Mitch se quedó mirando el auricular del teléfono durante unos segundos. Esa noche le habían disparado, algo que nunca lo dejaba indiferente; su mejor amigo había estado a punto de morir, por culpa de una droga de diseño, y juntos habían sacado de un laboratorio oculto en un sótano a un hombre que tenía más dos siglos, y sin embargo en lo único que no podía dejar de pensar era en el beso de Simona.
¿Por qué la había besado? No sabía nada de ella, excepto que le había salvado la vida y que al hacerlo había puesto la suya en peligro. También sabía que era una experta motorista, y letal con un sable oriental. Dejó el teléfono y caminó hacia el baño. Dominic se había curado allí, así que lo mejor sería que recogiera las toallas y el botiquín y se fuera a dormir. Quizá mañana lo vería de un modo distinto, se dijo. Quizá mañana dejaría de pensar en lo perfecto que había sido aquel beso. Entró en el baño y optó por darse una ducha y no recoger nada, aquel desorden no se iría a ninguna parte. Buscó un pijama y se metió en la cama.
Iba a ir a verlo. Después de aquel beso, Simona había quedado tan aturdida que había conducido casi sin pensar. En su mente fluyeron imágenes que había creído olvidadas. Su madre cantando y ella en el regazo de un hombre que la abrazaba. El mismo hombre entrando en una de las casas en las que ella había vivido y saliendo luego gritando de dolor. Ese hombre muerto delante de un edificio antiguo con letras cirílicas en la puerta principal. Demasiados recuerdos. No podía con todos. Detuvo la moto y se sentó en el arcén. Se quitó el casco y descubrió que estaba llorando. Si bastaba con un beso de Mitch para despertar todas aquellas sensaciones, no sabía si sería capaz de soportar algo más intenso. Los recuerdos seguían fluyendo. Simona no tenía ninguna duda de que la niña de esas imágenes borrosas que acudían a su mente era ella. Y la bellísima y sonriente mujer era su madre. ¿Qué significaba todo aquello? Volvió a ver a ese hombre muerto frente al mismo edificio ruso. Fuera donde fuese, era ruso y tenía algo que ver con la música, de eso estaba segura, segurísima. Tenía que ir allí. A Rusia. Después de lo sucedido no podía regresar con el ejército de las sombras, y le iría bien desaparecer un tiempo. Se puso en pie y se montó de nuevo en la moto. Nada ni nadie la retenían en Londres, nadie excepto Mitch. Y, sin cuestionárselo, regresó hacia la ciudad.
Mitch oyó un ruido y cogió el arma que guardaba en la mesilla de noche. Amartilló y buscó al intruso en medio de la oscuridad.
—Soy yo.
Le gustó que bastaran esas dos sílabas para identificarla.
—¿Qué haces aquí? —guardó el arma y fue a abrir la luz.
—No, no la enciendas —le pidió Simona.
—Está bien —accedió Mitch, a quien también le gustaba la intimidad que proporcionaban los escasos rayos de luna que se colaban por la ventana mal cerrada—. ¿Cómo has entrado? ¿Cómo has sabido dónde vivo?
—He entrado por el balcón, deberías ser más cuidadoso, no es nada difícil.
Mitch vivía en un séptimo, así que dudaba de que hubiera demasiada gente capaz de llegar hasta allí.
—Y sé muchas cosas sobre ti —siguió ella.
—Ya sabía yo que jugabas con mucha ventaja. —Sonrió—. ¿Por qué no te sientas? —Le ofreció que se sentara junto a él en la cama.
—No puedo. Me voy.
En el poco tiempo que hacía que la conocía, Mitch ya había aprendido que cuando se ponía nerviosa su primera reacción era salir corriendo, y que la mejor opción era no tratar de detenerla.
—De acuerdo —le dijo, pero apretó la sábana con las manos.
—Tengo que ir a Rusia —le explicó Simona sin dar ni un paso en dirección a la puerta, o a la ventana.
—¿A Rusia?
—Sí, necesito saber quién soy —le respondió utilizando el mismo verbo que él había utilizado para describirla, y confió en que Mitch lo comprendiera.
Lo hizo.
—¿Volverás?
—No lo sé. —Simona tenía miedo de averiguar que todavía era mucho peor de lo que se temía. ¿Y si era ella la que había matado a aquel hombre que veía agonizar frente a ese edificio antiguo?
—A mí me gustaría que volvieras —se arriesgó a decir él.
—¿Por qué? —Simona no pudo evitar acercarse a Mitch, el calor que emanaba la atraía, y lo más fascinante era que no tenía miedo de quemarse, sino que en realidad sabía que nunca podría encontrar un lugar mejor en el que estar.
—Porque si no vuelves te echaré mucho de menos.
—Buchanan…
—Michael —la interrumpió él—. Al menos llámame por mi nombre.
—¿Por qué?
—En el trabajo soy el detective Buchanan, mis amigos me llaman Mitch. —Decidió terminar de arriesgarse—. Nadie me llama Michael. Para ti quiero ser Michael. Es importante.
—Michael —susurró Simona—, yo…
—Calla, no digas nada. —Mitch se puso en pie y se acercó hasta donde intuyó que estaba ella—. ¿Cuándo te vas?
—Ahora.
—Esperaba tener algo más de tiempo para solucionar todo esto. —Levantó las manos y las colocó en las mejillas de Simona—. Tendré que esperar.
Mitch había trabajado durante bastante tiempo en la unidad de víctimas especiales, pero no hacía falta ser psicólogo para saber que a Simona le había sucedido algo muy grave, y que le daba miedo que alguien la tocara, así que fue acercándose despacio, dándole tiempo de sobra para que pudiera apartarse, si era eso lo que deseaba. Simona no se apartó, pero lo que de verdad dio esperanzas a Mitch fue que le colocara las manos sobre los hombros.
La besó igual que la vez anterior y cuando notó que los labios de ella se relajaban y empezaban a responderle, deslizó levemente la lengua en su interior. Quería que Simona supiera que la deseaba, pero también que estaba dispuesto a esperar a que ella sintiera lo mismo. Simona se quedó quieta, convencida de que el sudor frío no tardaría en aparecer, de que pronto querría apartar a Mitch —a Michael—, pero no sucedió nada de eso. Sus labios dejaron que los de él la acariciaran y poco a poco fue imitando la misma danza. Y no fue Simona la que al final interrumpió el beso.
—Tienes que irte —dijo Mitch con los ojos cerrados y sin dejar de abrazarla—. Estaré aquí cuando regreses.
—No puedes decir eso. No sabes cuándo regresaré.
—Estaré aquí.
—O quizá no sientas lo mismo cuando regrese y sepas… —Al darse cuenta de lo que había dicho se interrumpió—. No es que asuma que…
Mitch le colocó un dedo en los labios para hacerla callar.
—Estaré aquí. Te lo prometo. Me gustaría poder decirte que sé lo que está pasando, que lo entiendo a la perfección y que todo va a salir bien, pero no puedo. Lo único que puedo decirte es que puedes confiar en mí y que estaré aquí cuando regreses. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Ve con cuidado, y vete de aquí antes de que me arrepienta y decida ir a buscar mis esposas —la amenazó serio, pero suavizó las palabras con un ligero beso, y casi le da un vuelco el corazón cuando ella se lo devolvió.
Simona asintió y se dirigió hacia la puerta. La abrió y cuando la luz del pasillo le iluminó el rostro, dijo en voz baja:
—Adiós, Michael.
Mitch pidió fuerzas para resistir la tentación de ir tras ella.
Después de irse del apartamento de Mitch, Dominic fue a su casa a buscar ropa limpia, pasaportes, en plural, dinero, dólares básicamente, tarjetas de crédito y su ordenador. Bajó al garaje, se montó en su coche y salió hacia la costa. «Encontraré a Claire —se dijo a sí mismo—. Todo saldrá bien», se repetía una y otra vez, pero por más que lo intentaba no podía quitarse de la cabeza lo que le había dicho aquella rata de laboratorio antes de morir. No era demasiado tarde. Si el destino se atrevía a entregarle al amor de su vida sólo para arrebatárselo antes de conocerla siquiera, iban a tener que verse las caras.
Esa misma noche, aunque en diferente zona horaria, Simon Whelan tampoco tenía demasiada suerte. Durante la semana habían aparecido dos chicas muertas en una de las ciudades dormitorio cercanas a Nueva York. Igual que en los casos de Europa, carecían de pruebas, y la policía había llegado a la errónea conclusión de que la causa del fallecimiento era la sobredosis. Para empeorar las cosas, esa mañana habían encontrado ahorcado a uno de los empleados de la sucursal que la empresa Whelan tenía en Japón. Eso en sí ya era una tragedia, pero además el hombre en cuestión le había dicho a Simon que quería reunirse con él para hablar de algo muy importante. Y Mara, su obsesión y tortura particular, se había cortado el pelo y había tenido una cita. Con otro hombre. Simon iba pensando en todas esas cosas, en especial en cómo deshacerse de un humano, en concreto de un neoyorquino con afición al sushi y que al parecer le gustaba a Mara, cuando las ruedas del coche resbalaron, los frenos no respondieron y el Maserati se estampó contra un muro de hormigón.