Julia Templeton seguía viva. La muy zorra. Y ni siquiera había denunciado el ataque, pensó Rufus Talbot. Lo sabía porque uno de los policías que trabajaban para él se lo había confirmado. Era imposible que ella sola hubiera podido eliminar a Larkin y a uno de sus perros asesinos, y que luego además se hubiera deshecho de los cadáveres. No, alguien la estaba ayudando, pero ¿quién?
Para distraerse, abandonó el despacho y fue hacia el sótano por la escalera que, oculta tras una puerta secundaria, conducía allí directamente. Dado que las drogas del ejército de las sombras no habían llegado a sus manos, Talbot le había dicho a Cochran que improvisara, y estaba impaciente por ver los resultados. Introdujo el código de seguridad y fue a hacerle una visita a su invitado.
—Veo que sigues resistiéndote —dijo con cara de asco, al ver que Dominic Prescott seguía aferrándose a su cordura—. Deberías darte por vencido. Todo sería más fácil entonces.
—¿Más fácil para quién? —farfulló el guardián, que tenía el torso y la frente empapados de sudor—. ¿Para ti, vil rata traidora?
—Vamos, vamos, no te pongas así. Ya te dije que no era nada personal.
—Qué detalle. —Dominic se puso en pie a pesar de que le temblaban las rodillas, y se acercó a los barrotes—. Nada de esto va a servirte.
—No seas cenizo. Quizá debería decirle al bueno del doctor Cochran que te aumente la dosis de esta última fórmula —comentó como si nada, y Dominic cometió el error de temblar.
Éste llevaba días sufriendo pesadillas y, en más de una ocasión, había temido quedar atrapado en las garras de la oscuridad. Aquellas drogas, sumadas a la ausencia de Claire, lo estaban afectando más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Más de lo que quería que supieran aquellos degenerados. Dominic era médico, y si sus sospechas se confirmaban, Talbot estaba a punto de dar con una droga capaz de enganchar a los guardianes. Y él no quería ser el primero en probarla. Su cuerpo no lo resistiría, no tal como estaba. Tenía que escapar antes de que le inyectaran una dosis más. Convertirse en un ser sin voluntad sería peor que la muerte, y Dominic no estaba dispuesto a permitirlo. Había sobrevivido a demasiada mierda como para que ahora lo derrotaran un montón de imbéciles sin escrúpulos y con bata blanca.
—Haz lo que te dé la gana. No servirá de nada —le dijo a Talbot.
—Oh, no te preocupes, lo haré —replicó éste. Y se fue de allí silbando.
Y Dominic, que llevaba años siendo ateo, rezó para que alguien fuera a salvarlo.
Rufus regresó a su despacho de mucho mejor humor y, media hora más tarde, recibió una llamada telefónica que se lo mejoró aún más.
—Mi señor, Julia tiene las llaves del apartamento de su amiga Stephanie y esta noche planean ir allí —le dijo su fiel lacayo.
—¿Quiénes?
—Ella y ese novio que la sigue a todas partes como un perro faldero. No me gusta, mi señor.
—Ni a mí. Has hecho muy bien, Lucas. Estoy orgulloso de ti.
—Gracias, mi señor.
Rufus colgó. Sí, definitivamente estaba teniendo un gran día. Un día que terminaría siendo muy explosivo, pensó, justo antes de echarse a reír como un loco.
Lucas se había convertido en lacayo de Rufus Talbot con apenas dieciocho años. En esa época, el joven estaba fascinado por la cultura gótica y convencido de que los vampiros existían. En su búsqueda de esos seres, frecuentaba bares y otros lugares en los que se rumoreaba que los habían visto. Una noche, cuando ya iba a darse por vencido, vio a Rufus Talbot en un callejón. Tenía a una mujer contra la pared y estaba bebiendo sangre de su cuello. Nunca había visto nada tan hermoso, tan bello, y cuando Rufus terminó, se acercó a él y le ofreció sus servicios y devoción eterna.
Al principio, le había costado un poco que lo aceptara, pero con los años lo había logrado, y el señor Talbot siempre era muy generoso con él. Tiempo atrás, le había explicado que no era exactamente un vampiro, sino algo más y que si se portaba bien y cumplía con sus obligaciones algún día lo convertiría. Mientras, podía tomar unas pastillas que lo irían preparando para la conversión.
Ahora le había dicho que estaba orgulloso de él. El día de la conversión estaba cada vez más cerca, y él estaba más que preparado para transformarse en una criatura de las sombras, y si para eso tenía que sacrificar a Julia Templeton, lo haría. Julia no era mala persona, y en realidad siempre había sido buena con él, pero si su señor la quería, señal de que se lo tenía merecido. Él no era nadie para cuestionar los designios de un ser tan poderoso; lo único que deseaba era ser digno de él. Colgó el teléfono y fue a por otra pastilla. Necesitaba estar cerca de su señor.
Julia y Ewan fueron al piso de Stephanie sin Mitch, que se quedó en la comisaría repasando las pruebas del tiroteo de Rakotis. Por mucho que se empeñara en negarlo, éste no había conseguido quitarse de la cabeza a aquella amazona que lo había apuntado con una arma para luego dejarlo ir. Necesitaba volver a verla, pero no encontraba ningún rastro, nada que pudiera llevarlo de nuevo hacia ella. Era desesperante y frustrante. Y él nunca se había sentido así.
Mitch le recomendó a Ewan que extremara las medidas de precaución y que no se hiciera el héroe. Y su amigo le prometió que le haría caso y que lo llamaría tan pronto como regresaran a su apartamento.
Ewan y Julia se habían pasado el día evitando el tema, y era tan incómodo como tener a un elefante en medio de una tienda de porcelana china, pensó ella. Cuando coincidieron en el trabajo, ambos se limitaron a repasar lo que él había averiguado acerca de Cochran, que al parecer seguía sin dar señales de vida, y ahora que estaban en el coche de camino al apartamento de Stephanie, ni siquiera le dirigía la palabra.
—Ya hemos llegado —anunció él, sacándola de su ensimismamiento.
Julia fue la primera en salir del vehículo y no esperó a que Ewan la siguiera, sino que se dirigió directamente hacia el apartamento. Había estado allí cientos de veces, pero ninguna desde la muerte de Stephanie. Sintió un nudo en la garganta, pero se obligó a seguir, y entonces notó que Ewan la cogía de la mano. Sin decir nada, se agachó y le dio un beso, y cuando se apartó le sonrió.
Subieron juntos la escalera y, tras abrir, Julia fue directa al dormitorio, de donde salió minutos más tarde con las manos vacías. Por su parte, Ewan se centró en las otras habitaciones, y tuvo un poco más de suerte que ella, pues encontró un ordenador portátil y otro cuaderno que se guardó en el bolsillo, pero ni rastro de ninguna pastilla. Sólo les faltaba registrar la cocina, pero entonces los instintos de Ewan se pusieron en alerta.
—Tenemos que irnos de aquí —le dijo a Julia cogiéndola de la mano al tiempo que tiraba de ella—. Vamos.
—¿Qué pasa?
Él no respondió sino que echó a correr y, cuando el apartamento estalló en mil pedazos, se abalanzó sobre Julia para protegerla con su cuerpo. Podían sentir el calor de las llamas rodeándolos, los cristales de las ventanas rotos a su alrededor y algún que otro corte, pero los dos estaban vivos. Ewan fue el primero en reaccionar y se apartó de encima de ella para no asfixiarla. Sólo faltaría que sobreviviera a una explosión para luego terminar aplastada debajo de él.
—¿Estás bien? —le preguntó, recorriéndole el cuerpo con las manos en busca de heridas.
—Sí, ¿y tú? —respondió ella.
Vio que Ewan se había transformado por completo. Tenía los ojos negros, los pómulos pronunciados, y dos colmillos se insinuaban en la encía superior.
—Sí. —Se puso en pie y la ayudó a levantarse—. Tenemos que irnos de aquí cuanto antes.
Corrieron hacia el todoterreno, que había aguantado impertérrito la explosión, y Ewan condujo hasta su casa sin decir nada. Aparcó con movimientos firmes y decididos y, en un tiempo récord, estaban los dos de nuevo en el salón de su apartamento.
Julia no sabía cómo reaccionar. Él parecía estar al límite, aunque no sabía exactamente de qué, y tampoco quería provocarlo. Lo vio dejar el ordenador de Stephanie, o lo que quedaba del mismo, encima de la mesa, y luego llamó a Mitch para contarle lo sucedido. Colgó con la promesa de que se verían al día siguiente, y luego fue al baño a por el botiquín y una toalla. Sin mediar palabra, se sentó frente a ella y se concentró en quitarle los pedacitos de cristal que se le habían incrustado en una mejilla. Llevaban así cinco minutos cuando ella decidió que no podía soportarlo más y le aferró la muñeca.
—Ewan, para un segundo. —Él se detuvo, pero mantuvo la mirada fija en el algodón con antiséptico—. ¿Qué te pasa?
—¿Que qué me pasa? —estalló de repente—. Me pasa que esta noche podrías haber muerto.
—Tú también —señaló ella, pero Ewan la miró como si ése fuera un detalle sin importancia.
—Podrías haber muerto y yo jamás habría sabido lo que se siente al darte un beso por las mañanas. Jamás te habría hecho el amor. Ni nos habríamos peleado por ir a recoger a los niños. No te habría visto nunca desnuda bajo la luz de la luna… —Se le quebró la voz—. Y, yo, ya sé que no quieres hablar del tema, que crees que eso del destino…
Julia le colocó dos dedos en los labios para hacerlo callar.
—Ewan, creo que tienes una lista de tareas pendientes demasiado larga como para perder el tiempo hablando, ¿no crees? —Vio que él la miraba atónito y añadió—: Yo que tú, empezaría por lo de los besos y lo de hacer el amor. Los otros puntos de la lista ya…
Esta vez fue ella la que se quedó sin habla, pues él decidió callarla con sus labios. Sin dejar de besarla, la cogió en brazos y la llevó hasta el dormitorio, donde la desnudó igual que si fuera el más precioso de los regalos.
—Tócame —le pidió Ewan, incapaz de contenerse. Necesitaba sentir las manos de Julia en su piel, saber que estaba allí de verdad y que no era fruto de su imaginación—. Tócame, por favor.
Ella lo hizo. Le acarició primero la cara y luego deslizó las manos hacia abajo para desabrocharle la camisa. El Ewan de sus sueños era puro músculo, pero el que ahora tenía encima no sólo emanaba fuerza, sino también calor y pasión. Su piel era tersa y brillante, y temblaba cuando ella lo acariciaba. Julia no pudo evitar pensar en un semental. De pequeña, había montado a caballo, y lo más parecido que había visto a un potro de carreras era Ewan. Desprendía fuerza, poder, convicción, pero a la vez ternura. Cuando le desabrochó el último botón, él se apartó un instante para deshacerse de la prenda y aprovechó también para quitarse los pantalones, así que cuando volvió a tumbarse lo hizo sólo en calzoncillos.
—Me gustaría ser capaz de ir despacio —le dijo en voz baja, mirándola de aquel modo que a Julia la dejaba sin aliento—, pero no sé si podré.
Ella se lamió el labio inferior y se sinceró.
—Yo nunca he hecho esto antes.
—¿Esto? —A Ewan se le hizo un nudo en la garganta de emoción, pero decidió no precipitarse—. ¿El qué, desnudar a un hombre?
—Sí, bueno, no sólo eso. —Se sonrojó de la cabeza a los pies—. Yo soy virgen. Nunca he estado con un hombre.
Ewan tragó saliva y, despacio, levantó una mano para acariciarle la mejilla. Hacer el amor con Julia era más de lo que se había atrevido a soñar jamás, pero que ella fuera virgen, que nunca hubiera estado con otro, despertó en él un instinto que ni siquiera sabía que tenía. Ella iba a ser suya. Sólo suya. Dios, podría tener un orgasmo sólo con pensarlo.
—¿Estás segura?
—Estoy segura.
—¿De verdad? Si quieres, podemos esperar —le ofreció, pero tuvo que apretar la mandíbula para no gritar.
—De verdad. No quiero esperar. Quiero hacer el amor contigo. Ahora. Aquí.
Ewan decidió no volver a preguntárselo. A él nunca se le había dado bien expresar sus sentimientos y tenía miedo de asustarla con la intensidad de lo que estaba sintiendo, así que optó por besarla. Le haría el amor como nunca antes se lo había hecho a nadie. Quizá ella fuera virgen físicamente, pero él, por su parte, podía jurar que nunca había entregado su cuerpo ni su corazón a nadie. Y eso era lo que iba a entregarle a ella.
Terminó de desnudarla, repitiéndole una y otra vez lo preciosa que era, besando cada centímetro de piel que iba quedando al descubierto, acariciando cada curva. Tenía la piel más blanca y suave que hubiera visto nunca y Ewan tembló. Y como a ella no pareció importarle, tembló todavía más. Le recorrió las piernas a besos, aprendiéndose de memoria el camino hacia el interior de su cuerpo. Registraba cada gemido, cada suspiro de placer que escapaba de los labios de ella, y utilizaba ese conocimiento para atormentarlos a ambos.
Las inexpertas pero al mismo tiempo atrevidas manos de Julia se deslizaron por la espalda de Ewan en busca de la cinturilla de sus calzoncillos, y tiró de ella hasta que él comprendió que quería que se desnudara. Luego, le acarició las nalgas y Ewan no pudo evitar moverse encima de ella en busca de más placer. Nunca había estado tan excitado, y su erección anhelaba desesperadamente hundirse en su calor, pero antes quería asegurarse de que estaba preparada. Le dio cinco, veinte, infinitos besos en los labios, el cuello, los pechos, y fue descendiendo hasta su sexo, cuyo calor lo atraía sin remedio. Hundió el rostro en la entrepierna de ella y no le dio tiempo a reaccionar. Jamás había probado nada tan maravilloso, y no iba a dejar de besarla, lamerla, poseerla, hasta que ella le suplicara que parase. Le sujetó las caderas con las manos y siguió besándola, devorándola, al mismo tiempo que su erección se apretaba más y más contra las sábanas, al borde del orgasmo. Ewan nunca había terminado de ese modo, pero supuso que con Julia todo era posible, y no le importó; por primera vez en toda su vida estaba tan entregado a la otra persona que lo único que quería era que ella sintiera placer. A él le bastaría con eso.
Siguió besándola hasta que Julia empezó a temblar y a gemir su nombre, y entonces se apartó un poco para hundirle los colmillos en la parte interior del muslo, cerca, muy cerca de su sexo. Nunca antes había hecho nada parecido, de hecho, nunca se había acostado con una mujer convertido en guardián. Y sí, pensó en medio de la pasión, su primo tenía razón. Era incomparable. Cuando sintió que el orgasmo de Julia empezaba a retroceder, soltó el delicado muslo que tenía entre los labios y se colocó encima de ella.
—Ewan —susurró, acariciándole la cara—. Hazme el amor.
—¿Estás segura? A partir de aquí no hay vuelta atrás. Nunca te dejaré ir.
—Estoy segura, yo tampoco te dejaré ir a ninguna parte.
Él cerró los ojos en un intento por recuperar algo de calma, aunque sólo fuera la justa para no abalanzarse sobre Julia como un animal en celo, y fue hundiéndose en el interior de su cuerpo con lentitud. «Dios». Se mordió el labio inferior y una gota de sangre le resbaló por la barbilla. Aquello era increíble. Su cuerpo lo envolvía igual que cera ardiendo, suave y caliente. Movió tentativamente las caderas y se topó con la barrera que señalaba que nadie había estado allí antes, y si eso no hubiera bastado para hacerle perder el control, justo en ese instante, Julia levantó una mano y capturó la gota de sangre que él tenía en la barbilla. Ewan abrió los ojos, impaciente por ver qué pretendía hacer ella, y cuando se llevó el dedo a los labios y lamió la sangre, se estremeció de placer.
—Ahora los dos estamos dentro del otro —susurró Julia.
Y, con esa frase, Ewan la hizo suya para siempre. Arqueó las caderas, adaptándose al ritmo que marcaban las de ella, mientras le acariciaba los pechos, las piernas, cualquier parte que pudiera alcanzar con sus frenéticas manos, y cuando sintió que Julia volvía a temblar de placer, se dejó ir y se permitió poseerla como deseaba, como le exigía el guardián. Julia fue al encuentro de sus embestidas y pronto los dos gritaron el nombre del otro. Una promesa hecha a los dioses, a quien fuera que los hubiera destinado a estar juntos.