Ewan nunca se había despertado con nadie a su lado y tenía que reconocer que era una sensación maravillosa, y que se alegraba de haberlo hecho sólo con Julia. No quería que sus amaneceres se vieran enturbiados por los recuerdos de otra persona, quería que su memoria entera le perteneciera sólo a ella. Miró el despertador y vio que tenía que levantarse.
Mitch había sugerido que Julia no fuera al trabajo, que se buscara cualquier excusa y que se quedara en casa. Él mandaría a aquellos dos policías para que vigilaran. A Ewan no le hacía ninguna gracia tener que separarse de ella, aunque sólo fuera por unas horas, pero su amigo tenía razón: a Julia le iría bien descansar y, tal vez así, Ewan descubriera cuál de los miembros de su equipo la había traicionado.
—Buenos días —farfulló ella con voz adormilada.
—Buenos días —replicó él, agachándose para darle un beso—. Voy a ducharme, pero tú puedes volver a dormirte. —Julia enarcó una ceja y Ewan se lo explicó—: Mitch cree que es mejor que no aparezcas hoy por Vivicum Lab. —Omitió la parte de que sospechaban de alguno de sus compañeros y esperó a que ella dijera algo.
—Está bien —suspiró, y cerró los ojos para volver a quedarse dormida.
Ewan salió con cuidado de la cama y se duchó haciendo el menor ruido posible, aunque se moría de ganas de ponerse a cantar y a gritar a los cuatro vientos que estaba enamorado. Cogió la esponja y el jabón y, cuando volvió la cabeza hacia el lado izquierdo, vio que el tatuaje había empezado a aparecer en su brazo. Brillaba con intensidad y, aunque por el momento sólo eran unos trazos, le ocupaba casi todo el bíceps.
Siempre había creído que si algún día llegaba a verlo se asustaría, o que se arrepentiría de haberlo hecho aparecer, pero lo único que sentía era satisfacción y orgullo. Sí, se sentía orgulloso de lucir una marca que indicaba que había encontrado a su alma gemela, a una mujer que lo completaría hasta el fin de los días y a la que él le había entregado su corazón y su destino. Julia iba a ser la guardiana de su destino.
Él era un guardián de Alejandría, y, según la leyenda, tendría que enfrentarse a un gran reto, pero ella era la guardiana de su alma, de su cordura, de su corazón.
Salió de la ducha y se quedó mirando el tatuaje reflejado en el espejo. Era precioso, y al imaginarse a Julia recorriéndolo a besos se excitó sin poder remediarlo. Consciente de que por el momento no podía hacer nada al respecto, se vistió y regresó al dormitorio. Ella seguía dormida, pero la despertó con un beso. No quería irse de allí sin despedirse.
—Julia, cariño. Voy al trabajo, te llamaré al mediodía.
—Claro —respondió ella medio adormilada—. Ten cuidado.
—Lo tendré. Tú también; recuerda que abajo están los policías. Si ves algo raro, no dudes en llamarlos, y luego llámame a mí, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —le prometió Julia.
Ewan le dio otro beso. No quería irse de allí y tenía el mal presentimiento de que si se alejaba de ella algo malo iba a suceder. En un impulso, abrió el primer cajón de la mesilla de noche y sacó una cadena de plata de la que colgaba un viejo silbato del mismo metal. Siempre había odiado ese objeto, era el silbato que había utilizado el guardián que había ido a matarlos a él y a su hermano cuando eran pequeños. Su padre había insistido en que se lo quedara, y también su abuelo, pues ambos tenían la teoría de que algún día comprendería que había hecho lo correcto al defender a Daniel y a sí mismo de aquel modo.
Ewan no lo veía así, pero sin saber por qué sintió la necesidad de entregarle ese recuerdo a Julia. Seguro que ella sabría cuidarlo, y seguro que a su lado terminaría por entenderlo. Sin cuestionárselo más, le pasó la cadena por la cabeza y se levantó de la cama. Seguro que tenía cara de idiota, pensó, pero justo entonces oyó que Julia susurraba:
—Te amo, Ewan.
A él se le hizo un nudo en la garganta, pero no dijo nada. No sabía si lo había dicho consciente, y tampoco quería ponerla en un compromiso, se dijo. Cuando todo aquello terminara, le organizaría una cena romántica y se declararía como es debido. Sí, quería tener una historia que contar a sus nietos, pensó feliz mientras bajaba la escalera.
Durante la mañana, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no llamar a Julia a cada momento y preguntarle cómo estaba, y no consiguió dejar de pensar en ella hasta que empezó a oír una voz en su cabeza. Y no era la de su conciencia, pues ésa la conocía de sobra. No, era la voz de ¿Dominic?
«Joder, por fin lo he conseguido», pensó Dominic. Llevaba días tratando de ponerse en contacto con Ewan y no lo había logrado. La telepatía era un don muy extraño entre los guardianes, y los pocos que lo tenían eran en general los más antiguos, o bien los que estaban destinados a ocupar un lugar en los anales de la historia. Y en el caso de Dominic y Ewan se cumplían ambas condiciones, siempre que el testarudo de su amigo hubiera decidido asumir su naturaleza de guardián de una vez.
—Ewan, por fin te dignas a contestarme —le dijo con la mente.
—¿Dom? —Ewan trató de comunicarse del mismo modo.
—El mismo.
—¿Se puede saber dónde estás? —Hablar con la mente era extraño, y empezaba a sentir dolor de cabeza.
—El dolor de cabeza es normal —le explicó el otro—. ¿Te importaría mucho ayudarme a salir de aquí? Me tienen encerrado en un sótano de tu laboratorio, y estoy harto de que me pinchen y me saquen sangre.
El tono de Dominic era relajado, pero Ewan no se dejó engañar, su amigo lo estaba pasando mal. No sólo se lo oía agotado, sino también abatido y triste.
—No te preocupes, en seguida voy.
—Date prisa, no tengo mucho tiempo.
Ewan supuso que Dominic había interrumpido la comunicación por algún motivo, y fuera el que fuese no debía de ser nada bueno, así que no perdió el tiempo y llamó a Mitch.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó un asustadizo científico a Dominic.
—Decorando la habitación, no te jode. ¿A ti qué te parece que estoy haciendo? —respondió el guardián en su tono habitual para no despertar sospechas. Fuera de allí él no solía ser malhablado pero que lo encadenaran y lo drogaran había terminado con sus modales.
—Acércate —le ordenó el tipo—, te toca otra dosis.
—Ven a buscarme —le retó Dominic, harto ya de todo. Quizá perder la calma ahora que por fin lo habían encontrado no fuera la opción más inteligente, pero ya no podía más. Y se negaba a que uno de esos esbirros le diera órdenes.
—Vaya —dijo el científico, sacándose una jeringa del bolsillo de la bata—, y yo que quería contarte novedades acerca de tu antigua compañera de cautiverio.
Claire. Dominic sabía que probablemente todo aquello era sólo una estratagema para conseguir que se acercara a los barrotes, y a pesar de eso dio un paso hacia ellos, y otro, y otro, hasta detenerse justo delante.
—¿Dónde está? —Apretó la mandíbula. Los colmillos llevaban días apareciéndole con preocupante facilidad y ahora amenazaban con atravesarle la mandíbula de lo largos y afilados que le crecían. Las vértebras superiores ya se habían dislocado y estaba convencido de que si no fuera por la jaula en la que estaba encerrado, el hombre que tenía enfrente estaría muerto en medio de un charco de sangre.
—Acerca el brazo.
Dominic se lo tendió sin dudarlo e impertérrito aguantó la inyección.
—¿Dónde está? —repitió.
—No lo sé —respondió el mísero científico, y cometió el error de no apartarse con suficiente rapidez.
El acero de las garras de Dominic brilló bajo los fluorescentes del laboratorio segundos antes de estrujar el cuello de aquel imbécil.
—Te he preguntado dónde está —volvió a decir el guardián, y esta vez no ocultó los colmillos sino que sonrió para que Robert, según el nombre de la placa que colgaba del bolsillo izquierdo de la bata, los viera.
—No lo sé. Lo juro —añadió al ver los afilados dientes.
—Dime qué sabes. —Dominic apretó un poco más.
—Sigue en Inglaterra, pero pronto se la llevarán a Estados Unidos —farfulló, pues la falta de oxígeno empezaba a afectarlo.
—¿Adónde? —Dominic le mostró la misma clemencia que le habían venido mostrando ellos.
—A Nueva York… no puedo respirar.
—¿Y te crees que me importa? —Dominic se asustó al darse cuenta de que de verdad no le importaba lo más mínimo. Él no era así, cerró los ojos unos segundos y trató de buscar algún ápice de remordimiento en su interior. Ninguno. Y apretó todavía más fuerte.
—¿Qué me has inyectado? —Zarandeó al hombre al ver que apenas reaccionaba—. ¡Dímelo! —Un pensamiento horrible le cruzó por la mente—. ¿También se lo disteis a ella?
—No puedo respirar… —Robert tenía la mirada desenfocada y con las manos trataba inútilmente de aflojar la garra de Dominic.
—Dime qué habéis hecho con ella o te aseguro que te mandaré al infierno.
—Tú ya estás en él —le dijo el científico con extraña claridad—. Nunca la encontrarás, y si la encuentras…
—¡Si la encuentro qué! —Furioso al pensar en lo que podían estar haciéndole a Claire, apretó de nuevo.
—Será demasiado tarde.
Dominic cerró los dedos con determinación y no se detuvo hasta notar que las vértebras se desencajaban. Aquel pequeño e insignificante «click» marcó el fin de la existencia de esa rata y, aunque Dominic seguía sin arrepentirse de ello, regresó hasta su cama tambaleándose y se llevó las manos a la cabeza. «Date prisa —le suplicó mentalmente a Ewan—, tengo que salir de aquí».
Por suerte para todos, Mitch tuvo una de sus geniales ideas y, tras pedir un par de favores, consiguió que dispararan la alarma de radiación de Vivicum Lab, con lo que los laboratorios se vieron en la obligación de ser evacuados. Una vez allí, Mitch y Ewan formaron parte del solícito equipo de rescate y fueron corriendo al sótano en el que estaba encerrado Dominic. Tal como Mitch había sospechado basándose sólo en su intuición, Cochran era un cobarde y se había ido de allí sin ningún remordimiento, así que dieron con la celda del guardián sin tener que sortear ningún otro contratiempo. Les costó un poco hacer saltar el sistema de seguridad, pero gracias al propio Dominic, y a la fantástica pero agotadora telepatía, consiguieron abrir las puertas de acero.
—No sabéis cuánto me alegro de veros, chicos —farfulló el guardián al abrazarlos—. Salgamos de aquí. —Y por suerte para Dominic, ni Ewan ni Mitch le hicieron ninguna pregunta acerca de Robert, el científico que yacía desnucado frente a su celda.
Rufus Talbot observó atento las imágenes que le llegaban del laboratorio. Había mandado instalar una cámara al inicio de todo el proyecto, para así monitorizar todas las respuestas del sujeto, y mira por dónde, ahora veía en vivo y en directo cómo se escapaba. Talbot y el doctor Cochran estaban en una reunión con los nuevos emisarios del ejército de las sombras cuando se disparó la alarma del laboratorio. Convencido de que se trataba de otra de aquellas molestas pruebas que les hacía pasar el gobierno no le hizo demasiado caso y terminó con la visita; después del fiasco de Rakotis tenía que recuperar mucho terreno en lo que se refería al favor de lord Ezequiel. Cuando los emisarios se fueron, no sin antes recordarle que cada vez tenía menos margen de error, fue a su despacho para comprobar las imágenes que seguro que había recibido de la falsa alarma, y al verlas se quedó atónito. Al parecer un guardián y un vulgar humano habían disparado la dichosa alarma y habían conseguido burlar su carísimo sistema de seguridad. Una hazaña encomiable. Tenía que reconocer que el plan tenía su gracia, y si no fuera porque por fin había descubierto quién estaba ayudando a Julia Templeton se habría puesto furioso.
Ewan Jura. Se rió. El mismísimo Ewan Jura había estado trabajando en sus laboratorios sin que él se enterase, lo cual no era de extrañar, pues no lo veía desde que era pequeño, pero había oído rumores acerca de su estrecha amistad con Dominic Prescott.
Sí, no cabía duda, Ewan Jura había ido a rescatar a su amigo del alma. Y ahora él le arrebataría algo igual de importante.
Talbot buscó la dirección de Ewan en la base de datos de la empresa, y aunque se había cambiado el apellido, no tardó en encontrarlo. Y fue personalmente a buscar a la señorita Templeton. Le apetecía tener compañía, y, además, tenía que hacerse con una nueva cobaya cuanto antes.