las posibilidades, su madre era sin duda la mejor.
—Hace un rato, mamá. Te habría llamado mañana —añadió, consciente de que a ella le gustaba que la llamase cuando volvía de un viaje—. Estaba muy cansado.
—¿Estás bien? Te noto la voz rara.
«Tranquilo, Ewan, es imposible que lo sepa. No puede darse cuenta. Nadie puede darse cuenta porque en realidad no ha pasado nada».
—Sí, claro que estoy bien. Sólo estoy cansado.
—De acuerdo —dijo su madre sin terminar de creerle—. ¿Viste a Simon?
—Sí, al final apareció —respondió aliviado por el cambio de tema—. ¿Te importa que hablemos mañana, mamá? De verdad que estoy muy cansado.
—Claro. Descansa, Ewan. Que duermas bien.
Ewan ni siquiera se despidió, sino que se abrazó al jersey que había ido a recoger del suelo del cuarto de baño y cerró los ojos. Al día siguiente se desharía de él, se prometió a sí mismo, pero esa noche necesitaba dormir.
Horas más tarde, volvió a abrir los ojos y se felicitó por haber pedido un par de días de vacaciones. Esa mañana le habría resultado imposible dar clases de nada a nadie, y, además, si quería que su apartamento recuperara cierta normalidad, tenía que ir a comprar unos cuantos muebles.
Salió de la cama y se dirigió hacia la ducha, pero por el camino se detuvo frente a la cómoda y guardó el jersey que tenía enredado entre los dedos en el primer cajón. Fingiendo no ser consciente de lo que acababa de hacer, corrió la mampara de cristal y abrió el grifo del agua fría. Tal vez así recuperaría algo de cordura. Diez minutos después, y con la piel completamente helada, Ewan salió de la ducha y se vistió. Dado que no tenía que ir a trabajar, y que iba a autoinfligirse el castigo de ir de compras, optó por unos vaqueros y un jersey de cuello alto color gris. Tomó un café largo y amargo, como a él le gustaba, cogió el móvil y el abrigo y se fue.
Estaba pagando una cantidad obscena de dinero para que aquella misma tarde le llevaran la mesa, las sillas y el sofá, junto con una vajilla de seis piezas, cuando le sonó el móvil y vio que era su padre. Se planteó no cogerlo, pero descartó la idea, consciente de que su familia tenía otros métodos para ponerse en contacto con él que no le gustarían tanto.
—¿Se puede saber dónde estás?
—Hola, papá, yo también me alegro mucho de hablar contigo.
—No seas sarcástico, Ewan —lo riñó—. Tu madre ya me dijo que habló contigo anoche —explicó.
A pesar de que Robert y Alba estaban separados desde hacía muchos años, seguían hablando de vez en cuando. Sus dos hijos, Ewan y Daniel, sabían que su padre nunca lo había superado, pero después de múltiples intentos fallidos habían abandonado la idea de volver a juntarlos.
—¿Estás en el trabajo? —preguntó Robert—. Creía que te habías pedido unos días de vacaciones.
—Así es. Estoy haciendo unos recados —respondió, aunque omitió los detalles. Recogió la tarjeta que le devolvía el chico de la caja—. Iba a llamarte más tarde. ¿Está el abuelo contigo?
—Sí, los dos estamos en mi despacho, repasando varios asuntos. —Suspiró—. Si vivieras aquí, en Edimburgo, sabrías que tú también tienes aquí una mesa.
—Lo sé, papá, pero ahora no es el momento de hablar de eso. Te llamo cuando llegue a casa y os pongo al día.
—Date prisa. Mientras estabas en Roma han sucedido un par de cosas interesantes —le dijo enigmático antes de colgar.
—Genial. —Ewan colgó, enfadado—. Ni siquiera se ha despedido.
Julia regresó al trabajo al día siguiente de llegar de Italia. Habría podido quedarse en casa un par de días más, pero la verdad era que no quería estar sola y que necesitaba volver a la normalidad. Todavía no había conseguido quitarse de encima aquella sensación que había tenido el último día en Roma, pero había decidido achacarla al cansancio y a la emotividad que la embargaba en aquellas fechas.
Decidida a superar la desgraciada muerte de su amiga, y a abrirse un poco más a los demás y a la vida en general, Julia llegó a los laboratorios con una sonrisa en los labios. Uno de sus propósitos de Año Nuevo era tratar de ser más simpática con la gente que la rodeaba; Stephanie siempre le decía que una cosa era ser tímida y otra muy distinta ser maleducada. Haciendo un esfuerzo por no sonrojarse demasiado, Julia saludó al vigilante de seguridad y a todos los empleados que iban cruzándose en su camino. Y si alguno se sorprendió consiguió disimularlo muy bien.
Al llegar a la sección donde estaba su mesa de trabajo suspiró aliviada, y aprovechó que estaba sola para relajarse un poco. Colgó el abrigo y el bolso en el perchero, y sacó el móvil, por si recibía alguna llamada. Se puso la bata blanca y buscó las gafas en el bolsillo derecho. En el trabajo siempre llevaba el pelo recogido, así no tenía que preocuparse por si le tapaba los ojos o por si se le metía delante del microscopio. Puso en marcha el ordenador y repasó las últimas anotaciones que había hecho acerca de los nuevos productos en los que estaba trabajando.
Vivicum Lab quería lanzar al mercado dos nuevos medicamentos: uno para combatir el insomnio y otro para intentar paliar los efectos del cáncer. Julia trabajaba en ambos, pero después de lo que había pasado su padre, el segundo le interesaba muchísimo más. Julia sabía que aquellas pastillas no iban a curar la enfermedad, pero quizá podrían aminorar la velocidad a la que se producía la metástasis, y eso sin duda sería ya un gran avance. El objetivo era reducir la mutación hasta que ésta fuera tan lenta que llegara a ser insignificante. El tema del insomnio no era tan interesante, pero como proyecto no estaba nada mal, y ella conocía lo suficiente el mundo de los negocios como para saber que si tenían éxito y conseguían dar con una fórmula eficaz e innovadora, el laboratorio ganaría mucho dinero con su comercialización.
Estaba leyendo un e-mail cuando una voz la interrumpió:
—Veo que ya has vuelto —dijo Peter, el jefe de Producción, cuyo despacho estaba pegado al de Julia—. ¿Qué tal por Italia?
—Bien —se limitó a contestar ella.
No podía decir nada malo de Peter Larsson, pero aquel hombre siempre le había puesto los pelos de punta.
—Fuiste sola, ¿no?
Quizá uno de los motivos por los que su compañero de trabajo la incomodaba tanto era porque siempre estaba flirteando con ella, pensó Julia.
—Sí, fui sola.
Él chasqueó la lengua y dijo:
—Vaya, eso sí que es una lástima. Yo podría haberte acompañado, me conozco Italia como la palma de mi mano.
Sí, decididamente aquel tipo le producía escalofríos, aunque tenía que reconocer que a cualquiera le parecería atractivo. Peter medía metro ochenta y cinco o más, tenía la espalda ancha, era rubio y con ojos azules, e iba siempre bien vestido. Conducía un Audi y tenía un apartamento espectacular, según le había dicho Annie, de Contabilidad. Era un seductor, y a Julia le parecía tan interesante como diseccionar una rana. Pero al parecer él no se daba cuenta, eso o había decidido tomarse su falta de interés como buena señal.
—Lo cierto es que conocí a alguien —mintió, pero su mente viajó a aquel instante frente a la pastelería y decidió que tal vez en lo que estaba diciendo había algo de verdad.
—¿Ah, sí? —Peter se echó un poquito hacia atrás—. ¿Y volverás a verlo? Tengo experiencia en esto de los ligues de viaje, y uno no siempre vuelve a coincidir.
—Sí, volveremos a vernos —afirmó convencida—. Y no fue ningún ligue. —En realidad no había sido nada, pero se negaba a que aquel energúmeno se burlara de unos momentos que habían significado tanto para ella—. Y ahora, si me disculpas, tengo que revisar esta documentación. —Cogió un montón de papeles sin mirar y decidió que aquella mañana ya había gastado su cuota de simpatía.
—Por supuesto. —Peter entendió la nada discreta despedida—. Yo también tengo mucho trabajo. Nos vemos más tarde.
Julia se limitó a agachar la cabeza y se puso a leer. No sabía por qué había dicho que había conocido a alguien en Roma, pero cuantas más vueltas le daba al tema, más convencida estaba de no haber mentido.