Julia Templeton nunca hacía nada irresponsable, nunca cometía una locura y, por supuesto, nunca dejaba plantada a su familia por Navidad. Pero si todo eso era cierto, ¿qué diablos estaba haciendo sola en Roma un 3 de enero?, se preguntó por enésima vez mientras paseaba por las calles de la ciudad italiana. Y por enésima vez se dijo que, después de la repentina y absurda muerte de Stephanie, su mejor amiga, algo le había dicho que tenía que ir allí.
—Y por eso estás aquí sola y con ganas de llorar cada dos minutos —dijo en voz alta, sin importarle que una mujer que pasaba por su lado la mirara como si se hubiera vuelto loca.
Ella y Stephanie se habían conocido seis años atrás, cuando ambas entraron a trabajar en Vivicum Lab. Julia era bioquímica y la habían contratado para liderar un nuevo proyecto, y a Stephanie, que era farmacéutica, para que formara parte de su equipo. A Julia nunca se le había dado bien lo de hacer amigos, muestra de ello era que cuando se despidió de su antiguo trabajo nadie fue a desearle suerte ni a decirle adiós, pero su aparente antipatía, que en realidad era timidez, no pareció importarle a Stephanie, que en seguida la incluyó en sus conversaciones. Pasadas unas semanas ya almorzaban juntas y, gracias a Stephanie, Julia había conseguido hacer otros amigos, tanto dentro como fuera del trabajo.
Un guapísimo italiano salió del café en el que ella iba a entrar y Julia sonrió al pensar en lo que habría dicho Steph si lo hubiera visto; seguro que a esas alturas ya estaría quedando con él para ir a tomar algo. Ella, en cambio, se limitó a sonrojarse y a sentarse sola.
Todavía no se hacía a la idea de que Stephanie hubiera muerto; las primeras conjeturas acerca de la sobredosis eran absurdas. Su amiga podía estar como una cabra y ser algo ligera de cascos en relación con los hombres, pero nunca se había drogado. Y lo del infarto era igual de absurdo. Dios, si Stephanie iba cada día a la piscina, no tenía ni un gramo de grasa y desconocía totalmente el significado de la palabra «estrés», por no mencionar que tan sólo tenía treinta años.
Y luego estaba lo del cuaderno. Julia abrió el bolso y sacó la libreta de piel verde que había recibido días atrás por el correo. ¿Por qué se la había mandado Stephanie? ¿Qué se suponía que tenía que hacer con ella? Todos aquellos números no tenían sentido, y lo poco que había logrado descifrar correspondía a unos análisis de sangre imposibles. No había criatura en el mundo que pudiera tener aquellos valores y seguir viva. Volvió a guardar el cuaderno y se frotó las sienes.
¿Por qué diablos había ido a Roma durante esos días? Sus padres tardarían meses en perdonarla, aunque, bueno, tampoco podría decirse que fueran a echarla de menos. Y ella ya había visitado Italia unos años atrás. Pagó el café y se levantó. Lo de ir allí había sido una estupidez, pero seguía sin poder sacarse de encima la sensación de que tenía que hacerlo, y los sueños no habían hecho más que intensificarse.
—Demasiadas noches sin dormir —dijo otra vez en voz alta.
Lo mejor sería que regresara al hotel e hiciera el equipaje. Su vuelo salía al día siguiente a primera hora, y tampoco tenía nada que hacer sola en aquella cafetería.
Ewan no podía dejar de pensar en lo que le había dicho Simon. Era verdad que estaba harto de escuchar el mismo discurso de labios de su padre y de su abuelo, pero el modo en que lo había mirado su primo lo había inquietado. Lo había hecho como si le diera lástima, y eso no le había gustado lo más mínimo. Ewan no era tan estúpido como todos creían, o al menos eso era lo que se decía a sí mismo, y sabía que no podía negar totalmente a la bestia. Sí, la bestia. Él casi nunca la mencionaba, pero ahora que estaba solo podía hacerlo. Había una bestia en su interior, y sabía que tenía que hacerle alguna concesión.
Ni a su padre ni a su abuelo les gustaba que utilizara ese término, ellos la llamaban el espíritu, la fuerza, el guardián. Pero para Ewan lo que habitaba dentro de él no era algo tan noble. ¿Qué tenían de noble unos instintos que lo obligaban a comportarse como un animal? «No, no eres un animal —le susurró una voz en su cabeza—, eres un guerrero, formas parte de un clan legendario y deberías sentirte orgulloso de ello». Ewan apresuró el paso, como si así pudiera huir de esos comentarios.
Él siempre había estado al lado de su familia, siempre se había tomado relativamente en serio su papel dentro del clan, y jamás les negaría su ayuda. Maldición, si incluso había viajado a Roma en plenas vacaciones. Pero no sucumbiría a sus instintos, su padre lo había hecho y había terminado solo, solo y desgraciado. Y nunca, nunca, tendría un hijo que tuviera que pasar por lo que había pasado él. Por suerte, estaba Daniel, y tenía primos de sobra, y seguro que más de uno estaría encantado de tomar el relevo frente al clan Jura. Sí, regresaría a Londres y haría lo imposible para averiguar qué era el LOS, y qué pretendía Rufus Talbot, pero ahí terminaría su implicación. Había soportado demasiadas cosas como para ahora echarlo todo por la borda.
Y, con ese pensamiento, se levantó el cuello del abrigo y siguió caminando, pero apenas diez metros más allá, el mundo se desmoronó bajo sus pies.
«No, no puede ser —se repitió—, es imposible», pero el escozor que sentía en la encía superior se encargó de demostrarle lo contrario. Todas aquellas chorradas que su abuelo y su padre le habían contado sobre el alma gemela de la bestia eran sólo eso, chorradas. Mierda, si incluso había varios miembros del consejo que negaban vehementemente su existencia. «Eso es porque no la han encontrado», le susurró aquella dichosa voz.
Ewan miró a ambos lados de la calle y, para su horror, se dio cuenta de que estaba olfateando. «No digas tonterías, sólo estás respirando hondo», se engañó a sí mismo… pero giró en medio de la acera, dándose de bruces con el hombre que tenía detrás, y cambió abruptamente de dirección. Una parte de su mente quería dar las órdenes pertinentes a sus pies para que se detuvieran, pero otra parte, la que había escapado a su control, había tomado el mando de su cuerpo y lo impulsaba sin remedio hacia su destino.
Tenía la respiración acelerada, no podía parar de pasarse la lengua por las encías para así evitar que aparecieran aquellos horribles caninos, y aquel olor estaba a punto de volverlo loco. Nunca había olido nada igual, era una mezcla de hierba recién regada, un whisky de cincuenta años, y el mejor helado de vainilla que hubiera probado jamás. «Adictivo», ésa era la única palabra para describir el olor que ahora ya lo impregnaba hasta los huesos. Siguió andando, tratando de dominar los músculos de las piernas, que parecían más que dispuestos a utilizar toda su potencia. Sí, sólo le faltaría eso, echar a correr como un animal en medio de Roma. Tenía que parar, tenía que serenarse… y de verdad que lo intentó, pero su cuerpo se negó a detenerse y siguió andando. Notaba la nuca empapada de sudor y podía sentir cada una de las vértebras apretándose contra su piel. Y entonces la vio.
Era menuda, demasiado, fue lo primero que pensó, y tenía el pelo negro, muy negro, casi azulado. Estaba de espaldas, y Ewan dio gracias de no poder verle la cara. Una parte de él, esa parte que se empeñaba en ignorar, sabía que si la veía jamás lograría olvidarla. Y tenía que olvidarla.
Ella se detuvo frente al escaparate de una pastelería, y entonces Ewan vio su rostro reflejado. No podía distinguirla bien, pero sí lo suficiente como para detectar que estaba llorando. El estómago le dio un vuelco y sintió la imperiosa necesidad de ir a abrazarla, pero se obligó a aferrarse a la farola que tenía al lado. Se le pusieron los nudillos blancos del esfuerzo que estaba haciendo, y sintió que la bestia se revolvía y retorcía dentro de él, igual que un animal herido. Estaba a punto de perder la batalla y de arrancarse el brazo con tal de poder acercarse a la chica, cuando ésta se secó las lágrimas y Ewan volvió a respirar.
Vio que erguía la espalda y no pudo evitar sentirse orgulloso. Había dejado de llorar y, tras respirar hondo, reinició la marcha y él se quedó mirándola hasta que entró en un pequeño hotel. Se quedó allí como un imbécil durante una hora, o quizá dos, y cuando sintió que de nuevo había dominado sus instintos, se dio media vuelta y regresó corriendo a su propio hotel. Al llegar, le pagó la cuenta a un atónito recepcionista, y, en cuestión de segundos, cerró la maleta y partió en dirección al aeropuerto.
En Fiumicino se dirigió al primer mostrador y sacó la Centurion de la familia. Ewan no solía utilizarla, pero maldita fuera si esa ocasión no se merecía hacer una excepción. El patrimonio de los Jura era casi incalculable, y ellos habían sabido ocultarlo y gestionarlo con acierto; podía permitirse la extravagancia de comprar una plaza en primera clase en el primer vuelo que partiera hacia Inglaterra. No podía quedarse allí. Si se quedaba en Roma un segundo más del necesario, sucumbiría por primera vez a sus instintos y le permitiría a la bestia hacer lo que quisiera. Y lo que quería era ir detrás de aquella morena cuyas lágrimas lo habían desgarrado por dentro. Sí, tenía que irse de Italia cuanto antes, y le daba igual quedar como un millonario excéntrico delante del encargado del mostrador de tierra.
Un par de horas más tarde, billete en mano, Ewan estaba sentado en primera clase de un vuelo de British Airways con destino a Londres. Se abrochó el cinturón y rezó para que aquello bastara para detenerlo, aunque sabía de sobra que ni el acero podría conseguir tal cosa si perdía el control. Le pidió a la azafata un gin-tonic y confió en que los habituales mareos lograran aturdirlo lo suficiente como para no salir de allí corriendo e ir a por aquella chica.
Por suerte, el piloto no tardó en cerrar las puertas del avión y anunciar su despegue. Aunque Ewan lo pasó muy mal durante todo el vuelo, y estuvo tentado de arrancarle la cabeza a la mujer que tenía sentada al lado, por llevar un perfume que se le metía en las fosas nasales y machacaba el de ella, consiguió llegar a Londres sin cometer tal atrocidad. Apenas recordaba el trayecto en el taxi de regreso a su apartamento, pero jamás olvidaría el aullido que escapó de su garganta tan pronto como supo que estaba a salvo.
Julia se había echado a llorar delante de una pastelería. A Stephanie le gustaba muchísimo el chocolate, y a ella le bastó con ver aquella bandeja llena de bombones para no poder seguir conteniendo las lágrimas. Incluso había estado a punto de caerse de rodillas y ponerse a sollozar en plena calle. Pero entonces tuvo la sensación de que alguien la observaba. Y no sólo eso, aquella misteriosa presencia la estaba consolando. No sabría explicarlo y en esos momentos, después de tanto llorar, estaba demasiado cansada para intentarlo, pero había sentido como si alguien la abrazara. En medio de tanta pena, había sido una sensación maravillosa, como si entre aquellos invisibles brazos no pudiera sucederle nada malo.
Cerró los ojos y se fue a la cama. Al día siguiente regresaría a Londres, y al otro a su trabajo. Tal vez eso de ir a Roma hubiese sido una locura, pero había valido la pena. Aunque sólo fuese por aquellos segundos en los que se había sentido como si hubiera alguien en el mundo nacido para abrazarla. Alguien más aparte del hombre que aparecía en sus sueños y que le había susurrado que necesitaba verla en la ciudad italiana.